el reordenador en la ciudad al borde del mundo

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EL REORDENADOR EN LA CIUDAD AL BORDE DEL
MUNDO (II)
ÁNGEL PONTONES MORENO
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Habitación con vistas al mal (II): El reordenador en la ciudad al borde del mundo de Angel Pontones
@boucicaut71
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EL REORDENADOR EN LA CIUDAD AL BORDE DEL MUNDO
Al final te acostumbras a todo. Al olor continuo a grasa de pescado, a las luces
que oscilan, a las conexiones que se cortan y no vuelven, a terminar viviendo sin red, y
con ello volviendo hacía hábitos que pensabas abandonados. Incluso a esto último. Solo
es necesaria una voluntad quebradiza macerada en un bol de tiempo…y también la labor
sorda y constante de un microondas que nuestros especialistas apodaron en su momento
como el “sombrero de ala ancha estelar”.
Los primeros indicios de una magnetósfera los tuvimos alrededor de los 50 del
siglo pasado. Para entonces incluso un viaje no tripulado hacía el sistema solar exterior
sonaba utópico. Con la congelación de los programas de la agencia estatal a fin de
dedicarlos a usos más razonables la utopía subió otro peldaño, despojándose de su
marco técnico para sustituirlo por uno legal que legitimaba como irrealizable todo
aquello que no generara plusvalías o segmentos de rentabilidad unívoca. Que tres
cuartos de siglo después dos estaciones gemelas del tamaño de ciudad Berlín trazaran
cuatro órbitas diarias alrededor de los mundos Europa y Titán, habla bien a las claras de
como el problema de la ausencia de hidrocarburos para combustibles fósiles pasó al
primer lugar dentro de las necesidades energéticas de la Tierra. Todos los fondos
necesarios se desbloquearon tras estudiar un par de previsiones pesimistas de manos
habitualmente complacientes. Dos corporaciones se adelantaron al resto y diseñaron un
plan que en 15 años debía dejar operativas a “Leonov” y a “Yurabasi”. La primera, con
ayuda de lo que fue en su día “Gazprom” obtuvo lo que llamamos “derechos
preferentes” y eligió aparentemente el mejor destino. Los hidrocarburos de Europa si
tenían un origen animal y eso los hacía aptos. En Titán todo estaba por ver. “Yurabasi” a
cambio no tenía que enfrentarse con los problemas derivados de vivir rodeada de un
campo magnético de 500 millones de kilómetros de diámetro. No solo nos ofrecía
algunas de las auroras más impresionantes que veríamos en nuestras vidas, sino que
coartaba, ralentizaba y distorsionaba de continuo la red de comunicaciones. Aunque el
satélite vecino, Ganimedes, disfrutaba de su propio campo autónomo que podría ejercer
un tímido contrapeso, hablábamos de parar un tren a base de suplicas. Este
inconveniente nos ayudó a ir prescindiendo de derechos que creíamos inviolables y de
hábitos que imaginábamos implantados en el córtex; en suma a revisitar el significado
de verbos como “aguantarse”. Desaparecieron los terminales celulares en gigantescas
recicladoras y desarrollamos la mejor manera de distinguir a nuestros familiares como
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fogonazos de luz blanca que bailaban ante nuestros ojos dentro de webcams sofisticadas
pero inútiles.
En la selección de personal para elegir un destino tan atípico como base
“Leonov”, con vistas a la instalación de la central de extracción que un comité muy
original bautizó con la denominación “Neuropa”, figuraban una serie de preguntas tipo
que enmascaraban un potente filtro. Muchos de los denominados “aptos” se encallaron
en ellas. “Leonov” era un destino particular que solo pedía alienados, técnicos que
utilizaran su cabeza como un muro de contención, que trabajaran sin implicarse
demasiado en sus consecuencias, que pensaran productivamente y sin alejarse de
ninguna orilla y que miraran el espacio exterior como quien evalúa un dato necesario
para su próxima gestión. La sensibilidad era en “Leonov” el virus que no podíamos
darnos el lujo de contraer.
Para desarrollar y complementar la creación de este biotipo obediente,
contábamos también con uno de los sistemas de selección a partir de escenario virtual
más sofisticados (siempre teniendo en cuenta la distorsión de campo) que existía hasta
el momento, y cuyo coste de patente habría hecho inviable su adquisición de no ser por
un vacío legal que democratizaba su uso fuera de la ionosfera terrestre. Atendiendo a las
características de una primera evaluación los candidatos eran enfrentados a situaciones
especialmente incómodas relacionada con sus futuras tareas, y que implicaban en
cualquier caso un sacrificio personal. Digamos que al aprensivo le tocaba realizar
reparaciones en el exterior de la estación dentro de un traje espacial repleto de
exotermitas, y al ansioso pasar toda una tarde en una sala de espera diminuta con la
única compañía de un termo de orines. No era posible engañar al sistema pues las
dudas eran evaluadas sobre retrasos en el tiempo de reacción de hasta centésimas de
segundo. Se pedían obedientes y neutros y estos eran los que obtenían pasaje a la
estación. En mi caso (el escenario era ridículamente obvio, y prefiero guardarme mi
opinión sobre las puntuaciones) el software de realidad virtual terminó por ser un maná
de alternativas secundarias de las que hablaré dentro de un rato.
La estación crecía alrededor de un núcleo donde se ubicaban los negociados y
las fábricas de drones. Estas coordinaban las exploraciones a la superficie helada de
Europa que no eran sino un puñado de cicatrices negras que trazaban un plano
demencial sobre una superficie tan blanca como permitía el espesor de la capa de hielo.
Las grietas de Europa se debían a las poderosas mareas jovianas, y ya nos venían bien
pues ahorraban gran parte de la perforación necesaria hacia el rico océano subterráneo
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donde anidaban los hidrocarburos que la estación refinaría, reservando una parte
infinitesimal para consumo interno y almacenando la mayor parte para una exportación
terrestre mayoritariamente adquirida por nuevas corporaciones patrocinadas por los
emiratos, por Neorusia o por Catay, con el fin de monopolizar y subir precios (el
verdadero fin de éste y de todos los demás negocios). El resto de “Leonov” lo
componían los edificios de la administración y toda una serie de dársenas y silos que
enmarcaban el área comercial.
No sé si aún ha quedado claro en esta introducción que este destino no es lo que
pudiera entenderse por un premio. Fuera de técnicos y administradores, el trabajo
restante se reducía casi exclusivamente a moderar o entretener a aquellos. No es
casualidad que el tercer edificio que se alzara en la estación fuera el conglomerado de
“platós” de TV, ni que el cuarto y el quinto correspondieran a una mezquicapilla y a un
antiséptico burdel. Ante las caídas continuas de red, la estación se replegó en sí misma y
los noticiarios y variedades propias se hicieron tremendamente populares como
antídotos de la monotonía.
Entre los secundarios que mendigaban cuota de pantalla en la Tierra y llegaron
como parias, rebotados desde aquella hacía este previsible cementerio, figuraba la
productora de Chaim Xian. Su registro databa de 6 años atrás. Nadie sabía bien de
donde había surgido, pero en lo suyo era un genio, un adelantado a éste o cualquier
tiempo. Suyo fue el primer espacio “total”, donde a través de sus mil caras diseccionaba
a toda la jerarquía de la estación y a muchos de sus tentáculos terrestres. Los
espectadores le adoraban. El propio director del complejo “Leonov”, hombre fuerte del
partido, le temía. Ahora no existía mundo que no se lo rifara, y este estado de cosas
habría durado quien sabe hasta cuándo, si un día Xian no hubiera aparecido asesinado
de una manera tan salvaje como para con ello catapultarme al estadio de juguete
mediático fabricado para canalizar el ansia de información que todos los habitantes de
“Leonov” necesitaban para asimilar poco a poco un crimen como aquel.
Zendrei. 19 años, muy alta, bonita, una belleza suave ubicada dentro del cuerpo
de una de las pocas personas con las que no me importaba cruzar de tanto en tanto una
conversación agradable sin que ello supusiera quedarme con la sensación de deberle
algo a cambio. Hoy me resultaban turbadores sus ojos, dos faros encendidos en un
desconcierto abismal, y echaba de menos más que de costumbre su voz, por más que
aquí y ahora no le fuera posible abrir la boca. Alguien me dijo que formaba parte de la
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rueda de chicas que revoloteaban a Xian, pero era una pérdida de tiempo preguntárselo.
Llevaba horas en shock.
Respecto a Xian, podría decirse que sonreía, pese a que lo que quedara de él se
hubiera ido desparramado lentamente a lo largo de un parquet sobre el cual la orgia de
sangre y la inclinación natural del cuarto iban dibujando lentamente un paisaje extraño
pero a la vez familiar, exactamente como si alguien hubiera decidido reproducir el
sistema de grietas y canales de Europa en un cuerpo humano de metro setenta de
estatura. Ese mismo alguien lo había partido en 2 con un tajo limpio que no mostraba
los verdugones propios de un impacto de láser y, esto era lo más extraño, había
desordenado después las piezas como un puzzle malsano, en el cual los tobillos de Xian
parecían apretar sus sienes. Difícil reprocharle a Zendrei su silencio.
Psicópatas. Pensé que el “Phaidol” los había encauzado o directamente
exterminado. El historial de seguridad no reflejaba un caso en la Tierra en 20 años, y la
“Leonov”, evidentemente, era virgen de ellos. Como responsable de seguridad me
correspondía reunirme con el director Cherisov, el cual elevaría informe hacia el
delegado de la corporación que a su vez informaría a sus superiores en Novis...
Alguien me alcanzaba corriendo. No lo conocía:
- ¿He entendido que Xian no supo quien le atacaba?
No respondí, el partido no nos elige por locuaces.
- El asesino le sorprendió de un golpe seco, de espaldas. De otro modo Xian no
estaría sonriendo.
- Xian tenía motivos para pasarse toda su vida sonriendo –a estas alturas ya
había entendido que el hombre que me atosigaba era el mismo delegado de la
corporación. Los cambiaban tan velozmente que era fácil no conocerlos. Al contrario
que los anteriores, con éste no había empezado bien.
- Le hace gracia esto.
- No, solo es la sorpresa habitual cuando intentan ayudarme sin yo pedirlo.
- Queremos resolver este problema pronto.
- ¿Antes que llegue a noticiarios? Complicado. Anoche quizás, ahora…
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El hombre no quería mostrar todo lo impaciente que estaba. En otras circunstancias me
habría caído diferente, pero los dos estábamos ungidos por la prisa.
- ¿Me ayudará?
- No sé por dónde empezar. Se hace cargo que esto no es una cuestión de celos
profesionales. No veo móvil sexual. Los sensores no registran más presencia que la de
esa chica que no habla y que llegó unos minutos después de lo que evalúan los forenses.
Las cámaras de seguridad no se encienden por costumbre hace años en el sector
Zentrum y por tanto no hay imágenes. No le puedo compartir más información que la
que usted tiene.
Pareció satisfecho de saber más que yo. Ya me marchaba cuando volvió a hablarme:
- Al salir por esa puerta tendrá a todo el personal de reporteros encima. Llevan
años esperando cubrir algo mejor que un eclipse y no le dejaran en paz. Acepte una
entrevista esta noche pero hágase el tonto en ella. Conviene que quien haya hecho esto
sepa que no tenemos nada...
O que lo teníamos todo.
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He hablado antes del fantástico software de realidad virtual utilizado como
herramienta de filtro y selección. De los pocos entretenimientos a los que realmente
podía uno dedicarse allí dentro sin tener que dar más explicaciones, estaba el simulador.
Durante media hora corría a rebufo de mi imagen holográfica bajo el manto confortable
de los tilos del bosque de Bielowiecza, o marcaba a raquetazos el muro de cristal verde
del instituto técnico número 3 de Jarkov, con la compañía de un gemedron humanoide,
como este era el caso. En un aspecto me sentía privilegiado. A los técnicos no se les
permitía acceder ni activar los hologramas, considerados como acicates y no antídotos
contra la melancolía. El gemedron era una viva replica de lo que yo habría sido si mi
cuerpo se hubiera quedado detenido en una frontera imprecisa entre los 25 y los 30
años. La raqueta poseía bioestimuladores que comunicaban toda la potencia necesaria
para sentir los impactos de recepción y golpeo. La propia esfera parecía tan real que no
recuerdo nada a lo que me costara más acostumbrarme que a verla atravesarme
limpiamente cuando llegaba a destiempo de cubrirme. Las gotas de sudor frio que
resbalaban de continuo por mis sienes y axilas y se perdían entre vaporizadores
constituían la única certeza del escenario.
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Me preguntaba si la táctica del delegado Konev era la correcta. Provocar a la
bestia a que volviera a actuar, redoblar medidas de vigilancia activando cámaras
desusadas y contando con la ventaja que daban los límites de un espacio del que no era
posible fugarse. Ni fugarnos. Bastaba ver a Bersav, mi entrevistador del noticiario, para
entender esto último. Bajo su manto de cuidado interés encontré a un hombre muerto de
miedo, especialmente tras saberse señalado como el sustituto de Xian (lo cual no solo
era una enorme responsabilidad sino que además lo situaba en la lista de instigadores o
cuando menos, sospechosos).
Puesto que el gemedron no pretendía avasallarme más que yo a él, disfruté
moviéndole de un lado para otro y cuidándome así de las rampas propias de los sprints
forzados. Aquello me daba tiempo a evadirme pero para mi desdicha, solo hacía otra
prisión un poco más grande en la que no me quedaba más remedio que recopilar y
revisar las pruebas de evaluación de todo el personal autorizado. Demasiado tiempo y
sin garantía de obtener evidencias. Genoma inactivo, demencias latentes. ¿Y si
descubríamos un agujero en las selecciones? El filtro era impermeable, de acuerdo. ¿Tal
vez los parámetros? ¿Y quien nos aseguraba contra los filtradores?
Desconozco realmente lo que me salvó. Acaso detenerme unas décimas de
segundo en observar al gemedron en lugar de seguir el curso de la esfera. Tal vez me
impresionó su postura extraña, encogiéndose y retirando su brazo diestro hacia atrás en
un ángulo poco natural con tal de soltar un latigazo con el revés. Yo debería haber
avanzado hacia el muro para encontrarme con la esfera que vendría de golpearlo y
aprovechar su velocidad para con un giro de muñeca, bloquearla y ponerla fuera del
alcance de mi adversario. En lugar de esto el instinto me ordenó agacharme mientras
sentía en la nuca el aire desplazado por lo que no podía ser más que un bólido de fuego.
De algún modo y sobre la marcha, se habían desactivado los protocolos del simulador
hacia un modo de juego real y mi gemedron había golpeado con una fuerza
extraordinaria una auténtica esfera de poliplástico. En el simulador esta esfera habría
atravesado la sala (un trampantojo) pero en modo real conservó gran parte de su
aceleración para tras un nuevo rebote y apoyándose en la cinética, encontrarse en su
trayectoria con la cabeza del gemedron a la que perforó limpiamente, destrozando su
centro control. Aún pasarían dos minutos y decenas de golpes desquiciados contra el
resto de paredes, hasta que comenzó a perder impulso. Media hora después aún
quemaba al tocarla.
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El chico que intentaba explicarse y explicarme lo que había sucedido tenía un
suave acento eslavo. Se apellidaba Nevitt y el nombre era tan impronunciable que he
conseguido olvidarlo. Era un experto en drones y formaba parte de una segunda remesa
de técnicos que avisados por la primera del sin número de problemas que daban los
visores de plasma, habían acudido a la estación cargados de antiquísimos aparatos de
tubo catódico, armatostes inviables en 2015 que resultaban no solo “cool” sino de lo
más útil en las postrimerías de 2050 y a menos de un millón de km de las nubes de helio
que circunvalaban a Zeus Júpiter. Realidad virtual y tubos catódicos. Universo de
contrastes.
- No entiendo como un simulador excelsior se desactiva en pleno juego –
resumió finalmente.
- Yo tampoco. Pero me hago a la idea de cuando se me intenta quitar de en
medio. ¿Quién pudo haber manipulado estos controles?
- Uff, aquí sobran técnicos. Podemos estar hablando de un centenar de manos
capaces de modificar la configuración –se señaló a sí mismo para posteriormente rodear
el universo con un dedo, acusándose y excusándose al mismo tiempo.
- ¿Un centenar de manos son 50 sospechosos?
- Depende de si hay o no técnicos mancos –respondió interpretando
erróneamente que necesitaba sus bromas para relajarme.
- ¿Es posible reconstruir el dron?
- Mi ocupación era esa. Mientras esperaba asignación me entretuve reparando
unidades que llevaban aquí desde los comienzos de Leonov. Pero esta no puedo
repararla. No hay nada que reparar, ¿lo ve? -señalaba el limpio agujero de lo que
entenderíamos había sido su cerebro.
Mientras me despedía descubrí que los técnicos no estaban tan bien pagados
como yo pensaba. Éste en particular necesitaba pluriemplearse:
- Visores no, pero puedo repararle cualquier dron. Que no sea éste.
Aunque las dinámicas día noche partieran de una leve disminución de la luz
interna de la estación, eran efectivas. Dos horas después de librarme de una muerte
instantánea, no solo había conseguido cerrar los ojos sino que probablemente habría
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continuado así toda la jornada siguiente. Solo la llamada de emergencia de Konev por el
comunicador convocándome al domicilio de Bersav, pudo reactivarme. De algún modo
esperaba lo que iba a ver que no era otra cosa que un nuevo y sangriento puzzle, pero no
me imaginaba al delegado tan superado por los acontecimientos. Le acompañaba
Cherisov, otro que se sentía a dos pasos de la picota, aunque pareciera a ratos disfrutar
del dudoso placer de poder replicarle a un superior efectivo.
- Aún no hemos hablado con Nobissvirk, supongo – supuse. Recuerdo pocos
silencios más culpables. Pregunté por indicios, huellas, algo en lo que apoyarse.
Realmente no les interrogaba a ellos más que a mi poca previsión. Como esperaba,
nadie había conectado aún una maldita cámara de vigilancia. “Leonov” era un muelle
que reaccionaba lento a las presiones que se le aplicaban, y no con ello dejaba de imitar
a cualquier otro tipo de sociedad organizada que hubiera prosperado o languidecido
anteriormente. Se me ocurrió diseñar un plan atestado de lugares comunes y agujeros,
únicamente para que Konev y Cherisov se sintieran mejor. Aún me pregunto realmente
por qué les di ese gusto.
Ya desvelado, entretuve las horas con precocinados. Repasaba la entrevista de la
noche anterior mientras tricotaba unos spaghetti. Ignorando olímpicamente a Bersav,
me dispuse a estudiar mis defectos. No me gustaba el lugar donde me habían ubicado,
las arrugas del traje ni la forma de sonreír nerviosamente a cada una de las preguntas, y
de hecho agradecía que el televisor de tubo empezara de nuevo a fallar, como tantas
otras veces desde que se lo compré a uno de los novios de Zendrei. La dulce máscara de
Zendrei descentrándose y disolviéndose, aunque ahora ella pasábamos a ser Bersav y
yo, y la imagen volvía a descentrarse y deslizarse hacia arriba hasta convertirse en una
finca con un piso por planta, en el cual solo viviéramos Bersav y yo, la misma pareja
repetida en cada piso, en cada planta. El espectador (yo mismo) contemplaría esa finca
como si en un arrebato suicida se me hubiera ocurrido arrojarme desde su azotea y en la
caída fuera observando la misma escena, un descenso acelerado, progresivo, a lo largo
del cual Bersav y yo fuéramos convirtiéndonos en algo familiar, en algo que solo podría
entenderse como….
Media hora después (la volatilidad del tiempo de sueño dedicado a otras tareas)
caminaba junto a Nevitt por las tripas de “Leonov”. Aunque ni yo mismo acertaba a
explicarme con la idea que terminaba de ocurrírseme, la duda era una comezón que
necesitaba rascarme. Al no haber podido localizar planos fiables de esta sección,
dependíamos de la memoria del técnico y de las horas que hubiera echado tiempo atrás
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fuera de la línea de montaje. Atravesamos serpientes interminables de chatarra. Todo el
lugar respiraba el abandono que había sustituido a la provisionalidad de los primeros
días, hasta quedar convertido en un trastero de piezas a medio hacer. Localizamos
finalmente una especie de habitáculo donde como único mobiliario contábamos con una
mesa de plexiglás y un visor catódico con las tripas abiertas y conectado al sistema
eléctrico. Sin volumen y desintonizado parecía mostrar una interminable ventisca de
nieve. Nevitt se puso a sintonizar el canal de la estación pero cuando éste aparecía no
había forma de centrar la imagen. Exactamente igual que el de mi cuarto.
- Todo sigue igual que siempre, incluido este trasto –susurró el técnico. Por lo
menos no empleó la excusa habitual de la magnetósfera. Le preguntaba por si trabajaba
allí habitualmente cuando ambos escuchamos el ruido…Rasposo, indistinto, sonaba
como una carretilla sin ruedas que arrastrara un peso enorme. Aunque no nos
atrevíamos a aventurar origen, quise acercarme hacia la puerta para echar un vistazo.
Del amasijo de piezas que se acumulaban en una de las esquinas que la luz no
visitaba, se materializó entonces un amasijo de metal con patina de herrumbre. Su
cabeza era un mazacote de circuitos al aire dejados caer sobre un torso irregular. Lo que
parecían brazos terminaban en dos brillantes discos de metal cuya utilidad no se me
escapaba. Aquello se parecía muchísimo a uno de los primeros modelos de operarios
androides de la “Leonov”, toscos, ridículamente obsoletos, destinado a trabajar en las
peores condiciones que pudieran darse en la órbita joviana, ya fuera instalando antenas
o seccionando durísimas barras de acero con ayuda de sus apéndices giratorios. Antes
que nuestros asombrados ojos pudieran acostumbrarse a la escena, ya nos había
mostrado que sabía desplazarse. Nevitt retrocedió hasta tropezar torpemente con uno de
los cables de alimentación con los que trasteaba y todo el visor le siguió hasta
estamparse contra el suelo. Mientras le ayudaba a incorporarse, aquella chatarra de otro
tiempo había cubierto la mitad de la distancia que nos separaba. Nos parapetamos tras la
mesa buscando contenerlo hasta que al menos nos dejara un resquicio para escapar del
habitáculo, pero comprendí enseguida lo vano del propósito cuando aquel trasto apartó
el mueble con la suficiencia del investigador que pasa una hoja de papel de un antiguo
libro-reliquia. Le grité a Nevitt que se moviera a un lado y aprovechara el espacio que le
dejaría el androide para escapar. Eso suponía que el androide me atacaría a mí, lo cual
únicamente serviría para corroborar la teoría que nos había traído hacia este lugar. Si
quería contarlo necesitaba pues un plan o una protección, lujos de momento fuera de mi
alcance. Cuando el técnico obedeció y el androide giró su cabeza hacia mí posición,
estirando su brazo hacia donde debería estar mi pecho, rodé sobre mí mismo y de algún
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modo quedé de nuevo parapetado tras la mesa desplazada. La chatarra giró con una
lentitud nueva y de algún modo supe que vería una vez más la aurora del gigante
gaseoso. Note que me buscaba con la mirada, y que iba acercándoseme con
movimientos más y más pausados, como el protagonista de una obra de teatro Kabuki.
Mucho antes de llegar a su objetivo quedó inmóvil, como cualquier otra reliquia que
languideciera entre las tripas de la base. Nevitt se le acercó muy despacio, reducido
como estaba ahora una representación abstracta de un lanzador de jabalina. De un
imaginario omoplato, extrajo una de las baterías que había implantado en su momento
en buena parte de los pioneros de Leonov. Descargada.
He de confesar que repasando mentalmente el informe destinado a Konev, se me
pasó por la cabeza no enviarlo, bajo la perspectiva in mente de ser enviado
inmediatamente a un sanatorio para “reinserción de espaciales”. Veamos: era posible
asumir que el técnico Nevitt, trasteando por cura curiosidad en el cementerio de viejos
drones, hubiera reparado uno de ellos con la finalidad lúdica del que se enfrenta a un
sencillo rompecabezas. Lo que suponía el desafío a toda lógica era el hecho que esta
chatarra, varias semanas encarada únicamente a un televisor estropeado mientras su
reconstructor atendía a reforzar su exoesqueleto, adquiriera una singular conciencia, la
de que la realidad fuera en sí la distorsión accidental del visor. Puesto que Xian era el
monopolio de la misma al aparecer en el 80% de la programación, y Xian aparecía
siempre distorsionado (la palabra justa sería desordenado), la primera tarea del ingenio
una vez reparado y ya perdido el interés de Nevitt por su suerte, fuera poner las cosas en
su justo medio. Nuestro triste y relajado sistema de seguridad hizo el resto. A Xian le
siguió Bersav, y por el mismo motivo yo habría figurado entre los siguientes
“reordenados” junto a todo el que hubiera pasado por la lotería de aparecer entre las
cuatro paredes catódicas del canal de la estación. En cambio, Nevitt habría sido
respetado por no hacerlo, pues a ojos del androide su configuración habría sido la
“correcta”.
Aunque todo fuera una especulación desde el momento que nuestro particular
asesino fue desguazado y no estudiado.
Me pregunto tantas cosas desde entonces. Vuelvo a ver a Konev felicitándome
mientras intento averiguar el motivo por el cual porque programó eliminarme. Vuelvo a
ver a Nevitt ayudándome a juntar pistas y me pregunto cómo se las ingeniaría para
sabotear el programa del simulador que debía quitarme de enmedio. Acaso ambos
querían probarme o tal vez yo les sobrara. O solo le sobrara a Konev. Tanto da. Me
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quedo únicamente con las sensaciones, lo que detecté al mirarle aquella tarde a los ojos.
El vacío insondable propio de un burócrata.
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