La batalla de las ideas Jacobo Zabludovsky Los derechos del hombre y del ciudadano; la libertad y la tolerancia; la opción a profesar cualquier religión y a expresar sin cortapisas las ideas; París, sus calles, sus escritores, sus personajes y sus artistas dan sustento al discurso de agradecimiento de Jacobo Zabludovsky en la ceremonia en que el pasado 29 de septiembre recibió el grado de Caballero de la Legión de Honor que otorga el Gobierno de Francia. Constituye para mí una gran distinción recibir la Legión de Honor en grado de Caballero. Las insignias de la Legión de Honor están entre las condecoraciones más preciadas del mundo, por lo cual expreso al señor Richard Duque, Embajador de Francia en México y, por su conducto, al Señor Presidente Jacques Chirac el haber considerado mi vida personal y profesional merecedora de tal premio. Durante mi desempeño de más de seis décadas en el periodismo me he guiado con apego a valores y verdades históricas que en gran medida se han gestado en Francia, verdades que reúnen y mezclan la dignidad humana con los sueños del trabajo y la fuerza de la solidaridad con la de la inteligencia. El caminante que disfruta de la belleza de los Campos Elíseos se habrá detenido alguna vez ante ese bronce que muestra a Charles de Gaulle con paso firme, reflejo exacto de lo que fue su vida. En el pedestal está esculpida una frase del caudillo de la Francia Libre: “Hay un compromiso de siglos entre la grandeza de Francia y la libertad del mundo”. Quien memoriza esas palabras llevará para siempre consigo el espíritu de una nación cuyas enseñanzas siempre han ido más allá de sus fronteras y es- 72 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO timulado la lucha de otros pueblos por un mejor destino para sus ciudadanos. No es una casualidad que el creador de la Orden Nacional de la Legión de Honor sea el mismo autor de un Código Civil, este año hace doscientos, que precisa a cada hombre, a cada mujer, a niños y ancianos el goce de derechos y el cumplimiento de obligaciones separadas por primera vez con una absoluta claridad y en el lenguaje más preciso de ley alguna. Había el antecedente insoslayable de la declaración de Derechos del hombre y del ciudadano de 1789, cuyas primera palabras establecen que los hombres nacen iguales en derechos, que las distinciones sociales no pueden fundarse más que sobre la utilidad común y que nadie debe ser molestado por sus opiniones, incluso religiosas, con tal de que su manifestación no altere el orden público definido por la ley. El Código Civil al que dio aliento el Emperador tomó de Napoleón su nombre para siempre y a partir de entonces salió de las sacristías el testimonio de nacimientos, matrimonios y defunciones. Se creó un registro ciudadano laico en recintos sin señales sacras y lugares para bodas dignas ante funcionarios públicos, y panteones que LA BATALLA DE LAS IDEAS desde entonces llamamos civiles. Y cumplida la ley, cada persona podía, si lo deseaba, observar los preceptos de su religión. En honor a Napoleón Bonaparte, el estratega militar, se han erigido numerosos monumentos. Ninguno mejor, ni más grande, ni más fecundo que el Código Napoleón. Es la primera colección moderna de leyes, piedra fundamental de la cultura jurídica y política de Francia, fuente de inspiración para la mayoría de los códigos civiles en el mundo, entre ellos, por supuesto, los vigentes en México en 1870, 1884 y 1928. A la luz de la declaración de 1789 donde se garantizó la libre manifestación de los pensamientos y opiniones y de ese laicismo que inspira el Código de 1804, presenciamos hoy un desafío que pone en riesgo no sólo la paz mundial sino la sobrevivencia misma del hombre sobre la tierra. Somos testigos de una nueva manera de hacer la guerra. Hemos sido víctimas del ataque a civiles inermes en el corazón de ciudades alejadas de trincheras convencionales o de frentes tradicionales de combate. Se emplean nuevas armas que el mundo no terrorista debe enfrentar también con otras armas. Un enemigo que emplea métodos sin precedentes no puede ser derrotado con las armas habituales, no se puede combatir la herramienta bélica con más herramienta bélica, la violencia contra la violencia no conduce a la paz y la fuerza, a veces criminal, para combatir criminales, no crea una mejor relación entre los hombres y los pueblos. Si el adversario es alentado por una idea fanática, combatamos esa idea con ideas de contrapeso. Las causas del terrorismo no son sólo las creencias en fuerzas sobrenaturales llevadas al extremo. Hay otros ingredientes imposibles de olvidar: la miseria ancestral que padecen algunos pueblos; su lucha contra la discriminación, su anhelo de poseer una tierra y tal vez otras razones expliquen su conducta violenta. Pero el denominador común del terrorismo actual es el fundamentalismo religioso. Para este combate las armas convencionales no parecen ser las más eficaces. Si la batalla es de ideas libremos el combate con ideas. ¿Cuál puede ser el contrapeso al fanatismo? No desechemos la posibilidad de que pueda ganarse esta guerra mediante la defensa de un laicismo respetuoso de todas las religiones por igual. El estado laico, idea de la Francia permanente, el laicismo como convicción y aliento de la igualdad, la libertad y la fraternidad, se ofrece hoy como la contrapartida del caos y del desastre. Su fortaleza habrá que agradecérsela al Estado francés que en estos días ha impedido las manifestaciones de culto extremo por parte de alumnos que acuden a las escuelas públicas exhibiendo en forma ostentosa las señas de alguna de las grandes religiones. La ley que prohíbe los símbolos sacros llamativos y externos debió hacer frente a una cerrada oposición de voceros religiosos o de líderes de organizaciones que los acompañan. Estas organizaciones desfilan en las calles, intervienen en la televisión y presentan como víc- Victor Hugo Jules Verne timas de la sociedad francesa a quienes se obstinan en violar la ley que en una inédita convergencia unió los votos de diputados de izquierda y de derecha y demostró REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 73 Alexandre Dumas la unidad de criterios en una sociedad dispuesta a impedir el retorno al pasado. El primer ministro francés, Jean-Pierre Raffarin, así lo comprendió cuando declaró, al conocerse la aprobación de la ley, que de este modo “quedan reforzadas la República y la laicidad”. La tolerancia es en Francia cimiento de su cohesión social que derivó en preceptos invaluables de respeto a la dignidad humana. Presente la enseñanza histórica que moldea la autodeterminación francesa, resulta imposible entender cualquier lógica que exija a Francia traicionar su libertad transgrediendo su propio estado de derecho. Rousseau fue muy claro al precisar “La obediencia a una ley que nosotros mismos aprobamos, es libertad”. En los últimos meses el Presidente Chirac ha reprobado con voz enérgica y con la aplicación estricta de las leyes, los brotes de intolerancia, en especial los actos antisemitas contra personas, sinagogas y panteones. La firme actitud del presidente de Francia lo ubica como un heredero de las luchas heroicas del pueblo francés por la defensa de principios convertidos en leyes que propician y protegen el derecho de opinar y de profesar cualquier religión si no lastima, invade, ni mutila la convicción ajena. La idea del laicismo en el marco de preceptos jurídicos muestra hoy en Francia su eficacia como el mejor muro contra la violencia xenofóbica. Debemos expresar, sin embargo, nuestra preocupación ante estos brotes violentos que en épocas no tan remotas fueron primeros síntomas de tragedias cuyas dimensiones no acabamos de lamentar. La historia nos advierte que no debemos tolerar actos criminales creadores de una atmósfera propicia para delitos cada vez más atroces. Todos debemos combatirlos hoy, conscientes de su peligro, para impedir que se multiplique el número de sus víctimas y llegue una vez más 74 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO Honoré de Balzac a cifras industriales. El combate debe ser hoy con toda la intensidad porque mañana puede ser tarde. Hay muchas maneras de llegar a París. Se puede llegar por tierra como lo hizo el general Le Clerc. Se puede llegar por aire como lo demostró Charles Lindbergh. Hay numerosos caminos: Enrique IV intercambió el mejor eslogan de promoción turística de la historia cuando dijo “París bien vale una misa” y recibió a cambio un pase vitalicio, una tarjeta de todo pagado y otra de viajero frecuente. Yo entré a París la primera y muchas de las veces posteriores por el camino insólito del mercado de La Lagunilla en la Ciudad de México. Encontré compañeros de viaje en los tenderetes de libros viejos donde Edmundo Dantés me hizo un hueco para huir con él del castillo de If y me alojó en su casa de Campos Elíseos número treinta. En las novecientas páginas de su vida esperé que compartiera conmigo el tesoro del abate Paria pero a lo más que llegué fue a probar de su plato la salsa de la venganza que se toma fría. Fui a París como el quinto de los tres mosqueteros. Con Eugenio Sue conocí fuentes y misterios. Casi aprendí de memoria las veintidós entregas periodísticas de los Pardallán. Me inspiró cariño y lástima el jorobado que me enseñó todos los escondites de Notre Dame y cuando quise pagarle el pan a Jean Valjean ya lo habían metido a la cárcel por robárselo. Fue fácil, después de Victor Hugo, regresar a París con Honorato de Balzac. Mis viajes a París en esa época no llevaban orden ni siquiera cronológico, dependieron de mi capacidad de compra y de la oferta de cada libro viejo. Así se explica que conociera al Padre Goriot antes de las pasiones humanas que Molière reflejó como un espejo. Llegué a París con la Enciclopedia de Diderot y con el periodismo incendiario de Marat. LA BATALLA DE LAS IDEAS ...sólo en París pueden pasar ciertas cosas porque en la ciudad más bella del mundo la realidad es más hermosa que la imaginación. Hice una escala con Pierre Loti antes de navegar con él hasta el Cuerno de Oro. Guy de Maupassant me presentó a Mademoiselle Fifí en la perfecta parábola breve e intensa del respeto a la dignidad que puede florecer hasta en una persona dedicada a vender su propio cuerpo. Con Julio Verne fui, no me acuerdo cuántas veces, porque no me dejó en París tranquilo. Atravesamos África en globo durante cinco semanas, le dimos la vuelta al mundo en ochenta días y yo flotaba en la superficie del mar después de volar alrededor de la Luna cuando la voz alegre y clara de Michel Ardan advirtió con acento de victoria: “La blanca domina, Barbicano, la blanca domina”. Jugábamos al dominó. Así comprobé que sólo en París pueden pasar ciertas cosas porque en la ciudad más bella del mundo la realidad es más hermosa que la imaginación. Sólo así se explica que una mañana fuéramos a comprar zapatos al barrio latino y termináramos en la taberna de la esquina con dos amigos llamados Mercedes y Gabriel García Márquez. Y la vez aquella que un hombre de ochenta y ocho años nos invitó con su secretaria inglesa a la discoteca Elisée Matignon. Arthur Rubinstein propuso ese antro para estrenar el smoking de Charvet y luego en su casa, que había sido de Debussy, curamos la desvelada con callos a la madrileña. Y la madrugada en que encontramos a María Félix viendo escaparates de las galerías de arte como si estuviera en un museo al aire libre y con ella terminamos de verlos hasta que antes del amanecer llamó a su chofer y en su Rolls Royce su esposo, el parisino pintor Antoine Tzapoff nos llevó a conocer el Hotel del Norte y otros escenarios de viejas películas entre sombras y nieblas. No me atrevo a decir cuántas veces he entrado y salido de París. Lo que pasa, ahora me doy cuenta, es que nunca he salido. Hay un París. Quiero hablar de ese París que tiene el secreto de convertir en franceses a los genios dispersos y de hacer que los milagros parezcan hechos rutinarios. Es ahí donde Picasso es un pintor francés nacido en Málaga. Clausell un pintor francés nacido en México. Es ahí donde Le Corbusier es un arquitecto francés nacido en Suiza. Chagall un pintor francés nacido en el ghetto ruso. Modigliani un pintor francés de la Italia sefardita. Y Simenon un escritor francés nacido en Bélgica. Es ahí donde Robert Capa es fotógrafo francés nacido en Hungría. Es ahí donde se hace francesa una vedette nacida en los Estados Unidos a la que un día, en la Plaza Garibaldi de México, la llamé Josephine Baker y me corrigió con energía: Josephine Bakér, s’il vous plait. De esa Francia todos tomamos frutos como si fueran frutales los árboles de todos sus bosques. Si la Francia revolucionaria nos dio un nuevo personaje político llamado ciudadano, la urbe francesa nos dio el museo como concepto. Y quisiera perderme entre las palabras esta noche como lo hago cuando puedo vagar sin rumbo por las calles y callejones más antiguos de París. Pero el discurso tiene un límite y a cambio de dejar fuera otros recuerdos agrego un último sentimiento: el del amor por una ciudad sin cuya historia no se entiende la de la humanidad, sin cuya poesía algo nos estaría faltando, sin cuyo paisaje urbano no tendrían otras ciudades dónde mirarse, sin cuyas trescientas cincuenta variedades de queso y la espera anual del Beaujolais no sería ciencia la gastronomía, sin cuyo cultivo del pensamiento filosófico y sin cuya vocación de vestir a la mujer con aromas no estaríamos completos. Faltaría la ilusión. París puede decir también y mejor que nadie: nada de lo humano me es ajeno. Al recibir este premio siento que las cosas se hacen al revés, porque se premia a quien debería premiar a Francia y a París por todo lo que a lo largo de su vida le han dado. La condecoración que hoy recibo y acepto con profunda emoción es uno más de los obsequios de los que soy deudor a la generosidad de Francia. Jean-Jacques Rousseau REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 75