En medio del fuego Jewel Roque Sadrac, Mesac y Abednego y su compañero Daniel, eran cuatro adolescentes que hubieran quedado en el olvido de no ser por las situaciones extraordinarias que vivieron. En realidad no fue lo que vivieron, sino cómo reaccionaron a los eventos que hicieron que dejaran huella y se los recuerde como héroes de la fe, conocidos por su confianza en Dios. El relato comienza cuando llevan a estos jóvenes muy lejos de su país natal. Dios, mediante profetas, había predicho que pasaría algo así si Su gente no obedecía Sus mandamientos. Sin embargo, «todos nosotros nos descarriamos como ovejas»1 e Israel no fue la excepción. Fueron destituidos por una nación foránea y parte del pueblo, incluyendo los niños, fueron llevados muy lejos, a Babilonia. No sabemos qué edad tendrían Sadrac, Mesac y Abednego, tal vez eran apenas adolescentes. Uno se pregunta cómo serían sus vidas antes de su viaje a Babilonia. ¿Se conocían siquiera? ¿Habrían competido por las mismas chicas? Tal vez eran buenos amigos y compartían sus sueños y esperanzas. Tal vez uno de ellos soñaba con tener una docena de hijos como su antepasado, Jacob, y con educarlos en la fe. Quizás otro quería ser profesor. Puede que el otro fuera cuenta cuentos que le dijo a los otros: «Ustedes cumplan sus sueños y yo lo contaré después». Pero todos esos sueños y aspiraciones, fueran los que fueran, fueron dejados de lado cuando su tierra fue conquistada y los llevaron cautivos y lejos de dónde vivían. ¿Cómo fueron aquellos primeros días y noches? ¿Vigilados, esposados y encadenados? ¿Acorralados como animales a la espera de ver un rostro conocido? Los podríamos imaginar encontrándose, juntándose y escuchando al optimista del grupo diciendo: «No teman, Dios está con nosotros. Sin importar lo que ocurra, estamos en Sus manos.» Con el consentimiento de los demás, tal vez hicieran un pacto de que sin importar lo que ocurriera, permanecerían fieles a Dios. Y se mantuvieron fieles y leales. Con tanta osadía que nos deja pensando si el cliché «rebelión juvenil» corría por sus venas con mucha fuerza. Primero, se negaron a comer de la mesa del rey. ¡Imagínense el banquete que sería! Lo más fino que se pudiera encontrar con todo tipo de delicias. Y aún así no lo tocaron porque ese tipo de comida iba contra sus principios. El portavoz del grupo, Daniel, hizo un trato con el capitán de la guardia: «Por favor, haz con tus siervos una prueba de diez días. Danos de comer solo verduras, y de beber solo agua. Pasado ese tiempo, compara nuestro semblante con el de los jóvenes que se alimentan con la comida real, y procede de acuerdo con lo que veas en nosotros.»2 ¿Creen que fue difícil no comer de las delicias de la mesa del rey? Tal vez, pero lo hicieron porque creían que eso era lo que esperaba Dios que hicieran. Fue una pequeña decisión, pero esa es la esencia de la vida: pequeñas decisiones. Parecen tan insignificantes cuando en realidad pueden pasar a la historia. Estos valientes muchachos, pasaron a la historia. Más adelante, cuando Nabucodonosor pidió a la nación que adorara su imagen, Sadrac, Mesac y Abednego se negaron. Solo Dios sabe lo que les estaría pasado por la mente, lo que les horrorizaría que un rey mundano sin tanto poder, tuviera la audacia de pedir a su gente que lo adorara. Pero su respuesta fue respetuosa, calmada y serena, y lo hicieron con confianza. Sadrac, Mesac y Abednego le respondieron a Nabucodonosor: —¡No hace falta que nos defendamos ante Su Majestad! Si se nos arroja al horno en llamas, el Dios al que servimos puede librarnos del horno y de las manos de Su Majestad. Pero aun si nuestro Dios no lo hace así, sepa usted que no honraremos a sus dioses ni adoraremos a su estatua3. La reacción de Nabucodonosor fue mucho menos calmada y serena. Ordenó que encendieran el horno de fuego siete vez más alto que lo normal. Estaba tan fuerte el fuego que mató a los hombres que arrojaron a él a Sadrac, Mesac y Abednego. En unos instantes, el rey se dio cuenta de que algo inesperado estaba sucediendo. Los tres jóvenes no se estaban quemando, y sus vestimentas estaban intactas. Lo único que se quemó fueron las sogas con las que estaban atados. Cuando el rey Nabucodonosor se acercó al fuego ardiente, los vio caminando y en medio de ellos, oh sorpresa, más resplandeciente que el brillo del fuego, vio a alguien que por alguna razón se le hizo conocido. Tal vez porque creamos lo que creamos, cuando nos vemos cara a cara con algo así, no hay margen de error. Sabía que era el Hijo de Dios, y llamó a los osados y valientes jóvenes para que salieran. El resto ya lo saben: salieron intactos, sin que sus vestimentas siquiera olieran a humo. Y el rey hizo otro decreto sin mucha calma ni serenidad. Dijo: «Decreto que se descuartice a cualquiera que hable en contra del Dios de Sadrac, Mesac y Abednego, y que su casa sea reducida a cenizas, sin importar la nación a que pertenezca o la lengua que hable. ¡No hay otro dios que pueda salvar de esta manera!»4 Y, ¿qué pasó con el Hijo de Dios? Se supone que se desvaneció en el resplandor del cual provino. ¡Pero sin duda, estuvo allí! Mientras estuvieron en el fuego, caminó entre ellos. El Hijo de Dios que un día descendería como hombre bajó para proteger a quienes confiaron en Su Padre y los guardó de las fatales llamas. Muchos relatos del Antiguo Testamento hablan de la aparición del Señor en sueños o en visión, o de ángeles que aparecieron frente al pueblo de Dios para dar un mensaje o una advertencia. Pero este relato es algo diferente. Esta figura que apareció de la nada no dijo una palabra y desapareció de la misma manera. No se lo categorizó como mensajero. El rey Nabucodonosor afirmó que vio al Hijo de Dios. En lugar de escoger otro tipo de manifestación, el mismísimo Hijo de Dios se apareció en la escena. Nos lo podríamos imaginar diciendo: «Apártense. Yo me ocupó de esto.» ¿Por qué se apareció el Hijo de Dios en las llamas ardientes? Aquellos tres jóvenes estaban lejos de casa y de sus seres queridos, de cualquier cosa a la que pudieran aferrarse. Pero se aferraron a su fe. Tengo la impresión de que eso fue lo que hizo que Él se acercara a ellos cuando más lo necesitaban. Eso es lo que lo acerca a nosotros hoy. Una palabra de fe, si decidimos confiar. Cuando nos postramos de rodillas, o en el caso de Sadrac, Mesac y Abednego, cuando se plantaron firmes. Una simple palabra o decisión cuando no sabemos qué ocurrirá. Creer que aún cuando las llamas te amenazan, Dios puede ayudarte. Es más, Él está con nosotros. El Hijo de Dios no deja de manifestarse desde el trono de gracia para proteger y honrar a quienes confían en Él. Notas a pie de página 1Isaías 53:6 2Daniel 1:12–13 NVI 3:16–18 NVI 4Daniel 3:29 NVI 3Daniel © La Familia Internacional, 2015 Categorías: estudio bíblico, lealtad, convicción, valor