La puerta condenada No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño. En el primer momento no se dio cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondía los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Juan se incorporó en la oscuridad, puso los pies fuera de la cama y se levantó sin un ruido. Caminó en silencio hasta la puerta y pegó su oreja contra ella. El llanto del niño continuó. A lo mejor, la mujer alojaba a uno de los niños de sus allegados. Eran casi las tres de la mañana, y en este caso, se hubiera levantado. No le hubiera dejado solo. El niño seguía llorando. Juan encendió la luz y vio la fotografía de su madre, fallecida el año pasado. Le había criado sola con su hermana, en una aldea de Galicia. De repente, el cuadro cayó de la cómoda y el cristal se rompió. Juan colocó de nuevo el marco en el mueble y miró la cara de su pobre mamá detrás del hielo en forma de estrella. Se puso una bata y salió de su apartamento para ir a ver al gerente del piso. Bajó la escalera y llamó a su puerta. Un anciano en pijama azul abrió, con un mechón en medio de la frente y los ojos abotargados. ¡Le dijo que debía tener una buena razón para molestarle a semejante hora! Juan le explicó el problema, pero Pedro Santos le dijo firmemente que esto era totalmente imposible, porque la señorita se había ido de viaje de negocios durante cinco días. Juan estaba seguro de lo que había oído, e insistió. Y, a pesar de las retenciones del gerente, él consintió a echar un vistazo. El corazón de Juan latía mucho. La puerta se abrió sobre un cuarto único, equipado con una cama, un fregadero y un pequeño cuarto de baño con aseos separados gracias a una tabique. Pero no había ningún niño. Y cada vez más lágrimas. Inquieto, Juan penetró en el cuarto y miró debajo de la cama y en los carteles. Nada. El viejo que estaba sobre el paso de la puerta le miró con un aire irritado. De repente, las lágrimas del niño empezaron de nuevo. Tenían la impresión de que el niño estaba allí, a un metro o dos, al alcance de la mano. El gerente se quedó boquiabierto, Juan buscaba al bebé con la mirada. Buscaron. Todavía nada. Juan no creía en los espíritus, y sin embargo…. Este llanto…. La cara de su madre… Este sentimiento extraño que le invadía… Pedro le afirmó que vivía allí desde quince años, y que no había conocido nunca un fenómeno tan extraño. Juan le pidió al gerente si no habían pasado unas cosas particulares en esta habitación… El solo medio para saberlo era mirar en los registros para ver quiénes eran los inquilinos precedentes. Desde quince años tres familias se habían sucedido en esta pensión, pero sin problemas. Bajaron a la recepción y el viejo abrió un armario en metal de donde sacó un libro de papel amarillento. La habitación concernida había acogido desde más de cien años a una quincena de familias. Pero el nombre de Gómez le llamó la atención a Juan. El registro lo establecía: una mujer y un niño. La mención había sido inscrita… y luego rayada. Atrás, un recorte de periódico había sido pegado. Sesenta años antes, en 1852, una mujer joven se había suicidado. Su niño de pecho de una semana de edad había muerto de hambre cuatro días más tarde. La joven tenía dieciocho años, y embarazada de su propio patrón, tuvo ciertamente que prostituirse para sobrevivir. Juan pensó que Laura Gómez era lo que se llamaba en la época una madre soltera. Una situación que también había conocido su propia madre. Una vergüenza, un calvario: los problemas de dinero, la maledicencia, el hambre que le crispa las entrañas. Todo esto, Juan lo conocía. Laura y su niño nacido fuera del matrimonio, sin padre, fueron condenados por la iglesia, por la sociedad y las costumbres de la época. Se puede imaginar las presiones que la joven tenía que sufrir, la dificultad en encontrarse sola con un niño. Y hoy, por este fenómeno inexplicable, resonaban gritos de desamparo de un niño. Sin duda, para que no se pierda la memoria de estas mujeres y de sus hijos dejados en el oprobio, la incertidumbre y el olvido. Izia BERGER Première ES Mars 2009 1er Prix du concours Jeunes auteurs pour l’Europe en Espagnol LV2 Lycée Edouard Vaillant, VIERZON Professeur : Aude TESSIER