La muchacha de siete hermanos y la impostora (ATU 533) Érase una vez un matrimonio que vivía feliz. El buen entendimiento y la prosperidad gobernaban aquella casa noble donde, además del marido y de su esposa, vivían sus siete hijos. La pareja solo había tenido siete varones, y aquello le preocupaba mucho a la madre, que deseaba tener una hija desde hacía muchos años. Y no era la única que ansiaba la presencia de una muchacha en aquella casa, pues sus siete hijos querían también que su madre diera a luz a una hembra. Un día la esposa se dio cuenta de que se había vuelto a quedar embarazada, y aquello le devolvió la ilusión de tener, por fin, la deseada hija. Y dio la casualidad de que por aquellas mismas fechas, más o menos, también se quedó encinta una sirvienta negra que trabajaba en la casa del matrimonio. Al enterarse los siete hermanos de que su madre esperaba un niño, empezaron a amenazarla. Le dijeron que, en caso de que ella diera a luz a un varón, ellos abandonarían el hogar para siempre. Si, por el contrario, alumbraba una hembra, los hermanos se comprometieron a celebrar el evento por todo lo alto sin reparar en gastos. Al cabo de los meses la madre dio a luz. ¡Y era una niña! ¡Por fin! Pero entonces la sirvienta negra, que siempre había estado celosa de la suerte de su ama, les comunicó a los hermanos que su madre había traído al mundo al octavo varón, de modo que los hermanos, fieles a su palabra, abandonaron el hogar sin prevenir siquiera a su madre. Tras la partida de sus hijos, la madre se quedó sumida una profunda tristeza. Por la misma época la esclava negra trajo al mundo a otra niña, que después sería educada en compañía de la hija de la dueña de la casa. Un día que las dos estaban jugando juntas, surgió una disputa entre las dos niñas, y la sirvienta acudió entonces a decirle astutamente a su hija: ―¡No llores, hija mía, que ha sido ella la culpable de la pérdida de sus hermanos y de la disolución de la familia! La otra muchacha, tras escucharlo, fue rápidamente a preguntarle a su madre si eran ciertas las palabras de la sirvienta. Su madre le confesó la verdad, y la pequeña entonces pronunció el siguiente juramento: ―¡Si mis hermanos abandonaron el hogar por mi culpa, yo también partiré, y no regresaré hasta que los haya encontrado! A sus padres, que intentaron disuadirla por todos los medios, tuvieron que terminar accediendo a la determinación de su hija, a condición, eso sí, de que la hija de la sirvienta negra la acompañara en su viaje. Entonces los padres le confiaron un grano mágico y se despidieron entre llantos. De inmediato, las dos muchachas, a caballo la noble y a pie la sirvienta, partieron en busca de los siete hermanos. La primera jornada de viaje fue larga e infructuosa. Al caer la noche, la joven sirvienta, celosa de la comodidad de su dueña, le dijo a su compañera: ―¡Ahora déjame a mí ir a caballo! Y en aquel momento las dos escucharon una voz misteriosa que le decía a la esclava: ―¡Vete, vete! Obedeció entonces la sirvienta y, resignada, pensó que lo más prudente sería obedecer a la voz. A la mañana siguiente las dos prosiguieron su camino y, al cabo de un buen trecho, encontraron dos fuentes: una construida para las muchachas nobles y otra para las esclavas. La sirvienta negra sintió de nuevo un ataque de celos, y se dirigió a la fuente de las nobles para saciar su sed. La muchacha blanca bebió entonces, si percatarse de la trampa, de la fuente destinada a las sirvientas. Al momento la piel de la negra empezó a palidecer, y la de su ama se tornó oscura, de tal manera que enseguida la sirvienta parecía una muchacha noble y delicada, y su dueña una esclava ruda. La sirvienta intentó entonces apropiarse de la ropa de su ama, pero, al recoger el vestido, el grano mágico cayó al suelo. Volvió a pedirle a su dueña que le permitiera montar a caballo, pero en aquel momento el grano exclamó: ―¡Vete, vete! Y, más aterrorizada aún que la primera vez, la esclava obedeció la orden de la voz. Dueña y sirvienta volvieron a emprender el camino, y, a medida que avanzaban, las órdenes que el grano mágico dirigía a la sirvienta se escuchaban cada vez más lejanas, leves y difusas, hasta que llegó un momento en que las muchachas dejaron de percibirlas. Entonces, cuando la esclava volvió a pedirle a su ama que le dejara montar a caballo, a la dueña no le quedó más remedio que aceptar. Continuaron la búsqueda de los siete hermanos, y en cierto lugar encontraron a un aldeano que les informó de que los jóvenes que buscaban se habían instalado en un pueblo cercano y que allí vivían prósperamente y en paz. Sin esperar un instante, las dos se dirigieron hacia aquel lugar, y allí por fin los encontraron. La alegría del encuentro fue indescriptible, pero, como la sirvienta había mudado de color y venía montada en el caballo, los hermanos confundieron a su verdadera hermana con la sirvienta. Enseguida los siete jóvenes organizaron una celebración para festejar el reencuentro. Durante el banquete la sirvienta, disfrazada de ama, se sentó a comer con ellos, mientras que la verdadera hermana fue enviada a una pradera para que cuidara de los ocho caballos. Y allí, entre gritos y sollozos, decía la muchacha noble refiriéndose a sí misma: ―¡Sube, sube a la roca! ¡Sube, y grita que la muchacha negra se ha convertido en ama, y yo he sido rebajada a sirvienta! Entretanto la esclava negra, que mantenía sus cabellos atados sus cabellos (para que nadie se diera cuenta de que eran los de una esclava), era agasajada por los siete hermanos. Y la noble gritaba y gritaba: ―¡Sube, sube a la roca! ¡Sube, y grita que la muchacha negra se ha convertido en ama, y yo he sido rebajada a sirvienta! ¡Llorad, oh camellos, conmigo! Transcurrido ya un mes desde la visita de las dos jóvenes, llegó un día en que uno de los hermanos notó que los camellos habían adelgazado considerablemente y que tan solo uno de los animales se había mantenido en su peso. Preocupado por lo que podría haber ocurrido, el joven siguió en secreto a la falsa sirvienta para controlar su trabajo, y, al llegar a los pastos, pudo escuchar el planto de su verdadera hermana: ―¡Sube, sube a la roca! ¡Sube, y grita que la muchacha negra se ha convertido en ama, y yo he sido rebajada a sirvienta! ¡Llorad, oh camellos, conmigo! Siete camellos lloraban con la muchacha, y tan tristes estaban que no podían siquiera probar bocado. El camello que no había adelgazado era sordo, y por eso las lastimosas quejas de la hermana convertida en sirvienta no le afectaron al apetito. Cuando los siete hermanos conocieron la verdad, pusieron en marcha un plan para desenmascarar a la impostora: le levantaron el velo a la esclava y dejaron sus rizados cabellos al descubierto, de manera que el engaño quedó en evidencia, porque las sirvientas negras tienen, claro, los cabellos crespos. La verdadera dueña les dijo a sus siete hermanos que no regresaría a casa sin ellos. Mucho se complacieron los jóvenes al escuchar aquella noticia, y decidieron volver a su hogar con ella. Eso sí, antes de llegar a la casa de sus padres, hicieron un alto en las fuentes que habían cambiado el aspecto de la noble y de la sirvienta, y realizaron el proceso inverso, y la hermana recuperó su apariencia natural. [Informante: Kh. K., de 50 años y originario de Médéa. Registrado el 24/5/2010. Versión traducida del árabe]