Ignacio Borrajo Iniesta Catedrático de Derecho Administrativo y Letrado del Tribunal Constitucional Es indudable que la protección del derecho a la salud es una cuestión que afecta a todas las personas, y que existe un interés general de los poderes públicos en garantizar el mantenimiento de la buena salud de la población. En cualquier caso, desde la perspectiva limitada de los marcos nacionales e internacionales para proteger esa salud, se pueden señalar una serie de ideas elementales: por un lado, una realidad cambiante, por otro lado, una normativa también cambiante y compleja, y finalmente, una preocupación sobre la manera de garantizar que esos buenos deseos se conviertan en realidad en la práctica. La realidad cambiante se manifiesta en la actualidad en la existencia de una población envejecida, que hace que ahora mismo en Europa los poderes públicos deban hacer frente a unas cuestiones de salud pública extraordinarias hasta épocas recientes y en una dimensión realmente nunca conocida antes, que se conectan con una preocupación por la estabilidad presupuestaria y la exigencia de rigor en el gasto. Todo lo cual conlleva, obviamente, una serie de cambios que nunca hasta ahora se habían planteado con esta magnitud y seriedad. Junto a los factores referidos, se pone de manifiesto el hecho de que los pacientes cada vez lo son menos, es decir, el concepto de usuario de los servicios sanitarios ha variado sensiblemente. En España en concreto éste cambio cualitativo es muy visible, y los pacientes han pasado de la situación tradicional del tipo: “usted doctor haga lo que quiera y yo me someto a ello”, a la situación quizás inversa, siguiendo un poco nuestra tradición pendular de: “cualquier cosa que haga usted será tenida muy en cuenta por mi abogado para demandarle mañana y exigirle cuantiosas indemnizaciones”. En cualquier caso, junto a esa renovación de los intereses por los derechos de los pacientes, hay a su vez, también, un creciente movimiento internacional que afecta desde luego a las cuestiones migratorias, no sólo a las nuevas poblaciones que hay que atender, sino también a las nuevas enfermedades. En este sentido, se podría aludir a cómo los nuevos medios de transporte permiten que viejos conocidos de la salud europea, como son, el virus de la gripe, se transmitan a una velocidad realmente vertiginosa, que obliga y que pone en cuestión los mecanismos tradicionales. De esta forma, cuando en épocas anteriores las enfermedades infecciosas tardaban años en llegar desde su lugar de origen tradicional, y así, por ejemplo, una enfermedad originada en el Asia Central llegaba a Europa transcurrido ya el tiempo suficiente para prepararse y combatirla, hoy en día no es extraño que tan sólo se disponga de unos días para tener los mecanismos dispuestos para afrontar situaciones de virus infecciosos que provienen de otros países. Todos estos cambios, a su vez, coinciden con cambios vertiginosos en la tecnología médica, donde nunca antes se había contado con unos medios tan sofisticados, y otra serie de cuestiones, como puede ser la cultura o el contexto organizativo. Junto a esta realidad cambiante y que plantea numerosas cuestiones e interrogantes existe a su vez una normativa, no ya española sino también en el ámbito internacional. En este sentido, cabe destacar la Declaración Universal y toda una cascada de normas inspiradas en ella desde los últimos cincuenta años, que generan un densísimo entramado de textos legales que otorgan numerosos derechos a los pacientes y a todas las personas en el ámbito sanitario, en el ámbito de las Naciones Unidas, en la Organización Mundial de la Salud, en el ámbito del Consejo de Europa, donde hay una serie de convenios europeos de gran importancia, y recientemente también en la Unión Europea, donde se ha elaborado la Carta de Derechos Fundamentales. Frente a esta situación el riesgo enorme que se corre es que toda esta acumulación de derechos y de declaraciones internacionales y, por qué no, también nacionales, empezando por la Constitución, sea simplemente papel mojado. Eso es un riesgo que en nuestra cultura, en España, es muy peligroso, porque tenemos también desgraciadamente una cierta tendencia a la disociación entre la España oficial y la España real, a que se garanticen muchos derechos en nuestras normas y, sin embargo, la realidad discurra completamente al margen de todo ello. La pregunta que se nos plantea es: ¿Cómo se podrían afrontar esos riesgos de que toda esta enorme cantidad de derechos, que se han reconocido por nuestros textos legales o por los textos que nuestro país ha venido ratificando en el ámbito internacional, sean algo más que mero papel?. Evidentemente hay dos protagonistas fundamentales, que son: de un lado el médico -y junto a él todo el personal sanitario-, y de otro, el paciente o usuario de los servicios sanitarios. El médico ha de estar bien formado, ha de contar con una retribución justa, ha de tener los medios adecuados, y en ese punto concreto, desde la perspectiva jurídica, hay un elemento esencial señalado ya por toda una serie de comités y declaraciones que pretenden cambiar la mentalidad de los profesionales de la medicina, que promueve acudir a técnicas preventivas, al diagnóstico.., en fin, toda una serie de formas de hacer absolutamente fundamentales. Y como la ética profesional es algo irremplazable y es tan antigua como Hipócrates, es decir, realmente en esto no estamos descubriendo nada pero conviene que la avalancha de derechos de los pacientes no nos hagan olvidar cosas esenciales, que ya los griegos o los romanos sabían perfectamente. Por otro lado está el paciente. El paciente, que evidentemente ha de ser también una persona con formación, con educación, que evidentemente tiene que asumir un nuevo papel, ya no puede ser simplemente un objeto de la medicina, ha de pasar también ha ser considerado sujeto, y en este punto concreto es donde quizás toda esta avalancha de derechos está introduciendo cambios, que incluso desde el punto de vista más concreto y más operativo jurídico es más destacado. El paciente ya no tiene simplemente que obedecer las indicaciones, las prescripciones del médico, y lo que tiene que hacer es asumir su propia responsabilidad en el cuidado de su salud. El estilo o forma de vida es una cuestión absolutamente decisiva, como también lo es la propia consulta médica, donde el paciente adopta ahora una posición fundamental, los textos, los derechos, que le están reconociendo, tanto en nuestra Constitución como sobre todo determinadas declaraciones internacionales, lo convierten en sujeto protagonista, junto con el médico. El problema radica en que en esta nueva situación, las reglas deben ser muy claras y muy fáciles de comprender para todos, tanto para el médico como para los pacientes. Ése es el enorme riesgo que se corre, que la enorme acumulación de reglas, de declaraciones, de convenios europeos, de cartas de derechos fundamentales o de más textos jurídicos, acaben haciendo olvidar las cosas fundamentales, que además son importantísimas. De hecho, en el momento en que se lleva a cabo un diagnóstico, normalmente lo que hace falta es tiempo, porque no se suele tener ocasión de consultar al abogado y, en cualquier caso, aunque se consulte al abogado, éste tan sólo suele contar con unas horas para poder ofrecer asesoramiento jurídico, tanto al médico como al paciente. En consecuencia, lo fundamental es que haya una serie de reglas, muy claras, que permitan orientar las decisiones que han de tomar tanto el médico como el paciente, en términos que sean obviamente lo más adecuados posible. En este contexto, se podrían destacar algunas de estas reglas sumidas en la marabunta de normas y de leyes existentes en la actualidad. Desde mi punto de vista, evidentemente, las más importantes son las que están en nuestra Carta Magna, que consagra al paciente como titular del derecho fundamental a la salud y a la protección a la salud, constituyendo un principio rector que, como tal, tiene un desarrollo legislativo y unas garantías a través de la Administración Sanitaria, la Ley General de Sanidad, y de toda una serie de normas y de jurisprudencia que lo desarrolla. Sin embargo, hasta fechas muy recientes en España no se había dado el paso de configurar este principio rector como Derecho Fundamental directamente invocable ante los Tribunales, hecho éste que está empezando a cambiar, quizás en parte por los textos internacionales. Entre ellos, cabe destacar, indudablemente, la Carta de los Derechos Fundamentales, cuyo artículo 3, al hablar del derecho a la integridad de la persona, equivale a nuestro derecho fundamental a la integridad física, artículo15, que reconoce toda una serie de facetas novedosas para nosotros, siendo la más importante, quizás, desde el punto de vista concreto práctico, el consentimiento libre e informado. En este sentido, nuestro Tribunal Supremo ha dictado varias importantes sentencias en el año 2001, reconociendo que el derecho al consentimiento libre informado es un derecho fundamental, no una mera garantía o cuestión programática, sino que es realmente un derecho esencial que rige las relaciones entre médico y paciente. Por otra parte, el Convenio Europeo sobre los Derechos del Hombre y la Biomedicina, elaborado en el ámbito del Consejo de Europa, y cuya firma tuvo lugar en la ciudad de Oviedo hace no muchos años, introduce toda una serie de reglas que inciden directamente en, entre otras cosas, el consentimiento libre informado. En efecto, el Convenio dedica al mismo una serie de artículos muy importantes, donde se acuerdan, entre otros, el derecho a ser informado en determinados casos por escrito – práctica hasta ahora inusual en España-, el derecho a no ser informado –que consagra el deber de respeto a la voluntad de una persona a ignorar su diagnóstico-, o, por ejemplo, algunas reglas muy importantes en relación con los menores, donde la opinión del menor será tomada en consideración, como un factor que será tanto o más determinante, en función de su edad y su grado de madurez. Los derechos de los menores reconocidos en el referido Convenio de Oviedo conectan directamente con alguno de los problemas surgidos recientemente, y que han dado lugar a importantes novedades en nuestra la jurisprudencia constitucional. En efecto, el Tribunal en sentencia del año 1996 en el caso Alegre, sobre un problema de negación a recibir una transfusión de sangre de unos Testigos de Jehová, afirmó que todas las personas, incluyendo los menores, tienen derecho en virtud del derecho a su integridad física, a decidir libremente los tratamientos médicos que se les pudieran aplicar, teniendo derecho a negarse a recibir un tratamiento médico, y eso por supuesto puede quedar subordinado en determinadas circunstancias al derecho a la vida, que predomina sobre los derechos de libertad, pero sólo en determinadas circunstancias e intentando llevar a cabo lo que el Tribunal denomina, una concordancia práctica entre el derecho a la vida, por un lado, y los derechos de libertad por otro. En cualquier caso, todos estos datos indican un cambio, no sólo en la situación de los pacientes y de los médicos, en el contexto presupuestario organizativo, o en el panorama social, sino que también se está experimentando un cambio en los datos normativos. Y no ya por la acumulación de normas y de textos, muchos de ellos provenientes de instancias supranacionales, sino porque también en nuestro sistema jurídico concreto y vigente, se están introduciendo pequeños cambios que darán lugar a lo que en su día podría ser un cambio real de situación. En este sentido, desde el momento en que se reconoce a los pacientes el derecho a que sean ellos los que tomen las decisiones sobre su propia salud se está reorganizando, desde el punto de vista “micro social”, la relación individual de confianza entre médico y paciente, y se están reconfigurando los datos esenciales. Esta circunstancia, ya está alumbrando en numerosas leyes y textos, y ha comenzado a tener producir consecuencias prácticas muy concretas. En la actualidad nos encontramos, quizás, ante una relación médico-paciente que se esté dirigiendo al extremo contrario, es decir, a una situación de medicina defensiva con un posible exceso de reclamaciones. Y, en este punto concreto, se podría caer en el riesgo de una excesiva judicialización de la actividad médica. Las reclamaciones de derechos, evidentemente, sólo entran en funcionamiento cuando surgen problemas y lo ideal es evitar y prevenir los mismos. Desde este punto de vista los mecanismos alternativos, como puedan ser los filtros de control, como los defensores del paciente, son siempre bienvenidos y constituyen alternativas que deben potenciarse precisamente para permitir que el sistema judicial se dedique a resolver las cuestiones más graves. Evidentemente, la posibilidad de acudir a mecanismos no judiciales para solventar los posibles conflictos surgidos en el ámbito sanitario, no obsta para dirigirse a los tribunales de justicia, si el perjudicado lo estimara conveniente. Se trata de dos mecanismos acumulativos y no alternativos. Donde, la ventaja de los mecanismos no judiciales radica en la ausencia de rígidos formalismos y la mayor celeridad de la resolución del conflicto. Sería deseable que la existencia de este tipo de vías no judiciales, fuera potenciada y desarrollada con las normas y medios suficientes para dar solución a cierto tipo de problemas en las relaciones de los usuarios con sus servicios sanitarios, pues sólo de esta forma el desarrollo de este tipo de medios alternativos funcionaría efectivamente, permitiendo reducir muchísimo la litigiosidad. Querría terminar con el recuerdo de uno de los grandes Médicos y Humanistas españoles, el Profesor Laín Entralgo, que decía “que la Medicina se basa en una serie de reglas elementales y muy antiguas, una de ellas, la confianza básica entre médico y paciente y la capacidad de escuchar el médico al paciente y el paciente al médico”. Reflexión ésta, que nos obliga a concluir que todo este enorme movimiento y desarrollo de derechos fundamentales y de derechos humanos, en materia sanitaria, al final nos redescubre ciertas verdades elementales que, periódicamente, quedan ofuscadas por la hojarasca del presente.