1 Colección Silver Kane LA LARGA RISA DEL MUERTO Serie Oeste ISBN-13 978-84-614-7353-3 ©Silver Kane 2 CAPÍTULO PRIMERO El hombre se detuvo ante el saloon. Montaba un magnífico caballo negro, lo cual permitía que el corcel y el jinete apenas se distinguiesen. Porque el jinete también iba vestido de negro. Era un hombre alto, de impecable musculatura, que parecía haber salido de un ring de lucha libre. Llevaba un solo revólver, tenía una mirada glacial y una cintura suave y flexible. Su piel estaba tostada por el sol y se movía con esa suave indiferencia de los pistoleros lejanos. Desmontó y entró en el saloon. Era un buen sitio. Un sitio fino, distinguido, elegante sobre todo. Un muerto aparecía cruzado en la puerta. Un borracho vomitaba sobre la barra. Una chica se estaba desnudando sobre una mesa, mientras la gente aplaudía y el de la pianola animaba a la artista con gritos tales como: —¡Vamos, nena! ¡Que eres más lenta que mi mujer...! El recién venido paseó una mirada en torno suyo. Aquella mirada le demostró que, efectivamente, acababa de entrar en el sitio más distinguido de la ciudad. Porque había otras cosas, además de aquéllas, que demuestran la alta categoría del local. Una camarera estaba robando la caja mientras el dueño del saloon, vuelto de espaldas, tocaba los muslos a otra camarera. Un cliente, que acababa de perder en el juego, intentaba suicidarse, colgándose de una viga, sin que nadie le hiciera caso. En un ángulo del local, dos matones se liaban a puñaladas mientras un corro de tíos hacía apuestas sobre quién iba a morir primero. Total, que era un buen sitio. El recién venido sujetó por el pelo al borracho que ya había acabado de vomitar y le preguntó: —Oiga, a lo mejor me he confundido... ¿Cómo llama este sitio? ©Silver Kane 3 —«El Cielo». —Ah, entonces es aquí —dijo el forastero. Y se dirigió hacia el lado de la barra donde estaba el dueño. Éste se encontraba ya casi al final de la faena. —Eh, amigo —dijo el forastero. —¿No puede esperar un poco? —Depende de lo que tarde. La camarera, que también estaba en pleno movimiento, dijo: —¡Uf! Este es muy lento. Más vale que te tomes mientras tanto una copa, amigo. —Es que sólo quiero saber una cosa. —¿Si le contesto dejará de molestar? —preguntó el dueño. —Seguro... —Pues entonces diga. —Busco a un hombre llamado Blair. —¿El pistolero? —Sí. Dicen que se dedica a eso. —Lo tiene en aquella mesa, haciendo un solitario. El hombre vestido de negro giró la cabeza. Y en efecto pudo verlo. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años que casi no rozaba las cartas al tocarlas. Tenía los dedos finos como los de un joyero... o como los de un campeón de tiro. Parecía como si de entre aquellos dedos hubiera de surgir un revólver con un solo movimiento, como los tahúres sacan una carta falsa. El forastero se acercó a aquella mesa. Por entonces, los gritos arreciaban brutalmente en el saloon. Los dos que peleaban a cuchillo estaban acabando de matarse y la chica de encima de la mesa se quitaba la última y más delicada prenda de ropa. Los aullidos tenían que oírse por fuerza al otro lado de la frontera. Pero el hombre que hacía el solitario ni siquiera se inmutaba. Alzó una carta para terminarlo y entonces vio frente a sí al hombre vestido de negro. Éste preguntó solamente: —¿Blair? —Sí. —Quiero darte un nombre. —¿Qué nombre? —Mima. La carta cayó al suelo. Blair fue a ponerse en pie. El hombre vestido de negro dijo con voz seca: —Defiéndete. No hacía falta que lo dijera. Blair ya llevaba la mano al revólver. Sus movimientos habían sido instantáneos, veloces, casi fulgurantes. Pero de nada sirvieron ante el hombre que acababa de llegar allí. Éste dijo solamente: ©Silver Kane 4 —Adiós. Y disparó. Había sido aún más rápido. Con una bala entre las cejas, Blair cayó hacia atrás, chocó contra la pared y descolgó un cuadro o, más bien un diploma en el que se acreditaba que el dueño de aquel tugurio era un hombre de muy buenos antecedentes, puesto que durante cuatro años había sido verdugo en el penal de Yuma. Se hizo un brutal, un instantáneo silencio. La pianola dejó de sonar. Los hombres que rodeaban la mesa dejaron incluso de mirar a la chica desnuda. El dueño del tugurio, el que había sido verdugo en Yuma, y que por lo tanto entendía de muertos todo lo que hay que entender, dejó de funcionar con la camarera y se volvió hacia el hombre vestido de negro para decir: —Buen disparo, amigo. —Pasable solamente. Yo le había apuntado al ojo izquierdo y la he dado entre los dos: —Pues no era fácil matar a Blair. —Por eso me lo han encargado a mí. —No me diga... —Lo he dicho ya. —O sea que esto lo ha hecho por dinero... —Siempre mato por pasta —dijo el hombre vestido de negro, mientras se bebía el vaso de whisky que había tenido en la mesa el muerto. —Oiga. Su cara no me es desconocida del todo. ¿Cómo se llama? —Singer. Hubo un estremecimiento colectivo en la sala. La gente sintió frío en la espina dorsal. Todos los rostros se volvieron hacia el rostro de Singer, porque aquel nombre significaba en el Oeste algo más que una leyenda, significaba algo más que unos cuantos muertos. El ex-verdugo de Yuma barbotó: —Hijo de perra, váyase de aquí. —Claro que me iré. El local no me acaba de gustar. —¿Por qué? —Es demasiado pacífico. —Es verdad —dijo el dueño, mientras le brillaban los ojos—. Ahora todo es una mierda. Antes sí que había peleas y muertos en mi saloon. Aquellos sí que eran buenos tiempos. —No se preocupe; ya volverán. —No haga caso de lo que le he dicho antes. Me gusta que los tipos como usted se den de vez en cuando un garbeo por la ciudad. —En ese caso volveré para brindar por este muerto dijo Singer con voz opaca—. Y por los otros. —¿Otros? —Sí. ¿Le sorprende? ©Silver Kane 5 —No, si a mí ya no... no me sorprende nada. —Quiero saber dónde está Villander. —Tiene una casa de... de mujeres en la calle principal. —¿Una casa de mujeres? —Bueno... De contratación de artistas. Pero antes, Villander las mira a fondo. Y las prueba. —Ya. —Su local se llama «El Paraíso». Singer torció la boca. —«El Cielo»... «El Paraíso»... —dijo—. ¡Sí que es pacífica la gente de esta ciudad! Y salió de allí. Pero de cielo y de paraíso, nada de nada. Más bien su rostro daba una oscura sensación de infierno. ©Silver Kane