discurs de l` dr - Universitat Ramon Llull

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DISCURS DEL DR. LUIS ROJAS MARCOS,
PADRÍ DE LA 8ª PROMOCIÓ DE GRADUATS
DE L’ESCOLA D’INFERMERIA I FISIOTERÀPIA
BLANQUERNA
UNIVERSITAT RAMON LLULL
Respectables professors, apreciats familiars, benvolguts graduats i graduades:
En primer lloc, vull agrair-vos de tot cor que m’hagueu escollit padrí de la vostra
promoció. Aquest nomenament representa per a mi un honor i una responsabilitat. A
l’acceptar amb orgull aquest apadrinament, també accepto amb il·lusió la tasca d’assistirvos en la vostra vida professional. Sapigueu que estaré sempre a la vostra disposició. En
qualsevol moment que penseu que us puc servir de recolzament o ajuda, no dubteu en
posar-vos en contacte amb mi. Avui, gràcies a la prodigiosa tecnologia de la comunicació,
cap ésser humà és una illa; podem mantenir-nos connectats tot i viure geogràficament
separats.
M’agradaria poder expressar els meus pensaments en la vostra llengua, que tant
m’agrada i que començo a entendre. Però us haig de confessar que diversos amics
meus, catalans, m’han aconsellat amb tacte i afecte, que no ho intenti. La raó és que,
com ja ho haureu notat, la meva fluïdesa en català encara no ha aconseguit el nivell
suficient per poder comunicar-me sense arriscar la claredat de les meves paraules i
imposar-vos un esforç d’atenció. Així que us prego em permeteu continuar el discurs en
castellà, amb algun involuntari deix novaiorquès.
Os felicito por las profesiones que habéis elegido aprender y ejercer. Tanto la
enfermería como la fisioterapia constituyen una mezcla poderosa de ciencia y
humanismo.
Pienso que nada ha transformado tan profundamente la vida humana como los
frutos de la ciencia. La ciencia no es un medio para inventar verdades. Es el método de
descubrirlas. Y las verdades genuinas rezuman claridad y belleza. Poseen la cualidad de
la evidencia.
No creo que haya un tema de estudio más relevante que el cuerpo humano. Este
edificio portentoso, construido de una amalgama de oxígeno, hidrógeno, nitrógeno,
carbono, potasio, calcio, hierro y otros gases y metales, es el hogar de nuestros
sentimientos, nuestras ideas, nuestros placeres, de nuestro talento para captar y crear
cosas bellas y, literalmente, de nuestra energía vital.
La conciencia del cuerpo constituye el primer pilar de nuestra identidad. Las
criaturas de tres meses ya se fijan en sus manos con curiosidad, y antes de los tres años
señalan a su cuerpo y se refieren ufanas a sí mismas usando pronombres personales. El
sentido de estar conectados al propio cuerpo es, desde la niñez, un manantial generoso de
confianza en nosotros mismos, de seguridad, de autonomía y de dicha. Esto me hace
recordar la respuesta que un niño, de cuatro años, dió al naturalista Charles Darwin cuando
el genio le preguntó qué significaba ser feliz: “hablar, reirse y dar besos”, contestó el
pequeño sin vacilar.
Sentiros afortunados, pues, desde hoy, tendréis el privilegio de aplicar el
conocimiento sobre el funcionamiento del cuerpo a la prevención, al alivio y a la
curación del sufrimiento de vuestros compañeros de vida.
Desde el momento en que el impetuoso espermatozoide paterno atraviesa la
membrana del expectante óvulo materno y se produce la fecundación, cada célula que
nace sigue obediente el plan de vida inscrito en sus genes. Un plan multimilenario que la
impulsa a reproducirse y a construir una parte concreta del conjunto maravilloso que
configura nuestro ser. Pero el dominio que ejerce sobre nuestra naturaleza el equipaje de
ácido desoxirribonucleico que heredamos de nuestros progenitores, no es absoluto.
El reciente desciframiento del genoma humano y las espectaculares técnicas de
clonación, han resaltado en los últimos años la autoridad de los genes en la formación de la
persona. Sin embargo, no es posible descartar el papel fundamental que desempeñan en
esta tarea el medio social en que nacemos y las vicisitudes del contexto en el que crecemos
y vivimos.
Recordemos la gran plasticidad del cerebro, o la capacidad que posee de
transformarse en respuesta a los estímulos del entorno. Desde que venimos al mundo
hasta que maduramos su tamaño se cuadriplica, por lo que el florecimiento de sus
potenciales depende, en gran medida, de la calidad del ambiente.
Ahora, ahijados y ahijadas, mi primer consejo: tened presente que las personas
nacemos y nos hacemos. Estamos hechos de herencia inapelable, pero también de triunfo
personal sobre las fuerzas innatas y las circunstancias. Triunfo que nos permite hacernos a
nosotros mismos, mas no como esclavos del destino sino como sus forjadores.
La esencia del ser humano va más allá de la habilidad para sobrevivir y dominar el
entorno. De hecho, nuestra naturaleza incluye herramientas que nos permiten
comprender, sentir, imaginar, amar, tener fe y, en definitiva, configurar un mundo
espiritual. De ahí que, a través de milenios, hayamos revestido la simple necesidad
instintiva de reproducirnos con el manto sublime del romance, el amor de pareja y la unión
familiar. Un manto, bajo el que se construyen los vínculos resistentes de cariño y de apoyo
mutuo que forman los cimientos de la humanidad, y el principal escenario de nuestra
dicha.
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Si bien la espiritualidad no es posible sin el cuerpo, el buen funcionamiento del
cuerpo no es posible sin un cierto equilibrio espiritual. Y es que existe un enlace de doble
dirección entre nuestro organismo tangible y nuestro mundo anímico. En el cuerpo se
cuecen las emociones –como la alegría, la tristeza, la esperanza, la vergüenza o la ira-, pero
estas emociones, a su vez, ejercen un impacto determinante sobre la armonía del
organismo.
Por eso, os recomiendo que no perdáis de vista que la salud física de las personas
depende en gran parte de su estado de ánimo. La incidencia de las dolencias que causan
más muertes prematuras en los países de Occidente –como los trastornos del corazón, el
cáncer, la cirrosis de hígado y las alteraciones obstructivas pulmonares- está influida por el
temperamento de la persona.
En bastantes casos, la relación entre las enfermedades y el estado de ánimo es
directa. Por ejemplo, las personas deprimidas tienen un riesgo cuatro veces más alto de
morir precozmente a causa de un ataque al corazón que las que no están deprimidas. La
depresión altera el funcionamiento de las plaquetas y contribuye directamente a producir
la obstrucción de las arterias coronarias.
Otras veces la relación entre enfermedad y estado de ánimo es indirecta y se
plasma a través del estilo de vida que elegimos. Los hombres y las mujeres descontentos
con la vida en general, tienden a alimentarse peor, a cuidarse menos, a sufrir más
accidentes, a fumar más y consumir más alcohol que quienes se sienten satisfechos con su
lote.
Pese a estas diferencias, la realidad es que tanto los desdichados como los felices
nacemos con una doble nacionalidad: la del país vitalista de la salud y el vigor, y la del
estado tenebroso del dolor y la invalidez. Aunque preferimos usar sólo el pasaporte
bueno, tarde o temprano nos vemos obligados a declararnos ciudadanos del reino de la
enfermedad. Aun así, ese lugar de sufrimiento se hace más llevadero si contamos con un
grado, al menos moderado, de paz interior y una perspectiva optimista del mundo.
Una vez que caemos cautivos de la enfermedad, casi todos requerimos promesas
de alivio, de descanso y de curación. Durante un tiempo, las ofertas de consuelo provienen
de nuestras voces internas y de los seres queridos, pero, antes o después, la esperanza la
buscamos en profesionales serenos y afectuosos; en expertos atentos y compasivos del
dolor que nos aqueja.
El humanismo celebra la dignidad y el valor de la persona en su totalidad, y su
potencial para ser feliz. En vuestras profesiones, el humanismo es un arte de palabras
sentimientos y actitudes. Se expresa con afabilidad, tacto, comprensión y respeto, lo que
evoca en el paciente confianza, seguridad y esperanza.
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Ahora bien, quiero alertaros que sustentar una disposición humanista, no es
fácil. En nuestra sociedad, el culto al dinero y al consumo, la glorificación de la
tecnología y el énfasis exagerado lo eficiente y lo inmediato, hacen que la relación entre
proveedores y consumidores de la asistencia sanitaria se convierta con frecuencia en
una transacción mercantil, distante, breve y fría.
Cada día un considerable número de pacientes se queja de la ausencia de
humanidad en el personal sanitario. Su sentir es que faltan cuidadores sensibles a sus
necesidades afectivas y espirituales. De hecho, a menudo oimos de sus labios eso de
"ahora vivimos mejor pero nos sentimos peor".
Es verdad que existe una tendencia bastante extendida entre los profesionales de
la sanidad a devaluar las experiencias subjetivas de los pacientes. No pocos se muestran
escépticos ante la conexión "mente-cuerpo" y el potencial terapéutico de la
comunicación y el soporte moral. Por otra parte, la relación con el paciente a menudo se
establece a través de pruebas, aparatos y remedios. A estos factores distanciantes e
impersonales hay que añadir la influencia deshumanizante de un sistema asistencial
saturado y abrumador, que no permite a los empleados el tiempo o la energía para
sentarse a la cabecera del doliente y escuchar sus dudas y temores.
Os invito a que recordéis que vuestra misión no es solamente sumar años a la
vida, sino también inyectar vida a los años. Nunca ignoréis los beneficios terapéuticos de
la empatía: la capacidad de poneros en el lugar de la otra persona y sentir genuinamente y
con afecto su realidad.
Dos estados de ánimo, muy comunes entre los pacientes, van a requerir con
frecuencia vuestra empatía: el miedo y la desesperanza.
Todas o casi todas las personas aquejadas de una enfermedad importante se
sienten temerosas y vulnerables. Es verdad que la función natural del miedo es servirnos
de alarma que nos anuncia un peligro. Pero también es cierto que el miedo es un aliado
traicionero que puede arruinarnos la vida. El miedo a la invalidez o a la muerte es motivo
de sentimientos de angustia, de indefensión y de pánico en muchos enfermos. Cuanto
más impotentes o incapaces de planificar nuestro destino nos sentimos, y más incierta
nos parece nuestra suerte, más espacio dejamos abierto para que el terror a lo
desconocido nos invada y conmocione, nos oprima, nos obnubile y hasta nos paralice.
La desesperanza del paciente es otro estado de ánimo funesto y peligroso ante el
que tendréis que manteneros alerta. La razón es que la esperanza es la fuerza que más
nos anima a superar las adversidades. Muchas personas que soportan enormes
privaciones y calamidades se mantienen animadas gracias a que albergan la ilusión de que
el mal que las aflige no tendrá la última palabra. Sin embargo, el paciente descorazonado y
sin ilusión pierde el anhelo de vivir, tira la toalla, carece de motivación para buscar o
aceptar ayuda, y no confía en los beneficios de la intervención terapéutica.
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Demasiados profesionales no prestan atención al miedo y a la desesperanza de los
enfermos. Esto es un hecho desafortunado. Está demostrado que cuidar y atenuar estos
penosos estados emocionales, acompañantes habituales de las enfermedades, evoca la
sensación subjetiva de mejoría, estimula la cooperación con el tratamiento, acelera la
recuperación e incluso puede salvar vidas.
Cierto es que ninguno de estos males psicológicos se presta a ser detectado o
medido con instrumentos o pruebas de laboratorio, como calibramos la tensión arterial o
el nivel de colesterol en la sangre. Hoy en día, la única técnica a nuestro alcance para
averiguar el nivel de desasosiego y desesperación en los enfermos es observándoles,
preguntándoles y escuchándoles.
No habrá situación que ponga más a prueba vuestra empatía que el cuidado de
pacientes terminales. Los dolientes incurables nos desafían en silencio con la dura
realidad de nuestra ignorancia y el propio temor a morir. En nuestro empeño por
protegernos de estos dolorosos sentimientos, casi todos nos hemos distanciado alguna
vez de un paciente que se enfrentaba a su fin y precisaba apoyo o consuelo. De paso,
también nos hemos robado la ocasión de ponernos en contacto con una parte esencial
de nuestra humanidad.
La negación de la muerte, tan imbuída en nuestra cultura, explica el que tantos
enfermos expiren hoy lejos del hogar, en camas de hospitales, privados de un final íntimo y
tranquilo en compañía de familiares y amigos. No pocos terminan sus días víctimas de una
conspiración de disimulos, eufemismos, y manipulaciones vanas para alargarles
artificialmente la vida sin su consentimiento.
La idea de morir bien es extraña para mucha gente, pero os aseguro que las buenas
muertes existen. El problema surge cuando el dolor físico es ignorado, el temor al
descontrol y a la indignidad no es mitigado, o la angustia de desaparecer para siempre no
es atendida.
Nadie debería morir abrumado por el dolor ni arrojado a su soledad. El dolor casi
siempre se puede calmar, y la soledad tampoco tiene que ser una condición necesaria
del final de la vida. La presencia de un profesional sosegado y cariñoso puede aplacar la
ansiedad y el miedo al abandono que siente el moribundo.
Pero alivio y compañía no lo es todo. Para muchos hombres y mujeres en la
antesala de la muerte y para sus cuidadores, este último acontecimiento brinda la
posibilidad de vivir momentos emotivos de profundo significado. Cuando alimentamos
la dimensión humana de la muerte, la última despedida puede convertirse en una
experiencia tan íntima y tan valiosa como el mismo milagro del nacimiento.
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Hoy, quiero pediros que nunca dejéis pasar la oportunidad de cuidar de un
paciente terminal.
Armonizar la ciencia y el humanismo en la práctica diaria de la enfermería y la
fisioterapia os planteará un desafío. El camino sera arduo pero vuestro éxito, seguro. La
razón para ser optimistas es el hecho de que, verdaderamente, no existe incongruencia
entre los avances tecnológicos y las conductas humanistas. De hecho, cuanto más
celebramos la “alta tecnología” más se genera en nosotros el ansia de “alto contacto
humano”. Además, abundan los datos científicos que demuestran que la inmensa mayoría
de las personas poseemos una tendencia innata a ser bondadosos con nuestros
semejantes.
Capítulos enteros de nuestra historia se han escrito con sangre y lágrimas. No es
razonable pensar que la humanidad hubiese podido sobrevivir tantas atrocidades y
hecatombes sin una fuerte predisposición a auxiliar a otros, aun a costa del bien propio.
Nunca olvidaré cómo pocos minutos después de que los fanáticos suicidas
estrellaran los aviones, repletos de pasajeros, contra las gigantescas Torres Gemelas de
Nueva York el pasado 11 de septiembre, dos torrentes humanos se cruzaban apretujados
en las escaleras de emergencia de estos rascacielos en llamas. Mientras una procesión de
gente aterrorizada bajaba en busca de la puerta de la salvación, cientos de bomberos
subían sin titubear por las mismas escaleras, empeñados en rescatar a las víctimas
atrapadas en aquel infierno, y desaparecían para siempre. Durante las próximas horas, en
las puertas de los hospitales de la ciudad se agolparon miles de hombres y mujeres
voluntarios que, contradiciendo aquello de "el hombre es un lobo para el hombre",
imploraban donar su sangre o impartir consuelo a los damnificados.
El impulso a socorrernos en momentos de crisis es muy común. Pero los actos
generosos no son un producto exclusivo de las catástrofes, sino que forman parte de la
vida diaria normal. Lo que ocurre es que los damos por hecho, por eso pasan
desapercibidos, no nos llaman la atención.
En el fondo, los seres humanos somos herederos de un talante benevolente que se
ha solidificado a lo largo de milenios, y que no sólo facilita la supervivencia de la especie,
sino que es un ingrediente importante de nuestra felicidad. Es comprensible que sean
pocos los que reflexionen sobre la evolución a la hora de admirar la bondad humana.
Después de todo, lo mismo ocurre cuando nos deslumbramos con una piedra preciosa.
Casi nunca nos paramos a pensar que debe su belleza a millones de años de compresión en
la roca.
A pesar del ejército de académicos, comentaristas y líderes sociales que intentan
constantemente vendernos la idea de que vivimos en un mundo cruel e indiferente, la
realidad es que nunca ha sido la humanidad tan generosa y tolerante, ni ha estado tan
persuadida de que la mejor forma de buscar la felicidad es proporcionándosela a los
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demás. Aceptar este hecho no implica negar la persistencia de graves problemas de
violencia y abusos en nuestro tiempo.
Mi último consejo es que hagáis frente a vuestro futuro profesional con una
disposición abierta y confiada, decid "¡sí!" a las oportunidades que se os presenten. No
temáis al optimismo. Recordad que el optimismo no es la tendencia simplista e
indiscriminada al pensamiento positivo, sino la disposición constructiva y sensata que se
ajusta a la realidad lo más posible. Está demostrado que, antes de tomar decisiones
importantes, mientras las personas optimistas analizan tanto los aspectos positivos como
los negativos, las pesimistas se concentran únicamente en los negativos y pasan por alto
los positivos.
No pocas de vosotras, mujeres, afrontaréis el reto de compaginar vuestros
intereses de madre con las ocupaciones profesionales. Cuando os llegue ese momento,
quiero que recordéis que las madres que trabajan representan modelos muy positivos
para los hijos. Estimulan en los pequeños varones mayor sociabilidad y una actitud más
firme hacia la igualdad del sexo femenino, y en las niñas fomentan un alto espíritu
emprendedor y un sentimiento superior de confianza en sí mismas.
Estoy seguro de que la enfermería o la fisioterapia será para todos vosotros una
fuente gratificante de entusiasmo, de autoestima y de estímulo intelectual. Además, os
recompensará con el placer y el orgullo de contribuir al bienestar de vuestros
semejantes. Predigo con seguridad que seréis muchos los que un día llegaréis a decir de
verdad aquello de "me pagan por hacer lo que me gusta".
Pero ¡cuidado!, no os obsesionéis con el trabajo como la única fuente de
satisfacción en la vida. Os recomiendo que busquéis la diversificación y compartimentación
de las parcelas que os proporcionan la dicha. Las personas que gozan de papeles diferentes
--por ejemplo, como madre, esposa, profesional, aficionada a un arte o deporte, o
miembro de alguna organización-- se sienten mejor protegidas cuando surgen dificultades
en un área concreta de su vida. Lo mismo que los inversores no colocan todo su capital en
un sólo negocio, no esperéis alcanzar toda la felicidad siguiendo un solo camino.
De cualquier manera, creo que dentro y fuera de vuestra profesión, las relaciones
afectuosas serán el caldo de cultivo primordial donde experimentaréis los momentos más
gratificantes. Las buenas relaciones, en cualquier contexto, duplicarán vuestra dosis de
alegría y eliminarán la mitad de la tristeza.
Para terminar, me gustaría compartir con vosotros una parte importante de mi
pequeño mundo. Durante casi treinta y cinco años he trabajado en el campo de la salud
pública de Nueva York. Mi tarea a consistido en aliviar los males del cuerpo y la mente del
pueblo neoyorquino. Un pueblo entrañable para mí, al que sólo le tengo cariño y
agradecimiento por haberme apadrinado cuando era un desconocido e inexperto joven
inmigrante.
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A lo largo de estos años, he visto abundante benevolencia en los lugares más
oscuros: en los asilos municipales, en los sótanos de las estaciones del metro, en los antros
de la droga y en los barrios más desolados. Y los espantosos sucesos del pasado 11 de
septiembre, que por motivo del cargo público que ocupaba, viví de muy cerca, me han
persuadido aún más de que la presencia de la solidaridad en nuestro día a día es algo tan
real como el aire que respiramos o la fuerza de gravedad.
Al final, la lección más importante que he aprendido en este tiempo es que nuestra
ineludible y normal tarea diaria consiste en ayudarnos unos y otros.
Sospecho que los grandes temas de hoy, en sus raíces, son los mismos que en el
siglo XIX, cuando el escritor inglés Charles Dickens, en su cuento Canción de Navidad, creó
el personaje de Jacob Marley, aquel comerciante amargado y huraño que aprendió
demasiado tarde la lección fundamental de que “el mejor negocio es el bien común”. De
hecho, los grandes temas de nuestro tiempo los mismos que cuando el profeta judío Juan
Bautista, hace algo más de dos milenios, dijo aquello de "quien tenga dos vestidos, que
preste uno a quien no tiene ninguno".
Hoy, más que nunca, estoy convencido de que entre todos continuaremos
reduciendo el sufrimiento de nuestros compañeros de vida más desvalidos e indefensos.
Porque la humanidad es, por naturaleza, bondadosa. Millones de hombres y mujeres como
vosotros, ahijados y ahijadas, lo demuestran cada día con abnegación, generosidad,
altruismo y empatía.
Muchas gracias, buena suerte y hasta siempre.
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