RELATOS DE LAS ALUMNAS Noviembre de 2011 Concurso de redacción Seconde Elise Jocteur, 2nde G Andrés y los juguetes Aquel día había sido pesado para Andrés. Tenía ya diecisiete años y le había tocado cortar con aquella época lejana que es la infancia vendiendo sus juguetes de niño. No le quedaba ni uno, familias con niños chiquitos los habían comprados todos, sin excepción. Fue muy difícil despedirse de esos momentos de felicidad infantil. Jugaba durante horas y horas con los muñecos cow-boys, los soldaditos verdes, el pingüino hablante, pero sobre todo, con el dinosaurio, que era su favorito. ¡Cuántas aventuras habían vivido juntos! Cuando se tumbó en la cama, se durmió casi instantáneamente. Los alumnos de Seconde han escrito una narración breve a partir del micro relato de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” La profesora seleccionó siete relatos que se leyeron en clase y que luego los alumnos votaron. Las ganadoras de la votación son Elise Jocteur, Susana Camacho y Cristina Castañón. Aquella noche soñó con un mundo de juguetes en donde actuaban como seres humanos pero con forma de juguete: de baby-teléfono, de fisher-price, de trolls, de dulces o de chocolate… Y lo mejor de todo, ¡ante él estaba su dinosaurio verde, hablándole y moviéndose solito. ¿Cómo era eso posible? ¡Si lo había vendido por un par de euros! Andrés se fue corriendo a saludarlo y juntos de nuevo se fueron a vivir nuevas aventuras. A través de bosques de regaliz, montes de helado, ciudades de azúcar y cielos de marshmallows; peleando contra las tortugas ninjas y el príncipe negro… hasta que llegaron a la dinocasa, cenaron pterodáctilo crudo de entrada, oso prehistórico de plato fuerte y helado de sangre de tiburón para el postre. Se echaron a dormir en dinocamas soñando dinosueños. Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, a su lado, en su cama. Susana Camacho, 2nde G Pesadilla Ana llegó agotada a casa aquel día. El examen de Física Orgánica que llevaba preparando durante semanas había resultado más fácil de lo que esperaba, pero aun así se sentía satisfecha con su labor. Al dejar la mochila en la habitación, que compartía con una de sus hermanas pequeñas, no dudó un instante en comerse dos tostadas untadas con Nutella. Sentada a la mesa de cristal en la cocina, echó un vistazo desde su iPhone al correo: no tenía nuevos mensajes. Aburrida y sola en casa y sin nada que hacer, corrió las cortinas que permitían que los últimos rayos del sol del día entraran en el salón y se tumbó en el sofá para echarse una siesta antes de cenar. De golpe se despertó en el salón donde se encontraba antes de haberse dormido. Se sentía desconcertada y con una extraña sensación de pesadez en las piernas. Abrió las cortinas y esta vez no vio como de costumbre su jardín, ni a su perrita Fanta sentada inmóvil con mirada inocente; esta vez vio un ojo. Apenas la ventana era suficientemente grande como para ver enteramente el ojo pegado al cristal. Aterrorizada, no supo qué hacer, sentía que el suelo de la casa temblaba y que las fotos colocadas en el mueble caían al suelo, así que se metió bajo la mesa intentando asimilar lo que estaba ocurriendo. Llegó a la conclusión de que, o bien los dinosaurios habían “renacido”, o bien alguien le estaba gastando una broma de mal gusto. Encontraba menos posible pero más real la primera opción. Lo único que podía hacer era esperar y rezar por su vida acurrucada bajo la mesa. Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Pero esta vez medía veinte centímetros y era su hermana de dos años que la había atacado con sus babas. Cristina Castañón, 2nde F Un cumpleaños muy especial Alberto era un joven madrileño de ojos marrones y pelo oscuro, menudo y no muy alto. Siempre había vivido en Pozuelo, aunque desde hacía unos años se había trasladado al piso de Madrid, cerca de la plaza de España, que le había dejado su abuela después de morir. Era un piso pequeño y oscuro, pero a él no le importaba. Había conseguido un trabajo en el Museo de Ciencias Naturales de la capital en la sección de dinosaurios y fósiles. Su vida era monótona y simple, pero a él no le importaba, como solía decir. Era un muchacho dócil, callado, reservado, que raramente mostraba sus sentimientos y, cuando lo hacía, su público era limitado. Pero esa mañana era especial. Se levantó y lo supo, ese día era su cumpleaños. Alberto no solía celebrarlo aunque sabía que sus padres lo llamarían de un momento a otro, y así lo hicieron. El día pasó sin más novedades hasta que a las cinco, hora de empezar a trabajar, sus compañeros le felicitaron y sin más dilación, todos volvieron a sus tareas. La mayor parte de los empleados se fueron a sus casas hacia las nueve de la noche, pero él, como hacía el turno de tarde-noche con su compañero Roque, se tenía que quedar hasta las doce. Ellos se dedicaban a vigilar la sala central en la cual se encontraban los huesos del enorme tiranosaurius rex, que medía tres metros de alto. Por desgracia, ese día su compañero estaba malo y no iba a venir, por lo tanto el joven agente de seguridad puso la alarma de su reloj por si se quedaba dormido, ya que no era la primera vez que, al no estar su compañero, le sucedía. Se sentó en su silla desde la que veía toda la sala. Se quedó mirando a la enorme criatura que tenía enfrente, venía del centro de África y la había traído un famoso arqueólogo ruso que se había hecho rico. Pensó en la vida apasionante que tenía ese señor. A él también le habría gustado conocer mundo, vivir aventuras, recorrer países, aprender idiomas, conocer nuevas tribus indígenas o incluso luchar contra animales salvajes. Estaba hipnotizado mirando al dinosaurio y soñando, hasta que se durmió de verdad. Gracias a dios, cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Al igual que todas las otras cosas, fósiles, animales, bichos, todo seguía allí, porque de haber entrado ladrones a robar se lo hubieran llevado todo y él no se habría ni enterado. Miró su reloj, eran las dos, su alarma no había sonado, recogió sus cosas y se fue a casa.