Un Marido De Ida Y Vuelta Farsa en tres actos Enrique Jardiel Poncela 1 Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicasen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística, fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. ISBN 978-84-16564-16-3 © 2015 Paradimage Soluciones 2 ÍNDICE PROLOGO A LA EDICIÓN DIGITAL............................................ 4 PERSONAJES ............................................................................ 5 ACTO PRIMERO ....................................................................... 6 ACTO SEGUNDO .................................................................... 51 ACTO TERCERO...................................................................... 96 3 PROLOGO A LA EDICIÓN DIGITAL Enrique Jardiel Poncela nació en Madrid el 15 de octubre de 1901 y fue uno de los principales dramaturgos españoles del siglo XX. Su obra se relaciona con el teatro del absurdo, con un humor más intelectual, inverosímil e ilógico que el que se llevaba en el teatro español de la época. Esto le supuso tanto el favor del público como los ataques de una gran parte de la crítica de su tiempo. Murió el 18 de febrero de 1952, con sólo 50 años. Un Marido de Ida y Vuelta es una farsa en tres actos, estrenada en el teatro Infanta Isabel, de Madrid por primera vez el día 21 de octubre de 1939. Pasó a la gran pantalla en 1957, dirigida por Luis Lucía Mingarro. 4 PERSONAJES LETICIA GRACIA CRISTINA ETELVINA AMELIA DAMIANA FELISA SEÑORA DE VLGIL LUISA MARTA RAFAELA PEPE PACO YEPES ELÍAS DÍAZ ANSÚREZ SIGERICO FILALICIO SALVATIERRA VIGIL PEDRO JUAN 5 ACTO PRIMERO Una alcoba matrimonial, puesta con ese lujo sobrio que tanto se ve en la época moderna en las cocinas. Al foro derecha, gran puerta de dos hojas, de corredera: abierta esta puerta se descubre al fondo, el final de una escalera que parte hacia abajo, conduciendo a las habitaciones interiores. En el tercer término izquierda, otra puerta más pequeña; otra igual en el primer término del mismo lado, y en la derecha, segundo término, una tercera puerta algo mayor que las dos últimas. En el término segundo de la izquierda, lecho matrimonial, con una pequeña mesita-librería al lado; y en el primer término, junto a la puerta, un sillón. A los pies del lecho y pegado a él, el respaldo de un amplio diván. En el primer término derecha, un tocador, con un silloncito correspondiente. En el foro izquierda, un armario de dos cuerpos, y en medio de ambos, otro cuerpo más bajo, con una escultura encima. Sobre el lecho, en la pared, un cuadrito de asunto religioso. Entre el armario y la puerta del foro, incrustado en la pared, un altavoz de radio y, debajo de él, también incrustado en la pared, el aparato. En la esquina que forma el lateral derecha y el foro, un sillón con otra mesa redonda, delante, y una lámpara de pie al lado. Luz, igualmente, sobre la mesita de al lado de la cama, la cual mesita aparece atestada de tubos y cajitas de medicinas. Al levantarse el telón, las luces, encendidas, y las puertas, cerradas. Es de noche. Cerca de las once. En escena, Leticia, Gracia, Díaz y Amelia. Leticia es una 6 muchacha de veintitantos años, muy linda y provista de considerables cantidades de sex appeal. Se halla ante el tocador, acabando de vestirse en traje de egipcia que Cleopatra no hubiera desdeñado vestir, por lo cual hay que felicitar a Leticia, ya que ella, al vestir el traje, se propone personalizar a Cleopatra. Gracia tiene seis u ocho años más que Leticia y un aire entre experto y escéptico. Viste un traje de china, y se halla retrepada en el diván, fumando. Díaz es un buen señor con lentes, su buen bigote y algo cara de primo: se parece bastante a Emilio Zola. Y en cuanto a Amelia, se trata de una doncella rápida y despierta, que está ayudando a vestir a Leticia, bajo la supervisión de Díaz, y que lleva en las manos el tocado de cabeza del traje de Leticia, un cíngulo, un collar, seis pulseras y un brochecito de plumas en forma de abanico, igualmente perteneciente a la toilette egipcia. La radio que hay incrustada en la pared toca a tono brillante una música de jazz y, al través del altavoz, el estruendo es formidable. DÍAZ. Los pliegues deben ir transversales... (Marca unos pliegues en el traje de Leticia.) LETICIA. (Que no logra oírle con el ruido.) ¿Cómo? DÍAZ. ¡Transversales! E inclinados de izquierda a derecha. LETICIA. No le entiendo una palabra. (A Amelia, señalando la radio.) ¡Amelia! ¡Para ese chisme, por lo que más quieras! AMELIA. Sí, señora. (Va hacia el foro, quitándose un zapato.) DÍAZ. Realmente, no hay quien lo aguante. 7 GRACIA. Es irresistible. (Amelia pega con el zapato un par de zurridos en el altavoz y la música cesa. GRACIA a Leticia.) Tenéis un buen procedimiento para parar la radio... (En el foro suenan unos golpecitos, y Amelia entreabre la puerta y queda hablando con alguien que se supone dentro.) LETICIA. Se ha estropeado, y como está instalada dentro del tabique, hasta que no la arreglen, no hay otro sistema que el zapatazo. Y a veces, también falla. (A DÍAZ.) ¿Qué es lo que me decía usted, Díaz? DÍAZ. (Marcándole pliegues en el traje.) Que los pliegues, en los trajes egipcios, van transversales e inclinados de izquierda a derecha... Así. LETICIA. ¡No, por Dios! Los pliegues, en los trajes egipcios, van rectos y verticales... Así... (Se los rectifica.) AMELIA. (Desde la puerta, a Leticia.) Señora: dicen de abajo que han llegado los músicos y un camión con los instrumentos. LETICIA. ¡Qué barbaridad! ¡Un camión con instrumentos!... ¿Y dónde metemos nosotros un camión con los instrumentos? Eso no puede ser... Que se queden los músicos, pero que se lleven el camión con los instrumentos. AMELIA. Sí, señora. (Medio mutis.) GRACIA. (A Leticia.) Mujer, si se llevan los instrumentos, ¿cómo van a tocar los músicos? LETICIA. Tienes razón. (A Amelia.) Entonces que dejen los instrumentos y que se vayan los músicos. 8 AMELIA. Sí, señora. (Medio mutis.) GRACIA. Pero Leticia, si se van los músicos no podrán tocar los instrumentos... LETICIA. ¡Pues es verdad! DÍAZ. Yo sugiero que se queden los músicos y los instrumentos y que se vaya el camión. LETICIA. ¡Eso es! (A Amelia.) Que se vayan los músicos y los instrumentos y que se quede el camión. ¡Bueno, al revés! En fin, ya sabes lo que quiero decir, Amelia. AMELIA. Sí, señora. (Se va por el foro, cerrando la puerta.) LETICIA. ¡Dios mío! Es que hoy no sé dónde tengo la cabeza... (A Gracia.) ¿Querrás creer que llevo una temporada sin saber dónde tengo la cabeza? GRACIA. Todo el que te conozca se hallará dispuesto a creerlo. Pero no te preocupes, porque aunque no sepas dónde tienes la cabeza, apenas se te nota... LETICIA. ¿Eh? (Por el primero izquierda surge Pepe, vestido de torero. Tiene cuarenta años largos y una hermosísima barba, con alguna que otra cana, pero no muchas, muy bien peinada y arreglada. Es hombre de aspecto distinguido y de aire reposado y suave.) PEPE. Oye, Leticia: ¿a ti te parece que es absolutamente imprescindible que...? LETICIA. (Revolviéndose airada y cortándole.) ¿Cómo que si me parece imprescindible? Pero ¿todavía estás así? ¿A las once menos veinte, cuando ya han llegado los músicos y de 9 un momento a otro va a empezar a llegar la gente? ¿Y todavía estás a medio arreglar? PEPE. Pero si ya estoy arreglado del todo. No me falta más que coger el capote y... LETICIA. ¡No estás arreglado del todo! ¡No estás arreglado del todo! Te he dicho diez veces que te afeites la barba y no te la has afeitado aún... ¡Y te aseguro, Pepe, que te la afeitas, o esta noche tenemos el disgusto del año! PEPE. No: disgustos, no, Leticia, que ya sabes que cada vez me marcha peor el corazón, y... LETICIA. ¡El corazón! Ya salimos con el truco del corazón... Y ahora para no quitarte la barba, serías capaz de traerme un certificado médico. Pero ¿quieres decirme dónde has visto tú un torero con barba? ¡Puede que tengas el valor de decir que has visto algún torero con barba! PEPE. No. No he visto ningún torero con barba; pero tampoco veo por qué razón tengo que disfrazarme de torero, sacrificando la barba cuando hay tantos otros disfraces que le permiten a uno conservar la barba entera. Por ejemplo, yo pensaba haberme disfrazado de viejo lobo de mar, y... LETICIA. ¡No digas más tonterías, Pepe! Desde las nueve y media me traes en razones, colocándome discos, y andas de aquí para allá, haciendo que haces; y todo es resistencia pasiva para ver si te sales con la tuya de no quitarte la barba. Pero ¡por última vez y muy seriamente te digo que te la quites! ¿Me oyes? 10 PEPE. Sí, mujer, sí; ya te oigo. ¡Qué se va a hacer! Me la quitaré... Claro que la llevo desde hace veinte años, y no niego que la tengo cariño, y que... LETICIA. ¡Pepe, ni una palabra más! Ni una palabra más, porque hoy no estoy dispuesta a permitir que me torees. PEPE. (Mirándose el traje.) Pues hombre, yo creo que hoy es el día indicado, porque... LETICIA. (Tajante y pulverizándole con la mirada.) ¡¡Pepe!! (Al grito, cohibido, Pepe se va por donde vino. Leticia, a Gracia, nerviosa.) No, si acabaremos por tener esta noche una gorda. Ya lo verás. GRACIA. Es que te has puesto muy intransigente. DÍAZ. Y él se defiende de afeitarse. (Acariciándose el bigote.) Porque al pelo se le toma ley, no cabe duda. GRACIA. (A Leticia.) Te advierto que está la mar de bien con el traje de luces y la barba; parece un torero húngaro. (Por el foro, Amelia, siempre con las prendas que se indicaron en la mano.) AMELIA. Señora: el mayordomo. LETICIA. Pasa, Elías. (Entra el mayordomo. Elías es un tipo de unos cuarenta y cinco años, serio, seco y rígido; tiene un rostro de palo que no parece hecho para reír.) ¿Qué hay? ¿Cómo anda lo de abajo? ELÍAS. Todo está ya listo, señora, después de algunos pequeños incidentes que traigo apuntados para que la señora juzgue. (Saca un cuaderno.) Verbi gratia: (Consultando 11 el cuadernito.) Trajeron las serpentinas y el confetti: tres cajas de cada. Al abrirlas, comprobé que muchas de las serpentinas venían rotas; entonces les dije a los de la tienda que se las volvieran a llevar, porque estando rotas habría que tirarlas; pero me contestaron que todas las serpentinas son para tirarlas, y se marcharon riéndose encima. LETICIA. ¡Qué desvergüenza! ELÍAS. Gentes sin pudor, señora; de esas que lo echan todo a broma... GRACIA. (Encarándose con Elías.) ¿Y usted no gasta bromas? ELÍAS. No, señora. GRACIA. ¿Ni se ha reído usted nunca? ELÍAS. En lo que va de siglo, no, señora. LETICIA. Adelante, Elías, y no hagas caso a la señora. ELÍAS. Por último. (Consultando el cuadernito.) He tenido un pequeño tropiezo con el barman que ha suministrado las bebidas, el cual quería colocarnos triple cantidad de whisky de la encargada, sosteniendo la tesis de que cuando los invitados a una fiesta beben poco, acaban insultando a los empleados del bar. Yo me he opuesto en redondo, alegando que, en cambio, cuando los invitados beben mucho, acaban insultando a los dueños de la casa. A eso replicó él diciendo que por qué les íbamos a privar a los invitados de ese gusto. LETICIA. ¡Oh! ELÍAS. Entonces yo le llamé (Lee en el cuaderno) «cochino», y le pegué un trastazo. Y entonces él dijo: (Lee en el cuaderno.) 12 « ¡Madre mía! », y se lo llevaron sin que hubiera podido decir más. LETICIA. ¡Muy bien, Elías! ¿Eso es todo? ELÍAS. De incidentes, sí, señora. De otras cosas (Mira el cuaderno), que el encargado del restaurante quiere ver a la señora. No viene a cobrar. LETICIA. Lo recibiré luego. ELÍAS. También quiere ver a la señora el que ha instalado las luces en el jardín. (Consulta el cuaderno.) Tampoco viene a cobrar. LETICIA. Lo recibiré también. A todos los que quieran verme y no vengan a cobrar, ya sabes que... ELÍAS. (Interrumpiendo.) Estoy al tanto, señora. Ya sé que todos los que quieran ver a la señora y no vengan a cobrar los recibe siempre la señora; por la razón de que (Consulta el cuaderno) no viniendo a cobrar, no les vamos a quitar el placer de contemplar a la señora. LETICIA. Eso es, Elías. ELÍAS. Señora... (Se inclina y se va por el foro con su cuaderno.) DÍAZ. (Amable, a Leticia.) A lo mejor esos hombres no vienen a cobrar, porque sólo con verla a usted se consideran suficientemente pagados... LETICIA. Seguramente. GRACIA. (Entre dientes.) ¡Qué optimismo tan enfermizo! 13 DÍAZ. ... porque es que está usted lo que se dice preciosa. LETICIA. (Mirándose, satisfecha, en el espejo.) Sí. Estoy estupenda. DÍAZ. Va usted a hacer una Cleopatra fascinadora. LETICIA. (Como antes.) Imponente. Realmente imponente. Gracias, Díaz. Se ve que es usted un hombre de buen gusto. AMELIA. ¿Acabamos, señor Díaz? DÍAZ. Sí, sí... (Va de nuevo hacia el tocador.) AMELIA. (Tendiéndole a Díaz el tocado de cabeza del traje de Leticia.) ¿Esto dónde tiene que ponérselo? DÍAZ. (Cogiéndolo.) Esto es para el pecho. LETICIA. ¡Qué disparate! ¿Cómo para el pecho? Esto es para llevarlo en la cabeza. (Se lo coloca en la cabeza ante el espejo.) AMELIA. (Alargándole el cíngulo a Díaz.) ¿Y esto otro? DÍAZ. (Cogiéndolo.) Esto es para la garganta. LETICIA. ¡No, por Dios! Esto es para la cintura. (Se lo quita y lo deja en el tocador.) AMELIA. Entonces ¿esto? DÍAZ. (Por el collar. Cogiéndoselo a Amelia.) Esto también es para llevarlo en la cintura. LETICIA. (Quitándoselo a Díaz.) ¡No, Díaz! Esto es para llevarlo en la garganta. (Lo pone en el tocador y sigue arreglándose.) 14 DÍAZ. Y estas pulseras son para las muñecas... LETICIA. No. Son para los brazos. (Las coge y las deja en el tocador.) AMELIA. Pues las de las muñecas, ¿cuáles son? DÍAZ. (Cogiéndole a Amelia otras dos pulseras.) Las de las muñecas son éstas. LETICIA. ¿Cómo ésas? Ésas son las de los tobillos. (Se las quita y las deja en el tocador.) DÍAZ. Pero si las de los tobillos son estas otras... (Le coge a Amelia las dos últimas pulseras.) LETICIA. No. (Quitándoselas.) Éstas son las de las muñecas. (Las pone en el tocador.) DÍAZ. (Cogiendo a Amelia el brochecito de plumas.) Y este abaniquito se lleva en la mano... LETICIA. Esto es un sprit y se pone en la frente... (Se lo quita a DÍAZ y se lo pone en el tocado de cabeza.) AMELIA. (Agarrando un flabelo, también de plumas, que hay apoyado en el tocador.) Y esto ¿dónde se pone? LETICIA. Esto es un abanico, y se lleva en mano. (Dentro, en el tercero izquierda, se oye la voz de SIGERICO.) SIGERICO. (Dentro.) ¡Amelia! ¡Amelia! (Amelia va a la puerta del tercero izquierda, la entreabre, y queda hablando con alguien que se supone que está dentro. Por la derecha, ha aparecido, al mismo tiempo, Cristina, vestida de Catalina de Médicis, y con una manteleta en la mano. Es una muchacha muy mona, de quince o dieciséis años.) 15 CRISTINA. Señor Díaz... ¿Hace usted el favor de decirme dónde tengo que ponerme esto? DÍAZ. Sí, Cristinita, con mucho gusto. (Cogiendo la manteleta.) Esto, en los trajes Médicis, se llevaba ceñido aquí en el talle... (Intenta ponérselo donde dice.) CRISTINA. ¿En el talle, tía Leticia? LETICIA. (Acudiendo.) ¿Cómo en el talle? Esto (Coge la manteleta), en los trajes Médicis, se llevaba colgado de los hombros... (Lo pone donde dice.) DÍAZ. (Volviendo a meter mano en la manteleta)... cayendo por delante. CRISTINA. ¿Seguro que cayendo por delante? LETICIA. ¡Nada de cayendo por delante! ¡Cayendo por detrás! (Lo rectifica.) DÍAZ. (Metiendo la mano de nuevo.) Y con esto para abajo. CRISTINA. Yo creo que es con eso para arriba. DÍAZ. ¿Para arriba? LETICIA. Sí, sí. Con eso para arriba. Tenga usted la seguridad de que en los trajes Médicis eso se lleva para arriba. (Lo rectifica y vuelve al tocador. Mientras, Cristina se va por la derecha, retocándose el traje. Entretanto, Amelia se ha acercado a Díaz y, hablándole, se lo lleva hacia el tercero izquierda.) AMELIA. Señor Díaz... El señorito Sigerico, que haga usted el favor de ir a ver cómo le queda el traje de trovador, porque dice que lo que usted le ha dicho que eran los pantalones, 16 ahora resulta que son las mangas, y que lo que usted le ha dicho que son las mangas, a él le parece que son los pantalones. DÍAZ. Vamos a ver... (Se va por el tercero izquierda, cerrando la puerta.) GRACIA. (Siempre desde el diván, a Leticia.) Oye, ¿quién es este señor? LETICIA. Un especialista en trajes antiguos. GRACIA. ¿Y a qué se dedica? LETICIA. Nunca se lo he preguntado. (Ayudada por Amelia, se pone el cíngulo, el collar y las pulseras.) GRACIA. ¿Ha venido a deciros cómo teníais que poneros los trajes antiguos? LETICIA. Ha venido a ver si Pepe le coloca en su Compañía de Seguros. GRACIA. Entonces, ¿vive de los Seguros? LETICIA. No. Vive de los trajes antiguos. GRACIA. Es que, al parecer, no sabe una palabra de trajes antiguos. LETICIA. Por eso querrá colocarse en la Compañía de Seguros. GRACIA. ¿No sabiendo de Seguros? LETICIA. No sabiendo de trajes antiguos. 17 GRACIA. Pero vamos a ver... Para colocarse en una Compañía de Seguros, ¿importa algo que no sepa nada de trajes antiguos? LETICIA. No... Pero ¿quieres decirme qué obstáculo hay para que, no sabiendo de trajes antiguos, se coloque en una Compañía de Seguros? GRACIA. ¡Caramba! ¡Pues el que no sabía nada de Seguros! LETICIA. ¡Pero mujer, tampoco sabe nada de trajes antiguos! GRACIA. (Pasándose una mano por la frente.) ¿Dónde tienes la aspirina? (Se levanta.) LETICIA. Ahí. (Señalando.) En la mesita de Pepe hay siempre dos o tres tubos. GRACIA. (Yendo hacia la mesita del lecho.) Está visto... Cada vez que me enzarzo en una conversación contigo, tengo que acabar tomándome una tableta. LETICIA. Lo mismo le ocurre a Pepe; por eso hay siempre dos o tres tubos en su mesita... GRACIA. (Rebuscando en la mesita.) Aquí no hay dos o tres tubos: aquí hay doce o trece... LETICIA. Son de otras medicinas. ¿No ves que Pepe se empeña en que está muy delicado? GRACIA. ¿Y cuáles son los tubos de aspirina? LETICIA. Los vacíos. GRACIA. Entonces, ¿para qué me has dicho que había aquí aspirina? 18 LETICIA. Mujer, por si alguno de los vacíos estaba lleno... GRACIA. Pero ¿cómo habían de estar llenos si están vacíos? LETICIA. ¡Ay, Gracia! Preguntas demasiadas cosas... Te pareces a Pepe. GRACIA. (Separándose de la mesita.) ¡Pepe! Lo que no me explico es cómo Pepe te resiste... LETICIA. ¿Eh? GRACIA. Y cómo, estando enfermo del corazón, no ha dado ya un estallido. LETICIA. ¡Huy! GRACIA. Hay algunos hombres que al morir tienen que ir al Cielo y Pepe es uno de ellos. LETICIA. (Desolada.) ¡Dios mío! Entonces, ¿me lo voy a encontrar también allá? GRACIA. No. Porque tú no irás allá. LETICIA. ¡Ah! ¡Él, sí, y yo, no! Y Pepe, ¿por qué ha de ir?... ¿Por sus virtudes? GRACIA. No. Por tus defectos. (Se va por la derecha.) LETICIA. (Estupefacta.) ¡Por mis defectos! (A Amelia.) ¿Ha dicho por mis defectos? AMELIA. Sí, señora. Ha dicho por sus defectos. LETICIA. (Pensativa.) ¡Por mis defectos! (Suena un timbre dos veces.) 19 AMELIA. Llaman de abajo. Con permiso de la señora. (Inicia el mutis por el foro.) LETICIA. Amelia, ¿a ti te parece que tengo muchos defectos? AMELIA. (Deteniéndose en la puerta.) A mí me parece que no. Pero de mi opinión no se fíe la señora, porque yo cobro un sueldo en la casa. (Se va, cerrando la puerta.) LETICIA. (Despachurrada.) ¡Qué respuesta! Mi doncella de confianza, mi confidente. La que se pone mi ropa y usa mis perfumes. ¡Y hay que ver qué respuesta! No, claro... Es natural... (Paseándose por la habitación.) Si está una sola... Si, en el fondo, está una sola... (Paseándose y dejándose caer en su silloncito de espaldas al tocador.) Completamente sola... (Queda abismada, desolada, mirando al suelo. Por el tercero izquierda aparece Sigerico. Es un chico de veinte o veintiún años, que se escucha cuando habla, se observa cuando no habla y se admira cuando no habla y cuando habla. Viene vestido de trovador, sin nada a la cabeza, con melena, abrochándose el cinturón y ciñéndose la escarcela.) SIGERICO. Este señor Díaz es un berzas, que no tiene idea de cómo se vestían los elegantes en el siglo XIII. Si no fuera porque uno sabe de todo... (Intenta mirarse en el espejo del tocador, pero no lo consigue bien porque se lo tapa Leticia.) LETICIA. ¿Te estorbo? SIGERICO. Sí. (Leticia se levanta dócilmente y va hacia él diván, donde se derrumba de nuevo con aspecto mucho más desolado y dramático que antes. Sigerico se mira al espejo de frente, de lado, de espaldas; se atusa la melena, retrocede, avanza, siempre contemplándose y, al fin, no puede contener 20