Elías Querejeta, un hombre sin prisa FERNANDO MÉNDEZ

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Jugando a pala (descanso en el rodaje
de Tasio, 1984)
Elías Querejeta, un hombre sin prisa
FERNANDO MÉNDEZ-LEITE
Elías Querejeta era un chico de Hernani que dirigía los juegos de sus hermanos y soñaba con Fu Manchú.
A pesar de que no daba el tipo atlético, destacó enseguida en el fútbol y llegó a jugar en la Real Sociedad.
Cuentan los más viejos del lugar que marcó un gol histórico al Real Madrid. A comienzos de los años sesenta ya estaba en la capital, pero no en los vestuarios del Bernabéu sino brujuleando por los despachos de las
productoras de cine y merodeando por los cafés de la calle Génova con los amigos de Donosti que estudiaban en la Escuela Oficial de Cine. Resulta que el futbolista de éxito quería hacer películas. Y las hizo…
Conozco a Elías desde los tiempos en que iba por sus rodajes a hacer entrevistas a Saura y a Geraldine Chaplin. Él era ya un intocable, el productor joven de moda, el único que se había aventurado a plantarle cara a los administradores franquistas y a darle la vuelta a los anquilosados sistemas de producción
de sus mayores. Sus películas, que estaban producidas con los medios que requerían sus guiones y con
un cuidado formal inusual en aquellos últimos sesenta, representaban a España en Berlín y en Cannes y
empezaban a ganar premios importantes. Pronto haría una película con tres directores debutantes que
habían salido de la Escuela de Cine justo cuando yo entraba. Como todos los compañeros que estudiábamos cine, soñaba con que algún día Querejeta me produciría una película. No lo hizo, ni tampoco llegué
nunca a proponérselo. Pero, contra todo pronóstico, nos hicimos amigos.
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Al principio me llamaba para pedirme permiso para publicar un
extracto de alguna crítica mía en la publicidad de sus películas. Luego nos
encontrábamos en los festivales. Le hice varias entrevistas y, con Manolo Matji, le propuse escribir un libro sobre su obra. Dijo que no. Empezamos a comer en Alcalde en Madrid y en Aldanondo en San Sebastián.
Algo debió tener que ver con mi nombramiento como Director General
de Cine en 1986 y me temo que también con mi dimisión tres años después. En todo caso, en ese periodo nos veíamos casi a diario y yo solía
atender a sus consejos y sugerencias –bromeando le llamaba «mi consejero áulico»– y le insistía en que debía producir más y más deprisa. No
me hizo caso. Mi relación con Querejeta no estaba bien vista.
He echado muchas horas de mi vida en conversaciones con Elías
sobre todo lo divino y lo humano y no me arrepiento. Casi siempre en
comidas que se prolongaban hasta media tarde. Yo comía. Él no, sólo
mareaba con el tenedor alimentos siempre muy frugales. Bebía whisky,
pero lo dejó por el blanco y últimamente se ha pasado al poleo menta.
«Un gran descubrimiento», dice. Y se acompaña con galletas. Buenísimas, eso sí. Y habla, habla por los codos. No mide el tiempo de la conversación, como si nunca tuviera prisa, como si fuera un auténtico desocupado. No es raro que un buen día llamara a sus amigos Clemente Auger
y Javier Pradera y les propusiera fundar una tertulia, que sobrevive todavía hoy y a la que él alude en la conversación se trate de lo que se trate. Yo
creo que está más orgulloso de su tertulia que de sus películas.
Cuando la Academia de Cine le entregó su Medalla de Oro, arriesgué un discurso medio en broma, medio en serio, sobre el supuesto de que
Elías era un impostor que no merecía tal homenaje. Y jugando a la paradoja lo intenté demostrar a sabiendas de que nadie me creería. Algunos
asistentes se lo creyeron, pero quien mejor entendió las maldades de mis
ironías fue el propio Querejeta. Siempre me he reído mucho con él, porque lo cierto es que cada vez que nos encontramos se despierta mi sentido del humor, una especie de mordacidad que probablemente no sea sino
un escudo para defenderme de sus dardos, de la conciencia de su superioridad que, a pesar de los muchos años de trato, me sigue inspirando.
Querejeta, con un retrato de Nietzsche en la mano,
durante un descanso en el rodaje de Cría Cuervos (Carlos Saura, 1975)
Descanso en el rodaje de Pascual Duarte
(Ricardo Franco, 1975)
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Con Luis Buñuel, en 1977
Con Gracia Querejeta durante un descanso en el rodaje
de El último viaje de Robert Rylands (Gracia Querejeta, 1996)
Elías nunca habla mal de los demás. Cuesta mucho
sacarle una maldad, aunque algunos dicen que es un tipo de
cuidado. ¿Será cierto que es un manipulador, un intrigante
de restaurante, pasillo y ministerio? Desde luego me consta
que le gusta influir y que tiene abiertos los despachos del
poder, gobierne quien gobierne. Eso se debe sin duda a sus
dotes de seducción, pero también a su constancia y, por
supuesto, a que se ha ganado a pulso un prestigio incontestable produciendo películas serias, buscando siempre la calidad de los resultados, acercándose oblicuamente a la realidad y trabajando con directores y técnicos excelentes. Las
primeras películas de algunos de nuestros mejores directores las ha producido Querejeta. No cabe duda de que tiene
vista y una demostrada afición al riesgo.
No es que Elías sea «el hombre de las mil caras», pero
la verdad es que siempre ha sido un personaje polémico, a
quien muchos adoran, otros temen y algunos guardan rencores que no han prescrito a pesar de los muchos años que
han pasado desde que se infligió la supuesta ofensa.
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