los ojos que tanto lloraron a paco pozán

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los ojos que tanto
lloraron a paco pozán
Víctor Juan
Para Palmira Plá,
en el centenario de su nacimiento
H
abía salido de casa con el dinero justo
para tomar una limonada y montar en
los coches chocantes. Aquel día de julio
de 1936 hacía calor en Teruel. Estaba satisfecha del trabajo que había podido hacer
durante su primer año de ejercicio como maestra,
en su primera escuela. Aprendió los nombres de
los niños con quienes había compartido ilusión,
esfuerzo y, sobre todo, palabras. No olvidaría nunca
las caras de sus primeros alumnos. Había tenido la
fortuna de coincidir en la misma escuela con otros
dos maestros jóvenes, alumnos como ella del Plan
Profesional de Magisterio que se aprobó durante
los primeros meses republicanos. Precisamente
había quedado con ellos para tomar una limonada y
montar en los coches chocantes. Ese era su plácido
horizonte. No tenía más planes para aquella tarde
de verano. Acababa de cumplir veintiún años. La
vida le parecía hermosa y solía repetir que el mundo estaba bien hecho.
Palmira Plá había nacido en Cretas en 1914, en la
casa cuartel de la guardia civil. Su padre era el comandante de ese puesto. Su infancia estuvo marcada por una poliomielitis. Gracias a la férrea voluntad
de su padre, que acudió a prestigiosos médicos y
ensayó sin desmayo novedosos tratamientos, Palmira volvió a caminar, aunque la enfermedad dejó en
una de sus piernas una evidente cojera. No se rindió
nunca. Superó todos los obstáculos que se levantaban ante ella y terminó sus estudios de maestra
en la Escuela Normal de Magisterio de Teruel. En
alguna ocasión confesó que se había hecho maestra
para no tratar a los niños como sus maestras la trataron a ella cuando intentaban disuadirla de su idea
de hacerse maestra. No entendían que necesitamos
sueños. Ser maestra era su sueño.
Aquella tarde de julio Palmira Plá pensaba montar
en los coches chocantes y tomar una limonada con
sus amigos, pero todo lo que había pensado durante
su vida se rompería poco después. En la calle
Nueva, cerca de la plaza del Óvalo, se encontró con
un joven guardia civil a quien conocía porque en
alguna ocasión había acudido a comer a la pensión
en la que ella se alojaba.
— Palmira, no vuelvas a casa —le susurró—. Te están
buscando.
— ¿A mí? ¿Por qué? Yo no he hecho nada.
Nadie había hecho nada. No había ninguna razón
para que alguien fuera a buscar a su casa a una
persona que no había hecho nada, le sacaran a la
fuerza, le detuvieran y, como sucedió en muchos
casos, le asesinaran. Pero aquellos días se instaló la
fuerza del odio. Nadie se acordaba de la razón. Pero
eso Palmira Plá lo comprobó más tarde.
ágora n.º 12 — revista de cultura, ensayo y creación literaria
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sara chóliz sanz
— ¿No vas a enseñar a leer a mujeres analfabetas en
la Casa del Pueblo?
— Sí, dos tardes a la semana, pero esa no es razón
para que nadie me busque.
— Tienes que irte. Están pasando cosas terribles.
Hazme caso, por favor. Ve a la estación, pregunta
por Soriano, un militante de la cnt, y él te sacará
de Teruel.
La joven maestra no entendía nada. Era imposible
entender lo que estaba pasando. El miedo ya mordía su estómago cuando cargada de dudas bajó la
Escalinata y llegó a la estación. Se dirigió al hombre
que vendía billetes en una ventanilla:
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— Discúlpeme, estoy buscando al señor Soriano…
— Soy yo.
— Vengo de parte de Alfonso Cortés, el guardia…
Con un gesto le pidió que no dijera nada más.
Apagó las luces, cerró la ventanilla y la acompañó al
andén donde descansaba un viejo convoy de mercancías. Soriano abrió un portón, le dio a la joven
una manta, le pidió que cerrara bien la puerta y le
advirtió que no se asomara por el estrecho ventanuco ni hiciera ningún ruido hasta que el tren estuviera lejos de la ciudad. Antes de que sus ojos se
acostumbraran a la oscuridad, se le escaparon unas
lágrimas que ella secó inmediatamente. ¿Qué hacía
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allí? ¿Qué sería de sus amigos? ¿Qué les habría
pasado a sus padres y a su hermano? No entendía
nada, pero ya tenía miedo. El miedo se instala en
nuestro corazón aprovechando cualquier resquicio.
Y el miedo ya se extendía por su cerebro. Le costaba
pensar. Le costaba respirar. Entre tantas dudas, tenía
una certeza: su vida, lo que su vida hubiera sido, se
había roto. Se rompió cuando se cerró la puerta de
aquel vagón. Su infancia, sus sueños de ser maestra,
su deseo de encontrar un compañero para compartir la vida y los proyectos… todo se había roto. El
tren no se movía. Su llanto no cesaba. ¿Qué suerte
correrían sus compañeros de la fete? ¿Alguien les
habría advertido del peligro? Estaba haciendo el
ridículo, se repetía a sí misma. Cuando todos se enteraran de que había pasado la tarde metida en un
vagón de un tren de mercancías no podría explicarlo de ninguna manera. ¿Y si todo fuera una broma
sin ninguna gracia de aquel guardia civil? No sabía
a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado cuando
el tren comenzó a moverse lentamente y el quejido
de todas las articulaciones del viejo ciempiés de
hierro inundó sus pensamientos. Tampoco sabía
el tiempo que trascurrió hasta que la máquina se
detuvo. En el reloj de la estación comprobó que era
medianoche. Habían llegado a Sagunto. Eso decía
el cartel que leyó desde de la ventanilla. Abrió la
puerta y se apeó del tren.
En septiembre recibió la orden de presentarse en
Alcañiz. Aceptó el encargo de dirigir las colonias
escolares que el gobierno republicano organizó
para alejar a los niños de los desastres de la guerra.
Se instaló en Caspe y desde allí atendió las necesidades de las colonias de Barbastro, Benasque, Vilas
del Turbón, Tamarite, Panticosa. Y fue en Caspe
donde conoció al maestro oscense Francisco Ponzán Vidal (Oviedo, 1911—Toulouse, 1944), militante
de la cnt que formaba parte del primer Consejo de
Aragón. Doña Palmira decía que cuando ella era
joven su piel respondía cuando Ponzán estaba cerca
o cuando recordaba sus palabras o leía sus cartas.
Se enamoraron con un amor imposible, un amor
sostenido durante dos guerras, un amor exiliado y
perseguido, un amor militante de militancias distintas. Querían quererse y todo los separaba. Ponzán
estuvo pendiente de doña Palmira durante la guerra
civil y después mientras sobrevivían en la Francia
ocupada por los alemanes. Cuando Palmira Plá encontró un lugar seguro para vivir y trabajaba en un
taller de confección, un joven anarquista le dijo que
Ponzán estaba solo, que le habían traicionado, que
le habían encerrado en la cárcel y que la necesitaba.
Una mañana, estando preso Ponzán pidió papel
para redactar su testamento:
«…Deseo que mis restos sean trasladados un día a
tierra española y enterrados en Huesca, al lado de
mi maestro, el profesor Ramón Acín, y de mi amigo
Evaristo Viñuales».
Palmira Plá lo dejó todo y se dirigió a Toulouse.
Ella fue la última persona que abrazó a Ponzán.
Ella fue la primera que le lloró cuando los nazis le
asesinaron. Aún le lloraba setenta años después la
tarde que le dije que quería hablar con ella de Paco
Ponzán.
— Doña Palmira, soy Víctor Juan, es decir, nadie,
pero quería hablar con usted sobre Paco Ponzán…
Los ojos se le llenaron de lágrimas y susurró lentamente:
— Ah, Ponzán, Ponzán...
Y ya no me dijo nada más. Dos días más tarde fui a
su casa de Benicassim. Volví algunas veces, menos
de las que hubiera querido, y cada viaje regresaba
a mi casa con el deseo de ser mejor maestro, con el
deseo de ser mejor persona. Cuando pienso en doña
Palmira aún me parece escuchar su voz firme:
«Hemos venido al mundo para dejarlo mejor de
como lo encontramos».
Esto me repetía doña Palmira sentada en su silla de
ruedas, mientras me miraba con los mismos ojos
que tanto lloraron a Paco Pozán. •
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