Cuando Gabriel Téllez nació, allá por 1580 o 1581, la España de

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Cuando Gabriel Téllez nació, allá por 1580 o 1581, la España de los Austrias
todavía no había empezado a desmoronarse, aunque ya se había asumido
la primera bancarrota, a la que sucederían otras tantas durante el reinado
del gran Felipe II, cuyas glorias y conquistas habían forjado el orgulloso
talante de los españoles, envanecidos por pertenecer a un imperio donde
“no se ponía el sol”. Estos ideales caballerescos y de clara raigambre feudal
se vieron fortalecidos por el concepto de limpieza de sangre, con el que los
cristianoviejos querían distinguirse de los conversos, la mayoría inclinados
a desempeñar trabajos amanuenses, es decir, artesanales. La Inquisición
vigilaba con celo la ortodoxia religiosa de estos cristianonuevos, con lo que
un gran porcentaje de la población rechazaba cualquier oficio sospechoso
de herejía y se dedicaba a vivir de las rentas, como la nobleza, a ingresar
en la iglesia o en el ejército. El imperio caminaba hacia el desastre: una
sociedad urbana, masificada, sin más oficio ni beneficio que mostrar al
resto del universo sus glorias pasadas, pero que impedía, por sus prejuicios,
el desarrollo de la industria o la reforma agraria que otros países habían
iniciado. Este retraso económico, sin embargo, contrasta con la riqueza
artística y cultural del momento; el llamado Siglo de Oro español había
arrancado con la publicación de La Celestina de Fernando de Rojas en 1499,
y seguiría a lo largo de todo el siglo XVI (Garcilaso de la Vega, Fray Luis
de León, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz), el siglo XVII y parte
del siguiente, hasta la muerte en 1728 del dramaturgo Antonio de Zamora,
autor de de No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, obra
que desarrolla el mito del burlador según la estela de Tirso de Molina.
En medio de estos ciento cincuenta años de grandes obras literarias,
pictóricas y arquitectónicas tanto en la Península como en los territorios
que en América dependían de la corona (no olvidemos a sor Juana Inés de
la Cruz), vive nuestro dramaturgo, convertido en Tirso de Molina desde que
empieza a escribir para el teatro en 1606, cinco años después de profesar
como novicio en el convento de la Merced de Toledo. Ya era rey Felipe III
(1588-1621), más inclinado a una política pacifista que su padre o su
sucesor, Felipe IV (1621-1665). El incidente más destacado de su gobierno
fue la expulsión de los moriscos en 1609, que se debió fundamentalmente a
la ambición del valido, el duque de Lerma, ansioso por confiscar los bienes
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Tirso de Molina pertenece a esta generación de autores teatrales, que escribe
según el arte nuevo; sin duda, las experiencias que le proporcionaban sus
viajes por Galicia (1610-11), Sevilla, Santo Domingo, donde explica Teología
en 1616-18, Salamanca (1619), Lisboa y Madrid (1620) contribuyen a
configurar una personalidad rica y profunda. Tal era su prestigio que
la Junta de Reformación toma cartas en el asunto y condena al fraile
mercedario a abandonar un oficio que “tan malos incentivos y ejemplos”
da. No sólo le prohíben escribir comedias, sino que se le condena al destierro
y a la excomunión. Se desconoce la vigencia y el alcance que semejante
decreto tuvo en la vida y obra de Tirso, aunque sí se puede afirmar que
desde aquel 1625 las comedias desenfadadas, incluso licenciosas del
dramaturgo escasean. Don Gil de las calzas verdes, El amor médico, El
vergonzoso en palacio, Marta la piadosa y La villana de Vallecas, que tanto
habían divertido a los mosqueteros del patio en los corrales, a las mujeres
de la cazuela, a los nobles de los aposentos e incluso, a los religiosos y
autoridades de la llamada “tertulia”, van a ser sucedidas por comedias de
circunstancias, escritos por encargo o tragedias, en las que se ensalza el
honor de una familia, como ocurre en La trilogía de los Pizarro. Atrás quedan
las reflexiones sobre las bondades del arte teatral, que el autor vertió en su
novela Los cigarrales de Toledo.
Los frailes mercedarios se reconcilian, entonces, con Fray Gabriel, menos
Tirso que nunca cuando se dedica a escribir la historia de la orden desde
1632 a 1639. Aun así, otros pleitos con sus correligionarios lo llevarían al
destierro, ya por 1640. Moriría ocho años más tarde, tras haber logrado
el reconocimiento de su orden y la gloria en el teatro. Tirso y Fray Gabriel
habían logrado el aplauso a partes iguales.
Apareció impreso en Doce comedia nuevas de Lope y otros autores, lo cual
ha generado dudas sobre la autoría de la pieza. Las fuentes que inspiran la
obra proceden del romancero tradicional, aunque también pudo inspirarse en
la vida de calaveras célebres de su época como el conde de Villamediana. La
historia se estructura en dos partes; la primera es un drama itinerante cuyas
secuencias se unen en la figura del burlador y en sus cuatro conquistas: la
de la duquesa Isabela, prometida del duque Octavio, la pescadora Tisbea en
Tarragona; la de Ana de Ulloa, que va a casarse con el Marqués de la Mota
en Sevilla y Aminta, esposa de Batricio. En los cuatro casos, asistimos al
TEATRO DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE
POR YOLANDA MANCEBO
Los años dorados de la comedia (1630-40), cuando Pedro Calderón de
la Barca lideraba esa segunda generación de dramaturgos a la que
pertenecen entre otros Francisco de Rojas Zorrilla (Entre bobos anda el
juego) y Agustín Moreto (El lindo don Diego), no son precisamente los años
en los que brilla nuestro dramaturgo. La fórmula teatral que lo encumbró
se había transformado en manos de Calderón, incorporando tramas,
lenguajes y escenografías más complejas. Pero Tirso había favorecido el
perfeccionamiento del teatro barroco, especialmente del género cómico,
con sus vodeviles protagonizados por intrépidas mujeres disfrazadas de
varón, que tanto gustaron a Felipe IV. La afición al teatro de este monarca lo
llevaba a frecuentar el corral del Príncipe y de la Cruz en la corte madrileña,
o el teatro del Palacio del Buen Retiro, donde se estrenaron las piezas
mitológicas y musicales de Calderón (Andrómeda y Perseo y La púrpura de
la rosa). En los últimos años de la vida de Tirso, el imperio español vivía
en continuas guerras para evitar la independencia de Portugal, Cataluña o
Flandes, que logró su propósito en 1648. En esa misma fecha Tirso moría y el
imperio también. La gloria se apagaba poco a poco; el poder de la monarquía
absoluta y de la Iglesia pugnaba por mantener su estrella ante el pueblo,
mediante actos públicos propagandísticos, como los autos sacramentales
con los que se catequizaba a los feligreses desplegando un espectáculo
visual y sonoro lujosísimo. La personalidad del fraile dramaturgo ejemplifica
estas contradicciones del Barroco: el gusto por el realismo y el idealismo a la
vez, por lo popular y lo culto, el escepticismo y la angustia frente al vitalismo
más optimista. A una sólida formación académica une Tirso la naturalidad
con que comprendía las miserias de sus criaturas. A la profundidad de su
pensamiento hay que añadir su habilidad para contar historias, el dominio
de la acción, del juego escénico, del retrato de personajes, especialmente
los femeninos o los graciosos. Él mismo declaró que había escrito
“cuatrocientas y más comedias”, clasificadas en varios géneros: comedias
de carácter y palatinas, bíblicas (La venganza de Tamar), históricas (La
prudencia en la mujer), religiosas (El condenado por desconfiado). Entre ellas
destaca una de las piezas más importantes del repertorio universal, El burlador
de Sevilla y convidado de piedra, con la que se inicia la estela de seductores
literarios que tantos títulos ha dado al teatro, desde Molière a Verdi.
engaño, la posesión sexual y la huida del seductor, que se sirve de distintas
estrategias para lograr sus fines: se hace pasar por otro hombre, en el caso
de Isabela, o engaña con falsas promesas de matrimonio a Tisbea y Aminta.
En la segunda parte, don Juan se enfrenta al fantasma del Comendador,
padre de doña Ana de Ulloa, al que asesinó la noche en la que pretendía
burlar a su hija. El burlador invita a cenar a la estatua de su víctima,
que acude para citarle la noche siguiente en el sepulcro. Allí, le obliga a
arrepentirse de sus actos, pero don Juan, que se ha pasado la vida haciendo
oídos sordos a las advertencias de su padre o de su criado Catalinón
(“Qué largo me lo fiais”, decía), prefiere irse al infierno sin dar su brazo a
torcer. El Don Juan de Tirso es un claro ejemplo del espíritu y de la estética
barrocos; la sociedad de la época consideraba un delincuente peligroso a
alguien que no respetaba ni las leyes de los hombres (el honor, la voluntad
del rey y del padre), ni las leyes divinas, dado que no teme al castigo de
la condenación. En Tirso el sentido de la pieza es teológico y moral; en
cierto modo, el fraile ha escrito una obra de tesis, en la que advierte a los
confiados que “no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”.
La muerte del burlador establece la justicia poética y permite cerrar el
drama con una cascada de matrimonios como recomendaban las leyes de
la comedia en el XVII. El orden se establece, el pecador es condenado, y
Tirso de Molina convence al público y a las autoridades religiosas de que se
puede “deleitar aprovechando” tanto desde el púlpito como desde el corral
de comedias, y de que nunca ha dejado de ser Fray Gabriel Téllez, ese monje
metido a comediógrafo en la España de los Austrias.
EL JOVEN BURLADOR
TEATRO DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE
EL JOVEN BURLADOR
de los desterrados, más que a razones políticas. Eran los años de la primera
generación de dramaturgos, encabezada por el Fénix de los Ingenios, el gran
Lope de Vega (1562-1635), tan admirado por Tirso. Con Lope estrenaban en
los corrales de comedia Luis Vélez de Guevara (La serrana de la Vera), Juan
Ruiz de Alarcón (La verdad sospechosa), Guillén de Castro (Los malcasados
de Valencia), entre otros. El Arte nuevo de hacer comedias, que data del
mismo año de la expulsión, explica en tan sólo trescientos noventa y un
versos, la fórmula teatral que triunfaba en los corrales del siglo XVII: temas
sobre el honor extraídos de la Biblia, la historia, las leyendas, las novelas
italianas o la tradición popular; división en tres jornadas o actos, gusto por
la acción que transcurre en varios lugares, una tipología de personajes
adaptada a las necesidades de las compañías (damas, galanes, barbas
o papeles para actores más viejos), donaires o graciosos; el uso del verso,
la mezcla de aspectos trágicos y cómicos, en fin, un tipo de teatro que
pensaba en el público sobre todo, y que había nacido para dar de comer a
dramaturgos, autores –titulares de las compañías- actores o músicos.
YOLANDA MANCEBO SALVADOR. Cursó sus estudios de Dirección Escénica
y Dramaturgia en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, en España, ha
trabajado profesionalmente en esta disciplina con los montajes El castigo sin
venganza, Auto de los cantares de Lope de Vega y el espectáculo de calle Un
viaje por el Yepes de Calderón. Además regenta la Compañía de Teatro Kaos
con la que ha recorrido la geografía española con montajes de Lorca (Bodas
de Sangre), Shakespeare (El sueño de una noche de verano, Romeo y Julieta)
o de creación propia como Hija de nadie, El beso de Salomé. Actualmente es
profesora de Dramaturgia y Literatura Dramática en la RESAD y colabora en el
Departamento de Investigación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.
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