la muerte, última forma del silencio de dios

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PIERRE DE LOCHT
LA MUERTE, ÚLTIMA FORMA DEL SILENCIO
DE DIOS
La muerte última forma del silencio de Dios, Concilium n° 242 (1992) 67-76
Hablar de "silencio de Dios" parece prejuzgar la respuesta. No deja de ser extraño que
Dios se calle en el momento crucial de la muerte. Y si habla, cabe: preguntarse por qué
no captamos su palabra. El "silencio de Dios" puede además cubrir una eventualidad
más radical todavía: la ausencia y, en último análisis, la no-existencia de Dios. Eso que
llamamos "silencio de Dios" nos plantea, pues, un doble interrogante: ¿por qué no
percibimos la palabra que viene de Dios en esta última fase? ¿esa ausencia no será signo
de una no-existencia? Así, la prueba de la muerte, incluso para el "creyente", llega a ser
hasta tal punto total, que obliga a encararse con la soledad esencial y, eventualmente,
con la perspectiva de la nada. Quizás la última mirada consciente de la persona viva se
dirija hacia ahí.
No se sabe nada de lo que se vive en esa última etapa de la existencia. Nadie ha vuelto
para decírnoslo. En la parábola del rico epulón ¿no afirma Jesús que sería inútil que
alguien viniera á hablarnos del más allá (Lc 16,31)? Los testimonios de los que,
habiéndose aproximado a la muerte, expresan su experiencia en términos de luz son
interesantes, pero no permiten sacar conclusiones. La cercanía a la muerte no puede
identificarse con la muerte misma.
Si no podemos hacernos idea cabal del contenido consciente, existencial, del paso al
más allá, todavía es más expuesto imaginarse cómo lo vivirá uno mismo. Sería negar la
aventura última de la existencia.
La finitud, condición de nuestra existencia
Importa asumir la realidad presente, la única que está en mis manos. ¿Por qué no
reconocerme en mi dimensión de existencia personal, marcada fundamentalmente por la
finitud? Esa finitud que me siento continuamente tentado a rechazar, tanto en lo . que
vivo y emprendo como en lo que me liga a los demás. Se trata de integrar la dimensión
de límite, la sombra de finitud y muerte que se cierne sobre toda realidad huma na.
Negarlo es falsear la verdad y el carácter de lo que se vive.
Durante varios años he sido animador de un grupo de reflexión sobre el tema de la
muerte. Una decena de adultos de distintas convicciones expresaban, en un contexto de
diálogo abierto, sus perspectivas sobre la muerte, la suya y la de sus seres queridos. En
nuestras, reflexiones encontramos un gusto y un sentido renovado de la vida: la vida
mejor percibida y aceptada con sus contornos precisos, su densidad propia y su gozo.
Misterio de la condición humana, que sueña sin cesar en la plenitud, en lo infinito, y
que, sin embargo, no puede dar sentido a su existencia más qué en una realidad marcada
por condicionamientos insoslayables. Muy pronto se toma conciencia de la finitud,
apenas se da uno cuenta de que no lo puede todo, de que el mero hecho de escoger una
profesión, una relación personal, un espectáculo, un manjar... implica la renuncia a los
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demás. Aun situado dentro de los límites de la "normalidad", comprueba que su gama
de aptitudes físicas, intelectuales, afectivas, no es ilimitada. ¡Cuántas ilusiones vanas
nos hacemos ocultándonos a nosotros mismos esas fronteras que definen nuestra
identidad!
Una moral de la irrealidad
El rechazo de la finitud subyace muchas veces a una presentación de la moral, llamada
"objetiva", que no tiene en cuenta todo el camino "subjetivo" - vivido por un sujeto-,
todas las decisiones tomadas en el realismo de lo que es posible aquí y ahora. La
perfección de un ser finito es una tarea que cada uno tiene que realizar, según su propio
ritmo. "Perfección" viene del latín per- ficere, hacer hasta el final, consumar. "El día de
mi muerte -decía Benjamín Franklin- habré terminado finalmente de nacer".
Es necesario descubrir que la calidad de un compromiso no está necesariamente ligada a
su carácter definitivo. Ciertos compromisos pueden vaciarse de sentido, si se les quiere
mantener a toda costa, incluso más allá de su razón de ser. Fijar un límite es, en cierto
modo, una obra de muerte. Pero ¿no es ésa la condición de toda realidad humana? A
veces los límites nos vienen impuestos y no hay más remedio que soportarlos. Mucho
más difícil resulta asumir la responsabilidad de los límites. A veces uno se ve forzado a
optar por soluciones que implican zonas de sombra, soluciones de mal menor, que
constituyen las únicas soluciones posibles en tal condición concreta. Y esto, no por
egoísmo o falta de generosidad, sino para estar atento a los diversos valores en cuestión.
No se trata de una moral de situación, sino de una moral en situación, de una moral
arraigada en la realidad, la única que se vive existencialmente.
Aceptar una parte de límite, de muerte, es una exigencia de madurez moral. No hay
ninguna ley, ninguna instancia exterior a la persona, que pueda zanjar ese debate mo ral
en lugar del interesado.
Una ética más allá de la ética
Toda decisión ética tomada por la persona implica, pues, una parte de silencio. Es más
allá de la ley, cuando las normas no pueden ya acompañar en la decisión última, cuando
se calla toda autorid ad, por válida que sea, donde actúa en último análisis la
responsabilidad personal. Ese compromiso totalmente libre asume ese plus en nombre
de una llamada interior, que es en el fondo más exigente que las mismas normas. Una
ética que suprimiera esa parte última y decisiva de autonomía personal negaría la
dimensión más específica de la responsabilidad humana. Tentación permanente de una
institución que, creyéndose en la obligación de suplir los silencios de Dios, intenta dar
respuestas hechas á todo. So pretexto de eliminar la posibilidad de soluciones
insuficientes o "malas", se quita la carga de autonomía personal para que una decisión
se sitúe en el ámbito moral, es decir, sea asumida por una libertad responsable. Para
entraren la esfera moral, no basta con actuar de un modo materialmente correcto, por
sumisión.
Este silencio indispensable para existir como ser personal es esencial a toda ética
auténticamente humana, sea o no de inspiración cristiana. Ese silencio deja sitio a las
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decisiones que incumben, en último análisis, a la persona y que permiten a cada uno
alzarse al nivel de la dignidad humana.
Aceptación de la finitud
A medida que pasan los años, crece en el hombre la conciencia de su finitud. Disminuye
su control sobre el curso de los acontecimientos y desaparecen los seres queridos. Todo
lo que llevo en el corazón, todo aquello por lo que lucho seguirá después de mí, sin mí.
¿Cómo evolucionará la fe cristiana, eso que llevo en mi alma y por lo que comprometo
lo mejor de mí mismo? ¿Qué pasará con todo lo que he hecho? ¿Qué será de mis
amigos, de mis seres queridos, que hacen de mí lo que soy? No podré ya hacer nada por
ellos.
A pesar de todo, ahora deseo seguir vivo, desprendido poco a poco de esa manera de
vivir instalado en los compromisos, cómo si nada de eso tuviera que terminar. La
percepción de la finitud marca cada vez más mi existencia. ¿Es esto un telón que no me
deja ver o una apertura hacia horizontes nuevos? ¿Pierden valor los seres porque
continuarán sin mí? Aceptarme como un ser fundamentalmente marcado por la
transitoriedad de este universo, en el que he aprendido y sigo aprendiendo a existir
personalmente ¿es una disminución o un crecimiento en la verdad?
Finitud y resurrección
El encuentro con el mundo agnóstico, en el que he apreciado la rectitud y el sentimiento
profundamente humano de algunos de los que no tiene fe en el más allá, me ha
planteado con toda crudeza la cuestión: ¿cómo vivir la fe en la resurrección, sin escapar
de la dimensión de finitud inherente a la persona humana? ¿no escamoteamos así todas
las realidades de muerte de cada día, que culminan en una muerte irremediable?
Que Jesús vivió esa tensión lo sugiere el doble clamor en la cruz: "Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46); "Padre, en tus manos entrego mi espíritu"
(Lc 23,46). Al creer en la inminencia de la parusía, la primitiva comunidad cristiana se
zafó, en parte, de esa tensión. Los veinte siglos de cristianismo están marcados por ese
tirón permanente entre los dos polos: el reconocimiento de las. realidades terrenas, que
hay que asumir plenamente, y la huida del "mundo", que puede interponerse en el
camino hacia las realidades futuras. Pretextar que el celibato consagrado y la
abstinencia sexual de los esposos anticipan las realidades futuras indica hasta qué punto
resulta difícil -por no decir imposible- vivir en la fe en la resurrección la responsabilidad
entera de la realidad presente.
Una finitud que dispone a la acogida
Si cada ser humano conquista progresivamente su autonomía, ha de descubrir al mismo
tiempo que no puede realizarse más que en relación con los otros. La relación, que, para
la teología, forma parte de la esencia del Dios- Trinidad, es también esencial a la persona
humana. Es en el corazón de ese universo relacional donde cada uno construye su
identidad. La acogida es, pues, constitutiva de la persona. En un mundo basado cada vez
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más en la competitividad, donde el otro se ve a menudo corno una amenaza, es capital
seguir creyendo -con realismo y lucidez- en el otro. Uno no se despliega realmente más
que cuando se atreve a confiar, cuando descubre que la acogida no es cuestión de
generosidad, sino de verdad, indispensable para existir como ser en relación.
Me construyo en la acogida. La fe se sitúa en esta perspectiva. A cond ición de que
supere el espectro de un Dios irascible, amenazador y que, a la luz del Evangelio y más
allá de los deberes, se mueva en la esfera del amor. Esto no quita que tenga que contar
con mis fuerzas para construirme. Hay que encontrar el equilibrio entre la
disponibilidad y la realización personal. El Dios de Jesucristo nos quiere personas
libres, capaces de decisiones autónomas.
Para que sólo subsista la confianza
Cada vez soy más reacio a la idea de que la muerte es consecuencia del pecado. La
percibo como algo inherente a nuestra condición. Esa etapa final de la vida marcada por
una dependencia de los demás, que va in crescendo hasta la muerte y que a un ser
dotado de conciencia se le antoja escandalosa ¿no tendrá un hondo sentido para el
creyente? ¿no será que esa fase última, en la que uno experimenta una dependencia
total, resulta indispensable para poderse abrirá la plenitud de Dios?
En esa etapa todo cede al silencio. Nuestra actitud personal, nuestros méritos, nuestros
pretendidos "derechos" a una recompensa y hasta nuestras ideas sobre el más allá: todo
se desvanece. Se Impone el silencio, acaso un cierto silencio de Dios, para que en éste
momento no quede más que la confianza. Una confianza que nada ni nadie pueda
oscurecer, debilitar ni limitar. Confianza llevada hasta el extremo. Porque, ante Dios,
sólo la acogida, y una acogida plena, tiene sentido. Aferrarse a unos méritos o a
cualquier cosa por el estilo pondría trabas a lo absoluto de la confianza.
A imagen del Dios-Trinidad
Una cierta comprensión de la Trinidad, basada en la tradición teológica, puede iluminar
esta última etapa de la existencia. El "Hijo" no puede ser plenamente Dios, como el
"Padre", aunque distinto de él, más que si, al no querer bastarse a sí mismo en nada,
acoge totalmente el don plenario. Si en algo el "Hijo" quisiera ser por sí mismo, no sería
tan totalmente Dios la "fuente". Y tampoco el "Padre" sería totalmente padre, si se
reservara algo para sí. Comunicación perfecta de la plenitud del ser, poseído de manera
distinta, pero sin que exista ninguna reserva ni por parte del don ni por parte de la
acogida.
Ese balbuceo sobre el misterio de Dios acaso nos diga algo esencial sobre nuestra
condición de seres creados a imagen de Dios y sobre el sentido de la muerte. A lo largo
de nuestro camino, vamos construyendo nuestro ser personal, portador de una identidad
única. Al final, en el umbral del "cara a cara" con lo infinito ¿no será la receptividad
filial lo único que tiene sentido? Pasó el tiempo de podernos bastar a nosotros mismos.
Jesús nos inició en la actitud filial. Lo único que queda es aceptar totalmente nuestra
condición filial, abrirnos de par en par a la confianza, a la fe. No ya la fe "en lo que hay
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que creer", sino la fe en Dios, el Dios con nosotros y para nosotros. Si existe Dios, no
puedo encontrarme "cara a cara" con él más que en la entrega total.
En esta línea, me resulta difícil aceptar determinadas certezas respecto al más allá. Estar
cierto sigue siendo encontrar en uno mismo razones, pruebas, para afirmar algo. Aquí se
trata cada vez menos de certeza y cada vez más de esperanza. En la esperanza hay una
actitud de confianza total, apoyada en esas semillas de eternidad que el sembrador ha
ido lanzando a lo largo de nuestro camino.
Si es capital que en esta última fase la confianza en Dios sea el único fermento vital, es
también importante que el moribundo siga estando rodeado de esas relaciones humanas
cordiales que, a lo largo de su existencia, lo despertaron, lo acostumbraron a la
confianza.
El silencio que se impone en esta última fase es nuestro propio silencio: el silencio de
todo lo que nos animó y nos hizo combativos, el silencio de nuestras ideas sobre Dios,
de nuestras imágenes sobre el más allá, de la confianza en nuestros méritos, de la
contabilidad de nuestras faltas, de todo aquello con lo que tendemos a tranquilizarnos o
a inquietarnos. Para que no quede más que la espera confiada.
¿Será también silencio de Dios? ¿Quién puede decirlo? En todo caso, nuestro silencio,
hecho únicamente de confianza, es indispensable para dejar sitio al cariño de Dios, el
único que puede dar sentido, vida, gozo, a este paso: ¡a esta pascua!
Extractó: ENRIQUE ROSELL
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