El transeúnte y el ciudadano Texto de presentación de la publicación “Poéticas de la Intemperie”, del profesor Francisco Sanfuentes. Luis Montes Rojas La distinción entre el término arte público y el concepto de “arte y espacio público” parece haber llegado a un consenso, a una especie de estabilización. Y al parecer la situación queda más o menos zanjada cuando decimos que el arte público se ubicaría en el lugar del vínculo con la institución, vale decir, colaborando en aquellos procesos en que la institucionalidad requiere del concurso del arte, mientras el “arte y espacio público” entrañaría un problema, como dice Sanfuentes al inicio del texto que hoy presentamos, y por ende conllevaría siempre una pregunta. El arte público, entonces, participaría de procesos de significación, resignificación o de investir identidad, y en ese sentido debiésemos considerar las formas en las cuales esa institucionalidad promueve tal servilismo, sea a través de la concesión de los espacios y financiamientos, pero por sobre todo, determinando un problema simbólico al cual el artista debiese otorgar solución desde la creativa subjetividad que lo distingue en el ejercicio de su oficio. Toda esa estructura de producción establecería una linealidad que desciende desde los criterios instalados en esa institucionalidad, sea tanto en las oficinas de gobierno o en las juntas de directorio de las empresas, cuestión tan en boga hoy. Ya lo decía Malcolm Miles, acerca de esa progresiva aparición de obras en plazas y edificios de gobierno, notoria desde los años 60 en Inglaterra, pero que en nuestro contexto toma un nuevo cariz a partir de los años 90 en adelante. Si entonces el arte público propone una dimensión de la relación entre arte y la ciudad, sabemos también – a modo de un horizonte de contraste- que es lo que no es arte público, o qué no debería serlo. Y en ese sentido el trabajo de Francisco Sanfuentes, tanto como artista y académico, ha venido de alguna manera a corporizar aquellas manifestaciones de la subjetividad que se alojan en lo que podríamos llamar los intersticios del proyecto moderno de la metrópolis: en definitiva, la calle. Entonces, y a partir de Sergio Rojas, al entender la calle como manifestación del fin de/en la razón de la ciudad, debiéramos comprender la obra de arte -alojada en esas calles a modo de fisuras de esa ciudad- en tanto manifestación de aquello que la razón, esa razón pública, no puede nunca administrar. Entonces dentro de aquel proyecto de democratización de la obra de arte, donde se han intentado demoler el genio del autor que inscribe su firma en el espacio urbano, donde se han destituido (e instituido) discursos políticos inscritos mediante las gramáticas monumentales, donde se ha pretendido horizontalizar el significado e incluir al público asistente, el proyecto que nos presenta Poéticas de la Intemperie finalmente propondría otra dimensión de ese desafío: si ya el arte en el espacio público no es obra de la voluntad de la institución y no es la grafía fruto de la genialidad del artista, las poéticas de la intemperie vendrían a ser fruto de otros sujetos, el transeúnte y el ciudadano. Y aquí la distinción: el ciudadano está vestido de derecho, es aquel que puede exponer una opinión porque participa de la ciudad, identifica en ésta la inscripción de discursos y ejerce su voluntad de escribir en ella. En cambio, el transeúnte se nutre de trayectos, se constituye en la mera experiencia y no espera el reconocimiento de su andar. ¿Entonces? Arte de transeúntes y ciudadanos, que vienen a resignificar la ciudad en aquella dimensión que no alcanza a ser sometida por la razón. Arte de transeúntes y ciudadanos que se esconden en los recovecos de las calles porque se desvanecen en el brillo del bronce, porque estas poéticas rememoran a ese dios que se ha vuelto loco del cual la ciudad es fruto, como dice Rojas. Arte de transeúntes y ciudadanos, donde no existe la explícita distinción respecto de los materiales propios de las calles. ¿Dónde acaba la obra y donde empieza la ciudad, o la calle mejor dicho? Los trabajos que se hayan consignados en este libro son reflejo de aquello que no tiene cobijo en la institucionalidad porque es voluntad subjetiva, es la expresión de una mirada que porta el autor y que no es más que el encuadre propio que se ha conformado desde sus propias singularidades. De entre estos me gustaría referir dos, como ejemplo de lo anteriormente expuesto. El trabajo de Carlos Gómez, construido desde esa experiencia de ciudad de la que fui en cierta forma testigo, en su arribo a Santiago desde su Coyhaique natal y en el desvanecimiento del paisaje de origen en la distancia que obliga su nuevo domicilio. ¿Qué es si no un sentido ritual que es construido para purgar fantasmas y recuerdos? Rito que no puede ni pretende ser monumental, en el sentido de adquirir un sentido unívoco para todos. No es monumento porque no está escrito sobre un modo que lo haga reconocible. Al contrario, es obra portadora de una habla propia que seguramente se dirige más hacia el mismo sujeto hablante que hacia una escucha colectiva. Esa es la voluntad del gesto en la referencia al paisaje perdido que se desvanece esa misma noche. En otra vereda, la obra de Sebastián Robles. Documentación que intenta hacer aparecer lo que se pretende hacer invisible en la persistente higienización, un lugar transformado desde la pura abyección del cuerpo mutilado (en la penumbra de la calle) ahora devenido en espacio controlado (iluminado, convertido en ciudad). Esa insistencia conlleva otro modelo, distinto al anterior, porque la historia no se deja ver fácilmente. Por lo menos la historia no oficial, esa que no se encuentra en los libros. Se refiere lo escrito, la historia oficial es una mirada, un encuadre institucionalizado que difícilmente querrá hacernos comprender la complejidad de lo referido, pero para superarla no hay otra posibilidad que buscar los signos de lo que allí ocurrió entre los descuidos de aquellos que lo quieren olvidado. Ir en contra de la ciudad porque esta se sana a sí misma borrando toda huella de lo que se escapa a su proyecto. Finalmente, me gustaría relevar el lugar de la investigación que Francisco ha llevado a cabo. No voy a ser yo el que venga descubrir la consistencia y densidad de su obra, pero si me gustaría recalcar la coherencia que permite distinguir claramente el campo que su trabajo ha ido delimitando, un territorio que se ha ido construyendo y que esta publicación recoge con meridiana claridad. Es posible distinguir un extenso cuerpo de obra (tanto escrita como visual) que viene a materializar una preocupación y una pregunta permanente. Y en ese mismo sentido, debo relevar el lugar de otra institucionalidad –ya que he referido tanto a la institución- esta que hoy nos acoge. Esta universidad se ha convertido en el lugar donde esta reflexión es posible: esta investigación es fruto tanto del empeño de su autor como de los canales que la universidad ha propiciado para ello. Una institución que no estabiliza el conocimiento, no lo transforma en mera academia, sino que lo pone permanentemente en crisis para encontrar nuevos caminos. U otras calles. Santiago, abril de 2015