Miquel Mir: Diario de un pistolero anarquista, Ediciones Destino, S.A., Barcelona, 2006, 304 págs.; Carlos García-Alix: El honor de las injurias, T Ediciones, Madrid, 2007, 188 págs. En los últimos años, la aparentemente insaciable demanda de libros sobre el terror y la represión durante y después de la Guerra Civil Española ha sido satisfecha cada vez más por historiadores no profesionales. Algunas de estas publicaciones han atraído una cantidad de público que los historiadores profesionales no alcanzan ni en sus sueños: Carlos Fonseca, un periodista que en 2004 escribió una historia de la conocida ejecución de trece jóvenes mujeres en Madrid en agosto de 1939, vio cómo la película de su libro, Las Trece Rosas, se convirtió en la tercera película española más taquillera del año 2007. Mientras gran parte de esta literatura se ocupa del terror franquista, un número relevante de escritores se ha centrado en su equivalente republicano. En vez de un monográfico convencional, algunos han preferido explorar el ‘terror rojo’ mediante la investigación de la vida de determinados responsables. Tal planteamiento es en parte autobiográfico, ya que dichos autores describen cómo afectó a su vida la búsqueda de la ‘verdad’ sobre un determinado asesino de la guerra. Un ejemplo de este género es el libro de Toni Orensanz, L’òmnibus de la mort: parada a Falset (Ara Llibres: Barcelona, 2008), sobre una brigada de la muerte móvil en Cataluña dirigida por el faísta Pascual Fresquet. Otro es el estudio de la vida de Felipe Sandoval, un faísta de Madrid, por el notable escritor y artista Carlos García-Alix. El caso de Miquel Mir es un poco diferente; un periodista y archivero que se interesa desde hace mucho tiempo por la violencia revolucionaria, aprovechó la oportunidad inesperada de estudiar los papeles de otro faísta, José S. de Barcelona, integrante de una de las peligrosas Patrullas de Control que operaban bajo la autoridad del Comité de Milicias Antifascistas en el verano de 1936. A diferencia de la mayoría de los asesinos anarquistas, tanto Sandoval como José S. dejaron por escrito la historia de sus trabajos sucios, y dichas historias forman la base de los dos libros aquí reseñados. Sin embargo, sus apologías se escribieron en circunstancias muy distintas. Sandoval fue apresado en Alicante mientras intentaba huir de España en marzo de 1939 y escribió su confesión después de un brutal interrogatorio por parte de la policía franquista, en julio del mismo año antes de morirse, aparentemente por suicidio; José S., en cambio, escapó de Cataluña con la ayuda de un brigadista inglés y llegó a Londres, donde vivió cómodamente hasta su muerte en 1974, dedicado a coHistoria y Política ISSN: 1575-0361, núm. 23, Madrid, enero-junio (2010), págs. 319-345 319 recensiones recensiones merciar con los bienes que había robado para la causa. Por ello, la confesión de Sandoval está en la Causa General, mientras la memoria de José S. se encontró entre sus papeles y fue publicada por primera vez por Mir bajo condición de anonimato (su apellido ha sido revelado en la prensa española, aunque todavía se desconoce el de su benefactor inglés). El tema elegido por ambos escritores sí conlleva el riesgo de perpetuar explicaciones desfasadas del terror basadas en ‘incontrolables’ anarquistas. Los activistas de otros partidos de izquierdas o de sindicatos sólo se mencionan de paso. Mir nos recuerda que la mitad de los que trabajaron para las Patrullas de Control en Barcelona no eran miembros de la CNT-FAI, pero no desarrolla el tema; el trabajo de Sandoval para el Comité Provincial de Investigación Pública, el mayor y más mortífero tribunal revolucionario de Madrid, compuesto de representantes de todas las organizaciones del Frente Popular, recibe un tratamiento pobre por parte de García-Alix. Aun así, ambos libros merecen consideración por estudiosos de la Guerra Civil. Los autores ofrecen historias exhaustivas de los orígenes de sus protagonistas, cuestionando las generalizaciones fáciles sobre la criminalidad de los malhechores anarquistas. José S. era un mecánico cualificado; Sandoval, que sí tenía antecedentes criminales, sin embargo era un individuo dinámico que había emergido del barrio bajo de Las Injurias para trabajar sin descanso para el comunismo libertario en el exilio en Francia, además de en Madrid. De los dos, Diario de un pistolero anarquista es el libro más sustancioso, ofreciendo un comentario bien escrito de la vida de José S. y cuantioso material de fuentes primarias. Las memorias de José S. son fascinantes, y revelan los motivos materialistas detrás de algunas actividades anarquistas dirigidas contra la iglesia durante la Guerra Civil. Así, él confiscaba de forma sistemática valiosos artículos religiosos de iglesias y monasterios y los vendía en el extranjero para conseguir fondos para armas. Por otro lado, El honor de las injurias (que acompaña un documental televisivo del mismo título) cuenta con una abundancia de bellas ilustraciones. En conjunto, la principal virtud de ambos libros es que indican que sigue siendo de utilidad el enfoque biográfico en el estudio del terror y de la represión. Ofrecen un contraste grato con los secos análisis culturales que sólo se refieren a los protagonistas de la violencia como anónimos ‘actores’ y a las martirologías neofranquistas que los caricaturizan como practicantes del mal. Sin embargo, las trayectorias de Sandoval y de José S. suscitan cuestiones importantes que los autores abordan de forma poco convincente. Por ejemplo ¿cómo deberíamos etiquetarlos? Mir habitualmente describe a José S. como ‘pistolero’, pero en sus memorias el faísta siempre se consideraba un ‘patrullero’; García-Alix llama ‘chekistas’ a los asesinos de Madrid. Sorprende que el uso de este término, tan prominente en las versiones franquistas del terror, siga siendo corriente hasta el día de hoy, incluso entre historiadores profesionales. De hecho, existen pocos indicios de que el término ‘checa/cheka’ se emplease de forma corriente para designar los tribunales revolucionarios en la zona repu320 Historia y Política Núm. 23, enero-junio (2010), págs. 319-345 blicana; surgió como un término peyorativo anticomunista en Madrid durante el invierno de 1936-37. Ni siquiera los comunistas consideraban que seguían las huellas de sus camaradas soviéticos. Por ejemplo, el jefe de una brigada de la muerte que trabajaba para el tribunal revolucionario del PCE más importante de Madrid (Calle San Bernardo, 72), no se conocía popularmente como ‘Lenin’ o ‘Dzerzhinski’ sino como ‘Popeye’. Pocos escritores han examinado las influencias de Hollywood sobre el terror. Sin embargo, José S. era un ávido aficionado al cine norteamericano; una notoria brigada de policía madrileña llevaba el nombre de una película de Howard Hawks de principios de los años treinta, La brigada de amanecer; y películas de gángster como Scarface de Hawks [traducido como El terror del hampa] se seguían proyectando en los cines de Madrid y Barcelona cuando los ‘paseosʼ se producían a diario. No se debe subestimar la influencia cultural de Hollywood sobre la cultura popular española: el mono de trabajo, aquel símbolo de la proletarización de la zona republicana en 1936, se hizo popular en España a partir de las películas de Buster Keaton. En 2003, García-Alix presentó una exposición de arte y un libro con el título MadridMoscú. ¿Tal vez debiera haber sido Madrid-Chicago? Julius Ruiz Universidad de Edimburgo 321