“Oh feliz culpa, que nos mereció tan noble y tan grande Redentor” (Pregón Pascual) Homilía de la Vigilia Pascual Catedral de Mar del Plata, 4/5 de abril de 2015 Queridos hermanos: En la Vigilia de esta noche, estamos en “la mayor y más noble entre todas las solemnidades” (Misal Rom.). La liturgia despliega todos sus recursos expresivos para invitarnos a la alegría y a la fiesta. ¡Resucitó el Señor! ¿Qué otra noticia mejor que ésta puede haber en el mundo y en la historia? Esta es una noche santa y feliz, clara como el día, que disipa toda tiniebla de la mente y del corazón, porque en la resurrección de Cristo encontramos la respuesta decisiva a las preguntas más esenciales que nos hacemos los hombres. “Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más –dice el apóstol–, porque la muerte ya no tiene poder sobre él” (Rom 6,9). Esta es la lógica admirable de la redención: quien vino a asumir nuestra vida y nuestra muerte, venció nuestra muerte y nos regaló su Vida en resurrección. Por eso, San Pablo nos pide que nos consideremos “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom 6,11) y “como quienes han pasado de la muerte a la Vida” (Rom 6,13). La vida cristiana que comienza en nuestro Bautismo consiste en nuestra apropiación del misterio pascual de Cristo. “Nos hemos sumergido en su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rom 6,3-4). Esta participación sacramental en la muerte de Cristo nos da la certeza y nos abre a la esperanza de que “también nos identificaremos con él en la resurrección” (Rom 6,5). Cuando nos dejamos impregnar por la luz de estas convicciones de fe, cambia nuestra vida, nuestra conducta se vuelve luminosa, nuestro rostro expresa la paz del Señor resucitado, y difundimos en el mundo la atractiva fragancia de Cristo, el buen olor de su Evangelio. Esta luz, esta alegría, este testimonio de fe es el que necesita y espera nuestra sociedad, más sensible al lenguaje de los gestos que al razonamiento y las palabras. 1 Con la resurrección de Cristo comienza una nueva creación. Sucedió en la historia, en un lugar concreto y en una hora determinada, y dejó su huella en la misma historia. Distintos relatos nos hablan de la tumba vacía. El Evangelio de San Marcos nos dice que las mujeres “al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande” (Mc 16,4). El cuerpo de Jesús no estaba más allí. Y abundan los relatos donde se habla de las apariciones del Señor resucitado a los discípulos. Sin embargo, su resurrección no es una vuelta a esta vida biológica sino la entrada en una vida nueva que escapa a nuestra experiencia directa. Sucedió en la historia pero la desborda. El cuerpo resucitado del Señor da inicio al cielo nuevo y la tierra nueva que esperamos y funda en los hombres la esperanza de alcanzar “lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman” (1Cor 2,9). En su cuerpo glorioso, no sólo el hombre sino el universo entero alcanzan su sentido y la cumbre de su perfección. La materia, los elementos de este mundo, todas las dimensiones de la vida humana, asumidos por el Hijo de Dios, muerto y resucitado, participan de la vida de Dios, porque uno de la Trinidad se hizo hombre para siempre. Y Él es uno de nosotros en el seno de la Trinidad, para llevarnos a su misma gloria. Tomó lo nuestro para elevarlo hasta Dios, y así el universo entero canta la gloria divina y participa de ella. Cantamos la gloria de Cristo resucitado, cantamos por Él nuestro triunfo, y por nuestra voz el universo entero canta un himno incomparable que habrá de prolongarse por toda la eternidad. De Él proceden las gracias que transforman esta vida nuestra, tan marcada por conflictos y dolores, frustraciones y nostalgias, enemistades y guerras. Él puede convertirlo todo en semillas de vida nueva. De la humanidad gloriosa de nuestro Señor nos viene la fuerza para creer moviendo las montañas de las dificultades, para esperar contra toda esperanza y amar venciendo el rencor, el odio y la venganza. La fe en Jesús resucitado transforma el dolor en fecundidad, la tristeza en alegría que nadie nos podrá quitar, nuestra debilidad en fuerza. Nuestra alegría y nuestra esperanza no son una realidad sólo individual sino eclesial. Nos alegramos juntos en la Iglesia, creemos con su fe y esperamos para ella la fuerza y el poder del Espíritu Santo, que es el fruto de la Pascua, y nos lleva a superar crisis y tempestades. 2 No podemos guardarnos esta alegría, debemos comunicarla. La noticia de la resurrección va asociada al compromiso del anuncio, como oyen decir las mujeres: “Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como él se lo había dicho” (Mc 16,7). A lo largo del tiempo, la Iglesia asume esta misión de convertirnos en anunciantes de la mejor noticia de la historia: Cristo resucitado en medio de nosotros, esperanza de la gloria (cf. Col 1,27). En la medida que comunicamos nuestra fe, crecemos en la vida espiritual. Así nos lo recuerda el Papa Francisco: “Si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros” (EG 272). Esta Eucaristía debe tener para nosotros un especial significado bautismal y misionero. El rito de la luz con el templo a oscuras al comienzo de la celebración, nos hizo practicar el gesto pedagógico de recibir y comunicar a otros la luz de Cristo que ahuyenta las tinieblas del mundo. Pronto realizaremos la liturgia bautismal con la aspersión del agua que recuerda nuestra vida nueva en Cristo. Y en la comunión eucarística más que nunca quedaremos comprometidos en la misión de vivir en conformidad con lo que hemos ofrecido y recibido, de modo que los demás vean nuestras buenas obras y se encienda en ellos el deseo de conocer a Cristo y de acercarse a Él por medio de la Iglesia. Por último, hermanos, ¿quién podría haberse alegrado más de la resurrección de Cristo que su propia Madre, la Santísima Virgen María, siempre tan unida Él? A ella la invocamos con especial devoción y amor en esta noche de gloria. A ella le confiamos la fidelidad en nuestra misión. ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3