EL OFICIO DE PREGUNTAR por Juan Cruz* Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez, es el mejor ejemplo de cómo ejercer el gran periodismo. El periodismo se hace preguntando. El lector no sabe nada, y el periodista tampoco; cuando este cuenta es porque ha preguntado, ha sabido preguntar. Esa es la esencia de cualquier libro de estilo, y hay una palabra mayor, un monumento, que define ese libro de estilo que debe estar en la base de herramientas de cualquier periodista: se titula Relato de un náufrago, lo escribió Gabriel García Márquez en 1955 cuando era un periodista imberbe con bigote negro de charro mexicano en la redacción deshabitada de El Espectador de Bogotá. Decía Juan José Millás, uno de los mejores narradores periodísticos del universo que escribe en español, que ese del escritor de Aracataca es “el mejor reportaje del siglo XX”. Se publicó como libro en 1970 porque alguien le dijo a García Márquez que ya era hora de que esa joya viajara así en lugar de seguir en las hemerotecas más visitadas de Colombia y del mundo. Pero hasta entonces ese reportaje milagroso era un mito que seguía encerrado en la historia del periodismo de su país. El reportaje se leyó como un cuento cuando apareció, en 1955, en medio del estado de excepción decretado por el peculiar Gobierno militar de Rojas Pinilla, y ahora también se lee como un cuanto, pero sobre todo como una lección de periodismo muy difícil de igualar, porque para hacerlo hay que saber preguntar como pregunta Gabriel García Márquez. Lo que pasó fue básico como la curiosidad. Un barco militar se fue a pique, el Caldas, la tripulación solo sufrió una baja, y la historia de uno de sus miembros, que sobrevivió días y días en lo más profundo del mar, codo a codo con la muerte, fue enseguida pasto de las páginas sensacionalistas de la prensa, de las ondas más ávidas de la radio y de los noticieros de la televisión. Hasta publicidad hizo el marino, cuyo reloj sobrevivió al tránsito de su miedo y siempre dio la hora, de modo que las marcas de relojes quisieron convertir el aparato en ejemplo de su capacidad para andar en peligros. Ya se sabía todo del hombre, pues, y del Caldas, que era el barco que había zozobrado. Así que cuando el marino Luis Alejandro Velasco fue a El Espectador a ver a aquellos jóvenes periodistas que capitaneaba Guillermo Cano (ninguno tenía mucho más de treinta años) a venderles lo que quedara de su autobiografía amparada por el ruido de su tragedia, ya estaba todo el pescado vendido, o casi. Cano, que era un hombre clarividente como periodista, sagaz y callado, lo acompañó hasta la puerta, le puso la mano en el hombro, le dijo: “lo siento, caso cerrado”, pero tuvo (lo cuenta García Márquez) un instante mayor de lucidez y se dijo que quizá el hijo del telegrafista de Aracataca podía sentarlo ante una mesa de madera y sacarle aún el último jugo. Preguntándole. Cano sabía que aquel joven periodista de ojos caídos, labia feliz y aspecto de haber viajado en burro desde el Caribe costeño hasta la tierra de los cachacos, era la mayor promesa del periodismo colombiano, y que tenía afiladas las preguntas, desde la primera (“Ven acá...”, así empieza García Márquez las conversaciones) hasta la última, sin respiración posible en el que esté delante. Eso hizo Gabito, que así lo llamaban los grandes que tenía al lado (los componentes de aquella “panadería”, como llamó a la redacción de su periódico). El periodista se puso delante del marino y lo cosió a preguntas, como si le estuviera haciendo el boca a boca en alta mar. Luis Alejandro se había pasado, como decía el largo título del relato, “diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber”, había sido proclamado “héroe de la patria”, había sido “besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad y luego aborrecido por el Gobierno y olvidado para siempre”. Esto último, el ostracismo civil y militar al que lo redujo el Gobierno dictatorial de Colombia, fue el resultado inmediato de la pesquisa de Gabito, pues este puso de manifiesto que el barco había contravenido las normas a las que está sujeto todo transporte militar y que los militares que mandaban en el país habían mentido para convertir el desastre en la crónica de una guerra contra el mal. El muchacho le contó al periodista, sin tapujos ni componendas, las irregularidades con las que convivieron él y sus compañeros, le sacó a la cara los colores a los militares que mandaban en Colombia, y sus jefes pasaron de la felicidad de ver al héroe triunfar en la prensa al estupor de leer las cosas que dijo sobre sus supercherías. Digamos que esa fue la sustancia de la historia, lo que Gabo alcanzó a escuchar del muchacho, una vez que este se atuvo a las reglas de toda conversación que tiene como destino el público. El periodista pregunta, el interlocutor responde. Las preguntas no están en el relato (o en el cuento, que dirían los colombianos o los cubanos), porque García Márquez, con la perspicacia que habría de ser legendaria y magistral en su manera de abordar la crónica en su vida como periodista, había adoptado el punto de vista del que cuenta. No se había sentado para relatar luego lo que el hombre le fuera a decir en el estilo indirecto que tanto afecta a las novelas, sino que se sintió impelido por la fuerza ajena del relato, la sumió como propia y de pronto él mismo era Luis Alejandro a punto de subir al barco, de juerga con sus amigos y con su novia, miembro de una tripulación que acomete su tarea con la soñolencia automática que se aprende en cuanto estás tres días cruzando el universo metódico de una cubierta... A la rutina siguió la tragedia, y de todo ello se hizo cargo el periodista como si los lectores fueran (fuéramos) a vivir como él mismo la sorpresa que fuera deparando, casi en tiempo real, el interlocutor cuya respiración trasladaba este joven periodista. Gabo era un espejo invisible sentado a la mesa frente al héroe del Caldas. Fueron, cuenta García Márquez con esa precisión de la que hizo leyenda y que es marca de sus reportajes, “veinte sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo tomaba notas y soltaba preguntas tramposas para detectar sus contradicciones”. Así, explica el maestro, “logramos reconstruir el relato compacto y verídico de sus diez días en el mar”. El resultado es, como decía Millás, el mejor reportaje del siglo XX en español, pero es sobre todo un espejo en el que mirarse para entender por qué es tan grande y tuvo tanto éxito: la preocupación mayor de García Márquez es la piedra angular del periodismo, y él resolvió un dilema que a veces no pueden descifrar ni siquiera los mejores del oficio. Eso que es tan increíble, ¿se lo creerá la gente? García Márquez: “Era tan minucioso y apasionante [el relato del náufrago], que mi único problema literario sería conseguir que el lector lo creyera”. Luis Alejandro no desmintió ni una línea; el relato (“porque nos pareció justo”) salió escrito en primera persona y fue firmado por él, y durante más de veinte años fue el héroe tachado el único firmante de esta obra maestra. Fueron, en el lenguaje que García Márquez hizo canónico en algunos de sus reportajes, 120 horas, 7.200 minutos, 372.000 segundos haciéndole preguntas al náufrago. Al cuarto día de trabajo saltó la primera piedra al ojo del Gobierno: aquello que este dijo, que los héroes se salvaron en medio de una tremenda tormenta, era mentira, “no hubo tormenta”, todo fue culpa de la carga tramposa. Después Luis Alejandro siguió contando, y el Gobierno se fue enfureciendo. Tardó tiempo en clausurar El Espectador, pero ya entonces se estaba escribiendo, a partir de este relato de un náufrago, la leyenda del gran periodista del siglo XX. Ahora se acaba de presentar, en la FIL de Guadalajara (México), el volumen Gabo, periodista (de la Fundación Nuevo Periodismo, editado por el Fondo de Cultura Económica) en homenaje al autor de Cien años de soledad. Para un periodista, joven o viejo, leer este Relato de un náufrago no es tan solo un homenaje que se cumple en 70 minutos (4.200 segundos), es una fuente en la que se destila el mejor libro de estilo del periodismo, un arte que consiste en saber qué preguntas para saber qué cuentas. Relato de un náufrago. Gabriel García Márquez. Tusquets. Barcelona, 1970. 144 páginas. 4,90 euros. * (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948), periodista, narrador, editor. Miembro del equipo fundador del periódico El País, del que fue corresponsal en Londres, y en cuyas secciones de Cultura y Opinión ha desarrollado la mayor parte de su trabajo. Autor de varias novelas como Crónica de la nada hecha pedazos, El sueño de Oslo, El territorio de la memoria y La foto de los suecos.