Fragmento 1 Mientras esperaba el autobús, cortando el aire gris, apareció de repente ante mis ojos la cabeza de un caballo. Los que iban en el techo del autobús no habían salido aún de la neblina. Yo me metí en la neblina y salté como pude al vehículo. Desde dentro pude ver que, abajo, ya se desdibujaba el pescuezo del caballo. Cuando dos autobuses se entrecruzaban, me deslumbraban los colores del otro coche, pero sólo por un instante, ya que los llamativos colores palidecían rápidamente en la bruma grisácea. Nuestro autobús también se fue borrando en un inmenso espacio incoloro. Al pasar por el puente de Westminster, unas sombras blancas revolotearon ante mis ojos. Concentré la mirada en aquellas figuras que se alejaban y logré distinguir, dentro de un pedazo de cielo, unas gaviotas que volaban casi transparentes como en un sueño. Justo en ese momento, sobre mi cabeza, el Big Ben dio solemnemente las diez. Miré hacia lo alto, pero solamente se escuchaba el sonido. Después de despachar cierto asunto en la estación Victoria, pasé junto a la Galería Tate bordeando el río hasta llegar a Battersea. Entonces sentí que el mundo gris que me rodeaba, de pronto, se oscurecía por los cuatro costados. Una neblina negra y espesa como si en ella hubieran disuelto una masa de carbón, se me acercaba, y yo ya la sentía llegar en los ojos, en la boca, en la nariz… El abrigo empezó a pesarme a cause de la humedad. Sentía dificultad al respirar como si estuviera aspirando una infusión de arrurruz. Bajo mis pies tenía la sensación de ir hollando el suelo lodoso de una caverna. Fragmento 2 El rollo colgante era una pintura de seda de unos treinta centímetros cuadrados,. Los años le habían dado un color marrón oscuro. Cuando lo colgaba en la sala donde entraba poca luz, el rollo era una mancha oscura que no dejaba ver lo que tenía pintado. El anciano decía que era una flor de malva, obra de Ojakusui. Un par de veces al mes, sacaba el rollo del pequeño armario empotrado en la pared de la sala y, tras quitar el polvo de la caja de madera de paulonia, extraía su contenido con mucho cuidado y lo colgaba en la pared de un metro de ancho, diseñada para la exhibición de este tipo de pinturas. Y se quedaba contemplándolo. Al hacerlo se daba cuenta de que dentro de aquella mancha ennegrecida había un dibujo grande, del color de la sangre envejecida. También podía percibir algunos pequeños restos de cardenillo. Contemplando aquella antiquísima pintura china, el anciano se olvidaba de las cosas de este mundo, en el cual creía llevar viviendo demasiado tiempo ya. Algunas veces, mientras observaba la pintura, fumaba tranquilamente su cigarro o tomaba con placer su té. Otras veces sólo se dedicaba a contemplar la obra maestra. Fragmento 3 Dos hombres se apearon del autobús mientras Coy lo estaba observando. Uno de ellos era un individuo de expresión ácida y mirada fría, alto y enteco como un palo. A despecho del caluroso día, lleva un traje negro y una corbata de lazo anudada a la garganta. Caminaba erecto, rígido, sin mirar a derecha ni izquierda. El segundo de los hombres que se apearon era un lisiado de poca estatura. Tenía el pie izquierdo zambo y llevaba un zapato ortopédico con un alza enorme. Comprensiblemente, su caminar desgalichado le hacía ir a la zaga del hombre alto. Después de que ambos sujetos penetraran en la tienda, Coy terminó su comida y comenzó a pasear por el lado del edificio adonde se dirigiera la muchacha. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó uno de los dos cigarrillos que le quedaban en un arrugado paquete. A continuación, rascó la cabeza de una cerilla con la uña del pulgar y lo encendió. Apenas había arrojado la cerilla, se respaldó en el bidón vacío; entonces la chica reapareció. Tenía la cara algo enrojecida, como si acabara de lavársela con agua fría. Lanzó una breve mirada a Coy y se encaminó hacia la tienda. Fragmento 4 Yo sabía que el novato estaría esperándome a la vuelta de la tenebrosa esquina del club nocturno “Rene’s” y, a menos que mis cálculos errasen mucho, se sentiría nervioso, temblón y muy propenso a tirar del gatillo. Ése es uno de los riesgos que uno ha de correr en mi negocio. Me subí el cuello del gabán y me bajé el ala del sombrero. Y no porque el viento nocturno fuera frío. Sólo quise dar la impresión de que caminaba a ciegas. Me moví a lo largo de la calle desierta, con la cabeza baja, y doblé la esquina con paso audaz. Cuando el novato salía del portal, yo salté presto hacia él, le aferré la mano derecha con mi izquierda antes de que él pudiera nivelar su arma y le hundí el cañón de mi 38 sin martillo en el estómago con brutalidad. Él soltó un gruñido de dolor y el miedo le desorbitó los ojos. — Suelta la pistola —bisbiseé malévolo—. Y muévete muy despacio. Cuando hubo obedecido, envié su arma de un puntapié a un rincón oscuro y después le crucé la cara con mi propia pistola. Él gimió y se derrumbó contra la pared, olvidándose al momento de todos los atracos del mundo. Fragmento 5 Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara, la ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. Fragmento 6 Ned retiró las manos del cuerpo sin vida y se enderezó. La cabeza del muerto cayó ligeramente hacia la izquierda, en dirección contraria a la acera, de manera tal que sus facciones quedaron iluminadas por el farol de la esquina. Era un rostro joven, y su expresión de ira resultaba aumentada por el oscuro verdugón que cruzaba en diagonal la frente, desde el nacimiento del pelo rubio hasta una ceja. Ned miró hacia ambos extremos de la calle. No se veía a nadie calle arriba. A dos manzanas de distancia, calle abajo, delante del Log Cabin Club, dos hombres estaban descendiendo de un automóvil. Dejaron el coche delante del Club, de frente a Ned, y entraron en la casa. Después de mirar con fijeza el automóvil durante varios segundos, Ned volvió violentamente la cabeza para mirar calle arriba de nuevo. Luego, con una rapidez que convirtió en uno solo los dos movimientos, giró y se refugió de un salto bajo la sombra del árbol más cercano. Respiraba por la boca, y aunque la luz revelaba en sus manos diminutas gotitas de sudor, estaba tiritando. Se alzó el cuello del abrigo.