ADENTRAMIENTO POÉTICO EN EL CUENTO “EL OSO DE LA LUNA CRECIENTE” _____________________________________________________________________ Hace muchos años, en este tiempo en que los seres humanos hablaban con los animales y los animales con los humanos, en este tiempo lejano, ocurrió una extraña historia, una historia de profunda sanación… Un hombre volvió de la guerra. Arisco volvió. Un hombre herido, dolorido, torturado, humillado. Aislado, alejado de todos, alejado de sí mismo. Solo, duerme solo fuera en el bosque. Duerme sobre las piedras ásperas para no recordar. Él no quiere sentir dolor. No quiere sentirse humillado. No quiere sentirse impotente. Él no quiere sentir. Quiere olvidar. La ira se ha apoderado de su alma de hombre. Una ira oscura habita el hombre. El hombre furibundo. La fosca ira. El lobo se quema en sus propias llamas. Sobreponernos al olvido… Es tan profundo el olvido, tan profunda la memoria. ¿En qué regiones encontraremos los fragmentos perdidos, los fragmentos que debemos reanimar? Tenemos que cuidar al herido, tenemos que reverenciarlo casi, pues su mal es el que nos indica donde buscar el nuestro. Tenemos que iniciar un viaje, un viaje a la oscura profundidad del olvido, de la memoria partida. Decir nuestra verdad con nuestra voz… Cantar… gemir… sollozar… reír…. Una mujer enamorada, emocionada, cocina para él. Algas y pescado, tres clases de algas y arroz, Tres clases de pescado, platos sabrosos: camarones anaranjados, arroz espolvoreado de pimiento rojo. Nada. Nada quiere comer el hombre. Enfurecido, se come su rabia, ojos inyectados en sangre, digiere la muerte rugiente. Una y otra vez, ella, sí, siente que la furia retumba. Encontrar un canto, encontrar la magia de la palabra cantada, para com-prehender los pedazos, los trozos, los cachos que se han perdidos… El hombre viene de tan lejos, atravesó tantas pruebas, tantas dificultades, tantos horrores impregnan su cuerpo… Logró sobrevivir en medio de circunstancias tan difíciles… Ay, dolorosa quemadura… incendio y cenizas… La mujer en su desesperación acude a la curandera: hay que encontrarse con una fuerza serena, con una mediadora estratégica, “la que ve a lo lejos”, la que metaboliza los hechos dolorosos… la que sabe hacer del fuego-furia, del fuego que escuece, luz que cuece y cocina, luz que alumbra… Es un procedimiento que hoy en día se ha convertido en un secreto olvidado: 1 Entra en lo más profundo de ti misma, en tu centro pide ayuda, espera, escucha. Sólo en la serenidad puede haber aprendizaje y (di-)solución creativa… Pero el canto no es suficiente. Hay que ponerse en marcha. Hay que adentrarse en un territorio desconocido. Ir en busca del espíritu del oso. Hay que tomar el camino escarpado de la montaña. La senda de lo no-lineal, de lo espiral, la senda fluctuante, el sendero errático… La vuelta a lo elemental. Un desafío. Fuerza. Templanza. Esfuerzo psíquico y físico. Paciencia. Concentración. Resistencia. Determinación. El misterio. Primero, acudir a la llamada. Después, emborronar la memoria, hasta el olvido. La mujer traza con cada uno de sus pasos, con todo su cuerpo, el diagrama de la migración hilando el hilo rojo que no dejará que la brecha del hombre, que la quiebra del mundo, se envenene, se infecte, fermente, nos destruya. La cólera es un ácido, abre un agujero a través de las delicadas capas de la psique. Pero asimismo la cólera lleva consigo un aparejo de conocimientos y perspicacia que esclarecen los hechos de nuestra vida. Es necesario transformarla. Es necesario adentrarse en territorios inexplorados. Es necesario metamorfosear el peligro exterior en poder interior. Adentrarnos en la montaña. Adentrarnos en nuestro cuerpo. Poner en circulación la luz. Nuestro cuerpo-montaña, instrumento del despertar, nuestro cuerpo-montaña, condición permanente de nuestra experimentación… “Es bueno saber que se puede hacer algo” dice la mujer. Parte en busca del oso. Del animal más furibundo y maternal de estas tierras inexploradas. Necesita para el caldo curativo, esto cree ella, un pelo blanco de su garganta, de la luna creciente del negro pelaje de la garganta del oso temible. Es bueno utilizar la cólera para producir el cambio necesario. Para liberar al espíritu hay que enfrentarse con los demonios personales. Ir a la montaña. “He de escalar mi corazón como si fuese una montaña” (Silesius) Arigazo zaishó, entonó la mujer mientras trepaba sobre el fuerte cuerpo de la montaña, dándole las gracias. Arigato zaishó, cantó la esposa subiendo los enormes pedruscos de sus ilusiones, vadeando las punzantes ramas de sus espejismos. Arigato zaishó, siguió cantando la muchacha mientras atravesaba las largas ramas de los pinos. Duro ascenso. Rozaduras. Arañazos. Rasgaduras. Desgarros. Duro ascenso. Arigato zaishó… Pero el canto no es suficiente. Hay que ser la sepulturera de los espíritus que no tienen familia, de nuestros pensamientos obsesivos, de nuestras ilusiones, de nuestras ideas creativas, de nuestras palabras voladoras que no encontraron donde encarnarse… los “muenbotoke”: lo que no he elegido, lo que no he hecho, lo que no he dicho, lo que no he sido… los muenbotoke sin cesar buscan descanso… Ella los acoge, uno a uno, en cada una de las palabras de su canto… Los acoge para darles sosiego… Mi canto será su alivio, mi canto les dará descanso…descanso…descanso… Recordar, luego olvidar… recordar para liberar… olvidar, drenar… modificar… Sube poco a poco, lentamente sube hasta la cima de la montaña, del vértice. Ya no hay vertiente soleada, ni pendiente umbrosa. Solo tormenta y nieve. 2 La mordedura del hielo atrapa sus miembros, pies y manos, ojos y oídos se hielan. El viento la golpea de lleno sin cautela sin rodeos clava a la muchacha en tierra le asalta ojos cerrados voz blanca cede El viento retumba en su rostro sin miramiento alguno. Su cara llena de viento desnuda y descubierta se libera de toda obligación coge el aspecto de las rocas degradadas y usadas de las viejas cortezas indescifrables se agrieta se arruga se araña ella deviene ondulación de un océano de piedra se confunde con el precipitado del mundo Es entonces cuando atravesada, rescatada, peregrina incierta el nervio óptico puesto al desnudo, el cuerpo puesto en movimiento llega a discernir en el vientre abierto de los demonios del viento en este abandono a la ebriedad de la montaña el aparejo de un aliento nuevo: las setenta mil velas de su cuerpo de mujer enteramente desplegadas en el alba del cielo Arigato zaishó, murmura cuando cesa el viento Arigato zaishó. Y en una cueva se acuesta, dolorida y guarida. 3 Sin comer se acuesta, un manojo de hojas cubre su cuerpo entumecido. Arigato zaishó. La mujer busca al oso, busca recuperar la capacidad perdida de regular su propia vida, su propia vida emocional… de moverse por ciclos… Busca dejar emerger su capacidad autopoiética: llegar a conectar con lo que es de manera más profunda: un sistema autorregulado, auto-organizado, que se nutre a la vez de orden y de desorden, de acción y de contemplación, de apertura y de contención… Al día siguiente, la esposa sigue buscando. Atenta, va caminando, husmeando el nuevo territorio en la cima de la montaña. Allí donde los vértices se juntan. Busca y busca. Olfateando los excrementos. Rastreando lo salvaje. Las enormes plantas de los pies del oso imprimen la nieve de huellas salvajes, tan penetrantes… tan profundas… temibles… Poco a poco la muchacha va recuperando los sentidos, todos sus sentidos están ahora abiertos en contacto con la montaña, con su cuerpo-montaña, el oso todavía invisible… Se afinan sus sentidos, recobra sus instintos… Se ha vuelto muy sensible, extremadamente sensible, atenta al mundo que la rodea y en el que va caminando: las piedras, las hojas, la dirección del viento, los líquenes sobre las rocas, la huella de los animales, el sonido de los insectos… Se conecta de nuevo con la vida natural, adentro-afuera-adentro… Se olvida de sí misma… De repente, la silueta del gran animal aparece. El oso, inmenso, viene hacia ella. Ruge el oso, ruge con todo su cuerpo furioso. La niña tiembla como tiembla una hoja de abedul en la brisa de primavera. Saca comida de su bolsa. Deja la comida en el suelo. Corre hasta su refugio. El oso sale de su guarida, olfateando la comida. Ruge hasta desprender las piedras de la montaña… Comió toda la comida el oso. El canto no basta. Hay que saber estar en silencio. Quietas y silenciosas. Atentas, alertas. Abrirse al silencio rugiente. Abrir todo su cuerpo al temblor del silencio que ruge en las entrañas del mundo. La segunda noche, la muchacha vuelve a dejar el cuenco lleno de comida. Y retrocede a mitad de camino de su cueva. Espera. El oso sale, husmeando el aire azul de la noche. Ruge hasta sacudir las estrellas Rodea el cuenco. Se zampa de un solo trago toda la comida. La tercera noche, volvió la mujer a dejar el cuenco de comida. Y se quedó un poco más cerca del cubil del oso. El oso poderoso olfateó el aire de la noche lleno del aroma de la comida, volvió a rodear el cuenco, se zampó la comida, y regresó a su cubil. 4 Una y otra noche, una y otra vez. Una y otra vez, alimentar a la psique salvaje, a la psique instintiva: unir lo exterior con lo interior, lo más íntimo con el Afuera, reunir la forma con su movimiento, el sonido con su silencio… Para acercarse al misterio del oso es necesario alimentarlo… Hasta que una noche, más fría y azul que las anteriores, la esposa enamorada reunió todo su valor. Depositó la comida en el cuenco, y se quedó esperando cerca de la entrada del cubil del terrible oso. Al olfatear el delicioso aroma de la comida, el oso salió de su refugio y vio unos diminutos pies al lado del cuenco oloroso. Ladeó la cabeza y soltó un rugido tan fuerte que a la mujer le vibraron todos los huesos. Pero ella permaneció allí, de pie. Temblando. Sacudida de pies a cabeza. El oso abrió sus fauces y rugió con tal fuerza que la mujer logró ver el fino velo de su paladar. Pero allí se quedó, sin moverse, temblando de pies a cabeza. Sacudida como una hoja en el viento invernal. La nieve se esparce bajo las embestidas del oso furioso, pero ella no huye. El oso alarga las patas, las terribles zarpas como largos cuchillos, pero ella no huye. Temblando. - Por favor, querido oso, le suplica, querido oso, he recorrido todo este camino porque necesito una cura para mi marido… El oso contempla el rostro atemorizado de la mujer. Por un instante, cadenas de montañas, valles, ríos glaciales, aldeas enteras, se reflejan en los gélidos ojos del oso… Entonces en el punto álgido de su miedo, algo acontece: la mujer se siente invadida por una profunda sensación de paz, y de pronto cesan todos sus temblores… - Por favor, querido oso, te he traído comida todas las noches ¿puedes darme un pelo de la luna creciente que tienes en la garganta? El oso la mira de nuevo. Humm, esta mujer sería un sabroso bocado… Pero de pronto se compadece de ella. - Es verdad, dice el oso de la luna creciente, has sido bueno conmigo. Puedes coger uno de mis pelos. Pero rápido, después vete de aquí y regresa junto a los tuyos. Disipar nuestras ilusiones: conocer el lado salvaje de nuestra naturaleza, el verdadero mentor y guía de nuestra vida, el miedo, la cólera, la paciencia, la cautela, el sigilo, la concentración, la lejanía, la pulsión creadora… Dar sepultura a lo que ha muerto en nosotras… Pedir ayuda a la psique instintiva… Aceptar las enseñanzas de la cólera… La mujer, corriendo lo más rápido que puede, baja el lomo de la montaña… “Arigato zaishó”… “Arigato zaishó”… murmura para sí… “Arigato zaishó” reza para los árboles, para los pájaros, para cada una de las rocas de su camino… “Arigato zaishó”… Entra en la choza, se reúne de nuevo con la curandera que sigue allí sentada al amor de la lumbre… y grita: - ¡Ya lo tengo, ya lo tengo! Lo he encontrado, se lo he pedido, tengo un pelo del oso de la luna creciente! - Ah, muy bien – dijo la curandera sonriendo. Coge el pelo, lo mira detenidamente a la luz de la lumbre, lo mide, lo sobrepesa, y exclama: ¡sí! Es un auténtico pelo de oso de la luna creciente… 5 Ahora se acerca la última enseñanza… siempre hay una última enseñanza de la vieja curandera… La enseñanza definitiva… La que quema la última ilusión de haber logrado lo que nos habíamos propuesto según la lógica dual e infantil del esfuerzo-recompensa…”Si haces esto… entonces logras aquello”… La curandera, de pronto, se vuelve y arroja el pelo al fuego donde éste cruje y se consume con una brillante llama anaranjada… - ¡Ay, no, ay, no! ¿Qué has hecho? grita la joven esposa - Tranquilízate. Todo va bien, es muy beneficioso – dijo la curandera. ¿Recuerdas todos los pasos que diste para subir a la montaña? ¿Recuerdas todos los pasos que distes para ganarte la confianza del oso de la luna creciente? ¿Recuerdas todo lo que viste, todo lo que oíste, todo lo que sentiste? - Sí, contestó la joven, lo recuerdo todo. - Entonces, dice con una sonrisa la vieja curandera, te ruego, hija mía, que regreses a casa con los nuevos conocimientos que has adquirido en la montaña y obres de la misma manera con tu esposo… La iluminación acontece, de hecho, cuando ya no hay nadie que busca ser iluminado… Es más bien un gesto de despojamiento, de profunda desnudez, de disolución de la última ilusión que nos quedaba, el último paso del despojamiento… Despojar viejas pieles, espesos velos, eliminar progresivamente, o de forma súbita, ilusiones, espejismos, expectativas, engaños… La sabiduría se adquiere en el proceso que va transcurriendo, no en la meta, nos recuerda la curandera… Todo se reduce a una sola cosa: práctica. Práctica lo que vas aprendiendo. Camina, caminante, que no hay camino, que “se va haciendo camino al andar… y al volver la vista atrás… se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar… Caminante, no hay camino sino estelas en la mar…” No hay fórmulas mágicas sino procesos (con-)fluyentes... El oso poderoso camina, fluido, sobre las olas fruncidas, sobre las olas prensadas de la montaña de mi corazón… En una de sus enseñanzas, “El Sutra de las montañas y de las aguas”, el maestro zen Dôgen, en el corazón del siglo XIII, recordaba el monje Tao-k’ai del monte Fu-jong, quien durante una de las instrucciones que daba a sus monjes, declaró: “Las montañas azul-verdes están siempre en marcha…” Y Dogen comenta: “Conservando su propia forma, inmutable en su cuerpo y en su espíritu, la montaña no deja de practicar, yendo y viniendo”… Muriel Chazalon Mayo 2008 6