Republica, 5oct14

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De guerras, Estados y califatos
Alberto Piris*, publicado en República.com
3 de octubre 2014
El mapa político de Europa es el resultado de innumerables
guerras y de los correspondientes acuerdos de paz firmados
tras ellas. Han sido las guerras las que han configurado la
geografía de los pueblos europeos, como enseña la Historia
de modo incuestionable.
Indague el lector, por ejemplo, en la historia de los polacos,
pueblo cuyo Estado ha recorrido la gama del ranking
político, desde ser una potencia intermedia en la comunidad
europea hasta su desaparición durante más de un siglo,
cuando a finales del XVIII fueron varias veces repartidos
entre sus vecinos: Rusia, Prusia y Austria. Incluso al concluir
la 2ª Guerra Mundial sus fronteras sufrieron un notable
desplazamiento para satisfacer los intereses de la coalición
triunfadora.
Que las fronteras de los Estados varían según se ganen o se
pierdan guerras tampoco es ajeno a la moderna Historia de
España. En la llamada “Guerra de las Naranjas”, cuando en
unas semanas el ejército español, aliado con los franceses,
derrotó en 1801 al portugués, la frontera hispanoportuguesa avanzó hacia el oeste hasta llegar al Guadiana, y
la plaza de Olivenza y su comarca se hicieron españolas. Una
pequeña guerra, poco conocida, cambió una frontera
europea.
Ciudad Universitaria Cantoblanco. Pabellón C. Calle Einstein 13. Bajo. 28049 Madrid. info@ceipaz.org
Otras consideraciones pueden hacerse sobre este asunto: si
alguna batalla perdida -como le ocurrió a Castilla en
Aljubarrota- se hubiera ganado, o si alguna guerra -como la
de Sucesión, de la que ahora se celebra un movido
tricentenario- hubiera concluido con otro resultado, el mapa
de España sería distinto al actual. No es disparatado
imaginar un reino ibérico gobernado desde Lisboa (ciudad
más adecuada que Madrid para ser la capital de un imperio
ultramarino) y una Cataluña separada del resto de la
península, independiente o vinculada a Francia, quizá
gobernada desde París.
La ley histórica sobre la guerra y las fronteras viene a
cuento ahora que algunas potencias occidentales se han
propuesto seguir modelando a su gusto -a cañonazos y
bombardeando- las fronteras de los pueblos que se asientan
sobre las tierras mesopotámicas. Asunto tanto más grave
cuanto que varios de esos Estados fueron artificialmente
creados por los vencedores de la 1ª Guerra Mundial, sin
contar con la voluntad de los pueblos que habitaban la
región. Como ocurrió en África, también en Oriente Medio
unas geométricas líneas, trazadas sobre el plano de unos
negociadores -en este caso, británicos y franceses-,
dividieron religiones, razas, clanes o naciones.
¿No podría Occidente dejar que ese complicado mosaico de
pueblos se organizase por sí mismo, por vez primera en su
historia moderna?… aunque para ello tengan que sufrir las
consecuencias de las inevitables guerras que acompañan a
todo reajuste de poder. Además: ¿por qué no habrían de
constituirse libremente como reinos, repúblicas, sultanatos
o emiratos? ¿O crear un “califato”, como parece ser la
voluntad de una de las partes implicadas en el actual
conflicto?
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¡Ah, no! Eso sí que no. Un califato, se nos asegura, es un
peligroso instrumento político donde el poder religioso
engloba al político y rige fanáticamente los destinos del
pueblo. El sueño de democratizar a Oriente Medio, que sigue
presente en el imaginario occidental a pesar de los
continuos fracasos, obliga a rechazar de plano esa idea y a
combatirla con todos los medios a disposición de EE.UU. y la
UE.
Conviene huir de las palabras mitificadas, como “califato”.
Los españoles hemos vivido largos años, no muy lejanos,
bajo la llamada “Ley de Principios del Movimiento
Nacional”, que disponía: “La Nación española considera
como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios,
según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y
Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia
nacional, que inspirará su legislación”. ¿Hay mucha
diferencia entre esto y un califato islámico? Cámbiese Dios
por Alá y la Iglesia por el Islam, y el paralelismo salta a la
vista.
No obstante, es cierto que no se puede ignorar la violencia
brutal de ese Estado Islámico que aspira a crear un califato,
la criminal ejecución de rehenes, la imposición de la sharia,
el odio religioso entre facciones, etc. Pero nada de esto es
nuevo, y la Historia nos ha mostrado la violencia de los
cruzados para imponer el cristianismo o las sangrientas
guerras de religión que dividieron Europa, sin olvidar la
“cruzada” española que llenó de cadáveres las cunetas de
nuestras carreteras.
Tómense las medidas necesarias para frenar y castigar la
violencia del fanatismo y del terror, si pretende
desparramarse sin control fuera de la zona en conflicto.
Vigílese cualquier aparición del yihadismo en los Estados
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democráticos y reprímase según la legislación aplicable.
Pero ¿por qué inmiscuirse por la fuerza en lo que es “su
guerra”? La guerra que definirá una redistribución del poder
en esa región no debería ser, una vez más, el resultado de
las intervenciones militares de los antiguos colonizadores,
que llevan años interfiriendo en el destino de esos pueblos.
Si por la fuerza Occidente pretende trazar el nuevo mapa de
Oriente Medio correrá el peligro de repetir los mismos
errores del pasado, en una espiral infernal de caos, muerte
y destrucción.
*Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva
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