REVISTA BASCONGADA. 521 DE LA CUNA AL SEPULCRO. Obscura, triste, abatida sentí mi alma, esta hermosa arca que guarda en sí cielos y tierra. La noche con sus espesas sombras, la tristeza con sus acerbas amarguras, la flaqueza con sus inquietudes y pesares habian penetrado en ella, como á veces penetran repugnantes sierpes en nidos de pájaros. El país euskaro, donde por ser mi amada cuna, quisiera yo reposaran tambien mis pobres restos mortales, veíalo mi alma convertido en tierra de llanto, y esto le causaba hondo dolor, inacabable pena. Si no habia de sucumbir bajo la fuerza del sufrimiento, víme precisado á salir de casa, á mirar al cielo, á buscar el pan que de allí baja, pan de consuelo. Caminaba errante, mirando al firmamento, de una en otra de mis dulces montañas bascas, y parecíame que me hallaba en la cuna de mis primeros años; que las asperezas de los montes eran como las desigualdades que se notan en las coberturas de la cuna, y su balanceo mi incierto andar. Las ramas de roble que á impulsos del viento se movian, figurábanseme los brazos maternales, que, llevados de la fuerza del amor, me hacian fiestas: el cencerro del ganado me recordaba los juguetes que solia tener en torno de mi cuna; y por último, el suave murmurio del rio que á mi lado se deslizaba, parecia que á media voz, y en nuestra peregrina lengua, nacida en los albores del mundo, queria decirme: «duerme, niño, duerme.» Pero ¡ay! Cuando, niño ayer, estaba en la cuna, yo no sabia dónde me encontraba, pero hoy sé ¡oh Dios mio! que habito en el pueblo del llanto, y que absorbiendo este llanto he de apagar mi sed! ¡Ah! Solo mirando al cielo puede vivir el hijo de la Euskaria, al ver muertas ante sí las leyes de sus padres, sus siempre buenos usos y costumbres, más que hoy mañana necesarios, y que nacidos en el comienzo de los 522 EUSKAL-ERRIA. tiempos dan testimonio de la antigüedad y pureza de nuestra raza; leyes, usos y costumbres que todos los pueblos del mundo, si quieren ser felices, habrán de adoptar todavía, por ser, como cimentados en la Ley Santa del Señor, propios para labrar la dicha de todos los hombres. Estaba yo en un paradisíaco robledal, y en cuanto salí de él, divisé, en la cumbre de la montaña que se levantaba á mi frente, una hermosa iglesia que elevaba al cielo su torre. Y así como cuando era niño corria lloroso al regazo de mi madre, así, soportando á duras penas mi angustia, emprendí cuesta arriba el camino que conducia adonde se hallaba esa Madre que hace buenas á las madres de la tierra. Cuando llegué, penetré en el templo: ¡oh...! á la luz de humilde lámpara estaba allí el Creador del sol! ¡Nuestro Padre que está en los cielos! Allí, en aquella claridad más débil que los primeros anuncios de la aurora, ví, cerrados mis ojos, el dulce fin de todas mis penas! Allí, en silencio y solo, olvidado del mundo, estaba mi espíritu pensando en el sufrir, sostenido por el amor que hácia su Padre sentia, y aun cuando no sonaba el órgano, ese instrumento que en misteriosas armonías trasmite al Señor los suspiros de nuestro pecho, parecíame que escuchaba una música admirable... el silencio es muchas veces la música más sublime del alma! Hallábame así, y no sé hasta cuándo hubiera continuado de esta suerte, á no escuchar cerca de mí el lloro de un niño. Dirigí en torno la vista, y vi á dos tiernas criaturas que, con sus manecitas enlazadas, oraban, y junto á ellas, una mujer vestida de negro; era una viuda con los hijos de su corazon; ¡los tres lloraban! Las lágrimas de la viuda bañaban la tierra, cual si al dar en ella quisieran despertar para los huérfanos al padre difunto, y recogia las suyas á los inocentes niños, como queriendo guardarlas; ¡tan hermosas eran para la triste madre! ¡oh Dios mio! si escuchas las plegarias de todos ¡cuán amoroso escucharás las de las viudas y los huérfanos! Cuando salí de la iglesia, obscurecia ya: sin darme cuenta habíanse deslizado las horas en ella; y no es maravilla: ¿qué es el tiempo cuando pensamos en la eternidad? Lejos estaba de mi casa, y determiné pernoctar en cualquier caserío. Caminando por un sendero que faldeaba una larga montaña, ví unos pastores que estaban silenciosos: ¡no se escuchaban en los montes euskaros los alegres ujujús de otros tiempos; el sol despedia por siempre á aquel dia; enmudecian los pájaros; asomaba la luna, veíala REVISTA BASCONGADA. 523 en frente de mí como á astro resplandeciente de los euskaros (ill-argia); las hojas de roble caían á la manera de muchas de mis amadas y muertas esperanzas; el sueño se apoderaba de la sobrehaz de la tierra, y las aguas que brotaban de las hendiduras de las rocas, eran, para mi triste alma, lágrimas que vertian mis montes euskaldunas! Iba á despedazarse mi corazon si no hubiera prorrumpido en llanto, que enjugué con hojas de roble. Avecinábase la noche, noche de Noviembre, la noche de Difuntos, ¡noche que no se borrará jamás de mi memoria! A la sombra de un robusto nogal, y medio oculto por la hiedra, veíase un viejo caserío, delante del cual habia un carro y un monton de helecho: las puertas de la casa estaban abiertas. —¡Ave Maria!—dije, con estas benditas palabras que tenemos los bascos para entrar en las casas, y contestóme una ánsia triste: cuando por segunda vez las pronuncié, se me presentó llorando una mujer, con el krisellu (especie de candil) en la mano. Preguntéle si me daria hospedaje por aquella noche, y me respondió que á triste albergue me habia acogido, pero que si así gustase, podia quedar en él: me dijo tambien que me conocia. Entónces supe que aquella mujer era la misma pobre viuda que yo habia visto orar, con sus tiernos hijos, en la iglesia, desde la cual habíamos subido el monte por distintos senderos; y supe tambien que su marido habia muerto en la última dolorosa guerra. Seguianle sus hijos, que le pedian talua (pan de maíz), y al verlos, dije en mi interior: ¡oh Señor! ¡cuál será el porvenir de estos niños euskaldunas! ¿acaso habrán de morir deseuskarizados? —Tengo á mi padre viaticado —me dijo aquella afligida mujer; venga usted, si quiere, con nosotros á su aposento. Penetré en él, y cuando ví á aquel respetable anciano en las ánsias de la muerte, abrazado á la Cruz, aguardando con suma tranquilidad á su última hora, para dar al Señor cuenta de sus actos, cegado físicamente por los años, pero resplandeciendo en cada una de sus palabras, y en toda su hermosura, la luz de los ojos de su alma, Fe, Esperanza, Caridad... ¡ah! entónces, yo no sé expresar cuánta y cuán intensa fué la dulcedumbre que experimenté, y volviéndome á la viuda le dije: no es éste triste albergue, sino albergue de delicias; si hay alguno que sea triste, lo será aquel que Dios haya dejado de su mano, pero la casa que es un pequeño templo, es dichosa, es consoladora, es un pedazo de cielo caído á la tierra. De allí á poco vinieron varias buenas personas de la vecindad, y 524 EUSKAL-ERRIA. entre ellas, dos antiguos amigos del anciano, que lloraban como dos niños: dijeron algo al enfermo, y este les contestó: —Dejadme en silencio: harto hemos hablado en nuestro tiempo, ahora solo quiero hablar con Jesús; pronto os diré mis últimas palabras; mientras tanto, pedid á la Vírgen Santísima que se apiade de mí y se apodere de mi pobre alma, y cobijándola bajo su manto, se la lleve á Jesús.— Cuando calló elanciano, el más pequeño de sus nietos, como de cuatro años de edad, se sonrió! ¿vendríale, acaso, del Cielo alguna venturosa nueva? Sin duda. ¡Qué será el estado de angélica inocencia! Estábamos orando, y.... ¡qué sudor frio, qué respiracion tan anhelosa, qué desasosiego se presentaron, de pronto, en el cuerpo del anciano! ¡Oh muerte! una cosa es hablar de ti, y otra ver de cerca los efectos que en nosotros produces! pero no nos asustas ¡no! ¡siempre que tengamos con nosotros la Cruz! El pobre anciano, cuando conoció que se le iba la vida, pidió que nos levantáramos, y luego, imprimiendo un ósculo en los piés del Crucifijo, exclamó: —¡Voy á morir! ponéos todos de rodillas, y hasta que os veais en el trance en que me encuentro, tened siempre presentes las siguientes palabras, que, así como ahora vosotros, escuché yo un dia á mi padre: —«No lloreis: dad gracias al Señor: el Padre de todos los padres me llama hoy ¡regocijáos! ¡vivid siempre con sujecion á su Ley Santa! Ignacia—dijo á su nuera— cria á esos angelitos en el santo temor de Dios, y no serán huérfanos: ¡dichosos los trabajos y sufrimientos de esta vida! ¡no os olvideis jamás de que habeis nacido para el Cielo! ¡no os olvideis! Que en el Cielo.... nos veamos, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.» Dichas estas palabras de bendicion, inclinó sobre la almohada su cabeza, aquella cabeza que, sin conocer más libros que el Catecismo de la Doctrina Cristiana, sabia cómo se debia vivir y morir! Quiso levantarla para saludar por última vez al Crucifijo, pero sin poder cumplir el mandato de su corazon, entregando este al Señor, espiró! Así acabó sus dias aquel abuelo euskalduna, una noche de Difuntos; y habiendo ido yo, como otros muchos, dentro de aquel mes al Campo-Santo, me enseñaron su sepulcro. 525 REVISTA BASCONGADA. ¡Oh euskaldunas de hoy! Si son con exceso pesados vuestros sufrimientos, id, id á ver á los infelices que se encuentran en la hora de la muerte, y de allí al borde de una tumba: ¡allí se aliviarán todas vuestras penas! ¡Sí! La tumba, con su silencio, con su obscuridad, con su fetidez y con sus gusanos, es nuestra verdadera cuna; y cuando en ella nos despertemos ¡ah!... ya no habrá más patria euskara, pero la misericordia del Señor nos dará para siempre la patria del Cielo, y los euskaldunas no amarémos más que una sola cosa, la única digna de ser amada: ¡Jesús! CARMELO DE ECHEGARAY. (Traduccion de la meditacion euskara «Seaskatik obira»1 de D. Arzác). Antonio MARIÑELA. —¿Nora zuaz, mariñela, Nora zuaz, gizona? —Ichasora, naiz denpora Izan charra, naiz ona. —¿Baña ez dozu ikusten Odei zabal illuna, Ekaitzaren zaratia Ez entzuten urruna? —Ogi baga geratuda Neure seme kutuna. —Geldi zaite. —Ez, aurrera. —Mariñela, etzaiz jun.... Arrantzaliak geiago Ez eieban eranzun. Batelchuaren gañian Ichasoruntz juan zan; Ur gañian gora bera Piskaten ikusi zan, Ta gerora, aise-euriak Lanbrotan gorde eben... Ezta geiago barririk Jakin gaur arte emen. DOMINGO AGIRRE-KUA. (1) Tomo VII, pág. 377.