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ENCUENTROS EN VERINES 2002
Casona de Verines. Pendueles(Asturias)
CARLOS CASARES, Y OTROS REFLEJOS GALLEGOS
EN LA LITERATURA ASTURIANA
Milio Rodríguez Cueto
Las relaciones culturales entre Galicia y Asturias suelen moverse entre lo inexistente y
lo malo, dependiendo del radicalismo político de quien las explicita. Sabedora de ello,
la prensa asturiana, por ejemplo, ha encontrado un filón en la denuncia de una supuesta
invasión galleguista de nuestro occidente, mientras que, de la otra orilla del río Eo,
algunos sectores equilibran la balanza escandalizándose con la opresión que sufren
cuarenta mil gallegos orientales, los de la quinta provincia usurpada, que viven
aplastados bajo la madreña asturiana. La polémica no deja de ser curiosa, tratándose de
dos territorios que, bajo distintas denominaciones, han compartido la mayor parte de su
historia. El único asturiano presente en la obra de Casares, si no me equivoco, es el
fraile Antonio Álvarez de Argüelles, de Cangas de Narcea, que intentó, sin éxito, librar
de su hechizo a Carlos II. En uno de los relatos de Los oscuros sueños de Clío, Casares
cuenta cómo se ve sustituido por fray Luis de Morgade, éste gallego, que al final resulta
ser igualmente ineficaz como sanador, pero un punto más preocupado por su propio
beneficio y amigo de castigar su cuerpo con los disfrutes que le prohibía al rey.
Sospecho que los gallegos siempre se creyeron más sensuales que nosotros, los
asturianos, no sé por qué.
Una parte importante de quienes hacemos literatura en asturiano seguimos con
interés las letras gallegas y está fuera de toda duda su reflejo en las nuestras. Así, parece
claro que el autor más influyente en la actual literatura asturiana ha sido Álvaro
Cunqueiro, al menos durante la última década del siglo XX. Esta influencia galaica se
explica por la absoluta orfandad de clásicos asturianos. Nuestra tradición escriturística
vernácula en muy pobre, no tanto en cantidad como en calidad, probablemente por el
hecho de que en Asturias la Ilustración fue tan fértil y trascendente que no claudicó ante
un Romanticismo sucesorio y generador de letras autóctonas. No, en Asturias la
Ilustración fue darwinista, se adaptó a los cambios del medio y derivó en el obrerismo
que se ha convertido en el principal rasgo diferencial autonómico, según alguno de
nuestros líderes socialistas.
Esto de que no haya habido Romanticismo en Asturias pido que no se me
entienda, a estas alturas, como un lamento. Otra cosa sería como quejarse por no recibir
un dolmen en herencia. Sí hubo por aquí, no obstante, algún escritor carlista, poeta
sentimental apegado a la tierra, que tuvo que buscar con urgencia la raya de Francia
cuando las cosas se le pusieron feas. Galicia, en cambio, carlista y romántica, legó, de
pluma en pluma, una tradición literaria que ha recorrido con dignidad los últimos ciento
cincuenta años. Los dilemas intelectuales que el galleguismo se planteó durante la
República quedaron en Asturias aplazados hasta la transición democrática. Eso sí: no
obstante la diferencia cronológica, hay que decir que las conclusiones alcanzadas fueron
extraordinariamente semejantes a las de la Xeración Nós, y que algunos ideólogos
asturianos han logrado destilar, a partir de sus propios humores, las mismas sentencias
que Castelao brindó a su gente hace ochenta años.
¿Esto tendrá algo que ver con el tema que nos ocupa, que es la obra de Carlos
Casares? Yo espero que sí. Pero me permitirán que me detenga aún un instante en
Cunqueiro. ¿Por qué él, y no otro más contemporáneo, ha sido tan leído, admirado e
imitado entre los escritores asturianos? Entiendo que por dos razones: su atlantismo y su
escapismo lingüístico.
Lo del atlantismo tiene más mar de fondo de lo que pueda parecer. Para
explicarlo mejor, abriré un paréntesis de carácter lingüístico en esta disertación. Cuando
a finales de los setenta empieza a tener pulmones el movimiento reivindicativo de la
lengua asturiana y empiezan a aparecer normas ortográficas y pequeños vocabularios
también de intención normativa, la preocupación de los responsables era establecer la
mayor distancia posible con el castellano. Había que escribir esforzándose por usar las
palabras más raras, dialectales e incomprensibles. Hacerlo de otro modo, es decir,
ponérselo fácil a los lectores, se interpretaba como una especie de violación del idioma,
además de una grave traición política. A primeros de los noventa aquel galimatías léxico
comenzó a quebrar y una segunda generación de autores, descontenta con la
instrumentalización política de la literatura, empezaron a usar en sus escritos un
asturiano más real y admisible. Por supuesto, les llovieron palos desde el sector purista,
hasta entonces intocable. Algo similar le había ocurrido a Casares cuando publicó
Xoguetes para un tempo prohibido, pero eso fue en 1975. Y es que el galleguismo había
pasado la misma varicela veinte años antes, cosa que se comprueba fácilmente hojeando
algún diccionario gallego de aquel entonces. La «necesidad» de distanciarse del idioma
español tenía su paralelo literario en el atlantismo. Ya estaba presente en Cunqueiro,
aunque el maestro de Mondoñedo estuviera libre, por supuesto, de fiebres políticas
separatistas; pero pasa a ser un rasgo perseguido con tesón por autores posteriores a él:
piensen ustedes, por ejemplo, en Méndez Ferrín y sus cuentos artúricos. El atlantismo
de Cunqueiro, en realidad, no descansaba en esencia sobre su Merlín en zocas por la
selva de Esmelle, ni sobre sus elocuentes fantasmas bretones recorriendo el país en
diligencia; más bien se apoyaba en dos sólidos troncos entrelazados que siempre han
estado ahí, desde María de Francia hasta Oscar Wilde, Flann O’Brien, Saki, Roald Dahl
o don Álvaro: me refiero a la fantasía y al humor. No los encontraremos en la obra de
Méndez-Ferrín, ni en la legión de camelotófilos asturianos que empantanaron sus
páginas con tanto Arturo, tanto caballero heroico y tanta hermosa doncella; o tanto
megalito y tanta tribu celta, si su pluma era más primitiva y racialmente más pura.
Tampoco Casares fue un escritor atlántico, ni creo que lo pretendiese. Si alguna
vez los tanteos de la juventud lo avecindaron con el mundo de Cunqueiro, como ocurrió
en Los oscuros sueños de Clío, el resultado fue más formal y ceremonioso, más Perucho
que Cunqueiro, más latino que atlántico: quizá más español, al cabo.
Sí. Si se me permite, me atreveré a decir que Casares fue un escritor muy español, y
aquí debe dársele al gentilicio un matiz cromático para que acepte la compañía del
adverbio. Fue un escritor de interior en más de un sentido. Sus personajes son, en
general, gente sedentaria (el obispo de Ilustrísima encerrado en sus dependencias, el
intelectual monótono de Dios sentado en un sillón azul, incluso los obreros
revolucionarios de Los muertos de aquel verano, siempre en el mismo bar del Cuco,
siempre en la misma calle de Peligros). Y las aventuras que les ocurren son interiores,
ideológicas, que es, quizá, otra manera de decir espirituales. A este respecto, hay que
constatar la permanencia de las misma preocupaciones y lo mismos temas, en la
narrativa de Casares, a lo largo de los años. Por ejemplo, la represión triunfante: la que
se sufre en el seminario de Xoguetes para un tempo prohibido; la que impone, en
Ilustrísima, el clero reaccionario del palacio episcopal a los fieles y a su propio prelado;
la que concierta el poderoso empresario de Los muertos de aquel verano con el cura del
pueblo para quitarse de en medio a los revoltosos que perjudican sus intereses; o, por
qué no, la violencia que los débiles ejercen sobre los fuertes ofreciendo su
pusilanimidad como espectáculo conmovedor ante un mundo predispuesto a
compadecerlos, en opinión del siniestro articulista de Dios sentando en un sillón azul.
Otra presencia constante en la obra de Casares es la de la Iglesia. Sus curas
autoritarios recorren toda su narrativa, sin duda como una lección bien aprendida en los
años de seminario. Tenemos igualmente a sus beatas premiadas con apariciones divinas:
véase, en Ilustrísima, la monja que dice levitar en presencia de la Virgen, o la joven a la
que le crece, supuestamente, una rosa en el pecho en Los muertos de aquel verano. Los
medios de comunicación, y su manipulación o falsificación de la realidad, son otro
aspecto recurrente en Casares.
Superficialmente, también encontramos pequeñas pervivencias o referencias de
novela en novela. Por ejemplo, cuando aparezca un cine siempre será el de Barbagelatta
(en Ilustrísima o en Dios sentado en un sillón azul), y si hay un callejón de ambiente
tosco será regularmente el de Peligros, tanto en Los muertos de aquel verano como en
Ilustrísima. De cualquier manera, son tan pocas y tan anecdóticas estas referencias que
no dan para pensar que Casares pretendiese crear uno de esos frecuentes universos
narrativos personales, que ya empiezan a dejar poco sitio para el universo verdadero.
Con lo inmediatamente dicho, pretendo señalar que la trayectoria narrativa de
Casares estaba prácticamente dibujada desde el principio, desde la década de los setenta,
hasta el punto de que uno duda, incluso, si darle el nombre de trayectoria o el de
asentamiento.
Quizá recuerden ustedes que más arriba expuse que el interés que despertó la
literatura de Cunqueiro entre los escritores en lengua asturiana, además del atlantismo,
tenía, a mi modo de ver, otra explicación: la del escapismo lingüístico.
Don Álvaro, que no debía de ser tonto, sabía perfectamente que, en los años que
le tocaron vivir (que son los que Casares escoge para desarrollar su narrativa), el gallego
era un patrimonio lingüístico poco valorado en ciertos estamentos. Si a don Álvaro le
dolía el estómago, es de suponer que su consulta con el médico transcurriría en
castellano, y otro tanto le sucedería en actos públicos, obligaciones profesionales,
entrevistas bancarias y cualquier situación de cierta trascendencia. Esta diglosia, esta
discriminación lingüística sectorial, que parece que en Galicia ha retrocedido
relativamente en las últimas décadas, sigue vigente en Asturias. Las consecuencias
literarias son evidentes. A mí, por ejemplo, me resultaría inverosímil un diálogo en el
que el Arzobispo de Oviedo hablase en asturiano con la madre superiora del convento
de Las Pelayas. En cambio, vería mucho más verosímil que sí lo hiciera la Virgen de
Covadonga, apareciéndosele sobre el parabrisas a un conductor insomne de la
Compañía de Autobuses Autos Xavina. Esto es mucho más verosímil que aquello,
créanme. Esa misma verosimilitud llevaba a Cunqueiro a hacer hablar en gallego a
fantasmas, cuervos o demonios, pero no a jueces, empresarios o militares con mando.
Cunqueiro no era un escritor realista, pero sí verosimilista.
Casares, en cambio, sí se declaró escritor realista. Por ello tenía que lidiar con el
mismo problema lingüístico que Cunqueiro, pero no podía darle idéntica solución. No
perdamos de vista, como ya queda dicho, que su obra se desarrolla en ese pasado
reciente en el que el uso del gallego o del español podía decir mucho de las personas o
de los personajes. Esto, para un autor realista que escribe en gallego, tiene una
consecuencia: la desaparición de los guiones de diálogo. Prácticamente no hay diálogos
en estilo directo en la obra de Casares, desde Xoguetes para un tempo prohibido hasta
Dios sentado en un sillón azul. Si acaso, aparecen tímidamente en Ilustrísima. Casares
se refugia de las imposiciones lingüísticas de la realidad en el estilo indirecto, porque en
él el gallego encaja sin violencia, en él se puede hacer trampa y diluir las diferencias
lingüísticas de los personajes. Por supuesto, tal decisión tiene profundas influencias
formales en su obra, en la adopción de estructuras narrativas que huyen de los esquemas
tradicionales incluso cuando vuelven a estar en vigencia, en la década de los noventa.
Podrá parecer que el escapismo lingüístico es un argumento insuficiente para
explicar tan importantes decisiones estéticas, pero permítanme que me reafirme en mis
posiciones. Hay un paralelismo absoluto entre lo que ocurre actualmente en la literatura
asturiana y lo que ocurrió en la gallega hace veinte años. Todo lo que pasó allí entonces
pasa aquí ahora. Todo lo que pasa en Galicia ahora pasará en Asturias dentro de unos
años. Es ese lapso, ese latido romántico que nos llevan de diferencia los vecinos del
oeste a los ilustrados del este.
Sé que Carlos Casares era consciente de esta sucesividad temporal galaico-astur,
porque me lo dijo una vez por la radio. Algunos de ustedes lo conocieron
personalmente. Yo no, pero en cierta ocasión nos oímos a mil kilómetros de distancia.
Recordarán que él era contertulio en un programa radiofónico de la sobremesa. Un día,
yo sintonicé mi receptor en esa emisora (ruego que no saquen conclusiones precipitadas
al respecto), y coincidió que se hablaba de la cosa lingüística española. Por lo visto, la
tarde anterior habían abierto los micrófonos para que llamaran oyentes que quisieran
leer algún poema en catalán, vasco o gallego, y a la conclusión del programa se habían
recibido en la emisora llamadas o correos electrónicos de asturianos que protestaban,
indignados, por no haber sido reclamada también su voz. Entonces la directora del
programa decidió que concedería tal oportunidad en aquella tarde siguiente. Entre los
contertulios tomó la palabra, de inmediato, el enterado de turno, que se mostró escéptico
e irónico con las quejas recibidas y dudó que llegara a haber llamadas. Así que, como yo
también lo dudaba, no tuve más remedio que coger el teléfono. Me pasaron al aire y la
locutora me hizo las consabidas preguntas sobre ese gran misterio llamado bable. Me
lamenté por su situación y lloré un poco en antena (poco, porque como en Asturias no
hubo Romanticismo no sabemos llorar bien), y di unas sesudas explicaciones sobre las
razones por las cuales no era lengua oficial (esto no me costó mucho esfuerzo, por
aquello de que en Asturias sí hubo Ilustración). A continuación les encasqueté unas
cuantas octavas reales de Antonio González Reguera, un poeta barroco del Cabo de
Peñas contemporáneo de Calderón, y los dejé implorando socorro. Colgué el auricular
con la resignación descansada del soldado pacifista que ha disparado contra el enemigo
impuesto, y entonces fue cuando Casares habló y dijo, en estilo indirecto, que sí, que
qué poca memoria tenemos, que los demás haríamos bien en mirar hacia atrás, en
recordar lo que pasaba en nuestros respectivos territorios, con nuestras respectivas
lenguas y literaturas, hacía veinte o treinta años, que así quizá podríamos comprender
que la misma situación injusta era la que ahora se producía en Asturias, con el agravante
de la soledad.
Yo me dije. Coño, ¿qué hará este tío participando en esa tertulia de mierda, junto
a esta locutora modelo risa-floja, con lo inteligente y buen paisano que debe de ser?
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