En el último tercio del siglo XIX, los restos del imperio colonial español ultramarino en el Caribe (Cuba y Puerto Rico) y el Pacífico (Filipinas) se independizaron al mismo tiempo que las potencias europeas se repartían territorios en la Conferencia de Berlín (1885). Esto puso de manifiesto la debilidad y escaso peso de España a nivel internacional y fue una de las causas de la crisis ideológica y moral de finales de siglo. Cuba y Puerto Rico se situaban cerca de Estados Unidos y tenían una vida económica basada en la agricultura de exportación, sobre todo la caña de azúcar y el tabaco. Aportaban a la economía española un flujo continuo de beneficios gracias a los aranceles que imponía Madrid a esas colonias, que se veían obligadas a comprar carísimos productos españoles y carecían de capacidad de autogobierno. La dependencia de España se mantuvo por el papel que cumplía la metrópoli, que aseguraba la explotación esclavista para beneficiar a una minoría oligárquica. Sin embargo, en Filipinas la población española era escasa y los capitales invertidos no eran importantes. Durante tres siglos, la soberanía se había mantenido gracias a la acción militar y religiosa. La colonización no había creado una base de mestizaje y aculturación de importancia y la relación entre la metrópoli y el archipiélago se centró en la explotación agraria, monopolizada por la Compañía de Tabacos de Filipinas en presencia de clérigos y misioneros. La Guerra de Secesión estadounidense inspiró la toma de partido de parte de la población criolla a favor de la independencia y de la abolición de la esclavitud. En 1868 comenzaron en Cuba los movimientos autonomistas con la sublevación popular dirigida por Manuel de Céspedes, el Grito de Yara, que tenía intenciones abolicionistas y secesionistas, similar a la que defendían los republicanos federales. La guerra se prolongó hasta 1878 y concluyó con la Paz de Zanjón, por la que se concedía cierto autogobierno a Cuba. Surgió entonces el Partido Liberal Cubano, que representaba a sectores de la burguesía criolla. La Paz de Zanjón no tuvo éxito. Tras la Paz de Zanjón se planteó la posibilidad de otorgar concesiones autonomistas, pero el rechazo de las oligarquías españolistas, agrupadas en la Liga Nacional, frustró estas propuestas hasta que en 1893, Maura presentó un proyecto autonómico que no llegó a cuajar. Para entonces, el movimiento independentista contaba con el apoyo de Estados Unidos. En 1892, José Martí fundó el Partido Revolucionario Cubano, mientras en Filipinas se creó la Liga Filipina, dirigida por José Rizal, que tras su asesinato fue sustituido por Emilio Aguinaldo. La reacción de España ante el movimiento independentista fue muy violenta, sobre todo bajo el mando de Valeriano Weyler, capitán general de Cuba. En 1985 estalló la última guerra de Cuba, y un año después en Filipinas. En ambos casos fue muy encarnizada. En un intento por frenar la tensión, el Gobierno concedió una Constitución autonómica, si bien no fue aceptada por los independentistas. También fue importante la subida a la presidencia estadounidense de McKinley y la aplicación de la doctrina Monroe (América para los americanos) para entrar en el conflicto. En febrero de 1898, el acorazado estadounidense Maine se hundió en el puerto de La Habana. Una campaña de prensa dirigida por Hearst y Pulitzer responsabilizó a la armada española, y Estados Unidos declaró la guerra a España. La derrota española fue inmediata en Cavite y Manila (Filipinas) y en Santiago de Cuba. El 1 de octubre se negoció la Paz en París, y el 10 de diciembre de 1898, por el Tratado de Parías, Cuba pasó a ser República independiente bajo la supervisión de Estados Unidos y Puerto Rico y Filipinas quedaron bajo administración directa estadounidense. Por un tratado hispano-alemán en 1899, se vendieron a ese país las Marianas, Carolinas y Palaos. En 1900 un nuevo tratado hispano-norteamericano establecía la venta de las islas de Joló. Las consecuencias de la guerra fueron más de cincuenta mil muertos e ingentes gastos. Sin embargo, las consecuencias económicas fueron en general beneficiosas para la economía y la Hacienda españolas, pues se obtuvieron compensaciones y pagos, se crearon nuevos impuestos, inversores europeos compraron deuda española, se repartieron capitales, se recuperaron en dos años las exportaciones y las deudas de la guerra serían pagadas por la Hacienda cubana. La Hacienda Pública española tuvo superávit presupuestario en los años siguientes. Por otro lado, se abrió un gran debate intelectual que llevó a reflexionar sobre los males de la patria. Salieron a la palestra una serie de discursos coincidentes en la necesidad de modernizar las estructuras básicas españolas, tal como señalaron Joaquín Costa, en su Oligarquía y caciquismo, o Ricardo Macías Picavea, en su obra El problema nacional. Estas distintas actitudes, el llamado regeneracionismo, planteaban una estrategia de acción que pretendía superar las prácticas caciquiles y oligárquicas, así como que la política respondiese a los movimientos de opinión pública y a la libre controversia entre los ciudadanos; aspirar a la constitución de un país de clase media e impulsar la actividad agraria mediante una política hidrográfica. Por último, el desastre del 98 sirvió de argumento para los nacionalismos periféricos, sobre todo el vasco, como prueba de la necesidad de desvincularse de la moribunda España. Para algunos sectores del catalanismo, era el momento de fomentar una regeneración española orquestada desde la dinámica Cataluña. En 1902, las Cortes declararon mayor de edad al rey Alfonso XIII, dando fin a la regencia de María Cristina de Habsburgo. Después de la crisis de 1898 los postulados del regeneracionismo se acomodaron en el republicanismo y el socialismo, que llevaron a cabo una renovación social y política. El primer intento corrió a cargo de Francisco Silvela, sucesor de Cánovas al frente del partido Conservador, quien asumió el ideario regeneracionista aconsejado por su ministro de Guerra, el general Camilo García de Polavieja, y apoyado por importantes sectores sociales, entre ellos la burguesía catalana, que llevó a Manuel Durán i Bas al Ministerio de Justicia en 1899. La crisis del Gobierno Silvela se produjo al presentar los presupuestos Raimundo Fernández Villaverde, ministro de Hacienda, que pretendía superar cuanto antes el déficit económico. Esto provocó la oposición de Cataluña y la declaración del estado de guerra, por lo que Silvela acabó dimitiendo. Le sustituyó Antonio Maura, que buscó nuevos cauces políticos en su Ley Electoral de 1907. Fue un regeneracionismo desde arriba para evitar la reacción violenta de las clases populares. Maura también regularizó las huelgas y creó el Instituto Nacional de Previsión, si bien creó un sistema corporativo para la elección de alcaldes que eliminaba el sufragio universal. Su Gobierno se vio lastrado, por un lado, por la Guerra de Marruecos. España logró el control de la zona septentrional de Marruecos tras la Conferencia de Algeciras, en 1906, pero se encontró con la oposición rifeña. En 1909, tuvo lugar el desastre del barranco del Lobo, que tuvo un fuerte impacto social. Los sectores conservadores defendían la intervención por los intereses mineros de la zona y para recuperar el prestigio perdido en el 98, mientras republicanos, socialistas y sindicatos se oponían. Por otro lado, tras la derrota en el barranco del Lobo, Maura llamó a filas a reservistas catalanes, lo que provocó una revuelta que adquirió tintes revolucionarios y anticlericales. En la represión emprendida por el Gobierno tuvo especial trascendencia la ejecución del pedagogo anarquista Francisco Ferrer i Guardia, lo que desencadenó una revuelta bajo la proclama “¡Maura no!” y que provocó su dimisión en octubre. El modelo regeneracionista liberal tuvo su máxima expresión en la figura de José Canalejas, que intentó reducir la influencia religiosa en España, permitió la creación de la Mancomunidad de Cataluña (que entró en vigor en 1914 y reunía a las cuatro diputaciones en una institución presidida por Enric Prat de la Riba) y redujo el impuesto de consumos. También adoptó medidas para regular el mundo laboral y la ley de Reclutamiento, que establecía el servicio militar obligatorio. En noviembre de 1912, Canalejas fue asesinado por un anarquista, abriéndose un período de inestabilidad que desembocó en la dictadura de 1923. Las rivalidades de los conservadores y de los liberales, así como la ruptura del turno pacífico, fueron muestras de la crisis del sistema diseñado tras la restauración borbónica. Paralelamente, se produjo una modernización política. El caciquismo se encontraba fragmentado y en descomposición y la opinión pública alcanzó mayor influencia gracias al periodismo moderno. Así, se consolidaron otras opciones políticas que hasta entonces se habían situado al margen del sistema. El estallido de la Primera Guerra Mundial acrecentó las diferencias internas. El 13 de septiembre de 1923, Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña e influido por Mussolini, encabezó un golpe de Estado con el apoyo del rey Alfonso XIII. La Constitución de 1876 fue suspendida. La dictadura fue el producto de la crisis de la Restauración, sobre todo la investigación tras el desastre de Annual, dirigida por el general Juan Picasso, que responsabilizó a la élite militar y al Rey.