Daniel Pennac El zoquete rehabilitado El zoquete, el ‘cortito’, el lento o el tonto de la clase; muchos sinónimos para un solo dolor. Ese personaje clásico de la escuela, objeto de burlas, alcanza un estatuto digno a partir del trabajo del escritor francés Daniel Pennac. Confiesa haber sido uno de ellos durante la mayor parte de su escolaridad y no hay nada como la experiencia en carne propia para revestir de credibilidad las ideas lanzadas al debate público. Puede ser por eso, o por sus obras anteriores, que su libro Mal de escuela aterrizó en España, en septiembre, con gran expectación mediática. Dio, en nuestro país, algunas conferencias, que estuvieron abarrotadas de docentes. LOLA LARA Periodista. Fotografías: Ángeles Paraíso 90 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº385 MONOGRÁFICO } Nº IDENTIFICADOR: 385.012 006_012.indd 90 20/11/2008 12:38:55 dossier Pennac Sufrió como alumno, pero ha debido disfrutar como profesor. Su libro produce deseos de estar al frente de un aula para vivir cosas como las que cuenta. Ha sido mi vida. Fui profesor desde los 23 años y a lo largo de 26. La clase y los alumnos son la vida; es algo que está vivo. Es decir, es la realidad tal y como es…a uno le puede gustar; a otro, no; uno puede esperar que mejore o no…pero ese pequeño grupo de 30 niños, si están mezclados socialmente y desde el punto de vista de sus capacidades, es un trozo de humanidad tal cual. En su experiencia, habla de unos cuantos profesores ‘salvadores’. Amar lo que uno hace ¿es condición imprescindible para enseñar? ¿Pedagogía es amor? No creo posible hacer ese trabajo, si uno no lo ama; pero debemos definir la naturaleza de ese amor. Es un amor complejo en el cual, el sentimiento, el afecto, no tiene mucho que hacer. Amar esta profesión significa en primer lugar sentir pasión por la materia que uno enseña y en segundo, por la transmisión de esa materia, y no van necesariamente juntos. Hay quien ama tanto la materia que imparte, que no tiene ganas de transmitirla a los alumnos, que, en principio no tienen interés por la misma. La segunda característica, es el amor por los alumnos, pero no se trata de identificarse afectivamente con el adolescente y el niño, porque si nos dejamos llevar por esa identificación, sufrimos una regresión hacia nuestra propia infancia y entonces ya no somos capaces de enseñar, puesto que la enseñanza se produce entre los adultos y los niños y adolescentes. La segunda condición es el amor por la clase. Ningún alumno puede saber que es el favorito del profesor, como ninguno debe saber que le resulta antipático, y esas cosas ocurren; hay niños que son antipáticos, pero no deben saberlo. Forma parte de la ética profesional. El amor por la materia, por los alumnos y por la transmisión ¿qué resulta más difícil? Lo último es un trabajo de explorador, hay que encontrar un camino único que va a llegar a la corteza cerebral de cada alumno. Si es un buen alumno, el camino será una gran autopista y para el 60% de los alumnos de la clase, ahí tenemos esa autopista. Ahora bien, hay un 20% de alumnos muy buenos para los que la autopista no es la misma, y para el 20 % de alumnos con dificultades escolares, tampoco es la misma. En mi trabajo de profesor, encontré a alumnos con grandes dificultades para aprender, y siempre mi tarea era encontrar el camino adecuado, el buen método, para permitir la transmisión del conocimiento. Hay cosas que puedo hacer con unos, pero que no funcionan con otros. Ningún alumno puede saber que es el favorito del profesor, como ninguno debe saber que le resulta antipático. Forma parte de la ética profesional rechazo absoluto. Existe, pero es muy raro; mucho más raro de lo que pretende la ideología contemporánea de la crisis de la educación. No es cierto que la escuela esté en crisis ni que los alumnos no estudien nada. ¿Qué falla en el pequeño porcentaje que no lo logra? Siempre es diferente. Puede haber hechos trágicos de anorexia, por ejemplo, son casos muy difíciles y hay que saber que eso no es de mi competencia porque ahí debe entrar la medicina, no la pedagogía. También puede haber casos de enorme violencia física o psicológica, y aunque uno vea que ese alumno o alumna va a acabar mal, no puede hacer nada…Yo conozco dos casos: un chico que pegaba a su padre todos los días; el padre le había pegado mucho de niño y a los 14 ó 15 años, se invirtieron los términos. Estamos en un ámbito en el que es necesario reconocer nuestros límites, nuestra incapacidad para abordar ciertas situaciones. Pero son casos muy pocos frecuentes: uno o dos de cada 200 ó 300 alumnos. ¿Una enseñanza particularizada? Sí, que contradice la idea de que una clase es una especie de regimiento donde hay que tratar a los alumnos de la misma forma. Yo prefiero utilizar la metáfora de la orquesta: Lola es un violoncello; Isabel, pianista; yo, un miserable pequeño triángulo (cuando era alumno) y con todos ellos, tan diferentes, hay que crear una armonía. Sin embargo tienen mucha presencia en los medios. Es una de las taras de nuestra civilización. ¿En qué consiste esa armonía? En primer lugar, en llevarlos a todos a amar la lengua, haciéndoles sentir que es el instrumento útil del pensamiento. Luego, en hacer que amen la literatura, como la gran memoria y también como posible fuente de creación, porque pueden dedicarse a la literatura. Y por tanto hay que lograr que amen todo aquello que gira alrededor de la literatura: el teatro, que se sumerjan en la poesía, y hacer que integren la literatura en su proceso de aprendizaje. Este es mi trabajo. No siempre obtengo buenos resultados, existe siempre un porcentaje minúsculo de alumnos que muestran un Si hay verdadero interés en aprenderlo… Pero si no es así, no se puede ser profesor, hay que dedicarse a otra cosa. El profesor no puede ser tacaño en esto, porque sufrirá muchísimo. Enseñar no consiste en enseñar una asignatura, sino en enseñarla a personas; no se puede hacer una abstracción, los alumnos son una parte importante de la profesión. Se requiere gran sensibilidad en el profesor, para captar las diferentes necesidades de los alumnos. Eso se aprende, y muy rápido, sobre la marcha, a medida que uno avanza. Al cabo de los años ¿cuál cree que fue el secreto de aquellos profesores que lo salvaron como alumno? ¡Pobres! Eso llegó muy tarde. La primera vez que tuve un buen profesor, ya te- { Nº385 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. 006_012.indd 91 91 20/11/2008 12:39:03 nía 15 años. Yo era un alumno muy, muy malo: no hacía los deberes, no estudiaba… como todos los malos alumnos que he encontrado en mi vida de profesor, yo me inventaba explicaciones para justificarme. Es decir, mentía constantemente a los profesores y a mi familia. Un buen día, un profesor de literatura que escuchaba atentamente mis mentiras y que no las juzgó desde un punto de vista moral, se dijo: ‘este chico tiene cierta imaginación narrativa’ y entonces me encargó una novela. Me dispensó de los deberes del trimestre, a cambio de que todas las semanas le entregase el capítulo de una novela; “y en la medida de lo posible” –me dijo– “sin faltas de ortografía para elevar la crítica”. Por primera vez, me encontré con un adulto que tuvo la intuición pedagógica de transformar un comportamiento descarriado en un deseo creativo. Él encontró esa vía conmigo, tuvo esa genialidad pedagógica, que no era la misma que utilizaba con otros. Por primera vez, encontré a alguien que me permitió centrarme en mí mismo. Eso es un profesor. Hubo más que supieron rescatarlo como alumno. Otro fue un profesor de matemáticas, un señor mayor, un hombre ovalado, una especie de Buda de las matemáticas que tenía ante sí una clase de alumnos nulos, que no sabían nada y reivindicaban su nulidad. Con ese discurso desesperado de todos los adolescentes, le decíamos ‘pero profesor, no merece la pena que se moleste, siempre suspendemos…’. Lo genial de este tipo es que no nos creyó (“no creo en los conjuntos vacíos”, dijo) y empezó a practicar con nosotros la mayéutica socrática para demostrarnos que sabíamos muchas más matemáticas de lo que pensábamos. Nos preguntaba cuánto son dos y dos y cuando contestábamos entre risas que cuatro, él nos decía que no había de qué reírse, que ésa era una respuesta compleja, si se pensaba, por ejemplo, dos más dos ¿qué? De ahí partía para un razonamiento que era un auténtico viaje por las matemáticas y la teoría de los números. Sacó de nosotros partículas de conocimiento que él trataba como auténticos diamantes. Recuerdo muy bien a ese profesor, su primera clase en un aula que parecía salir de un casting hecho por Sam Peckinpah (era un centro archiprivado de Niza en el que aterrizaban los desastres) y que él transformó en una reunión de matemáticos jóvenes, porque de repente teníamos ganas de seguirle por ese terreno. Al final encontró buenos profesores que lo adentraron en los terrenos imprescindibles de la lengua y las matemáticas... También recuerdo a una profesora de Historia, una especie de tornado vivo que nos aspiraba a todos para que la siguiéramos; no permitía que nadie se fuera por las nubes ni un segundo. El último año de mi escolaridad tuve un profesor de Filosofía extraordinariamente escéptico. No aceptaba jamás ninguna afirmación, ninguna creencia ni opinión, por las buenas. Siempre pedía explicación. Era un señor bajito, con una nariz puntiaguda y una tripa también puntiaguda. No te quitaba los ojos de encima cuando te decía ‘hay que explicar esto’. Tenía una inteligencia estructurada y provocaba que nosotros buscáramos nuestra propia estructura mental. A mí, me apasionaba. Su sentido del humor queda patente con esta anécdota: un día nos pidió que hiciéramos una disertación sobre el papel del subconsciente en la vida cotidiana; ¡imagínate, uno podría escribir sobre este tema de 500 a 500.000 páginas! Yo hice un trabajo de 54 y me puso un 19 sobre 20. Anotó ‘trabajo exhaustivo’, pero yo buscaba ávido en aquellas páginas algún comentario loable, no encontré nada, excepto en la parte superior de la página 4 una pequeña nota 92 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº385 } 006_012.indd 92 20/11/2008 12:39:03 dossier Pennac donde sencillamente puso: ‘me fío de que lo que sigue está bien hecho’. Yo tuve exactamente la misma reacción que tú: estallé en risas. A ese hombre yo habría podido seguirlo a cualquier parte, hasta a la gruta socrática. Pues a pesar del dolor del zoquete que usted dice que nunca se olvida, tuvo suerte de encontrarse con estos cuatro profesores. Sí, aunque hubiera preferido tenerlos al principio, no al final de mi escolaridad. Hay gente que no los tiene nunca. Es raro, porque a lo largo de la vida escolar se tienen unos 60 profesores como media. Supongamos que sólo un 10% son formidables (yo creo que hay más, entre un 10 y un 20%, porque voy a menudo por institutos y me encuentro con profesores capaces de entusiasmar a sus alumnos). En una escolaridad tipo, estadísticamente, es normal encontrar a alguno de ellos. El milagro es que un sólo profesor puede salvar a un niño y puede hacer que ese alumno soporte a los otros profesores durante el resto de su escolaridad. Yo tengo amigos de mi edad, incluso uno mayor que yo, que todos los años escribe a su profesor de 5º. Albert Camus dedicó su premio Nóbel a un profesor que tuvo a los 10 años. Es un ser fundamental en nuestra vida y que va mucho más allá de lo pedagógico. Pero usted lo sabe; todos hemos tenido personas así en nuestra vida y nos otorgan una condición particular. Si utilizamos términos religiosos, son como una revelación. ¿Hay recetas universales para el éxito? No, por una razón sencilla: la soledad de la clase. Cuando un profesor entra en el aula, independientemente de la formación que tenga, en cuanto se cierra la puerta, se encuentra solo ante ese pedazo de realidad complejo y contradictorio. Todo ocurrirá en función de que esa soledad se comunique o no con esas otras treinta y tantas soledades. Porque cada uno de ellos también está solo, encerrado en su propia adolescencia, aunque haya esa solidaridad aparente en los miembros del grupo. Cada uno de esos chicos y chicas cuan- do llegan a casa también se encuentran solos. Todo va a depender del juego que haya entre la soledad del director y la de cada uno de los instrumentos de la orquesta. Y en esa soledad se crea la armonía, que cada uno consigue de forma muy diferente. Por ejemplo, uno de mis profesores salvadores se enfadaba constantemente y nos regañaba, pero con tal generosidad intelectual, que nunca nos sentimos heridos ni ofendidos. El éxito ¿depende más del profesor que del sistema? Depende de varias cosas; del corpus de saber que el profesor haya acumulado en sus estudios universitarios, de la formación o deformación pedagógica que haya obtenido en las escuelas de Magisterio, del programa de estudios del Ministerio… pero todos esos factores no son nada ante la necesidad profunda de cada profesor de hacer que sus alumnos aprendan la materia que él enseña. Todas las directivas tienen un papel secundario al lado de ese deseo del profesor o su necesidad de entusiasmar a los alumnos por el saber, y volvemos a la soledad del profesor. ¿Eso es el “presente de encarnación” que describe en su libro? Exacto. Al final de mis años escolares, tuve la suerte de conocer a cuatro profesores que encarnaban perfectamente la materia que enseñaban y que convirtieron esas materias en otras que hacíamos nuestras. Nosotros nos transformamos en pequeños matemáticos o historiadores o novelistas o pequeños filósofos escépticos. Fue el principio de su fin como zoquete y le permitió convertir una experiencia mala en algo positivo, como sus libros. Yo ahora tengo muchos años y por tanto he tenido tiempo de metamorfosear esa experiencia. El dolor del zoquete, sin embargo, no desaparece jamás del todo porque se transforma de una forma u otra en complejo. Yo tengo complejo. Siempre que escribo, el zoquete está a mi lado, se ríe de mí y me dice ‘no vas a conseguirlo nunca’, ‘es una estupidez lo que estás contando’. Mi Didáctica y humor Derrocha didáctica por los cuatros costados. Aunque hace años que no está al frente de un aula, le queda el afán de explicar su discurso con ejemplos ad hoc. A lo largo de toda la entrevista describe situaciones hipotéticas protagonizadas por las personas presentes: él mismo, la traductora y la periodista. Daniel, Isabel y Lola fueron por momentos alumnos; en todos los casos, el autor siempre se colocó en la situación del estudiante torpe. Tiene verdadera pericia para extraer del alumno aquello que sabe, aunque no sea consciente de que lo sabe. Quien esto firma memorizó, con menos fallos de lo esperable, el conocido comienzo de Cien años de soledad. La insistencia del profesor Pennac y su convencimiento de que quien lo ha leído y comprendido, puede repetirlo, fue la única ayuda. En la entrevista, celebrada en un hotel de Madrid, mostró la pasión que cree imprescindible en los profesores. Al empezar la misma, pidió acabar pronto para descansar antes de su conferencia en la Biblioteca Nacional. Luego, se entusiasmó tanto que no hizo ni caso cuando vinieron a avisarle de que el tiempo se agotaba. No quería poner punto final a la entrevista con algo pendiente de contestar. Tiraba del hilo de su discurso, por segundos más veloz. Tanto, que cuando lo paró en seco, se hizo un silencio sepulcral que él mismo rompió con un chistoso “amén” pronunciado con soniquete de solemne liturgia. A pesar de las prisas, aún pudo dedicar un libro con uno de esos muñecotes que pintaba en los márgenes de sus cuadernos de alumno torpe. { Nº385 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. 006_012.indd 93 93 20/11/2008 12:39:07 ventaja es que yo tengo más experiencia que él, que sigue siendo joven. Hacía que sus alumnos aprendieran textos de memoria ¿hay modas en educación? Hay modas porque no se reflexiona cuál es la finalidad de la docencia. Cuando espero que mis alumnos se aprendan textos, no lo hago para que los sepan la próxima semana; sino para que puedan recitarlos a los 50 años. A veces me encuentro con alumnos que me saludan y muy a menudo me dicen que todavía se acuerdan de aquellos textos que aprendieron. Los aprendíamos enumerados y yo les decía: el 14… el 3 era un juego. [Habla sobre el soberbio comienzo de Cien años de soledad y lo pone como ejemplo de algo que nadie se ha propuesto aprender y que recuerdan de memoria muchos de los que lo han leído]. Es magnífico poder recordar eso…nadie lo aprende de memoria, pero el texto tiene una fuerza tal, que años después te acuerdas. Es esa felicidad intelectual que, como profesor, decido dar a mis alumnos para que dentro de 30 años puedan recitar, divirtiéndose, un texto de Kafka, de Borges… y que les genere un gozo intelectual. El sabor de las palabras, dice usted. Es ofrecer la facultad de sumergirse en el idioma, el español para usted y el francés para mí, para nadar en la lengua. Reclama tiempo para el aprendizaje pero nuestra sociedad prima la rentabilización rápida de la formación. Uno no puede pedirle a un niño que aprenda a leer rápido, sencillamente porque es imposible. Aprende a su ritmo y si lo fuerzas, lo arruinas porque se asusta y se cierra. El aprendizaje cultural es lento por naturaleza y funciona avanzando y retrocediendo; es decir, uno aprende una noción elemental un día y al siguiente recuerda lo que aprendió y se puede probar que lo comprendió. Pero al siguiente del siguiente, le preguntas, y no lo puede repetir ¿por qué? pues porque es un niño o una niña. Cuando comprende algo que no sabía el día anterior, supone un gran disfrute tico, estructural, al tiempo que hacemos todas estas cosas frase a frase, verbo a verbo. El trabajo del profesor consiste en transformar la energía de la oposición en deseo de saber para él, pero después aprende otra cosa que también suscita esa excitación y entusiasmo y hace que olvide momentáneamente lo que aprendió antes de ayer. Como profesor hay que enseñar al niño a crear por sí solo la suma de esos pequeños saberes. Por ejemplo, los textos que aprendíamos; para ellos era una especie de juego, pero lo que yo quería era crear una biblioteca mental y cultural para que cuando llegaran a adultos fuera el fundamento sobre el cual construir mucho más. Y esto es fácil de hacer, en primer lugar porque es delicioso. No se trata de decirle a un niño vete a la esquina y apréndete esto; no se hace así, hay que aprenderlo con ellos, a lo largo de las explicaciones y mientras tú haces el análisis temá- ¿Es la comprensión, la piedra filosofal de la enseñanza? A ellos les apasiona comprender y una vez que se dan cuenta de que hay algo que comprender, quieren comprenderlo. El problema radica en que cuando llegan a clase, a priori ellos no quieren saber nada. No hay que olvidar que la enseñanza es violenta por naturaleza porque siempre hay un choque entre el saber constituido y la ignorancia de ese saber, que se niega a reconocerse como ignorante y se postula como la suma de otros conocimientos reales; porque los niños no perciben como algo real la proposición subordinada. El choque entre esos dos planteamientos siempre es violento. Por tanto la enseñanza es casi siempre coercitiva, obligatoria. El trabajo del profesor consiste en transformar la energía de esa oposición en deseo de saber. Y eso es fácil porque el profesor es una persona adulta y ellos son niños o adolescentes. 94 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº385 } 006_012.indd 94 20/11/2008 12:39:07