Heidegger y el problema del nazismo

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Heidegger y el problema del nazismo
Juliana González Valenzuela
Aunque complejos y contradictorios, los vínculos de Martín Heidegger
con la Alemania nazi no son éticamente superfluos ni intrascendentes.
Forman parte intrínseca de su propia identidad y constituyen un problema filosófico, no sólo biográfico. El reconocimiento de esto remite,
en principio, a la cuestión general de la liga entre el pensamiento y la
vida; plantea, consecuentemente, el problema de la trascendencia e independencia de la obra respecto de su propio creador. En particular, el
nexo de Heidegger con el régimen de Hitler suscita la doble problemática tanto de las posibles correspondencias (y no correspondencias) entre la filosofía heideggeriana y su “circunstancia”, como de la significación señaladamente ética de esa circunstancia: del nazismo y el ethos del
filósofo frente a éste.
¿Qué relación hay entre la filosofía de Heidegger y su actuación
ético-política dentro del régimen de Hitler? ¿De qué naturaleza es este
vínculo y cuáles son sus alcances? ¿Por qué es posible decir que “la relación entre Heidegger y el nazismo” constituye “el escándalo de la filosofía del siglo xx”? (Agamben: 190). ¿En qué se cifra este “escándalo”?
¿Hasta dónde la obra está anclada a su situación y hasta dónde la trasciende y trasciende incluso a su propio creador? Independientemente
de las posibles correspondencias de distinta índole que pueda haber en
general entre la filosofía y la vida, hay algo básico que es necesario destacar: la esencial función ética, e incluso la presencia ética que el filósofo y su filosofía tienen en su mundo y dentro de la comunidad histórica.
Tal presencia ética se da aun cuando el filósofo cultive los campos más
abstractos y formales o técnicos del filosofar y se desentienda de intereses
de orden práctico, ético o existencial. Se da asimismo en aquellos cuya
crítica se lanza contra toda la tradición moral, pero animados justamente
por un pathos ético que suele ser excepcional (el caso de Nietzsche, por
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ejemplo). Los más relevantes son, desde luego, los casos de los filósofos
en los que el pensamiento y la vida se aproximan a tal grado que forman
un todo unificado y resultan prácticamente indiscernibles. Sócrates sería
el paradigma, pero también Platón, Spinoza, Kant, por sólo citar aquellos
clásicos para quienes su filosofía y su vida tienen una expresa significación ética, para quienes se hace señaladamente patente la congruencia
entre las ideas filosóficas y el ethos del filósofo, y entre éste y su invaluable función de ejemplaridad. Se trata, en efecto, de lo ético en su sentido
fundamental y universal. Es cuestión de “ética”, no de “moral”. De algo
más profundo, que está por debajo de las diferencias de criterios morales e incluso de posiciones filosóficas; de algo que toca a los principios y
los valores, en su significación universal, a la actitud radical, a los fundamentos de la eticidad y la racionalidad constitutivas. Pero es justamente
ese orden, ese nivel de lo ético básico, de los cimientos de la moralidad
esencial, lo que precisamente tiene todos los visos de quedar quebrantado en ese terrible episodio de la historia humana que fue el nazismo y,
en consecuencia, en la colaboración (y en la tácita connivencia) que
Heidegger tuvo en él, como rector de la Universidad de Friburgo.
Uno es sin duda el quebranto en el orden de alguna moral; otro,
en cambio, el quebranto ético de las raíces y, con él, de la ejemplaridad
ética distintiva del filósofo. Entre ambos niveles hay un salto cualitativo
que es imposible minimizar. En nuestro contexto, ese plano fundamental corresponde al de los valores y derechos humanos que se fundan, en
última instancia, en la naturaleza del hombre, en su ser mismo, en su
libertad y su hermandad constitutivas.
El nazismo representó, en efecto, una quiebra, un desgarramiento
o fractura en el orden más profundo de la eticidad; no fue simplemente
una crisis moral e incluso de todas las morales, ni una crisis de los valores
ético-políticos de la civilización occidental. Son los fundamentos más
hondos de ésta contra los que se dirige el movimiento nazi; aquellos que
se han ido consolidando en sus tres grandes momentos: el ontológico y
humanista de la antigüedad grecorromana (con los valores del eros y la
razón), el cristiano y teológico del medioevo (con la caritas [ágape] y
la fe) y el momento ilustrado de la modernidad (con su confianza puesta en la razón y su conciencia irrevocable de la dignidad y la libertad
humanas, así como de la igualdad y la fraternidad entre los hombres).
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La “muerte de Dios” no se tradujo sólo en el “todo está permitido”
(que denunciaba Dostoyevski), sino más bien en la subrepticia sustitución de Dios (y del orden trascendente como fundamento del valor) por
el aberrante criterio de superioridad e inferioridad racial, por el cual se
sustituye también el criterio de la razón y de la humanitas misma. Ética,
y no sólo moralmente; ontológica, y no sólo políticamente, el nazismo
constituye una patológica regresión histórica que afecta el ser mismo
del hombre (en la medida en que el ser es inseparable del hacer). A
duras penas, la humanidad avanza, evoluciona, se mueve históricamente
(no desde luego en la línea de un mero “progreso” lineal, unívoco y predeterminado). Avanza, sí, pero también “cae” y se pierde, se inmoviliza
o tiene “movimiento en falso”. Pero hay ocasiones, como la que representa el nazismo, en que la historia retrocede, “regresa” tanáticamente a
estadios de barbarie ya superados, los cuales, justo por su carácter regresivo, adquieren rasgos en extremo aberrantes y malignos.
El nazismo es el acto culminante, único e incomparable, de esta
patología. Se trata en efecto de una especie de “contramovimiento” que
cancela ese arduo proceso de humanización, de enriquecimiento ético y
de racionalización de la vida para dotarla de sentido, en que se viene
empeñando la historia humana por obra del poder de eros, de su capacidad de promover la reunificación amorosa entre los hombres y el poder creativo de la libertad, de potenciar en suma las pulsiones de la vida.
Esto es, justo, lo que queda cancelado cuando sólo prevalece el conocido
“¡Viva la muerte!” que expresa la esencia de todos los fascismos. Todas
las modalidades de racismos y xenofobias —las de todos los espacios y
los tiempos, y muy señaladamente las que prosperan en el nuestro—­ son
obvias manifestaciones de las recurrentes e inextirpables agresividad,
violencia y crueldad humanas: testimonio del inconmensurable poder
de Tánatos o del anti-eros. Son expresiones del fracaso del hombre humano, del enfermizo regreso psíquico y ético a estadios histórica, cultural y moralmente superados.
En el nazismo, en especial, ese poder de las pulsiones tanáticas,
de la capacidad de los hombres de ocasionar daño a sus semejantes, de
dañar la vida —en el sentido de Adorno— se lleva a cabo con una nueva y más fiera malignidad e inhumanidad, favorecidas ahora por las
técnicas y maquinarias de exterminio que proporciona el mundo mo89
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derno. El nazismo, y su más lograda expresión concentrada paradigmáticamente en Auschwitz, tiene características de tal singularidad que lo
hacen, en efecto, un hecho único e incomparable.
Podría decirse que, de manera señalada, los genocidios, los crímenes contra la humanidad, llevan hasta límites últimos, los más extremos,
ese poder de malignidad del hombre contra el hombre, tocando un umbral tras el cual ya hay otra cosa, más allá de lo humano. Y éste es el
umbral que cruza el nazismo. El “espacio” que instaura es el del “campo
de concentración”, el cual, como lo define Agamben, “es así tan sólo el
lugar en que se realizó la más absoluta conditio inhumana que se haya
dado nunca en la tierra: esto es, en último término, lo que cuenta tanto
para las víctimas como para la posteridad” (p. 211). La crisis, la ruptura
histórica que representa el nazismo es de una índole tal, porque implica
un quebranto en la raíz principal de la condición humana. Tiene alcance ontológico, ciertamente, como lo expresa George Steiner: “La intención, abiertamente declarada por el nazismo, era ontológica. Era la desaparición definitiva de la identidad judía de la faz de la tierra” (p. 73).
¿Cómo pudo un filósofo ser partícipe de un hecho histórico semejante?
¿No se invalida o se destruye la idea misma de “filósofo” ante tal participación? ¿No existe una intrínseca incompatibilidad entre “filosofía” y
“nazismo”? ¿No se excluyen por definición?
Es este quebranto, que compete precisamente al ethos de la filosofía, es esta contradictio insalvable lo que expresa la imagen del rector
Heidegger, y hace de su colaboración con el nazismo “el escándalo de la
filosofía del siglo xx”.
Heidegger es heredero de esta crisis radical de Occidente, de esta
hendidura profunda en el pensamiento y en la vida, donde todo queda
cuestionado y quebrantado, en la teoría y en la praxis, y que tiene su
punto culminante en la Segunda Guerra Mundial. Heidegger estuvo en
el corazón mismo del trance histórico, en uno de los momentos torales
de estos tiempos. Él mismo fue receptor de la ruptura y autor protagónico. Expresó su tiempo y a la vez le dio voz, concepto, palabra. La
participación del autor de El ser y el tiempo en el proyecto hitleriano
(aunque hubiera sido independiente de sus ideas) sorprende, “escanda
Véase el capítulo “La ética hoy: su resurgimiento”.
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liza”, porque en efecto traiciona el ethos del filósofo; eso que siempre se
espera de él: una conciencia y una defensa de principios y valores humanos (que de manera implícita o explícita el filósofo asume como base
inquebrantable). Del filósofo se espera, ciertamente, una especie de modelo vocacional donde prevalezca esa dimensión fundamental de la vida
que es la dimensión ética, la cual justamente se encuentra anulada en los
“idearios” y en las acciones del nazismo. El compromiso ético del filósofo es sin duda con la verdad, pero, por ello mismo, es compromiso con
los propósitos racionales y éticos de la vida, con la “humanidad” del
hombre, con el destino de los valores y los derechos universales y es esto
lo que queda invalidado.
De las correlaciones entre el pensamiento heideggeriano y su actuación como rector en los tiempos de Hitler, de las relaciones de su
filosofía con el nazismo, se ocupan y seguirán ocupándose múltiples
críticos y comentaristas; unos, acentuando las correspondencias, otros,
negándolas o buscando las justificaciones teóricas e históricas de dicha
relación.
Todo ello, sin embargo, rebasa el ámbito de esta breve reflexión
sobre el problema de Heidegger y el nazismo. En otras ocasiones hemos
intentado aproximarnos a algunas de las ideas heideggerinas que, a nuestro juicio, revelarían al menos un ángulo de posibles correspondencias.
Hemos recaído así en las que consideramos aporías insuperables, decisivas para la ética, particularmente derivadas de los análisis heideggerianos
del ser-ahí en El ser y el tiempo, que tampoco parecen resolverse en obras
posteriores.
Desde luego, no se puede prescindir de las declaraciones expresas
del propio Heidegger en el sentido de que su desdén por la ética o su
negativa a “escribir una ética” obedece a la legítima defensa de que su
pensar no acepta “clasificaciones” de las “ramas de la filosofía”; ni tampoco se puede dejar de reconocer que, cuanto exista en Heidegger de
“ética”, es indesglosable de su “ontología”.
Una de las más reveladoras correlaciones puede ser la que advierte Levinas
entre la categoría heideggeriana de “facticidad” y los supuestos del nazismo; en especial,
con un concepto nuclear de éste que es el de la “biopolítica”, según lo destaca Agamben
(Horno sacer. El poder soberano y la nuda vida, pp. 290 y ss.).
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Pero justamente aquí, y desde esta unidad de un pensar no dividido en compartimentos estancos, hay ideas y recorridos de la filosofía
heideggeriana que de manera ineludible resultan aporéticos para la ética. Entre ellos, uno de los más significativos, a nuestro modo de ver, es
el hecho paradójico de que el ser-con no fundamente ninguna forma de
autenticidad en la comunicación y la comunidad humanas, sino que
toda autenticidad desemboque, al contrario, expresamente en solipsismo y que, por tanto, las formas de comunicación y comunidad sean, en
todos los casos, formas de inautenticidad y “banalidad”. Esto, además de
que, congruentemente, la autenticidad se cifre en última instancia en
la “angustia ante la muerte”, o de modo más preciso, en la libertad
concebida como un “correr al encuentro de la muerte”. Hay ciertamente en Heidegger una expresa exclusión entre el “ser sí mismo” (autos) y
el “ser relativamente a los otros”. Resulta, además, en verdad revelador
que en esta filosofía de la existencia esté ausente toda referencia al amor,
en cualquiera de sus modalidades, incluso como una negación de su
posibilidad, tal como la expresa Sartre, para quien “el amor es una vana
palabra” (González: 6 y 12). La atonía ética se hace patente a lo largo
de la obra heideggeriana en la ausencia del otro como el hacedor del
logos dialógico del filosofar, en ese pronunciado solipsismo del “pastor
del ser”.
Hemos expresado estas ausencias, silencios, vacíos, soledades de
Heidegger refiriéndonos a una especie de “olvido de hombre” (contrapartida del afán extremo de superar el “olvido de ser”), que ahora precisamos también como su “olvido de eros”, el olvido de eso que sería el
poder curativo de eros cifrado en el reconocimiento de que el hombre
(todo hombre) es symbolon, “símbolo” del hombre, su complemento ontológico. Es evidente que en gran medida este olvido se corresponde
con esa atonía ética y con esa extraña, confusa y oscilante colaboración
heideggeriana con el régimen de Hitler.
Y sin embargo hemos de reconocer, a la vez, que hay, es cierto, una
autonomía esencial —por relativa que sea— de la obra respecto a su
creador y a su circunstancia. Autonomía que en último término expresa
una modalidad concreta de esa singular tensión del continuo-discontinuo que constituye lo humano; de esa dualidad primordial del eroshombre que es su doble naturaleza: natural y espiritual a la vez; la doble
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llama del eros; la índole anfi-bia del hombre: las “dos vidas” a las que
pertenece. Su capacidad de producir ese “salto” cualitativo por medio de
su obra creadora por el cual ingresa al ámbito de la creación simbólica.
Hay, en todo caso, una relación asimétrica que obliga a ver los
nexos y a la vez a prescindir de ellos. Tratándose de Heidegger, en especial, este prescindir y esta necesidad de reconocer las relaciones se hacen
singularmente indispensables, ambos a la vez. De manera tácita o expresa hay íntimas conexiones y vasos comunicantes entre la obra filosófica y la situación vital en que Heidegger estuvo inmerso. Y, no obstante, hay una indiscutible trascendencia de la obra a la propia vida y con
ella a la propia persona y a la circunstancia, justamente en lo que éstas
tienen de personal (subjetivo) y circunstancial. Es el prodigio del “olmo
que sí da peras”, según la exacta metáfora de Octavio Paz. La obra es
irreductible a su situación e incluso a su creador. Eso es parte de su
misterio.
Dicho de otra forma: el filósofo es capaz, ciertamente, de sobrepasar su mundo y sobrepasarse así mismo en su creación, de penetrar, a
través de ella, en el reino en que rigen cuestiones universales y fundamentales que están más allá de cualquier circunstancia particular: el
universo de las verdades o de las grandes búsquedas humanas proyectadas en el horizonte del conocimiento en general. El filósofo penetra en
ese orden que para Spinoza se da sub specie aeternitate o, en términos del
propio Heidegger, en el orden del ser, no del ente.
Lo decisivo es que hay una autonomía del pensamiento por la cual
éste puede estar por encima del pensador sin dejar obviamente de llevarlo en su núcleo mismo. Y es esta autonomía la que nos conduce a
decir que lo que en verdad importa en Heidegger es su pensamiento,
que es a éste al que nos tenemos que abocar y que lo que en el fondo
cuenta de ese pensamiento, como de toda filosofía­, es su capacidad de
interrogar; interrogar al ser y “al ser que interroga por el ser”, de penetrar en los problemas más profundos que su situación plantea, de cuestionarla de cara a los grandes problemas de la filosofía universal. De
Heidegger importa, en efecto, la profundidad con que justamente atiende a las grandes y fundamentales cuestiones del filosofar: los problemas
Véase al capítulo “Octavio Paz y el arte de interpretar”, en esta obra.
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del ser y del tiempo, del hombre y del lenguaje, de la esencia de la
verdad, de la cuestión de la técnica, de qué significa pensar. Importa su
afán de filosofar de otro modo, con un lenguaje distinto, renovado, fenomenológico, capaz de mirar todo de nuevo, a fondo, como si fuera
la primera vez. Donde ya no se habla de “hombre”, se habla de “ser
ahí”, “ser-con” y “ser en el mundo”, como una realidad constitutivamente relativa en el sentido de relacionada, definida en y por la relatividad
misma. Importa su concepción del Dasein como el pastor del ser, como
el ser que habita en la proximidad del “Dios” (de lo insólito), del ser que
es “tiempo” y cuya existencia transcurre transida por. la temporalidad y,
con ella, por la finitud y la muerte. Importa de Heidegger, en fin, la
hondura y la amplitud de su pregunta y de su mirada, el espectro de luz
(y de sombra) que abren sus interrogaciones y sus búsquedas. Desde
éstas, ciertamente, puede percibirse el sentido y la originalidad de sus
respuestas y el grado de “verdad” (alétheia) que ellas están develando e
iluminando. Importan de Heidegger sus propios “caminos” y “claros del
bosque”, y su propia Lichtung. Su poder de esclarecimiento que, por un
momento, todo lo ilumina abriendo un espacio-tiempo de comprensión
en que puede ser develada la presencia del ser (parousía).
Ambas cosas son ciertas en definitiva: que la grandeza de Heidegger no impide reconocer la precariedad ética de sus compromisos,
alianzas y simpatías biográficas; su complicidad con la hybris demoniaca
de su tiempo y de su sociedad. Pero es igualmente cierto, a la vez, y en
el fondo más significativo, el hecho de que nada puede, en este sentido,
limitar el reconocimiento al genio de Heidegger, a su originalidad y
profundidad, a sus aportes filosóficos irreversibles.
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