La instrucción religiosa, una luz para el alma

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LA INSTRUCCIÓN RELIGIOSA ES LA LUZ DEL ALMA
ABC de lo que el cristiano debe saber, celebrar, practicar, defender y difundir
Sr. Cura Dr. Félix Castro Morales
Producción literaria de Espiritualidad
Sr. Cura Dr. Félix Castro Morales
El Sr. Cura Félix Castro Morales a partir del 2005, ha escrito veinticuatro obras
con la presente: LA INSTRUCCIÓN RELIGIOSA ES LA LUZ DEL ALMA. ABC
de lo que el cristiano debe saber, celebrar, practicar, defender y difundir.
1º.) ¡Vamos a la Madre del Redentor! Es un modesto librito que ayuda a despertar la
devoción del santo Patriarca, en pro de una vida más cristina y apostólica. 17×21 cm, 78
pág.
2º.) ¡Vamos al Custodio del Redentor! Es un pequeño Manual que ofrece
reflexiones, devociones y oraciones, fechas y fiestas marianas más populares. 17×21 cm,
118 pág.
3º.) Una luz en mi camino, de la vida a la reflexión y de la reflexión a la vida”:
reflexiones íntimas, que iluminan la vida en sus diversos estados, llevan por el camino de
la fe y de la esperanza, como testigos de Jesús. 17×21 cm, 174 pág.
4º.) Caminando de la mano de Dios. Presenta los testimonios de los hombres de
Dios, hechos oración. 17×21 cm, 328 pág.
5º.) Identidad y espiritualidad del sacerdote. Esta obra presenta el trabajo de la tesis
de maestría y Doctorado, muy propia para sacerdotes y laicos. 17×21 cm, 450 pág.
6º.) Espiritualidad sacerdotal mariana. Es una invitación a vivir la espiritualidad
mariana, a vivir de la mano de María en la vida cotidiana. 17×21 cm, 148 pág.
7º.) Agosto 2006: Nuestra Señora de la Soledad, Patrona, Reina y Madre, historia
de fe, esperanza y amor. Pretende facilitar algunos datos fundamentales sobre la historia
de la fe y esperanza en torno a Nuestro Patrona y Reina. 17×21 cm, 134 pág.
8º.) Dejarse seducir por la Palabra, que da vida eterna, Homilías de los ciclos
ABC. Domingo a domingo la palabra de Dios.17×21 cm, 525 pp. Precio $180.oo
9. “LA ALTÍSIMA VOCACIÓN DE AMAR Y SERVIR, La misión de los fieles
cristianos en la parroquia”. Ofrece la doctrina básica de los files cristianos en su ser y
hacer como miembros de la Iglesia. 12.5×16 cm, 303 pp. Precio $100.oo
10. “LINDA JOYA DE IRAPUATO”, historia y arquitectura, devoción y teología
en torno a nuestra Señora de La Soledad. Destaca la teología, la fe y devoción a la Reina
de Irapuato. 256 páginas, 11.5×16.7 cm. Precio $ 90.oo
11. “SAN JOSÉ, Custodio de Jesús y de María; Padre, Maestro, Modelo y
Protector de los fieles cristianos. Es la vida y misión de san José, desde la Escritura, el
Magisterio de la Iglesia y el pensamiento y la vida de los santos. 500 páginas, 11.5×16.7
cm. Precio 150.oo
12. “¿POR QUÉ ESTÁN CON TANTO MIEDO?, ¿AÚN NO TIENEN FE?…”
(Mc 4, 40). Jesucristo tiene interés por tus problemas. Es una obra para todos: da
respuesta a las variadas situaciones y preguntas del hombre, que no tiene claridad sobre
Dios y de sí mismo. 875 páginas, 11.5×16.7 cm. Precio $ 200.oo
13. SAN BERNABÉ DE JESÚS, el Mártir de la Eucaristía. Son pequeños rasgos
de la historia cristera, en que vivió nuestro mártir de la Eucaristía. 275 pp. 11.5×16.7 cm.
Precio $ 90.oo.
14. VISITANDO A LAS FAMILIAS, Nuestra Señora de la Soledad. Es una guía
para las visitas de Nuestra Señora de La soledad a las familias, impulsa a la devoción a la
Reina 11.5×16.7 cm. Precio $ 70.oo
15. “VENGAN A COMER” La Palabra de Dios meditada en la primera lectura
año I-II. 760 pp. 11.5×16.7 cm. Precio 180.oo
16. LO QUE CREEMOS LOS CATÓLICOS. Desarrolla los temas centrales del
Credo. 263 Pág. 11.5×16.7 cm. Precio $80.oo
17.
HISTORIA
Y
EVANGELIZACIÓN,
ARQUITECTURA
Y
MANIFESTACIONES DE LA FE EN IRAPUATO. Los cuatro primeros templos del
centro histórico: el Hospitalito, san José, la Catedral y el Santuario de nuestra Señora de
La Soledad. 263 Pág. 11.5×16.7 cm. Precio $70.oo.
18. LA BELLEZA Y LA ENSEÑANZA DE LOS SALMOS. Reflexiones para la
Misa de cada día, Año I-II. Meditaciones breves sobre el salmo de cada día. 810 Pág.
11.5×16.7 cm. Precio $160.oo.
19. PARA CONOCER, MEDITAR Y VIVIR EL SANTO ROSARIO. “Don del
corazón de la Virgen para sus hijos”. Es una síntesis de la doctrina cristiana, explicando
cada frade de las oraciones del Rosario 840 Pág. 11.5×16.7 cm. Precio $170.oo
20. CURSO BÁSICO PARA MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA SANTA
COMUNIÓN. Es un manual con elementos doctrinales esenciales sobre la identidad y
misión del MESC. Consta de 174 Pág. 11.5×16.7 cm. Precio $ 50.oo
21. CONOCER PARA VIVIR LA SANTA MISA, para apropiarse de las infinitas
gracias de la Eucaristía, y ser ordenados y quitar defectos en la celebración. De 203
páginas, 11.5x16.7 cm, costo $ 50.oo
22. EL DESEO DE DIOS. ¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Busca hacer
conciencia de que la felicidad que el hombre busca, sólo está en Dios. 21x17 cm. 204 pp.
23. “CREO EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS”… Esta obra afirma la realidad y
efectos del pecado, y por otra parte la misericordia y el amor de Dios para el corazón que
reconoce su pecado y se arrepiente.
24. LA INSTRUCCIÓN RELIGIOSA ES LA LUZ DEL ALMA. ABC de lo que el
cristiano debe saber, celebrar, practicar, defender y difundir. Busca dar a conocer,
brevemente, qué es el Cristianismo, qué necesitamos conocer, celebrar y practicar,
anunciar y defender para que nuestra alma se llene de luz y crezca en la fe, en la
esperanza y en el amor.
Portada exterior derecha
Esta obra que tienes en tus manos querido lector, te dará a conocer, brevemente,
qué es el Cristianismo, qué necesitas conocer, celebrar y practicar, anunciar y defender
para que tu alma se llene de luz y crezca en la fe, en la esperanza y en el amor.
Este libro tiene como fuente el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica y el
Catecismo de la Iglesia Católica; esperando llene de luz y de paz tanto al cristiano
instruido, como al que carece del conocimiento básico de la religión cristiana.
Consta de cinco partes:
1ª.) Lo que debo conocer: Con el estudio de estas verdades, el hombre ve
contestadas las más grandes incógnitas de su existencia: qué somos, de dónde venimos y
a dónde vamos. Todo el misterio que nos rodea se ve iluminado por un Dios que nos
crea, nos redime y nos santifica para hacernos partícipes de su infinita felicidad.
2ª.) Celebremos el misterio cristiano: En la liturgia, “se ejerce la obra de nuestra
redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye mucho a que los
fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza
genuina de la verdadera Iglesia (SC 2).
3ª. Nuestra vida en Cristo: Del conocimiento que tenemos de Dios por el estudio
del Dogma y de la celebración del misterio de Cristo, se desprende lógicamente un
conjunto de deberes para con Él y con el prójimo: Los Diez Mandamientos y con los
cinco Mandamientos de la Iglesia, nos indican la manera de relacionamos con nuestro
Creador y Redentor y con nuestros hermanos.
4ª.) La oración en nuestra vida cristiana: La oración es la elevación del alma a
Dios; es relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno,
con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus corazones.
5ª.) Respuestas a algunas dudas más frecuentes: Ciertamente en los tiempos
actuales, no basta con la instrucción Dogmática o Moral, sino que debemos instruirnos
también en la Apologética, que es el estudio de las razones que tenemos para creer.
Que con este estudio, apreciable lector, comprenderás mejor el inmenso amor de
Dios al hombre, su grandeza infinita como el Creador del Universo y, por tanto, la
obligación de rendirle culto de adoración a Él sólo y el privilegio de servir a tan gran
Señor. ¡Jesús salvador de los hombres, sálvanos!
INTRODUCCIÓN
“PADRE, esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu
enviado Jesucristo” (Jn 17,3). “Dios, nuestro Salvador... quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2,3-4). “No hay bajo el cielo
otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12), sino
el nombre de JESUS.
Esta obra que tienes en tus manos querido lector, te dará a conocer, brevemente,
qué es el Cristianismo, qué necesitas conocer, celebrar y practicar, anunciar y defender
para que tu alma se llene de luz y crezca en la fe, en la esperanza y en el amor.
Consta de cinco partes:
1ª.) Lo que debo conocer: Nos rodea el misterio. Desde la contemplación del cielo
estrellado hasta el comportamiento de las partículas subatómicas, pasando por los
maravillosos instintos de los animales y el funcionamiento de nuestro propio cuerpo, el
hombre se pregunta la razón, el sentido y el origen mismo de todo esto. Con el estudio de
estas verdades, el hombre ve contestadas las más grandes incógnitas de su existencia: qué
somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Todo el misterio que nos rodea se ve
iluminado por un Dios que nos crea, nos redime y nos santifica para hacernos partícipes
de su infinita felicidad.
2ª.) Celebremos el misterio cristiano: En la liturgia, la Iglesia celebra
principalmente el Misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación.
Es el Misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia a fin de que los
fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo. En efecto, la liturgia, por
medio de la cual "se ejerce la obra de nuestra redención", sobre todo en el divino
sacrificio de la Eucaristía, contribuye mucho a que los fieles, en su vida, expresen y
manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza genuina de la verdadera
Iglesia (SC 2). Con razón se considera la liturgia como el ejercicio de la función
sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza,
según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico
de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público. Por ello, toda
celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es
acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no
la iguala ninguna otra acción de la Iglesia (SC 7).
3ª. Nuestra vida en Cristo: Del conocimiento que tenemos de Dios por el estudio
del Dogma y de la celebración del misterio de Cristo, se desprende lógicamente un
conjunto de deberes para con El. Los Diez Mandamientos que Dios dio a Moisés en el
monte Sinaí, interpretados y ampliados por nuestro Señor Jesucristo en el Sermón de la
Montaña (Mt.5) y complementado con los cinco Mandamientos de la Iglesia, nos indican
la manera de relacionamos con nuestro Creador y Redentor. Es lo que llamamos la Moral
Cristiana.
4ª.) La oración en nuestra vida cristiana: La oración es la elevación del alma a
Dios o la petición al Señor de bienes conformes a su voluntad. La oración es siempre un
don de Dios que sale al encuentro del hombre. La oración cristiana es relación personal y
viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con
el Espíritu Santo, que habita en sus corazones. La oración es, pues, una dimensión
fundamental, ineludible de la existencia humana, pues ella es ámbito privilegiado para
orientarse a vivir ese encuentro plenificador. La oración es diálogo, es comunión, es
relación personal y personalizante, entrega personal e íntima. De ahí que quien prescinde
de la oración en su existencia, mutila su vocación a ser persona humana, ya que priva a su
ser del impulso fundamental que es el encuentro con Dios.
5ª.) Respuestas a algunas dudas más frecuentes: Ciertamente en los tiempos
actuales, no basta con la instrucción Dogmática o Moral, sino que debemos instruirnos
también en la Apologética, que es el estudio de las razones que tenemos para creer. Ya el
primer Papa de la Iglesia, San Pedro, nos urge a “saber dar razón de nuestra esperanza”.
(1 Pe 3,15). Con el estudio de la Apologética, descubrimos la solidez de la Doctrina
Católica y cómo la Religión Verdadera es el Cristianismo predicado y vivido por la única
Iglesia Verdadera que es la fundada por Jesucristo mismo: la Iglesia Cristiana: Una,
Santa, Católica Apostólica.
En estas cinco partes encontrarás cuáles deben ser las creencias y cuál la conducta
de un verdadero cristiano, y te librarás de muchas dudas y errores.
Este libro tiene como fuente el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica y el
Catecismo de la Iglesia Católica; esperando llene de luz y de paz tanto al cristiano
instruido, como al que carece del conocimiento básico de la religión cristiana.
Es un hecho universalmente aceptado, que para hacer algo y sobre todo para
hacerlo bien, es indispensable tener una cierta instrucción para ello. Para hacer cuentas,
por ejemplo, necesitamos saber al menos aritmética; para construir una casa, haber
estudiado arquitectura; para curar enfermedades, más vale saber medicina y hasta para
cocinar bien, necesitamos estudiar el arte culinario o al menos consultar cuidadosamente
las recetas.
Sin embargo sucede que hacemos generalmente una trágica excepción: para el
asunto más importante de nuestra existencia, como es la salvación eterna, nos creemos
peritos sin haber abierto un libro, sin haber tomado un curso, sin haber consultado a un
experto.
Causa tristeza ver cómo personas que no se atreverían a hablar de un tema que no
conocen, por ejemplo de las tragedias de Sófocles, de las teorías gravitacionales de
Newton o de los misterios de la cibernética, opinan y discuten acaloradamente de
RELIGION aunque no hayan leído jamás la Biblia o tenido en sus manos alguna de las
Encíclicas Papales o algún libro de instrucción religiosa.
Encontramos a muchas personas que no viven lo que creen y han terminado por
creer como viven, pensando que lo saben todo y que tiene ya el pase a la vida eterna por
haber recibido los sacramentos, pero bien ignorantes en religión, creyéndose “muy
católicas”, incluso niegan verdades perfectamente demostradas, dogmas de fe
definitivamente establecidos, normas morales indiscutibles. Ignorando absolutamente los
fundamentos de nuestra Religión Cristiana Católica, llegando a decir verdaderas herejías.
¿Podrán llamarse verdaderamente católicas aquellas personas que niegan la
Santísima Trinidad, la divinidad de Jesucristo, la infalibilidad Pontificia o la existencia
del infierno o del cielo?
¿Serán católicos los que aceptan el divorcio como disolución del vínculo
matrimonial con la posibilidad de otras uniones, el uso de anticonceptivos o mutilaciones
para evitar los hijos, los que quieren hacer aceptable la homosexualidad como una simple
“opción sexual”? ¿Qué pensar de aquellas que se auto denominan "católicas en favor del
aborto”?
Evidentemente una de las causas de la ignorancia religiosa de nuestro pueblo es la
escuela laica impuesta por el artículo tercero de la Constitución que priva al 90% de los
niños y jóvenes del estudio de la Religión, ya que no todos pueden pagar escuelas
privadas, por lo general dirigidas por institutos religiosos.
Con el transcurso de los años, los ahora adultos han perdido de vista la tremenda
importancia de dichos estudios y se han concretado a la práctica de ciertas tradiciones,
cada vez menos frecuentes y cada vez más vacías de sentido.
La asistencia a la Misa Dominical, por ejemplo, depende ahora del famoso “voy a
Misa cuando me nace” y las ceremonias como Bautizos, Primeras Comuniones, quince
años y Matrimonios, han perdido su carácter sagrado para convertirse en simples
ceremonias sociales. Nuestras Parroquias son “centros ceremoniales” en donde lo que
menos importa es el encuentro con Dios.
Cuando las prácticas religiosas carecen de fundamento racional, se convierten en
tradiciones sentimentales o folklóricas, incapaces de elevar el alma a Dios y proporcionar
los elementos espirituales necesarios para llevar una vida cristiana que asegure la
salvación eterna.
Para el que no está debidamente instruido en Religión, ésta viene a ser una carga,
un conjunto de prejuicios que sin fundamento racional se aceptan por puro
sentimentalismo, se siguen por rutina o se rechazan radicalmente. La Religión sería tan
solo para seres sumisos, infantiles y temerosos. Ciertamente están muy lejos de poder dar,
como san Pedro nos pide “razón de nuestra esperanza” (1 Pe.3, 15).
Esta obra, que tienes en tus manos, tiene como meta responder a las más grandes
incógnitas de la existencia: qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos. El objetivo
es que el lector se dé cuenta de que, todo el misterio que nos rodea se ve iluminado por
un Dios que nos crea, nos redime y nos santifica para hacernos partícipes de su infinita
felicidad.
Otro objetivo es que el ignorante en religión no caiga en errores, que atentan contra
las verdades fundamentales de nuestra fe cristiana, cumpliendo el adagio: “El que no
conoce a Dios ante cualquier palo se hinca”.
Que con este estudio, apreciable lector, comprenderás mejor el inmenso amor de
Dios al hombre, su grandeza infinita como el Creador del Universo y, por tanto, la
obligación de rendirle culto de adoración a Él sólo y el privilegio de servir a tan gran
Señor. ¡Jesús salvador de los hombres, sálvanos!
El autor
PRIMERA PARTE
LO QUE DEBO CONOCER
“El hombre, en cuanto creado a imagen de Dios, tiene la dignidad de persona: no es
solamente algo, sino alguien capaz de conocerse, de darse libremente y de entrar en
comunión con Dios y las otras personas… Ha sido creado para conocer, servir y amar a
Dios, para ofrecer en este mundo toda la creación a Dios en acción de gracias, y para ser
elevado a la vida de Dios en el cielo” (Compendio CIgC 28.6.2005, 66,67).
En esta filiación se enraíza su dignidad, se fundamenta la fraternidad universal por
la que ha de trabajar y da sentido a su vida. Es, por tanto una persona con un destino
trascendente e inmortal, libre y responsable ante esta vida y ante la eterna. Este proyecto
tiene su realización plena en Jesucristo y “el que sigue a Cristo, hombre perfecto, también
se hace él mismo más hombre” (CIgC Compendio 28.6.2005) 66,67).
En consecuencia, Jesucristo es la esperanza de todo proyecto humano hacia su
plenitud. Él es el camino la verdad y la vida. En Él el alumno no solamente tiene un
ejemplo que imitar en su crecimiento, sino también un amor en quien confiar, una
esperanza en su vida, una razón de su esfuerzo y un sentido a su vivir. Todo ello conlleva
una concepción de la vida abierta a Dios que ama a cada persona y la invita a hacerse
cada vez más “conformado a la imagen del Hijo” (Rom 8,29). Este proyecto divino es el
corazón del humanismo cristiano.
1. LA CREACIÓN
“¡Qué amables son todas sus obras! y eso que es sólo una chispa lo que de ellas
podemos conocer. (...) Nada ha hecho incompleto. (...) ¿Quién se saciará de contemplar
su gloria? Mucho más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: “Él
lo es todo”. ¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Él es mucho más grande que todas
sus obras!” (Si 42, 22. 24-25; 43, 27-28) (Juan Pablo II).
Dios ha creado el universo libremente con sabiduría y amor. El mundo no es el
fruto de una necesidad, de un destino ciego o del azar. Dios crea ‘de la nada’ (2 M 7, 28)
un mundo ordenado y bueno, que Él transciende de modo infinito. Dios conserva en el ser
el mundo que ha creado y lo sostiene, dándole la capacidad de actuar y llevándolo a su
realización, por medio de su Hijo y del Espíritu Santo.
El hombre ha sido creado a imagen de Dios, en el sentido de que es capaz de
conocer y amar libremente a su propio Creador. Es la única criatura sobre la tierra a la
que Dios ama por sí misma, y a la que llama a compartir su vida divina, en el
conocimiento y en el amor. El hombre, en cuanto creado a imagen de Dios, tiene la
dignidad de persona: no es solamente algo, sino alguien capaz de conocerse, de darse
libremente y de entrar en comunión con Dios y las otras personas.
Dios ha creado todo para el hombre, pero el hombre ha sido creado para conocer,
servir y amar a Dios, para ofrecer en este mundo toda la Creación a Dios en acción de
gracias, y para ser elevado a la vida con Dios en el cielo. Solamente en el misterio del
Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre, predestinado a
reproducir la imagen del Hijo de Dios hecho hombre, que es la perfecta “imagen de Dios
invisible” (Col 1, 15).
2. EL PECADO ORIGINAL
La naturaleza humana, obra de Dios, está herida por el pecado original. Esto
significa que hay en ella un desorden en las apetencias que produce impulsos que tienden
a hacerse autónomos y a realizar acciones que no son coherentes con la finalidad de la
naturaleza. Consciente de poseer una naturaleza "herida", el hombre puede comprender
que su regla de conducta no puede ser la de "dejarse llevar" por sus impulsos, como si
fueran siempre buenos, sino que debe vivir alerta, vigilante, ejercitando el señorío de su
razón, iluminada por la fe, sobre sus apetencias (Cardenal Medina Estévez).
La causa del mal en el mundo es el pecado. El Diablo y los demonios fueron
creados por Dios, pero ellos mismos se hicieron malos porque cometieron el gran pecado
de rechazar a Dios. Inmediatamente fueron lanzados al infierno, condenados para
siempre.
Por su pecado tienen odio a Dios y envidia a los hombres. Por eso tentaron a Adán
y Eva, nuestros primeros padres, diciéndoles que si desobedecían a Dios, serían como
dioses y conocerían el bien y el mal.
Adán y Eva se dejaron engañar por el demonio y desobedecieron a Dios. Este fue el
primer pecado en la tierra: el pecado original, y por esto todos los descendientes de Adán
y Eva, excepto la Santísima Virgen María, venimos al mundo con el pecado original en el
alma, y con las consecuencias de aquel primer pecado, que se nos transmite por
generación.
Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar
totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la
ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación
al mal se llama concupiscencia.
3. EL PLAN DE RECONCILIACIÓN: EL SEÑOR JESÚS
Entre las palabras bíblicas que preanunciaron a la Madre del Redentor, el Concilio
cita, ante todo, aquellas con las que Dios, después de la caída de Adán y Eva, revela su
plan de salvación. El Señor dice a la serpiente, figura del espíritu del mal: #Enemistad
pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras
acechas tú su calcañar” (Gn 3, 15) (Juan Pablo II).
Después del primer pecado, el mundo ha sido inundado de pecados, pero Dios no ha
abandonado al hombre al poder de la muerte, antes al contrario, le predijo de modo
misterioso (Gn 3, 15), que el mal sería vencido y el hombre levantado de la caída. Se trata
del primer anuncio del Mesías Redentor. Este Reconciliador nacería de una Mujer que
aplastaría con su pie la cabeza de la serpiente infernal que había engañado a Adán y Eva.
Por esto, todo el pueblo de Israel esperaba al Salvador. Los Patriarcas y Profetas del
Antiguo Testamento iban recordando al pueblo elegido la promesa de Dios.
Se cumplió la promesa hecha por Dios de Adán y Eva cuando la segunda Persona
de la Santísima Trinidad se hizo hombre en las purísimas entrañas de la Virgen María por
obra del Espíritu Santo; y cuando este Dios y Hombre verdadero - Jesucristo - murió en la
Santa Cruz para pagar por todos los pecados del mundo, reconciliándonos así con Dios,
con nosotros mismos, con los hermanos humanos y con toda la creación.
4. LA VIRGEN MARÍA
“¡Oh Hijo Unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para
salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María (...) Tú, Uno
de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Espíritu Santo, ¡sálvanos!”
(Liturgia bizantina de san Juan Crisóstomo).
Para realizar la reconciliación de los hombres, Dios preparó a una mujer, llenándola
de gracias especiales para que fuera la Madre de Dios. La libró del pecado original y de
todo pecado, desde el primer momento de su existencia y siempre fue santísima. Esa
Mujer, María, sería la Madre de Dios y por ello, auténtica Madre nuestra.
Un día Dios envió al Arcángel Gabriel a la ciudad de Nazaret, a la Virgen María,
que estaba desposada con San José. La saludó llamándola “llena de gracia”, y le expuso
el Plan de Dios: Ella sería la Madre del Salvador por obra del Espíritu Santo, porque para
Dios nada hay imposible.
La Virgen María aceptó de inmediato el plan de Dios, diciendo: "He aquí la sierva
del Señor, hágase en mi según tu palabra"(Lc 1,38). En aquel mismo momento, se hizo
Hombre la segunda Persona de la Santísima Trinidad, sin dejar de ser Dios.
5. LA MISIÓN DEL SEÑOR JESÚS
Cristo Jesús, en quien reside toda la plenitud de la divinidad, fue enviado por el
Padre para realizar el plan de salvación universal, recibiendo de Él todo poder para
cumplir su misión. Fue ungido por el Espíritu Santo, y después de haber cumplido la
voluntad del Padre que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento
de la verdad, hasta dar su vida como rescate por muchos, destruyó la muerte con la
resurrección y volvió al Padre penetrando los cielos, donde reina eternamente e
intercede por sus hermanos (Mons. Francisco Simón Piorno).
El nombre de Jesús, dado por el ángel en el momento de la Anunciación, significa
‘Dios salva’. Expresa, a la vez, su identidad y su misión, “porque él salvará al pueblo de
sus pecados” (Mt 1, 21). Pedro afirma que “bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre
que pueda salvarnos” (Hch 4, 12).
Cristo, en griego, y Mesías, en hebreo, significan ungido. Jesús es el Cristo porque
ha sido consagrado por Dios, ungido por el Espíritu Santo para la misión redentora. Él es
el Mesías esperado por Israel y enviado al mundo por el Padre. Jesús ha aceptado el título
de Mesías, precisando, sin embargo, su sentido: “bajado del cielo” (Jn 3, 13), crucificado
y después resucitado, Él es el siervo sufriente “que da su vida en rescate por muchos” (Mt
20, 28). Del nombre de Cristo nos viene el nombre de cristianos.
Jesús invita a todos los hombres a entrar en el Reino de Dios; aún el peor de los
pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. El Reino
pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. A ellos les son
revelados los misterios del Reino de Dios.
Toda la vida de Cristo es una oblación libre al Padre para dar cumplimiento a su
designio de salvación. Él da “su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45), y así
reconcilia a toda la humanidad con Dios. Su sufrimiento y su muerte manifiestan cómo su
humanidad fue el instrumento libre y perfecto del Amor divino, que quiere la salvación
de todos los hombres.
6. JESÚS VUELVE
“Curémonos, hermanos, corrijámonos! El Señor va a venir. Como no se manifiesta
todavía, la gente se burla de Él. Con todo, no va a tardar y entonces no será ya tiempo de
burlarse. Hermanos ¡corrijámonos! Llegará un tiempo mejor, aunque no para los que se
comportan mal. El mundo envejece, vuelve hacia la decrepitud. Y nosotros, ¿nos
volvemos jóvenes? ¿Qué esperamos, entonces? Hermanos, ¡no esperemos otros tiempos
mejores sino el tiempo que nos anuncia el Evangelio! No será malo porque Cristo viene.
Si nos parecen tiempos difíciles de pasar, Cristo viene en nuestra ayuda y nos conforta”
(San Agustín).
Como Señor del cosmos y de la historia, Cabeza de su Iglesia, Cristo glorificado
permanece misteriosamente en la tierra, donde su Reino está ya presente, como germen y
comienzo, en la Iglesia. Un día volverá en gloria, pero no sabemos el momento. Por esto,
vivimos vigilantes, pidiendo: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20). Con la segunda venida de
Jesucristo se instalará definitivamente el Reino de Dios y será vencido para siempre el
poder del mal y del demonio.
Después del último estremecimiento cósmico de este mundo que pasa, la venida
gloriosa de Cristo acontecerá con el triunfo definitivo de Dios en la Parusía y con el
Juicio final. Así se consumará el Reino de Dios.
Cristo juzgará a los vivos y a los muertos con el poder que ha obtenido como
Redentor del mundo, venido para salvar a los hombres. Los secretos de los corazones
serán desvelados, así como la conducta de cada uno con Dios y el prójimo. Todo hombre
será colmado de vida o condenado para la eternidad, según sus obras. Así se realizará “la
plenitud de Cristo” (Ef 4, 13), en la que “Dios será todo en todos” (1 Co 15, 28).
7. LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO
“…el acontecimiento de gracia de Pentecostés ha seguido produciendo sus
maravillosos frutos, suscitando por doquier celo apostólico, deseo de contemplación, y
compromiso de amar y servir con absoluta entrega a Dios y a los hermanos. En efecto,
hoy el Espíritu impulsa en la Iglesia pequeños y grandes gestos de perdón y profecía, y
da vida a carismas y dones siempre nuevos, que atestiguan su incesante acción en el
corazón de los hombres” (B Juan Pablo II).
Creer en el Espíritu Santo es profesar la fe en la tercera Persona de la Santísima
Trinidad, que procede del Padre y del Hijo y “que con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria». El Espíritu Santo “ha sido enviado a nuestros corazones” (Ga
4, 6), a fin de que recibamos la nueva vida de hijos de Dios.
La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad
indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos, pero inseparables. En efecto, desde el
principio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía también su
Espíritu, que nos une a Cristo en la fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos,
llamar a Dios ‘Padre’ (Rm 8, 15). El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio
de su acción, cuando nos revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia.
“Espíritu Santo” es el nombre propio de la tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Jesús lo llama también Espíritu Paráclito (Consolador, Abogado) y Espíritu de Verdad. El
Nuevo Testamento lo llama Espíritu de Cristo, del Señor, de Dios, Espíritu de la gloria y
de la promesa.
Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su
Cuerpo, y la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu. El Espíritu
Santo, finalmente, es el Maestro de la oración.
8. LA IGLESIA CATÓLICA
Cristo “es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 18). La Iglesia vive de
Él, en Él y por Él. Cristo y la Iglesia forman el “Cristo total” (San Agustín); “la Cabeza
y los miembros, como si fueran una sola persona mística” (Santo Tomás de Aquino).
La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue preparada
en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión futura de todas las
naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo,
mediante su muerte redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio
de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los
tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos.
La Iglesia es el Pueblo de Dios porque Él quiso santificar y salvar a los hombres no
aisladamente, sino constituyéndolos en un solo pueblo, reunido en la unidad del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo.
Este pueblo, del que se llega a ser miembro mediante la fe en Cristo y el Bautismo,
tiene por origen a Dios Padre, por cabeza a Jesucristo, por condición la dignidad y la
libertad de los hijos de Dios, por ley el mandamiento nuevo del amor, por misión la de ser
sal de la tierra y luz del mundo, por destino el Reino de Dios, ya iniciado en la Tierra.
La Iglesia es cuerpo de Cristo porque, por medio del Espíritu, Cristo muerto y
resucitado une consigo íntimamente a sus fieles. De este modo los creyentes en Cristo, en
cuanto íntimamente unidos a Él, sobre todo en la Eucaristía, se unen entre sí en la
caridad, formando un solo cuerpo, la Iglesia. Dicha unidad se realiza en la diversidad de
miembros y funciones.
Llamamos a la Iglesia esposa de Cristo porque el mismo Señor se definió a sí
mismo como «el esposo» (Mc 2, 19), que ama a la Iglesia uniéndola a sí con una Alianza
eterna. Cristo se ha entregado por ella para purificarla con su sangre, «santificarla» (Ef 5,
26) y hacerla Madre fecunda de todos los hijos de Dios. Mientras el término «cuerpo»
manifiesta la unidad de la «cabeza» con los miembros, el término «esposa» acentúa la
distinción de ambos en la relación personal.
La Iglesia es llamada templo del Espíritu Santo porque el Espíritu vive en el cuerpo
que es la Iglesia: en su Cabeza y en sus miembros; Él además edifica la Iglesia en la
caridad con la Palabra de Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas.
En su aspecto visible la Iglesia está formada por los bautizados que profesan la
misma fe en Jesucristo, tienen los mismos sacramentos y mandamientos, y aceptan la
autoridad establecida por el Señor, que es el Papa y los obispos.
La misión de la Iglesia es la de anunciar e instaurar entre todos los pueblos el Reino
de Dios inaugurado por Jesucristo. La Iglesia es el germen e inicio sobre la tierra de este
Reino de salvación.
9. LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
“El cáliz de la bendición es la comunión con la sangre de Cristo; y el pan que
partimos es la comunión con el cuerpo de Cristo. El pan es uno y así nosotros, aunque
somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Cor
10,16-17).
La comunión en lo santo nos une a los creyentes en la comunión de los santos. La
comunión en las cosas santas crea la comunión de los santos: las personas unidas y
santificadas por el don santo de Dios. La Iglesia es, pues, la comunidad que vive la
comunión de la mesa eucarística, la comunidad de fieles que experimenta la comunión
entre ellos a raíz del banquete eucarístico.
La Iglesia es ‘comunión de los santos’: esta expresión designa primeramente las
‘cosas santas’ (sancta), y ante todo la Eucaristía, “que significa y al mismo tiempo realiza
la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo” (LG 3).
Este término designa también la comunión entre las ‘personas santas’ (sancti) en
Cristo que ha ‘muerto por todos’, de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por
Cristo da fruto para todos.
“Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que
peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de
la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente
que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus
santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones” (Pablo VI, Credo del
Pueblo de Dios, 30).
10. MARÍA MADRE DE LA IGLESIA
El Hijo eterno del Padre tomó en ella nuestra misma carne y, a través de ella, se
convirtió en "hijo de David e hijo de Abraham" (Mt 1, 1). Por tanto, María es su
verdadera Madre: ¡Theotókos, Madre de Dios!
Si Jesús es la vida, María es la Madre de la vida.
Si Jesús es la esperanza, María es la Madre de la esperanza.
Si Jesús es la paz, María es la Madre de la paz, Madre del Príncipe de la paz (B
Juan Pablo II).
El Papa Pablo VI, dirigiéndose a los padres conciliares del Vaticano II, declaró que
María Santísima es Madre de la Iglesia.
La Virgen María es la Madre de todos los hombres y especialmente de los
miembros del Cuerpo Místico de Cristo, desde que es Madre de Jesús por la Encarnación.
Jesús mismo lo confirmó desde la Cruz antes de morir, dándonos a su Madre por madre
nuestra en la persona de San Juan, y el discípulo la acogió como Madre; nosotros hemos
de tener la misma actitud que el Discípulo Amado. Por eso, la piedad de la Iglesia hacia
la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. Vamos cumpliendo así
la profecía de la Virgen, que dijo: "Me llamarán Bienaventurada todas las generaciones"
(Lc 1,48).
11. EL PERDÓN DE LOS PECADOS
Los padres tuvieron razón en llamar a la penitencia "un bautismo laborioso" (San
Gregorio Nac., Or. 39. 17). Para los que han caído después del Bautismo, es necesario
para la salvación este sacramento de la penitencia, como lo es el Bautismo para quienes
aún no han sido regenerados (Cc de Trento: DS 1672).
El Credo relaciona ‘el perdón de los pecados’ con la profesión de fe en el Espíritu
Santo. En efecto, Cristo resucitado confió a los apóstoles el poder de perdonar los
pecados cuando les dio el Espíritu Santo.
El Bautismo es el primero y principal sacramento para el perdón de los pecados:
nos une a Cristo muerto y resucitado y nos da el Espíritu Santo.
Por voluntad de Cristo, la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados de los
bautizados y ella lo ejerce de forma habitual en el sacramento de la penitencia por medio
de los obispos y de los presbíteros.
“En la remisión de los pecados, los sacerdotes y los sacramentos son meros
instrumentos de los que quiere servirse nuestro Señor Jesucristo, único autor y
dispensador de nuestra salvación, para borrar nuestras iniquidades y darnos la gracia de la
justificación” (Catech. R. 1, 11, 6).
12. LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE
“Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la
vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el
cuerpo que va a brotar, sino un simple grano..., se siembra corrupción, resucita
incorrupción [...]; los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que
este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de
inmortalidad” (1 Cor 15,35-37. 42. 53).
El término ‘carne’ designa al hombre en su condición de debilidad y mortalidad.
“La carne es soporte de la salvación” (Tertuliano). En efecto, creemos en Dios que es el
Creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en
La expresión ‘resurrección de la carne’ significa que el estado definitivo del hombre
no será solamente el alma espiritual separada del cuerpo, sino que también nuestros
cuerpos mortales un día volverán a tener vida.
Así como Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para
siempre, así también Él resucitará a todos en el último día, con un cuerpo incorruptible:
“los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para
la condenación” (Jn 5, 29).
Con la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, éste cae en la corrupción,
mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio de Dios y espera volverse a
unir al cuerpo, cuando éste resurja transformado en la segunda venida del Señor.
Comprender cómo tendrá lugar la resurrección sobrepasa la posibilidad de nuestra
imaginación y entendimiento.
Morir en Cristo Jesús significa morir en gracia de Dios, sin pecado mortal. Así el
creyente en Cristo, siguiendo su ejemplo, puede transformar la propia muerte en un acto
de obediencia y de amor al Padre. “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él,
también viviremos con Él” (2 Tm 2, 11).
13. LA VIDA ETERNA
“La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo,
derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia,
nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna”
(San Cirilo de Jerusalén).
La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida
no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Cristo,
juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final.
Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la muerte, cada uno
recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con su fe y sus obras. Esta retribución
consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente o después de una adecuada
purificación, o bien de la condenación eterna al infierno.
Por cielo se entiende el estado de felicidad suprema y definitiva. Todos aquellos
que mueren en gracia de Dios y no tienen necesidad de posterior purificación, son
reunidos en torno a Jesús, a María, a los ángeles y a los santos, formando así la Iglesia del
cielo, donde ven a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), viven en comunión de amor con la
Santísima Trinidad e interceden por nosotros.
El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque
están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna
bienaventuranza.
En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra
pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en
particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de
penitencia.
Consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección,
en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios,
en quien únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido
creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras “Alejaos de
mí, malditos al fuego eterno” (Mt 25, 41).
Dios quiere que “todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9), pero, habiendo creado al
hombre libre y responsable, respeta sus decisiones. Por tanto, es el hombre mismo quien,
con plena autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios si, en el
momento de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor
misericordioso de Dios.
El juicio final (universal) consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de
condena eterna que el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos, emitirá
respecto “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), reunidos todos juntos delante de
sí. Tras del juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha
recibido en el juicio particular.
El juicio final sucederá al fin del mundo, del que sólo Dios conoce el día y la hora.
Después del juicio final, el universo entero, liberado de la esclavitud de la
corrupción, participará de la gloria de Cristo, inaugurando «los nuevos cielos y la tierra
nueva» (2 P 3, 13). Así se alcanzará la plenitud del Reino de Dios, es decir, la realización
definitiva del designio salvífico de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo
que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 10). Dios será entonces “todo en
todos” (1 Co 15, 28), en la vida eterna.
SEGUNDA PARTE
CELEBREMOS EL MISTERIO CRISTIANO
La celebración es un elemento fundamental en la vida del hombre. Continuamente
expresamos nuestros sentimientos con gestos, símbolos y ritos. En algunas ocasiones de
la vida, la celebración reviste una solemnidad especial. También los hombres religiosos
de todos los tempos han celebrado su fe con múltiples expresiones, para dar sentido
profundo a su vida. Esta acción celebrativa se llama liturgia.
La liturgia cristiana es continuación y actualización del culto perfecto que
Jesucristo tributó al Padre. Un culto que no se limita a un conjunto de acciones piadosas,
sino que es un ofrecimiento radical de todo lo que es su vida.
Jesús convierte toda su existencia en ofrenda, sacrificio, acción sagrada, al unir su
voluntad a la voluntad de su Padre del cielo. Por esto, podemos afirmar que en la persona
de Jesucristo se unen de manera singular el sacerdocio y la víctima, el mediador y la
ofrenda.
La comunidad cristiana reconoce a Jesucristo como el único y eterno sacerdote que
ofrece como sacrificio su cuerpo entregado y su sangre derramada, y cuya oblación total
se actualiza en la liturgia de la Iglesia.
I. INTRODUCCIÓN
“En efecto, la liturgia, por medio de la cual "se ejerce la obra de nuestra
redención", sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye mucho a que
los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la
naturaleza genuina de la verdadera Iglesia” (SC 2).
La liturgia es la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su Misterio
Pascual. Mediante el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, se manifiesta y
realiza en ella, a través de signos, la santificación de los hombres; y el Cuerpo Místico de
Cristo, esto es la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público que se debe a Dios.
La liturgia, acción sagrada por excelencia, es la cumbre hacia la que tiende la
acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que emana su fuerza vital. A
través de la liturgia, Cristo continúa en su Iglesia, con ella y por medio de ella, la obra de
nuestra redención
1. LA LITURGIA, OBRA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
“Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y
los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa
amadísima, que invoca a su Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno” (SC 7).
En la liturgia el Padre nos colma de sus bendiciones en el Hijo encarnado, muerto y
resucitado por nosotros, y derrama en nuestros corazones el Espíritu Santo. Al mismo
tiempo, la Iglesia bendice al Padre mediante la adoración, la alabanza y la acción de
gracias, e implora el don de su Hijo y del Espíritu Santo.
2. CELEBRAR LA LITURGIA DE LA IGLESIA
“La importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia es
máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y
los salmos que se cantan; las preces, oraciones e himnos litúrgicos están impregnados de
su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos” (SC
24).
En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio
pascual. Al entregar el Espíritu Santo a los Apóstoles, les ha concedido, a ellos y a sus
sucesores, el poder de actualizar la obra de la salvación por medio del sacrificio
eucarístico y de los sacramentos, en los cuales Él mismo actúa para comunicar su gracia a
los fieles de todos los tiempos y en todo el mundo.
En la liturgia se realiza la más estrecha cooperación entre el Espíritu Santo y la
Iglesia. El Espíritu Santo prepara a la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y
manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes, hace presente y actualiza el
Misterio de Cristo, une la Iglesia a la vida y misión de Cristo y hace fructificar en ella el
don de la comunión.
Puesto que la música y el canto están estrechamente vinculados a la acción
litúrgica, deben respetar los siguientes criterios: la conformidad de los textos a la doctrina
católica, y con origen preferiblemente en la Sagrada Escritura y en las fuentes litúrgicas;
la belleza expresiva de la oración; la calidad de la música; la participación de la
asamblea; la riqueza cultural del Pueblo de Dios y el carácter sagrado y solemne de la
celebración.
La imagen de Cristo es el icono litúrgico por excelencia. Las demás, que
representan a la Madre de Dios y a los santos, significan a Cristo, que en ellos es
glorificado. Las imágenes proclaman el mismo mensaje evangélico que la Sagrada
Escritura transmite mediante la palabra, y ayudan a despertar y alimentar la fe de los
creyentes.
Los edificios sagrados son las casas de Dios, símbolo de la Iglesia que vive en
aquel lugar e imágenes de la morada celestial. Son lugares de oración, en los que la
Iglesia celebra sobre todo la Eucaristía y adora a Cristo realmente presente en el
tabernáculo.
II. LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
“Adheridos a la doctrina de las Santas Escrituras, a las tradiciones apostólicas
[...] y al parecer unánime de los Padres”, profesamos que “los sacramentos de la nueva
Ley [...] fueron todos instituidos por nuestro Señor Jesucristo” (DS 1600-1601).
Los sacramentos de la Iglesia se distinguen en sacramentos de la iniciación cristiana
(Bautismo, Confirmación y Eucaristía); sacramentos de la curación (Penitencia y Unción
de los enfermos); y sacramentos al servicio de la comunión y de la misión (Orden y
Matrimonio). Todos corresponden a momentos importantes de la vida cristiana, y están
ordenados a la Eucaristía «como a su fin específico» (Santo Tomás de Aquino).
Los sacramentos son signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por Cristo
y confiados a la Iglesia, a través de los cuales se nos otorga la vida divina. Son siete:
Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden y
Matrimonio.
Para los creyentes en Cristo, los sacramentos, aunque no todos se den a cada uno de
los fieles, son necesarios para la salvación, porque otorgan la gracia sacramental, el
perdón de los pecados, la adopción como hijos de Dios, la configuración con Cristo Señor
y la pertenencia a la Iglesia. El Espíritu Santo cura y transforma a quienes los reciben.
En los sacramentos la Iglesia recibe ya un anticipo de la vida eterna, mientras vive
“aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador
nuestro Jesucristo” (Tit 2, 13).
A) LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA
“La participación en la naturaleza divina, que los hombres reciben como don
mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el
sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen
con el sacramento de la Confirmación y, finalmente, son alimentados en la Eucaristía
con el manjar de la vida eterna, y, así por medio de estos sacramentos de la iniciación
cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan
hacia la perfección de la caridad” (Pablo VI, Const. apost. Divinae consortium naturae;
cf. Ritual de Iniciación Cristiana de Adultos, Prenotandos 1-2).
La Iniciación cristiana se realiza mediante los sacramentos que ponen los
fundamentos de la vida cristiana: los fieles, renacidos en el Bautismo, se fortalecen con la
Confirmación, y son alimentados en la Eucaristía.
1. EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO
El Bautismo “es el más bello y magnífico de los dones de Dios [...] lo llamamos
don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración,
sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan
nada; gracia, porque es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es
sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos);
iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza;
baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios” (San
Gregorio Nacianceno, Oratio 40,3-4).
El primer sacramento de la iniciación recibe, ante todo, el nombre de Bautismo, en
razón del rito central con el cual se celebra: bautizar significa ‘sumergir’ en el agua;
quien recibe el bautismo es sumergido en la muerte de Cristo y resucita con Él «como
una nueva criatura» (2 Co 5, 17). Se llama también “baño de regeneración y renovación
en el Espíritu Santo” (Tt 3, 5), e ‘iluminación’, porque el bautizado se convierte en “hijo
de la luz” (Ef 5, 8).
Nuestros padres nos dieron la vida natural del cuerpo, pero Dios nos da el alma y
nos destina, además, a una vida sobrenatural; nacemos privados de ella por el pecado
original, heredado de Adán.
El bautismo borra el pecado original, nos da la fe y la vida divina, y nos hace hijos
de Dios. La Santísima Trinidad toma posesión del alma y comienza a santificarnos. El
Bautismo es necesario para la salvación de todos aquellos a quienes el Evangelio ha sido
anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento.
La Iglesia bautiza a los niños, puesto que, naciendo con el pecado original,
necesitan ser liberados del poder del maligno y trasladados al reino de la libertad de los
hijos de Dios.
A todo aquel que va a ser bautizado se le exige la profesión de fe, expresada
personalmente, en el caso del adulto, o por medio de sus padres y de la Iglesia, en el caso
del niño. El padrino o la madrina y toda la comunidad eclesial tienen también una parte
de responsabilidad en la preparación al Bautismo (catecumenado), así como en el
desarrollo de la fe y de la gracia bautismal.
El Bautismo perdona el pecado original, todos los pecados personales y todas las
penas debidas al pecado; hace participar de la vida divina trinitaria mediante la gracia
santificante, la gracia de la justificación que incorpora a Cristo y a su Iglesia; hace
participar del sacerdocio de Cristo y constituye el fundamento de la comunión con los
demás cristianos; otorga las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. El
bautizado pertenece para siempre a Cristo: en efecto, queda marcado con el sello
indeleble de Cristo (carácter).
El nombre es importante porque Dios conoce a cada uno por su nombre, es decir,
en su unicidad. Con el Bautismo, el cristiano recibe en la Iglesia el nombre propio,
preferiblemente de un santo, de modo que éste ofrezca al bautizado un modelo de
santidad y le asegure su intercesión ante Dios.
2. EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN
“Dios Todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que regeneraste, por el
agua y el Espíritu Santo, a estos siervos tuyos y los libraste del pecado: escucha nuestra
oración y envía sobre ellos el Espíritu Santo Paráclito; llénalos de espíritu de sabiduría
y de inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad;
y cólmalos del espíritu de tu santo temor. Por Jesucristo nuestro Señor” (Ritual de la
Confirmación, 25).
Se llama Confirmación, porque confirma y refuerza la gracia bautismal. Se llama
Crismación, puesto que un rito esencial de este sacramento es la unción con el Santo
Crisma (en las Iglesias Orientales, unción con el Santo Myron).
El efecto de la Confirmación es la especial efusión del Espíritu Santo, tal como
sucedió en Pentecostés. Esta efusión imprime en el alma un carácter indeleble y otorga un
crecimiento de la gracia bautismal; arraiga más profundamente la filiación divina; une
más fuertemente con Cristo y con su Iglesia; fortalece en el alma los dones del Espíritu
Santo; concede una fuerza especial para dar testimonio de la fe cristiana.
3. EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
«En la Eucaristía, nosotros partimos “un mismo pan que es remedio de
inmortalidad, antídoto no para morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre”» (San
Ignacio de Antioquía).
La Eucaristía es el sacrificio mismo del Cuerpo y de la Sangre del Señor Jesús,
que Él instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su segunda venida, el sacrificio de la
Cruz, confiando así a la Iglesia el memorial de su Muerte y Resurrección. Es signo de
unidad, vínculo de caridad y banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se
llena de gracia y se nos da una prenda de la vida eterna.
Después de reunirse con los Apóstoles en el Cenáculo, Jesús tomó en sus manos el
pan, lo partió y se lo dio, diciendo: “Tomen y coman todos de él, porque esto es mi
Cuerpo que será entregado por ustedes”. Después tomó en sus manos el cáliz con el vino
y les dijo: “Tomen y beban todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la
Alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por todos los hombres, para el
perdón de los pecados. Hagan esto en conmemoración mía”.
La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. En ella alcanzan su
cumbre la acción santificante de Dios sobre nosotros y nuestro culto a Él. La Eucaristía
contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: el mismo Cristo, nuestra Pascua. Expresa y
produce la comunión en la vida divina y la unidad del Pueblo de Dios. Mediante la
celebración eucarística nos unimos a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna.
La celebración eucarística se desarrolla en dos grandes momentos, que forman un
solo acto de culto: la liturgia de la Palabra, que comprende la proclamación y la escucha
de la Palabra de Dios; y la liturgia eucarística, que comprende la presentación del pan y
del vino, la anáfora o plegaria eucarística, con las palabras de la consagración, y la
comunión.
La Eucaristía es memorial del sacrificio de Cristo, en el sentido de que hace
presente y actual el sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre, una vez por todas, sobre la
Cruz en favor de la humanidad. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las
mismas palabras de la institución: «Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros» y
«Este cáliz es la nueva alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros» (Lc 22, 19-20).
El sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio. Son
idénticas la víctima y el oferente, y sólo es distinto el modo de ofrecerse: de manera
cruenta en la cruz, incruenta en la Eucaristía.
En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también sacrificio de los miembros
de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se
unen a los de Cristo. En cuanto sacrificio, la Eucaristía se ofrece también por todos los
fieles, vivos y difuntos, en reparación de los pecados de todos los hombres y para obtener
de Dios beneficios espirituales y temporales. También la Iglesia del cielo está unida a la
ofrenda de Cristo.
Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está
presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre,
con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de
manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino.
Al sacramento de la Eucaristía se le debe rendir el culto de latría, es decir la
adoración reservada a Dios, tanto durante la celebración eucarística, como fuera de ella.
La Iglesia, en efecto, conserva con la máxima diligencia las Hostias consagradas, las
lleva a los enfermos y a otras personas imposibilitadas de participar en la Santa Misa, las
presenta a la solemne adoración de los fieles, las lleva en procesión e invita a la frecuente
visita y adoración del Santísimo Sacramento, reservado en el Sagrario.
La Eucaristía es el banquete pascual porque Cristo, realizando sacramentalmente
su Pascua, nos entrega su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos como comida y bebida, y nos
une con Él y entre nosotros en su sacrificio.
La Iglesia establece que los fieles tienen obligación de participar de la Santa Misa
todos los domingos y fiestas de precepto, y recomienda que se participe también en los
demás días.
Para recibir la sagrada Comunión se debe estar plenamente incorporado a la
Iglesia Católica y hallarse en gracia de Dios, es decir sin conciencia de pecado mortal.
Quien es consciente de haber cometido un pecado grave debe recibir el sacramento de la
Reconciliación antes de acercarse a comulgar. Son también importantes el espíritu de
recogimiento y de oración, la observancia del ayuno prescrito por la Iglesia y la actitud
corporal (gestos, vestimenta), en señal de respeto a Cristo.
La sagrada Comunión acrecienta nuestra unión con Cristo y con su Iglesia,
conserva y renueva la vida de la gracia, recibida en el Bautismo y la Confirmación y nos
hace crecer en el amor al prójimo. Fortaleciéndonos en la caridad, nos perdona los
pecados veniales y nos preserva de los pecados mortales para el futuro.
La Eucaristía es prenda de la gloria futura porque nos colma de toda gracia y
bendición del cielo, nos fortalece en la peregrinación de nuestra vida terrena y nos hace
desear la vida eterna, uniéndonos a Cristo, sentado a la derecha del Padre, a la Iglesia del
cielo, a la Santísima Virgen y a todos los santos.
B) LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN
Nos hallamos aún en “nuestra morada terrena” (2 Co 5,1), sometida al
sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser
debilitada e incluso perdida por el pecado.
Cristo, médico del alma y del cuerpo, instituyó los sacramentos de la Penitencia y
de la Unción de los enfermos, porque la vida nueva que nos fue dada por Él en los
sacramentos de la iniciación cristiana puede debilitarse y perderse para siempre a causa
del pecado. Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase su obra de curación y de
salvación mediante estos dos sacramentos.
1. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA O DE LA RECONCILIACIÓN
“Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es
a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido
para el mundo entero la gracia del arrepentimiento” (San Clemente Romano, Epistula ad
Corinthios 7, 4).
Puesto que la vida nueva de la gracia, recibida en el Bautismo, no suprimió la
debilidad de la naturaleza humana ni la inclinación al pecado (esto es, la concupiscencia),
Cristo instituyó este sacramento para la conversión de los bautizados que se han alejado
de Él por el pecado.
El Señor resucitado instituyó este sacramento cuando la tarde de Pascua se mostró a
sus Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).
La llamada de Cristo a la conversión resuena continuamente en la vida de los
bautizados. Esta conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia, que, siendo
santa, recibe en su propio seno a los pecadores.
Los actos propios del penitente son los siguientes: un diligente examen de
conciencia; la contrición (o arrepentimiento), que es perfecta cuando está motivada por el
amor a Dios, imperfecta cuando se funda en otros motivos, e incluye el propósito de no
volver a pecar; la confesión, que consiste en la acusación de los pecados hecha delante
del sacerdote; la satisfacción, es decir, el cumplimiento de ciertos actos de penitencia,
que el propio confesor impone al penitente para reparar el daño causado por el pecado.
Sobre el examen de conciencia tengamos en cuenta que: 1º. Pedimos al Espíritu
Santo que nos ilumine y nos recuerde cuáles son los pecados nuestros que más le están
disgustando a Dios. 2º. Vamos repasando los diez mandamientos de la ley de Dios y los
cinco de la Iglesia para saber qué faltas hemos cometido contra ellos (Para ahondar más
en este tema se puede ver mi libro “Creo en el perdón de los pecados”).
Se deben confesar todos los pecados graves aún no confesados que se recuerdan
después de un diligente examen de conciencia. La confesión de los pecados graves es el
único modo ordinario de obtener el perdón.
Cristo confió el ministerio de la reconciliación a sus Apóstoles, a los obispos,
sucesores de los Apóstoles, y a los presbíteros, colaboradores de los obispos, los cuales se
convierten, por tanto, en instrumentos de la misericordia y de la justicia de Dios. Ellos
ejercen el poder de perdonar los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo.
Los efectos del sacramento de la Penitencia son: la reconciliación con Dios y, por
tanto, el perdón de los pecados; la reconciliación con la Iglesia; la recuperación del estado
de gracia, si se había perdido; la remisión de la pena eterna merecida a causa de los
pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del
pecado; la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu; el aumento de la
fuerza espiritual para el combate cristiano.
2. EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
“Esta unción santa de los enfermos fue instituida por Cristo nuestro Señor como un
sacramento del Nuevo Testamento, verdadero y propiamente dicho, insinuado por
Marcos (cf Mc 6,13), y recomendado a los fieles y promulgado por Santiago, apóstol y
hermano del Señor” (Concilio de Trento: DS 1695, cf St 5, 14-15).
La Iglesia, habiendo recibido del Señor el mandato de curar a los enfermos, se
empeña en el cuidado de los que sufren, acompañándolos con oraciones de intercesión.
Tiene sobre todo un sacramento específico para los enfermos, instituido por Cristo mismo
y atestiguado por Santiago: “¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros
de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor” (St 5, 14-15).
El sacramento de la Unción de los enfermos lo puede recibir cualquier fiel que
comienza a encontrarse en peligro de muerte por enfermedad o vejez. El mismo fiel lo
puede recibir también otras veces, si se produce un agravamiento de la enfermedad o bien
si se presenta otra enfermedad grave. La celebración de este sacramento debe ir
precedida, si es posible, de la confesión individual del enfermo.
El sacramento de la Unción confiere una gracia particular, que une más
íntimamente al enfermo a la Pasión de Cristo, por su bien y por el de toda la Iglesia,
otorgándole fortaleza, paz, ánimo y también el perdón de los pecados, si el enfermo no ha
podido confesarse. Además, este sacramento concede a veces, si Dios lo quiere, la
recuperación de la salud física. En todo caso, esta Unción prepara al enfermo para pasar a
la Casa del Padre.
El Viático es la Eucaristía recibida por quienes están por dejar esta vida terrena y se
preparan para el paso a la vida eterna. Recibida en el momento del tránsito de este mundo
al Padre, la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo muerto y resucitado, es
semilla de vida eterna y poder de resurrección.
C) LOS SACRAMENTOS DE LA COMUNIÓN Y DE LA MISIÓN
En estos sacramentos, los que fueron ya consagrados por el Bautismo y la
Confirmación (LG 10) para el sacerdocio común de todos los fieles, pueden recibir
consagraciones particulares. Los que reciben el sacramento del Orden son consagrados
para “en el nombre de Cristo ser los pastores de la Iglesia con la palabra y con la gracia
de Dios” (LG 11). Por su parte, “los cónyuges cristianos, son fortificados y como
consagrados para los deberes y dignidad de su estado por este sacramento especial” (GS
48,2).
Dos sacramentos, el Orden y el Matrimonio, confieren una gracia especial para una
misión particular en la Iglesia, al servicio de la edificación del pueblo de Dios.
Contribuyen especialmente a la comunión eclesial y a la salvación de los demás.
1. EL SACRAMENTO DEL ORDEN
“Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el sacerdote de la antigua ley era
figura de Él, y el sacerdote de la nueva ley actúa en representación suya” (Santo Tomás
de Aquino, Summa theologiae 3, q. 22, a. 4).
El sacramento del Orden es aquel mediante el cual, la misión confiada por Cristo a
sus Apóstoles, sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
Orden indica un cuerpo eclesial, del que se entra a formar parte mediante una
especial consagración (Ordenación), que, por un don singular del Espíritu Santo, permite
ejercer una potestad sagrada al servicio del Pueblo de Dios en nombre y con la autoridad
de Cristo.
El sacramento del Orden se compone de tres grados, que son insustituibles para la
estructura orgánica de la Iglesia: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.
La unción del Espíritu marca al presbítero con un carácter espiritual indeleble, lo
configura a Cristo sacerdote y lo hace capaz de actuar en nombre de Cristo Cabeza.
Como cooperador del Orden episcopal, es consagrado para predicar el Evangelio,
celebrar el culto divino, sobre todo la Eucaristía, de la que saca fuerza todo su ministerio,
y ser pastor de los fieles.
El sacramento del Orden otorga una efusión especial del Espíritu Santo, que
configura con Cristo al ordenado en su triple función de Sacerdote, Profeta y Rey, según
los respectivos grados del sacramento. La ordenación confiere un carácter espiritual
indeleble: por eso no puede repetirse ni conferirse por un tiempo determinado.
Los sacerdotes ordenados, en el ejercicio del ministerio sagrado, no hablan ni
actúan por su propia autoridad, ni tampoco por mandato o delegación de la comunidad,
sino en la Persona de Cristo Cabeza y en nombre de la Iglesia. Por tanto, el sacerdocio
ministerial se diferencia esencialmente, y no sólo en grado, del sacerdocio común de los
fieles, al servicio del cual lo instituyó Cristo.
2. EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
“¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha
del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición,
que los ángeles proclaman, y el Padre celestial ratifica? [...]. ¡Qué matrimonio el de dos
cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo
servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los
separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola
carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu” (Tertuliano, Ad uxorem 2,9; cf.
FC 13).
Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al
hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una íntima comunión de vida y
amor entre ellos, “de manera que ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19, 6). Al
bendecirlos, Dios les dijo: “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 28).
La alianza matrimonial del hombre y de la mujer, fundada y estructurada con leyes
propias dadas por el Creador, está ordenada por su propia naturaleza a la comunión y al
bien de los cónyuges, y a la procreación y educación de los hijos. Jesús enseña que, según
el designio original divino, la unión matrimonial es indisoluble: “Lo que Dios ha unido,
que no lo separe el hombre” (Mc 10, 9).
Jesucristo no sólo restablece el orden original del Matrimonio querido por Dios,
sino que otorga la gracia para vivirlo en su nueva dignidad de sacramento, que es el signo
del amor esponsal hacia la Iglesia: “Maridos, amen a sus mujeres como Cristo ama a la
Iglesia” (Ef 5, 25)
El Matrimonio no es una obligación para todos. En particular, Dios llama a algunos
hombres y mujeres a seguir a Jesús por el camino de la virginidad o del celibato por el
Reino de los cielos; éstos renuncian al gran bien del Matrimonio para ocupase de las
cosas del Señor tratando de agradarle, y se convierten en signo de la primacía absoluta
del amor de Cristo y de la ardiente esperanza de su vuelta gloriosa.
El consentimiento matrimonial es la voluntad, expresada por un hombre y una
mujer, de entregarse mutua y definitivamente, con el fin de vivir una alianza de amor fiel
y fecundo. Puesto que el consentimiento hace el Matrimonio, resulta indispensable e
insustituible. Para que el Matrimonio sea válido el consentimiento debe tener como
objeto el verdadero Matrimonio, y ser un acto humano, consciente y libre, no
determinado por la violencia o la coacción.
El sacramento del Matrimonio crea entre los cónyuges un vínculo perpetuo y
exclusivo. Dios mismo ratifica el consentimiento de los esposos. Por tanto, el Matrimonio
rato y consumado entre bautizados no podrá ser nunca disuelto. Por otra parte, este
sacramento confiere a los esposos la gracia necesaria para alcanzar la santidad en la vida
conyugal y acoger y educar responsablemente a los hijos.
Los pecados gravemente contrarios al sacramento del Matrimonio son los
siguientes: el adulterio, la poligamia, en cuanto contradice la idéntica dignidad entre el
hombre y la mujer y la unidad y exclusividad del amor conyugal; el rechazo de la
fecundidad, que priva a la vida conyugal del don de los hijos; y el divorcio, que
contradice la indisolubilidad.
La Iglesia admite la separación física de los esposos cuando la cohabitación entre
ellos se ha hecho, por diversas razones, prácticamente imposible, aunque procura su
reconciliación. Pero éstos, mientras viva el otro cónyuge, no son libres para contraer una
nueva unión, a menos que el matrimonio entre ellos sea nulo y, como tal, declarado por la
autoridad eclesiástica.
Fiel al Señor, la Iglesia no puede reconocer como matrimonio la unión de
divorciados vueltos a casar civilmente. “Quien repudie a su mujer y se case con otra,
comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete
adulterio” (Mc 10, 11-12). Hacia ellos la Iglesia muestra una atenta solicitud, invitándoles
a una vida de fe, a la oración, a las obras de caridad y a la educación cristiana de los
hijos; pero no pueden recibir la absolución sacramental, acercarse a la comunión
eucarística ni ejercer ciertas responsabilidades eclesiales, mientras dure tal situación, que
contrasta objetivamente con la ley de Dios.
D) OTRAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
Además de la liturgia, la vida cristiana se nutre de formas variadas de piedad
popular, enraizadas en las distintas culturas. Esclareciéndolas a la luz de la fe, la Iglesia
favorece aquellas formas de religiosidad popular que expresan mejor un sentido
evangélico y una sabiduría humana, y que enriquecen la vida cristiana (CIgC 1679).
“La Santa Madre Iglesia instituyó, además, los sacramentales. Estos son signos
sagrados con los que, imitando de alguna manera a los sacramentos, se expresan efectos,
sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la Iglesia. Por ellos, los hombres
se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas
circunstancias de la vida” (SC 60; CIC can 1166; CCEO can 867).
1. LOS SACRAMENTALES
La Iglesia, a la luz de la fe, ilumina y favorece las formas auténticas de piedad
popular.
Los sacramentales son signos sagrados instituidos por la Iglesia, por medio de los
cuales se santifican algunas circunstancias de la vida. Comprenden siempre una oración
acompañada de la señal de la cruz o de otros signos. Entre los sacramentales, ocupan un
lugar importante las bendiciones, que son una alabanza a Dios y una oración para obtener
sus dones, la consagración de personas y la dedicación de cosas al culto de Dios.
Tiene lugar un exorcismo, cuando la Iglesia pide con su autoridad, en nombre de
Jesús, que una persona o un objeto, sea protegido contra el influjo del Maligno y
sustraído a su dominio. Se practica de modo ordinario en el rito del Bautismo. El
exorcismo solemne, llamado gran exorcismo, puede ser efectuado solamente por un
presbítero autorizado por el obispo.
El sentido religioso del pueblo cristiano ha encontrado en todo tiempo su expresión
en formas variadas de piedad, que acompañan la vida sacramental de la Iglesia, como son
la veneración de las reliquias, las visitas a santuarios, las peregrinaciones, las
procesiones, el ‘Vía crucis’, el Rosario. La Iglesia, a la luz de la fe, ilumina y favorece las
formas auténticas de piedad popular.
2. LAS EXEQUIAS CRISTIANAS
El cristiano que muere en Cristo Jesús “sale de este cuerpo para vivir con el
Señor” (2 Co 5,8).
El cristiano que muere en Cristo alcanza, al final de su existencia terrena, el
cumplimiento de la nueva vida iniciada con el Bautismo, reforzada con la Confirmación y
alimentada en la Eucaristía, anticipo del banquete celestial. El sentido de la muerte del
cristiano se manifiesta a la luz de la Muerte y Resurrección de Cristo, nuestra única
esperanza; el cristiano que muere en Cristo Jesús va “a vivir con el Señor” (2 Co 5, 8).
Las exequias, aunque se celebren según diferentes ritos, respondiendo a las
situaciones y a las tradiciones de cada región, expresan el carácter pascual de la muerte
cristiana, en la esperanza de la resurrección, y el sentido de la comunión con el difunto,
particularmente mediante la oración por la purificación de su alma.
De ordinario, las exequias comprenden cuatro momentos principales: la acogida de
los restos mortales del difunto por parte de la comunidad, con palabras de consuelo y
esperanza para sus familiares; la liturgia de la Palabra; el sacrificio eucarístico; y ‘el
adiós’, con el que se encomienda el alma del difunto a Dios, fuente de vida eterna,
mientras su cuerpo es sepultado en la esperanza de la Resurrección
TERCERA PARTE
NUESTRA VIDA EN CRISTO
“Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza
divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza
perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado
del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios” (San León
Magno).
El camino de Cristo “lleva a la vida”, un camino contrario “lleva a la perdición”
(Mt 7,13; Cf. Dt 30, 15-20). La parábola evangélica de los dos caminos está siempre
presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales
para nuestra salvación. “Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero
entre los dos, una gran diferencia” (Didaché, 1, 1)
En la catequesis es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias
del camino de Cristo (Cf. CT 29). La catequesis de la “vida nueva” en Él (Rm 6, 4.) será:
-una catequesis del Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce
huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida;
-una catequesis de la gracia, pues por la gracia somos salvados, y también por la
gracia nuestras obras pueden dar fruto para la vida eterna;
-una catequesis de las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido
en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del
hombre;
-una catequesis del pecado y del perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre
no puede conocer la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el
ofrecimiento del perdón no podría soportar esta verdad;
-una catequesis de las virtudes humanas que haga captar la belleza y el atractivo de
las rectas disposiciones para el bien;
-una catequesis de las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad que se inspire
ampliamente en el ejemplo de los santos;
-una catequesis del doble mandamiento de la caridad desarrollado en el Decálogo;
-una catequesis eclesial, pues en los múltiples intercambios de los “bienes
espirituales” en la “comunión de los santos” es donde la vida cristiana puede crecer,
desplegarse y comunicarse.
I. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
Los creyentes o no creyentes, estamos generalmente de acuerdo en que todos los
bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.
La educación también tiene como fin al hombre, por lo tanto es decisiva la idea que se
tiene de él. Del concepto “hombre” dependerá el enfoque de las teorías, métodos y
técnicas pedagógicas y didácticas.
La dignidad de la persona humana se basa en que ha sido creada a imagen y
semejanza de Dios, y Dios además ha llamado a todo ser humano a participar de su
amistad. El ser humano, como ser inteligente y libre, con sus derechos y sus deberes, es el
primer principio y como el corazón y el alma de la enseñanza social de la Iglesia. Todo
ser humano: el rico y el pobre, el blanco y el negro, el anciano y el enfermo, el niño e
incluso el no nacido. También el embrión humano.
La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la
unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios.
Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo
conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce
libremente ese amor y se confía por entero a su Creador.
1. LAS VIRTUDES
La virtud es el orden del amor; (…) es un buen hábito consonante con nuestra
naturaleza.” (San Agustín).
En el Bautismo Dios infunde en el alma, sin ningún mérito nuestro, las virtudes, que
son disposiciones habituales y firmes para hacer el bien. Las virtudes infusas son
teologales y morales. Las teologales tienen como objeto a Dios; las morales tienen como
objeto los actos humanos buenos. Las teologales son tres: fe, esperanza y caridad.
Las morales, que se llaman también virtudes humanas o cardinales, son cuatro:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
Cuenta también el cristiano con los dones del Espíritu Santo, que facilitan el
ejercicio más perfecto de las virtudes.
Con relación a la virtud teologal de la caridad, o sea, del amor, hay que tener en
cuenta que el amor a Dios y el amor al prójimo son una misma y sola cosa de modo que
uno depende del otro; por esto, tanto podremos amar al prójimo cuanto amemos a Dios;
y, a la vez, tanto amaremos al Dios cuanto de verdad amemos al prójimo.
1. LAS BIENAVENTURANZAS
“Ciertamente todos queremos vivir felices. ¿Cómo es que yo te busco, Señor?
Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi
alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti” San Agustín).
El hombre alcanza la bienaventuranza en virtud de la gracia de Cristo, que lo hace
partícipe de la vida divina. En el Evangelio Cristo señala a los suyos el camino que lleva
a la felicidad sin fin: las Bienaventuranzas. La gracia de Cristo obra en todo hombre que,
siguiendo la recta conciencia, busca y ama la verdad y el bien, y evita el mal.
Las Bienaventuranzas son el centro de la predicación de Jesús; recogen y
perfeccionan las promesas de Dios, hechas a partir de Abraham. Dibujan el rostro mismo
de Jesús, y trazan la auténtica vida cristiana, desvelando al hombre el fin último de sus
actos: la bienaventuranza eterna.
Las Bienaventuranzas responden al innato deseo de felicidad que Dios ha puesto en
el corazón del hombre, a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer.
La bienaventuranza consiste en la visión de Dios en la vida eterna, cuando seremos
en plenitud «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4), de la gloria de Cristo y del
gozo de la vida trinitaria. La bienaventuranza sobrepasa la capacidad humana; es un don
sobrenatural y gratuito de Dios, como la gracia que nos conduce a ella. La promesa de la
bienaventuranza nos sitúa frente a opciones morales decisivas respecto de los bienes
terrenales, estimulándonos a amar a Dios sobre todas las cosas.
2. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA
“Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de
persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de
darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a
una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro
ser puede dar en su lugar” (CIgC 357).
La dignidad de la persona humana está arraigada en su creación a imagen y
semejanza de Dios. Dotada de alma espiritual e inmortal, de inteligencia y de voluntad
libre, la persona humana está ordenada a Dios y llamada, con alma y cuerpo, a la
bienaventuranza eterna.
Es tanta la dignidad del hombre, que el Concilio Vaticano II afirma que el hombre
es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (Gaudium et Spes,
24,3).
El hombre, ayudado por la gracia y usando bien de su libertad, puede identificar su
voluntad con la voluntad de Dios, pues “Lo que Dios quiere es siempre lo optimo” (Santo
Tomas Moro a su hija Margarita).
3. LA CONCIENCIA MORAL
La conciencia “es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da
órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza [...] La conciencia es la
mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través
de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos
los vicarios de Cristo” (Juan Enrique Newman, Carta al duque de Norfolk, 5).
La conciencia moral, presente en lo íntimo de la persona, es un juicio de la razón,
que en el momento oportuno, impulsa al hombre a hacer el bien y a evitar el mal. Gracias
a ella, la persona humana percibe la cualidad moral de un acto a realizar o ya realizado,
permitiéndole asumir la responsabilidad del mismo. Cuando escucha la conciencia moral,
el hombre prudente puede sentir la voz de Dios que le habla.
La dignidad de la persona humana supone la rectitud de la conciencia moral, es
decir que ésta se halle de acuerdo con lo que es justo y bueno según la razón y la ley de
Dios. A causa de la misma dignidad personal, el hombre no debe ser forzado a obrar
contra su conciencia, ni se le debe impedir obrar de acuerdo con ella, sobre todo en el
campo religioso, dentro de los límites del bien común.
La conciencia recta y veraz se forma con la educación, con la asimilación de la
Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. Se ve asistida por los dones del Espíritu
Santo y ayudada con los consejos de personas prudentes. Además, favorecen mucho la
formación moral tanto la oración como el examen de conciencia.
Tres son las normas más generales que debe seguir siempre la conciencia:
1) Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.
2) La llamada Regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres,
hacédselo también vosotros a ellos» (Mt 7, 12).
3) La caridad supone siempre el respeto del prójimo y de su conciencia, aunque esto
no significa aceptar como bueno lo que objetivamente es malo.
4. EL PECADO
“El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al
menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca
cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos
objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos
granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la
confesión...” (San Agustín, In epistulam Iohannis ad Parthos tractatus 1, 6).
Acoger la misericordia de Dios supone que reconozcamos nuestras culpas,
arrepintiéndonos de nuestros pecados. Dios mismo, con su Palabra y su Espíritu, descubre
nuestros pecados, sitúa nuestra conciencia en la verdad sobre sí misma y nos concede la
esperanza del perdón.
El pecado es una ofensa a Dios. El pecado es una falta contra la razón, la verdad y
la conciencia recta. Es una falta al amor verdadero que debemos a Dios, a nosotros
mismos y al prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes que aparecen como
atractivos por efectos de la tentación, pero que en verdad son dañinos para el hombre. Por
eso el Papa Juan Pablo II señala que el pecado, bajo la apariencia de “bueno” o
“agradable”, es siempre un acto suicida.
La variedad de los pecados es grande. Pueden distinguirse según su objeto o según
las virtudes o los mandamientos a los que se oponen. Pueden referirse directamente a
Dios, al prójimo o a nosotros mismos. Se los puede también distinguir en pecados de
pensamiento, palabra, obra y omisión.
Se comete un pecado mortal cuando se dan, al mismo tiempo, materia grave, plena
advertencia y deliberado consentimiento. Este pecado destruye en nosotros la caridad, nos
priva de la gracia santificante y, a menos que nos arrepintamos, nos conduce a la muerte
eterna del infierno. Se perdona, por vía ordinaria, mediante los sacramentos del Bautismo
y de la Penitencia o Reconciliación.
El pecado venial, que se diferencia esencialmente del pecado mortal, se comete
cuando la materia es leve; o bien cuando, siendo grave la materia, no se da plena
advertencia o perfecto consentimiento. Este pecado no rompe la alianza con Dios. Sin
embargo, debilita la caridad, entraña un afecto desordenado a los bienes creados, impide
el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y en la práctica del bien moral y
merece penas temporales de purificación.
El Evangelio nos repite este llamado a la conversión, y Jesús durante su vida
perdonó muchas veces a los pecadores y, además, dio su poder divino a los Apóstoles y a
sus sucesores para perdonar los pecados.
5. EL CRISTIANO Y LA SOCIEDAD
“Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los
ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es
lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta
autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica” (GS 74, 5).
El hombre es un ser social por naturaleza. La persona humana necesita la vida
social, porque nadie es autosuficiente. Por eso, tenemos la tendencia natural que nos
impulsa a asociarnos, con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades
individuales. La familia y la ciudad son sociedades que directamente corresponden a la
naturaleza del hombre, y otras acciones con fines económicos, culturales, deportivos, etc.;
expresan también la necesidad del hombre a vivir en sociedad.
Toda sociedad debe tener su autoridad, para que tenga unidad y para asegurar, en lo
posible, el bien común de la misma sociedad; bien que también está relacionado con el de
otras sociedades y con el bien común de toda la sociedad humana.
El fin último de la sociedad es la persona humana, y por esto la justicia social sólo
puede ser conseguida si tiene el debido respeto a la dignidad trascendente del hombre,
creado por Dios a su imagen y semejanza, con un alma racional y con un fin supremo,
que es la gloria del Cielo.
La igualdad en la dignidad y las diferencias entre los hombres reclaman la
fraternidad, el servicio, la solidaridad humana y la caridad sobrenatural, como
expresiones concretas de la reconciliación traída por el Señor Jesús.
6. LA LEY MORAL
“El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de
haber sido digno de recibir de Dios una ley: animal dotado de razón, capaz de
comprender y de discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón,
en la sumisión al que le ha sometido todo” (Tertuliano, Adversus Marcionem, 2, 4, 5).
La ley moral es obra de la Sabiduría divina. Prescribe al hombre los caminos y las
reglas de conducta que llevan a la bienaventuranza prometida, y prohíbe los caminos que
apartan de Dios.
La ley natural, inscrita por el Creador en el corazón de todo hombre, consiste en una
participación de la sabiduría y bondad de Dios, y expresa el sentido moral originario, que
permite al hombre discernir el bien y el mal, mediante la razón. La ley natural es
universal e inmutable, y pone la base de los deberes y derechos fundamentales de la
persona, de la comunidad humana y de la misma ley civil.
7. GRACIA Y JUSTIFICACIÓN
“Por el Espíritu Santo participamos de Dios [...] Por la participación del Espíritu
venimos a ser partícipes de la naturaleza divina [...] Por eso, aquellos en quienes habita
el Espíritu están divinizados” (San Atanasio de Alejandría, Epistula ad Serapionem, 1,
24).
La justificación es la obra más excelente del amor de Dios. Es la acción
misericordiosa y gratuita de Dios, que borra nuestros pecados, y nos hace justos y santos
en todo nuestro ser. Somos justificados por medio de la gracia del Espíritu Santo, que la
Pasión de Cristo nos ha merecido y se nos ha dado en el Bautismo. Con la justificación
comienza la libre respuesta del hombre, esto es, la fe en Cristo y la colaboración con la
gracia del Espíritu Santo.
La gracia es un don gratuito de Dios, por el que nos hace partícipes de su vida
trinitaria, y capaces de obrar por amor a Él. Se le llama gracia habitual, santificante o
deificante, porque nos santifica y nos diviniza. Es sobrenatural, porque depende
enteramente de la iniciativa gratuita de Dios y supera la capacidad de la inteligencia y de
las fuerzas del hombre. Escapa, por tanto, a nuestra experiencia.
Todos los fieles estamos llamados a la santidad cristiana. Ésta es plenitud de la vida
cristiana y perfección de la caridad, y se realiza en la unión íntima con Cristo y, en Él,
con la Santísima Trinidad. El camino de santificación del cristiano, que pasa por la cruz, tendrá
su cumplimiento en la resurrección final de los justos, cuando Dios sea todo en todos.
8. LA IGLESIA, MADRE Y MAESTRA
“Nadie puede tener a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia como madre” (San
Cipriano: De cathol. Ecc. Unitate, 6).
La Iglesia es la comunidad donde el cristiano acoge la Palabra de Dios y las
enseñanzas de la “Ley de Cristo” (Ga 6, 2); recibe la gracia de los sacramentos; se une a
la ofrenda eucarística de Cristo, transformando así su vida moral en un culto espiritual;
aprende del ejemplo de santidad de la Virgen María y de los santos.
El Magisterio de la Iglesia interviene en el campo moral, porque es su misión
predicar la fe que hay que creer y practicar en la vida cotidiana. Esta competencia se
extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia es
necesaria para la salvación.
Los preceptos de la Iglesia tienen por finalidad garantizar que los fieles cumplan
con lo mínimo indispensable en relación al espíritu de oración, a la vida sacramental, al
esfuerzo moral y al crecimiento en el amor a Dios y al prójimo.
II. LOS MANDAMIENTOS
Los mandamientos son normas de conducta dictadas por Dios a la humanidad. Estas
normas son el camino que ha de conducir al hombre a la felicidad eterna. “Si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos”, dijo Jesucristo.
Los mandamientos son preceptos de la ley natural impresos por Dios en el alma de
cada hombre. Por eso obligan a todos los hombres de todos los pueblos, y son valederos
para todos los tiempos, constituyendo el fundamento de toda moral individual y social.
“La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma”, dice la Sagrada Escritura.
Dios ha impreso los mandamientos en el alma de tal modo que, incluso los que se
las dan de ateos y dicen que no hay Dios, reconocen esta ley impuesta por Dios al
hombre, y se ofenden cuando se les llama ladrones o embusteros. La moral católica no
sólo obliga a los católicos, obliga a todos los hombres; pues se basa en la ley natural.
Todo hombre, católico y no católico, está obligado a no matar, no robar, no explotar al
prójimo, no calumniar, etc. Esto no excluye que haya mandamientos exclusivos para los
católicos, como el ir a misa, práctica de sacramentos, etc.
Los mandamientos de la Ley de Dios son la ley moral que Dios dio a Moisés en el
Antiguo Testamento y que Cristo perfeccionó en el Nuevo. Se basan en que Dios es
nuestro Dueño y nuestro Señor, y nos puede mandar. Pero es tan bueno, que lo que nos
manda es para bien nuestro.
Con los mandamientos, Dios protege nuestros derechos y también los de nuestros
prójimos. Los mandamientos no son prohibiciones caprichosas para poner trabas a la
libertad del hombre. Es la ley justa y sabia con que Dios quiere gobernarnos para nuestro
propio bien.
Todos los mandamientos son para todos: nadie puede dejar de cumplirlos, y es
necesario cumplirlos todos para salvarse. No basta decir: yo no robo ni mato. Para
salvarse hay que guardarlos todos.
Para condenarse basta faltar a uno. Para poder pasar por un puente es necesario que
no se haya hundido ninguno de sus arcos. Dice el Apóstol Santiago el Menor que el que
guarda los demás mandamientos pero quebranta uno solo, se hace culpable de todos.
Los mandamientos de la ley de Dios constituyen el programa más completo y más
perfecto que se ha dado en el mundo, para conseguir la paz y la tranquilidad a los
individuos, a las familias, a los pueblos y a las naciones. En la guarda de ellos está el
secreto de abrirse paso dignamente en la vida. Si quieres que todo el mundo te estime y te
respete, guarda los mandamientos. Además, te aseguro que tu vida será mucho más feliz
que si no los guardases. Las mayores tragedias que vemos en esta vida ocurren
frecuentemente porque no se guardan los mandamientos.
A) LOS DIEZ MANDAMIENTOS
“Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?”, Jesús
responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”, y después añade:
“Ven y sígueme” (Mt 19, 16).
En el Antiguo Testamento Dios entregó los Diez Mandamientos a Moisés en el
Sinaí para ayudar a su pueblo escogidos a cumplir la ley divina.
Jesucristo, en la ley evangélica, confirmó los Diez Mandamientos y los perfeccionó
con su palabra y con su ejemplo.
Todos los Mandamientos se resumen en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y
amar al prójimo como a uno mismo, y más aún, como Cristo nos amó. Por esto el
Decálogo obliga gravemente porque enuncia los deberes fundamentales del hombre para
con Dios y para con el prójimo.
PRIMER MANDAMIENTO
YO SOY EL SEÑOR TU DIOS. AMARÁS A DIOS
SOBRE TODAS LAS COSAS
“El culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades,
sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios
encarnado. Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se
detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que ella es imagen” (Santo Tomás de
Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 81, a. 3, ad 3).
La afirmación: “Yo soy el Señor tu Dios” implica para el fiel guardar y poner en
práctica las tres virtudes teologales, y evitar los pecados que se oponen a ellas. La fe cree
en Dios y rechaza todo lo que le es contrario, como, por ejemplo, la duda voluntaria, la
incredulidad, la herejía, la apostasía y el cisma. La esperanza aguarda confiadamente la
bienaventurada visión de Dios y su ayuda, evitando la desesperación y la presunción. La
caridad ama a Dios sobre todas las cosas y rechaza la indiferencia, la ingratitud, la
tibieza, la pereza o indolencia espiritual y el odio a Dios, que nace del orgullo.
Las palabras “adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo darás culto” suponen adorar a
Dios como Señor de todo cuanto existe; rendirle el culto debido individual y
comunitariamente; rezarle con expresiones de alabanza, de acción de gracias y de súplica;
ofrecerle sacrificios, sobre todo el espiritual de nuestra vida, unido al sacrificio perfecto
de Cristo; mantener las promesas y votos que se le hacen.
Con el mandamiento “No tendrás otro Dios fuera de mí” se prohíbe: el politeísmo y
la idolatría, que diviniza a una criatura, el poder, el dinero, incluso al demonio; la
superstición, que es una desviación del culto debido al Dios verdadero, y que se expresa
también bajo las formas de adivinación, magia, brujería y espiritismo; la irreligión, que
se manifiesta en tentar a Dios con palabras o hechos; en el sacrilegio, que profana a las
personas y las cosas sagradas, sobre todo la Eucaristía; en la simonía, que intenta comprar
o vender realidades espirituales; el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios,
apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana;
el agnosticismo, según el cual, nada se puede saber sobre Dios, y que abarca el
indiferentismo y el ateísmo práctico.
SEGUNDO MANDAMIENTO
NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO
“No jurar ni por Criador, ni por criatura, si no fuere con verdad, necesidad y
reverencia” (San Ignacio de Loyola).
Se respeta la santidad del Nombre de Dios invocándolo, bendiciéndole, alabándole
y glorificándole. Ha de evitarse, por tanto, el abuso de apelar al Nombre de Dios para
justificar un crimen, y todo uso inconveniente de su Nombre, como la blasfemia, que por
su misma naturaleza es un pecado grave; la imprecación y la infidelidad a las promesas
hechas en nombre de Dios.
Está prohibido jurar en falso, porque ello supone invocar en una causa a Dios, que
es la verdad misma, como testigo de una mentira.
El perjurio es hacer, bajo juramento, una promesa con intención de no cumplirla, o
bien violar la promesa hecha bajo juramento. Es un pecado grave contra Dios, que
siempre es fiel a sus promesas.
TERCER MANDAMIENTO
SANTIFICARÁS LAS FIESTAS
“La tradición conserva el recuerdo de una exhortación siempre actual: “Venir
temprano a la iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la
oración [...] Asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marcharse
antes de la despedida [...] Lo hemos dicho con frecuencia: este día os es dado para la
oración y el descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En él exultamos y nos gozamos”
(Pseudo-Eusebio de Alejandría, Sermo de die Dominica).
Para los cristianos, el sábado ha sido sustituido por el domingo, porque éste es el
día de la Resurrección de Cristo. Como «primer día de la semana» (Mc 16, 2), recuerda la
primera Creación; como ‘octavo día’, que sigue al sábado, significa la nueva Creación
inaugurada con la Resurrección de Cristo. Es considerado, así, por los cristianos como el
primero de todos los días y de todas las fiestas: el día del Señor, en el que Jesús, con su
Pascua, lleva a cumplimiento la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso
eterno del hombre en Dios.
Los cristianos santifican el domingo y las demás fiestas de precepto participando en
la Eucaristía del Señor y absteniéndose de las actividades que les impidan rendir culto a
Dios, o perturben la alegría propia del día del Señor o el descanso necesario del alma y
del cuerpo. Se permiten las actividades relacionadas con las necesidades familiares o los
servicios de gran utilidad social, siempre que no introduzcan hábitos perjudiciales a la
santificación del domingo, a la vida de familia y a la salud.
Además del domingo, obliga este mandamiento: a) El 1o. de enero, en que
festejamos la maternidad divina de la Virgen; b) El Jueves de Corpus Christi, en que
festejamos el día de la Eucaristía; c) El 12 de diciembre, día de nuestra patrona y amada
Virgen de Guadalupe, madre de todos los mexicanos; d) El 25 de diciembre, día de
Navidad.
CUARTO MANDAMIENTO
HONRARÁS A TU P ADRE Y A TU MADRE
“El Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su
prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien da gloria
a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y en el día de su
oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días, obedece al Señor
quien da sosiego a su madre” (Si 3, 2-6).
El cuarto mandamiento ordena honrar y respetar a nuestros padres, y a todos
aquellos a quienes Dios ha investido de autoridad para nuestro bien.
Los hijos deben a sus padres respeto (piedad filial), reconocimiento, docilidad y
obediencia, contribuyendo así, junto a las buenas relaciones entre hermanos y hermanas,
al crecimiento de la armonía y de la santidad de toda la vida familiar. En caso de que los
padres se encuentren en situación de pobreza, de enfermedad, de soledad o de ancianidad,
los hijos adultos deben prestarles ayuda moral y material.
Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la
educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de
respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios, y proveer, en cuanto sea
posible, a sus necesidades materiales y espirituales, eligiendo para ellos una escuela
adecuada, y ayudándoles con prudentes consejos en la elección de la profesión y del
estado de vida. En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana.
Los padres educan a sus hijos en la fe cristiana principalmente con el ejemplo, la
oración, la catequesis familiar y la participación en la vida de la Iglesia.
Los vínculos familiares, aunque sean importantes, no son absolutos, porque la
primera vocación del cristiano es seguir a Jesús, amándolo: “El que ama su padre o a su
madre más que a mí no es digno de mí” (Mt 10, 37). Los padres deben favorecer
gozosamente el seguimiento de Jesús por parte de sus hijos en todo estado de vida,
también en la vida consagrada y en el ministerio sacerdotal.
En los distintos ámbitos de la sociedad civil, la autoridad se ejerce siempre como un
servicio, respetando los derechos fundamentales del hombre, una justa jerarquía de
valores, las leyes, la justicia distributiva y el principio de subsidiaridad. Cada cual, en el
ejercicio de la autoridad, debe buscar el interés de la comunidad antes que el propio, y
debe inspirar sus decisiones en la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo.
Quienes están sometidos a las autoridades deben considerarlas como representantes
de Dios, ofreciéndoles una colaboración leal para el buen funcionamiento de la vida
pública y social. Esto exige el amor y servicio de la patria, el derecho y el deber del voto,
el pago de los impuestos, la defensa del país y el derecho a una crítica constructiva.
El ciudadano no debe en conciencia obedecer cuando las prescripciones de la
autoridad civil se opongan a las exigencias del orden moral: “Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres” (Hch 5, 29).
QUINTO MANDAMIENTO
NO MATARÁS
“Dios [...], Señor de la vida, ha confiado a los hombres la excelsa misión de
conservar la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre. Por
consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes abominables” (GS 51, 3).
La vida humana ha de ser respetada porque es sagrada. Desde el comienzo supone
la acción creadora de Dios y permanece para siempre en una relación especial con el
Creador, su único fin. A nadie le es lícito destruir directamente a un ser humano inocente,
porque es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador.
Con la legítima defensa se toma la opción de defenderse y se valora el derecho a la
vida, propia o del otro, pero no la opción de matar. La legítima defensa, para quien tiene
la responsabilidad de la vida de otro, puede también ser un grave deber. Y no debe
suponer un uso de la violencia mayor que el necesario.
El quinto mandamiento prohíbe, como gravemente contrarios a la ley moral:
1) El homicidio directo y voluntario y la cooperación al mismo.
2) El aborto directo, querido como fin o como medio, así como la cooperación al
mismo, bajo pena de excomunión, porque el ser humano, desde el instante de su
concepción, ha de ser respetado y protegido de modo absoluto en su integridad.
3) La eutanasia directa, que consiste en poner término, con una acción o una
omisión de lo necesario, a la vida de las personas discapacitadas, gravemente enfermas o
próximas a la muerte.
4) El suicidio y la cooperación voluntaria al mismo, en cuanto es una ofensa grave
al justo amor de Dios, de sí mismo y del prójimo; por lo que se refiere a la
responsabilidad, ésta puede quedar agravada en razón del escándalo o atenuada, por
particulares trastornos psíquicos o graves temores.
Los cuidados que se deben de ordinario a una persona enferma no pueden ser
legítimamente interrumpidos; son legítimos, sin embargo, el uso de analgésicos, no
destinados a causar la muerte, y la renuncia al “encarnizamiento terapéutico”, esto es, a la
utilización de tratamientos médicos desproporcionados y sin esperanza razonable de
resultado positivo.
La sociedad debe proteger a todo embrión, porque el derecho inalienable a la vida
de todo individuo humano desde su concepción es un elemento constitutivo de la
sociedad civil y de su legislación. Cuando el Estado no pone su fuerza al servicio de los
derechos de todos, y en particular de los más débiles, entre los que se encuentran los
concebidos y aún no nacidos, quedan amenazados los fundamentos mismos de un Estado
de derecho.
Este mandamiento también prohíbe el escándalo, que consiste en inducir a otro a
obrar el mal, se evita respetando el alma y el cuerpo de la persona. Pero si se induce
deliberadamente a otros a pecar gravemente, se comete una culpa grave.
Debemos tener un razonable cuidado de la salud física, la propia y la de los demás,
evitando siempre el culto al cuerpo y toda suerte de excesos. Ha de evitarse, además, el
uso de estupefacientes, que causan gravísimos daños a la salud y a la vida humana, y
también el abuso de los alimentos, del alcohol, del tabaco y de los medicamentos.
El trasplante de órganos es moralmente aceptable con el consentimiento del
donante y sin riesgos excesivos para él. Para el noble acto de la donación de órganos
después de la
Prácticas contrarias al respeto a la integridad corporal de la persona humana son las
siguientes: los secuestros de personas y la toma de rehenes, el terrorismo, la tortura, la
violencia y la esterilización directa. Las amputaciones y mutilaciones de una persona
están moralmente permitidas sólo por los indispensables fines terapéuticos de las mismas.
Los moribundos tienen derecho a vivir con dignidad los últimos momentos de su
vida terrena, sobre todo con la ayuda de la oración y de los sacramentos, que preparan al
encuentro con el Dios vivo.
Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad. La cremación
de los mismos está permitida, si se hace sin poner en cuestión la fe en la Resurrección de
los cuerpos.
SEXTO MANDAMIENTO
NO COMETERÁS ACTOS IMPUROS
“Se nos enseña que hay tres formas de la virtud de la castidad: una de los esposos,
otra de las viudas, la tercera de la virginidad. No alabamos a una con exclusión de las
otras. [...] En esto la disciplina de la Iglesia es rica” (San Ambrosio, De viduis 23).
Dios ha creado al hombre como varón y mujer, con igual dignidad personal, y ha
inscrito en él la vocación del amor y de la comunión. Corresponde a cada uno aceptar la
propia identidad sexual, reconociendo la importancia de la misma para toda la persona, su
especificidad y complementariedad.
La castidad es la positiva integración de la sexualidad en la persona. La sexualidad
es verdaderamente humana cuando está integrada de manera justa en la relación de
persona a persona. La castidad es una virtud moral, un don de Dios, una gracia y un fruto
del Espíritu.
La virtud de la castidad supone la adquisición del dominio de sí mismo, como
expresión de libertad humana destinada al don de uno mismo. Para este fin, es necesaria
una integral y permanente educación, que se realiza en etapas graduales de crecimiento.
Son numerosos los medios de que disponemos para vivir la castidad: la gracia de
Dios, la ayuda de los sacramentos, la oración, el conocimiento de uno mismo, la práctica
de una ascesis adaptada a las diversas situaciones y el ejercicio de las virtudes morales,
en particular de la virtud de la templanza, que busca que la razón sea la guía de las
pasiones.
Todos, siguiendo a Cristo modelo de castidad, están llamados a llevar una vida
casta según el propio estado de vida: unos viviendo en la virginidad o en el celibato
consagrado, modo eminente de dedicarse más fácilmente a Dios, con corazón indiviso;
otros, si están casados, viviendo la castidad conyugal; los no casados, practicando la
castidad en la continencia.
Son pecados gravemente contrarios a la castidad, cada uno según la naturaleza del
propio objeto: el adulterio, la masturbación, la fornicación, la pornografía, la prostitución,
el estupro y los actos homosexuales. Estos pecados son expresión del vicio de la lujuria.
Si se cometen con menores, estos actos son un atentado aún más grave contra su
integridad física y moral.
Los bienes del amor conyugal, que para los bautizados está santificado por el
sacramento del Matrimonio, son: la unidad, la fidelidad, la indisolubilidad y la apertura a
la fecundidad.
El acto conyugal tiene un doble significado: de unión (la mutua donación de los
cónyuges), y de procreación (apertura a la transmisión de la vida). Nadie puede romper la
conexión inseparable que Dios ha querido entre los dos significados del acto conyugal,
excluyendo de la relación el uno o el otro.
La regulación de la natalidad, que representa uno de los aspectos de la paternidad y
de la maternidad responsables, es objetivamente conforme a la moralidad cuando se lleva
a cabo por los esposos sin imposiciones externas; no por egoísmo, sino por motivos
serios; y con métodos conformes a los criterios objetivos de la moralidad, esto es,
mediante la continencia periódica y el recurso a los períodos de infecundidad.
Es intrínsecamente inmoral toda acción –como, por ejemplo, la esterilización
directa o la contracepción–, que, bien en previsión del acto conyugal o en su realización,
o bien en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como
medio, impedir la procreación.
La inseminación y la fecundación artificial son inmorales, porque disocian la
procreación del acto conyugal con el que los esposos se entregan mutuamente,
instaurando así un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona
humana. Además, la inseminación y la fecundación heterólogas, mediante el recurso a
técnicas que implican a una persona extraña a la pareja conyugal, lesionan el derecho del
hijo a nacer de un padre y de una madre conocidos por él, ligados entre sí por matrimonio
y poseedores exclusivos del derecho a llegar a ser padre y madre solamente el uno a
través del otro.
El hijo es un don de Dios, el don más grande dentro del Matrimonio. No existe el
derecho a tener hijos («tener un hijo, sea como sea»). Sí existe, en cambio, el derecho del
hijo a ser fruto del acto conyugal de sus padres, y también el derecho a ser respetado
como persona desde el momento de su concepción.
Las ofensas a la dignidad del Matrimonio son las siguientes: el adulterio, el
divorcio, la poligamia, el incesto, la unión libre (convivencia, concubinato) y el acto
sexual antes o fuera del matrimonio.
SÉPTIMO MANDAMIENTO
NO ROBARÁS
“Cuando la Ley nos dice: No codiciarás, nos dice, en otros términos, que
apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed codiciosa de
los bienes del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: El ojo del
avaro no se satisface con su suerte (Qo 14, 9)” (Catecismo Romano, 3, 10, 13).
El séptimo mandamiento declara el destino y distribución universal de los bienes; el
derecho a la propiedad privada; el respeto a las personas, a sus bienes y a la integridad de
la creación. La Iglesia encuentra también en este mandamiento el fundamento de su
doctrina social, que comprende la recta gestión en la actividad económica y en la vida
social y política; el derecho y el deber del trabajo humano; la justicia y la solidaridad
entre las naciones y el amor a los pobres.
La finalidad de la propiedad privada es garantizar la libertad y la dignidad de cada
persona, ayudándole a satisfacer las necesidades fundamentales propias, las de aquellos
sobre los que tiene responsabilidad, y también las de otros que viven en necesidad.
El séptimo mandamiento prescribe el respeto a los bienes ajenos mediante la
práctica de la justicia y de la caridad, de la templanza y de la solidaridad. En particular,
exige el respeto a las promesas y a los contratos estipulados; la reparación de la
injusticia cometida y la restitución del bien robado; el respeto a la integridad de la
Creación, mediante el uso prudente y moderado de los recursos minerales, vegetales y
animales del universo, con singular atención a las especies amenazadas de extinción.
El séptimo mandamiento prohíbe ante todo el robo, que es la usurpación del bien
ajeno contra la razonable voluntad de su dueño. Esto sucede también cuando se pagan
salarios injustos, cuando se especula haciendo variar artificialmente el valor de los bienes
para obtener beneficio en detrimento ajeno, y cuando se falsifican cheques y facturas.
Prohíbe además cometer fraudes fiscales o comerciales y ocasionar voluntariamente un
daño a las propiedades privadas o públicas. Prohíbe igualmente la usura, la corrupción, el
abuso privado de bienes sociales, los trabajos culpablemente mal realizados y el
despilfarro.
Para el hombre, el trabajo es un deber y un derecho, mediante el cual colabora con
Dios Creador. En efecto, trabajando con empeño y competencia, la persona actualiza las
capacidades inscritas en su naturaleza, exalta los dones del Creador y los talentos
recibidos; procura su sustento y el de su familia y sirve a la comunidad humana. Por otra
parte, con la gracia de Dios, el trabajo puede ser un medio de santificación y de
colaboración con Cristo para la salvación de los demás.
OCTAVO MANDAMIENTO
NO DARÁS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRÁS
“Los hombres [...] no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es
decir, si no se manifestasen la verdad” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2,
q. 109, a. 3 ad 1).
Toda persona está llamada a la sinceridad y a la veracidad en el hacer y en el
hablar. Cada uno tiene el deber de buscar la verdad y adherirse a ella, ordenando la propia
vida según las exigencias de la verdad. En Jesucristo, la verdad de Dios se ha manifestado
íntegramente: Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza
la doblez, la simulación y la hipocresía.
El octavo mandamiento prohíbe:
1) El falso testimonio, el perjurio y la mentira, cuya gravedad se mide según la
naturaleza de la verdad que deforma, de las circunstancias, de las intenciones del
mentiroso y de los daños ocasionados a las víctimas.
2) El juicio temerario, la maledicencia, la difamación y la calumnia, que perjudican
o destruyen la buena reputación y el honor, a los que tiene derecho toda persona.
3) El halago, la adulación o la complacencia, sobre todo si están orientados a pecar
gravemente o para lograr ventajas ilícitas.
Una culpa cometida contra la verdad debe ser reparada, si ha causado daño a otro.
El octavo mandamiento exige el respeto a la verdad, acompañado de la discreción
de la caridad: en la comunicación y en la información, que deben valorar el bien personal
y común, la defensa de la vida privada y el peligro del escándalo; en la reserva de los
secretos profesionales, que han de ser siempre guardados, salvo en casos excepcionales y
por motivos graves y proporcionados. También se requiere el respeto a las confidencias
hechas bajo la exigencia de secreto.
La verdad es bella por sí misma. Supone el esplendor de la belleza espiritual.
Existen, más allá de la palabra, numerosas formas de expresión de la verdad, en particular
en las obras de arte. Son fruto de un talento donado por Dios y del esfuerzo del hombre.
El arte sacro, para ser bello y verdadero, debe evocar y glorificar el Misterio del Dios
manifestado en Cristo, y llevar a la adoración y al amor de Dios Creador y Salvador,
excelsa Belleza de Verdad y Amor.
NOVENO MANDAMIENTO
NO CONSENTIRÁS PENSAMIENTOS NI DESEOS IMPUROS
“Hay [...] comerciantes [...] que desean la escasez y la carestía de las mercancías,
y no soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos podrían
comprar más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean que sus
semejantes estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y vendiendo [...].
También hay médicos que desean que haya enfermos; y abogados que anhelan causas y
procesos numerosos y sustanciosos...” (Catecismo Romano, 3, 10, 23).
El noveno mandamiento exige vencer la concupiscencia carnal en los pensamientos
y en los deseos. La lucha contra esta concupiscencia supone la purificación del corazón y
la práctica de la virtud de la templanza.
El noveno mandamiento prohíbe consentir pensamientos y deseos relativos a
acciones prohibidas por el sexto mandamiento.
El bautizado, con la gracia de Dios y luchando contra los deseos desordenados,
alcanza la pureza del corazón mediante la virtud y el don de la castidad, la pureza de
intención, la pureza de la mirada exterior e interior, la disciplina de los sentimientos y de
la imaginación, y con la oración.
La pureza exige el pudor, que, preservando la intimidad de la persona, expresa la
delicadeza de la castidad y regula las miradas y gestos, en conformidad con la dignidad
de las personas y con la relación que existe entre ellas. El pudor libera del difundido
erotismo y mantiene alejado de cuanto favorece la curiosidad morbosa. Requiere también
una purificación del ambiente social, mediante la lucha constante contra la permisividad
de las costumbres, basada en un erróneo concepto de la libertad humana.
DÉCIMO MANDAMIENTO
NO CODICIARÁS LOS BIENES AJENOS
“De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por
el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio Magno,
Moralia in Job, 31, 45).
Este mandamiento, que complementa al precedente, exige una actitud interior de
respeto en relación con la propiedad ajena, y prohíbe la avaricia, el deseo desordenado
de los bienes de otros y la envidia, que consiste en la tristeza experimentada ante los
bienes del prójimo y en el deseo desordenado de apropiarse de los mismos.
Jesús exige a sus discípulos que le antepongan a Él respecto a todo y a todos. El
desprendimiento de las riquezas –según el espíritu de la pobreza evangélica– y el
abandono a la providencia de Dios, que nos libera de la preocupación por el mañana, nos
preparan para la bienaventuranza de “los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino
de los Cielos” (Mt 5, 3).
El mayor deseo del hombre es ver a Dios. Éste es el grito de todo su ser: “¡Quiero
ver a Dios!”. El hombre, en efecto, realiza su verdadera y plena felicidad en la visión y en
la bienaventuranza de Aquel que lo ha creado por amor, y lo atrae hacia sí en su infinito
amor.
B) LOS MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA
Los mandamientos de la Iglesia se sitúan en la línea de una vida moral referida a la
vida litúrgica y que se alimenta de ella. El carácter obligatorio de estas leyes positivas
promulgadas por la autoridad eclesiástica tiene por fin garantizar a los fieles el mínimo
indispensable en el espíritu de oración y en el esfuerzo moral, en el crecimiento del amor
de Dios y del prójimo (CIgC2041)
Todos estamos convencidos de la importancia que tiene la observancia de las leyes.
De todas ellas, la ley más importante, y por tanto la más necesaria en su cumplimiento, es
la ley de Dios, expresada en los Diez Mandamientos, porque, como señaló Cristo a aquel
muchacho que se le acercó para pedir un consejo "Si quieres entrar en la vida, cumple los
mandamientos" (Mt 19,17).
Para facilitarnos el cumplimiento de la Ley de Dios, la Iglesia ha determinado
algunas obligaciones del cristiano, que se conocen como Mandamientos de la Iglesia.
Cristo le dio a la Iglesia autoridad para gobernar a los fieles, y su solicitud de Madre le
impulsa a señalar más concretamente cuál es la voluntad de Dios, ayudándonos a
conseguir el Cielo. Esa es, en definitiva, la misión de la Iglesia.
Los mandamientos de la Iglesia son de dos clases: Los tres primeros mandan oír
Misa, confesar y comulgar; El cuarto manda el ayuno y la abstinencia en los días
determinados por la Iglesia. El quinto mandamiento de la Iglesia manda que la ayudemos
en sus necesidades y en sus obras.
PRIMER MANDAMIENTO
OÍR MISA ENTERA LOS DOMINGOS Y FIESTAS DE PRECEPTO
“El sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del Señor, en el
cual perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la Cruz, es el culmen y la fuente de
todo el culto y de toda la vida cristiana” (CIgC 897).
El primer mandamiento exige a los fieles participar en la celebración eucarística, en
la que se reúne la comunidad cristiana, el día en que conmemora la Resurrección del
Señor, y en aquellas principales fiestas litúrgicas que conmemoran los misterios del
Señor, la Virgen María y los santos.
La razón de este precepto eclesiástico tiene su fundamento en el derecho divino: es
de ley natural rendir culto a Dios, y la Santa Misa es el acto fundamental del culto
cristiano.
A la Iglesia le ha parecido oportuno concretar el tercer mandamiento del decálogo
en el cumplimiento de este precepto, en el que los cristianos no sólo tienen un deber, sino
sobre todo un inmenso privilegio y honor.
Los primeros cristianos entendieron que la Misa es el culto más grande que le
podemos tributar a Dios y, por esto, no se sentían obligados a asistir al Santo Sacrificio,
puesto que ellos lo consideraban la realidad más importante de su vida, sin la cual no
podían vivir.
Este mandamiento obliga -bajo pecado mortal- a todos los fieles que tienen uso de
razón y han cumplido los siete años. De esta manera, la Iglesia determina y facilita el
cumplimiento del tercer mandamiento de la ley de Dios. Además pedagógicamente
enseña la importancia de la Misa para que asistamos con más frecuencia.
Este precepto hay que cumplirlo precisamente el día que está mandado. Y así, el
que dejó de oír Misa ese día, no cumple con el precepto yendo otro día de la semana.
Pero este precepto puede cumplirse asistiendo a la Misa vespertina el sábado o el día
anterior a la solemnidad de precepto.
Además de todos los domingos del año, son días de precepto en la República
Mexicana: el 12 de diciembre: Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe; 25 de
diciembre: Natividad de Nuestro Señor Jesucristo; 1 de enero: Maternidad Divina de
María y la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor (Corpus Christi),
Cuando se dice asistir a Misa entera significa que no debe omitirse una parte
notable para cumplir el precepto. Se omite una parte notable si no se asiste a la llamada
"parte sacrificial" de la Misa, es decir, que al menos se ha de estar presente del ofertorio a
la comunión del sacerdote.
En general las circunstancias que pueden dispensar de asistir a Misa son: La
imposibilidad física, una grave necesidad privada o pública y el grave daño que se pueda
seguir para sí mismo o para el prójimo.
SEGUNDO MANDAMIENTO
CONFESAR LOS PECADOS MORTALES AL MENOS UNA VEZ AL AÑO,
Y EN PELIGRO DE MUERTE, Y SI SE HA DE COMULGAR
Todo fiel que haya llegado al uso de razón, está obligado a confesar fielmente sus
pecados graves al menos una vez al año” (CIC 989).
“Para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos
recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente: con él se
aumenta justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza
e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo
la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento
mismo” (Papa Pío XII).
El segundo mandamiento busca continuar la obra de conversión y de perdón del
Bautismo. Este mandamiento asegura la preparación para la Eucaristía mediante la
recepción del sacramento de la Reconciliación. “Quien tenga conciencia de hallarse en
pecado grave que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión
sacramental” (cf DS 1647, 1661).
El cristiano que ha pecado gravemente manifestaría poco aprecio por la gracia
santificante si en un tiempo prudencial -que la Iglesia benévolamente determinó en un
año-, no busca la reconciliación con Dios. Por tanto, pecaría gravemente por el hecho de
ser remiso en la búsqueda de la liberación del pecado.
“Para recibir el saludable remedio del sacramento de la penitencia, el fiel ha de
estar de tal manera, dispuesto, que rechazando los pecados cometidos y teniendo
propósito de enmienda se convierta a Dios” (CIC 987).
La esencia de este mandamiento es la confesión de los pecados mortales, abriendo
al cristiano, separado de Dios por el pecado, la posibilidad de reanudar la vida de la
gracia y la participación de la vida divina en su alma. El precepto obliga gravemente, y
no cesa la obligación de confesarse aun cuando haya pasado el año; en ese caso hay
obligación de hacerlo cuanto antes.
TERCER MANDAMIENTO
COMULGAR UNA VEZ AL AÑO EN TIEMPO PASCUAL
El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado
de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la
Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la
Penitencia (CIgC 1415).
La Eucaristía es un misterio de fe y de amor que nunca podremos comprender; sin
embargo, desde que tenemos uso de razón, podemos darnos cuenta de la importancia que
tiene. La Iglesia fija desde ese momento la necesidad de acudir a la Comunión
debidamente preparados. Pone como mínimo una vez al año, aunque desea que
comulguemos frecuentemente. De esta manera nos ayuda a cumplir mejor el tercer
mandamiento de la ley de Dios.
Comulgar es el acto de recibir a Jesucristo, con su cuerpo, su sangre, su alma y su
divinidad, bajo las apariencias de pan y vino. Hay obligación bajo pecado grave, de
comulgar una vez al año y en peligro de muerte: “En peligro de muerte, cualquiera que
sea la causa de donde ésta proceda, obliga a los fieles el precepto de recibir la Sagrada
comunión por Viático” (CIC).
La obligación de comulgar una vez al año el Nuevo Código de Derecho Canónico lo
expresa así en el canon 920: “Todo fiel, después de la Primera Comunión, está obligado a
comulgar por lo menos una vez al año. Este precepto debe cumplirse durante el Tiempo
Pascual, a no ser que por causa justa se cumpla en otro tiempo dentro del año”.
La Iglesia desea que los cristianos comulguen más a menudo, como lo expresa en el
nuevo canon 898: “Tributen los fieles la máxima veneración a la Santísima Eucaristía,
tomando parte activa en la celebración del sacrificio de la Santa Misa, recibiendo este
sacramento frecuentemente”.
Comulgar es el acto más sublime que podemos hacer en la vida, pues es recibir a
Dios en nuestro corazón. Jesucristo, que por ser Dios es infinitamente sabio y poderoso,
no pudo dejarnos cosa mejor.
CUARTO MANDAMIENTO
AYUNAR Y ABSTENERSE DE CARNE LOS DÍAS MANDADOS
Repetidamente se recuerda en la Sagrada Escritura la necesidad de hacer obras de
mortificación y renuncia: (Cfr. Mt 4,2; 9,15; 17,21; Lc 13,3; 13,15; 24,47; Hch 2,38;
13,2; 14,23). Por ejemplo: “Yo les digo que si no hacen penitencia, todos igualmente
perecerán”. (Lc 13,3).
Las razones teológicas con que Santo Tomás explica por qué es necesario hacer
penitencia para conseguir la vida eterna son:
Porque con la penitencia la mente, desprendiéndose de lo terreno, se eleva con más
facilidad a las cosas del cielo.
Porque la penitencia es un eficaz remedio para reprimir la concupiscencia y vencer
los apetitos desordenados.
Porque con la penitencia se consigue la reparación de los pecados propios y ajenos.
Porque las obras de penitencia son fuente de los méritos ante Dios.
Por tanto, el cristiano ha de identificarse con Cristo y no puede vivir como un
pagano que no domina sus apetitos; y tiene que hacer algún sacrificio. Para que no se
olvide, la Iglesia ordena una pequeña mortificación en la comida durante algunos días al
año:
1) Son días de abstinencia de carne los viernes de Cuaresma que no coinciden con
fiesta de precepto.
2) Son días de ayuno y abstinencia el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo.
3) Son también días de penitencia los viernes del año que no sean fiesta de
precepto. Pero la abstinencia de carne impuesta por ley general puede sustituirse -según
la libre voluntad de cada fiel- por cualquiera de las formas de penitencia recomendada
por la Iglesia: ejercicios de piedad y oración, mortificaciones corporales y obras de
caridad (la misa, ofrecer el trabajo, entregar una limosna...).
4) La ley de abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años. La ley de
ayuno obliga desde los veintiún años hasta 59 cumplidos.
QUINTO MANDAMIENTO
CONTRIBUIR AL SOSTENIMIENTO DE LA IGLESIA
“Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que
disponga de lo necesario para el culto divino, las obras apostólicas y de caridad, y el
conveniente sustento de los ministros” (CIC 222,1).
El diezmo se basa en el concepto de que Dios es el Señor de todo, por lo que hay
que entregarle las primicias y el más selecto de los productos de la tierra. La Iglesia, al
ser Madre y preocuparse de las necesidades espirituales y materiales de sus hijos, reclama
de ellos oraciones, sacrificios y limosnas. El Diezmo es utilizado por la Iglesia para el
sostenimiento del culto, las actividades pastorales y de evangelización. Además con estas
aportaciones puede ayudar a los más necesitados: los pobres, las misiones, los
seminarios; sirve también para el digno sustento de los ministros y para atender al
esplendor del culto: edificios, vasos sagrados, ornamentos, etc.
La obligación de ayudar económicamente a la Iglesia deriva del hecho de que, ésta,
aunque es divina por razón de su origen y de su finalidad, se compone de elementos
humanos y tiene necesidad de recursos para cumplir su altísimo fin.
En el antiguo Testamento Moisés en el Deuteronomio muestra el profundo sentido del
diezmo o primicia, que nació como una forma de agradecer a Dios por todos los dones recibidos
(Dt 12, 6-9 y 14, 22-28).
Lo que nos dice el NUEVO TESTAMENTO sobre este mandamiento:
- Jesús es presentado al templo y hace su ofrenda (Lc 2, 24).
- Jesús paga el impuesto al templo (Mt 17, 24-27).
- Jesús elogia a la pobre viuda (Lc 21, 1-4).
- Jesús necesita y pide cinco peces y dos panes (Jn. 6, 9).
- “El que trabaja tiene derecho a la recompensa” (Lc 10,7), y San Pablo dice que
“Dios ha ordenado que los que predican el Evangelio, vivan del Evangelio” (1 Cor 9,14).
En la Iglesia primitiva:
-En la primera comunidad los cristianos compartían todo (Hch 2, 42).
-San Pablo pide a los Romanos una colecta para gastos de viaje (Rom. 15, 24).
-Además, la comunión de bienes materiales es signo de la comunión en la fe y en el
amor. Y al ofrecer dinero, uno se ofrece a sí mismo (2 Cor. 8, 5).
En México, la indicación concreta es aportar el equivalente de un día de trabajo al
año. Conviene notar que este precepto no se cumple con la entrega de limosnas
eventuales, sino que ha de hacerse una aportación especial, cuya finalidad sea el
cumplimiento de este precepto.
Todos hemos de sentir la Iglesia como propia. Es un deber de justicia ayudar a la
Iglesia en todo lo relativo al apostolado, porque de la Iglesia recibimos el mayor bien que
se puede recibir en este mundo: los medios para ir al cielo.
Nuestra colaboración a la Iglesia no debe limitarse a lo económico; debemos
también prestar nuestra colaboración personal, en la medida que nos sea posible.
CUARTA PARTE
LA ORACIÓN EN NUESTRA VIDA CRISTIANA
La oración es la elevación del alma a Dios o la petición al Señor de bienes
conformes a su voluntad. La oración es siempre un don de Dios que sale al encuentro del
hombre. La oración cristiana es relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre
infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus
corazones.
Dios es quien primero llama al hombre. Olvide el hombre a su Creador o se
esconda lejos de su Faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo
abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro
misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la
oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y
revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un
hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un
trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de
la salvación (CIgC 2567).
I. LA REVELACIÓN DE LA ORACIÓN
“La oración es la elevación del alma hacia Dios o la petición a Dios de bienes
convenientes” (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68).
Existe una vocación universal a la oración, porque Dios, por medio de la creación,
llama a todo ser desde la nada; e incluso después de la caída, el hombre sigue siendo
capaz de reconocer a su Creador, conservando el deseo de Aquel que le ha llamado a la
existencia. Todas las religiones y, de modo particular, toda la historia de la salvación, dan
testimonio de este deseo de Dios por parte del hombre; pero es Dios quien primero e
incesantemente atrae a todos al encuentro misterioso de la oración.
1. LA ORACIÓN
ES PLENAMENTE REVELADA Y REALIZADA EN JESÚS
San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús:
“Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él
se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras
voces; y la voz de Él, en nosotros”) (Enarratio in Psalmum 85, 1; cf Institución general
de la Liturgia de las Horas, 7).
Conforme a su corazón de hombre, Jesús aprendió a orar de su madre y de la
tradición judía. Pero su oración brota de una fuente más secreta, puesto que es el Hijo de
Dios que, en su humanidad santa, dirige a su Padre la oración filial perfecta.
El Evangelio muestra frecuentemente a Jesús en oración. Lo vemos retirarse en
soledad, con preferencia durante la noche; ora antes de los momentos decisivos de su
misión o de la misión de sus apóstoles. De hecho toda la vida de Jesús es oración, pues
está en constante comunión de amor con el Padre.
Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro, sino también
cuando Él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas
por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los
enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y
comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación.
Nuestra oración es eficaz porque está unida mediante la fe a la oración de Jesús. En
Él la oración cristiana se convierte en comunión de amor con el Padre; podemos presentar
nuestras peticiones a Dios y ser escuchados: «Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo
sea colmado» (Jn 16, 24).
La oración de María se caracteriza por su fe y por la ofrenda generosa de todo su
ser a Dios. La Madre de Jesús es también la Nueva Eva, la «Madre de los vivientes» (cf
Gn 3, 20): Ella ruega a Jesús, su Hijo, por las necesidades de los hombres.
2. LA ORACIÓN EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA
En la primera comunidad de Jerusalén, los creyentes “acudían asiduamente a las
enseñanzas de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones”
(Hch 2, 42).
Al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, se narra que en la primera
comunidad de Jerusalén, educada por el Espíritu Santo en la vida de oración, los
creyentes «acudían asiduamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, a la
fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 42).
El Espíritu Santo, Maestro interior de la oración cristiana, educa a la Iglesia en la
vida de oración, y le hace entrar cada vez con mayor profundidad en la contemplación y
en la unión con el insondable misterio de Cristo. Las formas de oración, tal como las
revelan los escritos apostólicos y canónicos, siguen siendo normativas para la oración
cristiana.
Las formas esenciales de oración cristiana son la bendición y la adoración, la
oración de petición y de intercesión, la acción de gracias y la alabanza. La Eucaristía
contiene y expresa todas las formas de oración.
La oración de petición puede adoptar diversas formas: petición de perdón o también
súplica humilde y confiada por todas nuestras necesidades espirituales y materiales; pero
la primera realidad que debemos desear es la llegada del Reino de Dios.
La intercesión consiste en pedir en favor de otro. Esta oración nos une y conforma
con la oración de Jesús, que intercede ante el Padre por todos los hombres, en particular
por los pecadores. La intercesión debe extenderse también a los enemigos.
La Iglesia da gracias a Dios incesantemente, sobre todo cuando celebra la
Eucaristía, en la cual Cristo hace partícipe a la Iglesia de su acción de gracias al Padre.
Todo acontecimiento se convierte para el cristiano en motivo de acción de gracias.
La alabanza es la forma de oración que, de manera más directa, reconoce que Dios
es Dios; es totalmente desinteresada: canta a Dios por sí mismo y le da gloria por lo que
Él es.
II. LA TRADICIÓN DE LA ORACIÓN
A través de la Tradición viva, es como en la Iglesia el Espíritu Santo enseña a orar a
los hijos de Dios. En efecto, la oración no se reduce a la manifestación espontánea de un
impulso interior, sino que implica contemplación, estudio y comprensión de las
realidades espirituales que se experimentan.
1. FUENTES DE LA ORACIÓN
“Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te
amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente [...] Dios mío, si mi
lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo
repita cada vez que respiro” (San Juan María Vianney, Oratio, [citado por B. Nodet], Le
Curé d'Ars. Sa pensée-son coeur, p. 45).
Las fuentes de la oración cristiana son: la Palabra de Dios, que nos transmite «la
ciencia suprema de Cristo» (Flp 3, 8); la Liturgia de la Iglesia, que anuncia, actualiza y
comunica el misterio de la salvación; las virtudes teologales; las situaciones cotidianas,
porque en ellas podemos encontrar a Dios.
“Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente. Dios mío, si
mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo
repita cada vez que respiro” (San Juan María Vianney).
2. EL CAMINO DE LA ORACIÓN
“Si el Espíritu no debe ser adorado, ¿cómo me diviniza él por el Bautismo? Y si
debe ser adorado, ¿no debe ser objeto de un culto particular?” (San Gregorio
Nacianceno, Oratio [teológica 5], 28).
En la Iglesia hay diversos caminos de oración, según los diversos contextos
históricos, sociales y culturales. Corresponde al Magisterio discernir la fidelidad de estos
caminos a la tradición de la fe apostólica, y compete a los pastores y catequistas explicar
su sentido, que se refiere siempre a Jesucristo.
El camino de nuestra oración es Cristo, porque ésta se dirige a Dios nuestro Padre
pero llega a Él sólo si, al menos implícitamente, oramos en el Nombre de Jesús. Su
humanidad es, pues, la única vía por la que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios
nuestro Padre. Por esto las oraciones litúrgicas concluyen con la fórmula: “Por Jesucristo
nuestro Señor”.
Puesto que el Espíritu Santo es el Maestro interior de la oración cristiana y
“nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26), la Iglesia nos exhorta a
invocarlo e implorarlo en toda ocasión: “¡Ven, Espíritu Santo!”.
3. MAESTROS DE ORACIÓN
“El Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu
un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado templo suyo” (San
Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto, 26, 62).
Los santos son para los cristianos modelos de oración, y a ellos les pedimos
también que intercedan, ante la Santísima Trinidad, por nosotros y por el mundo entero;
su intercesión es el más alto servicio que prestan al designio de Dios. En la comunión de
los santos, a lo largo de la historia de la Iglesia, se han desarrollado diversos tipos de
espiritualidad, que enseñan a vivir y a practicar la oración.
Se puede orar en cualquier sitio, pero elegir bien el lugar tiene importancia para la
oración. El templo es el lugar propio de la oración litúrgica y de la adoración eucarística;
también otros lugares ayudan a orar, como “un rincón de oración” en la casa familiar, un
monasterio, un santuario.
III. LA VIDA DE ORACIÓN
Todos los momentos son indicados para la oración, pero la Iglesia propone a los
fieles ritmos destinados a alimentar la oración continua: oración de la mañana y del
atardecer, antes y después de las comidas, la Liturgia de la Horas, la Eucaristía dominical,
el Santo Rosario, las fiestas del año litúrgico.
“Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar” (San Gregorio
Nacianceno).
La tradición cristiana ha conservado tres modos principales de expresar y vivir la
oración: la oración vocal, la meditación y la oración contemplativa. Su rasgo común es el
recogimiento del corazón.
LAS EXPRESIONES DE LA ORACIÓN SON LAS SIGUIENTES:
1) La oración vocal asocia el cuerpo a la oración interior del corazón; incluso quien
practica la más interior de las oraciones no podría prescindir del todo en su vida cristiana
de la oración vocal. En cualquier caso, ésta debe brotar siempre de una fe personal. Con
el Padre nuestro, Jesús nos ha enseñado una fórmula perfecta de oración vocal.
2) La meditación es una reflexión orante, que parte sobre todo de la Palabra de
Dios en la Biblia; hace intervenir a la inteligencia, la imaginación, la emoción, el deseo,
para profundizar nuestra fe, convertir el corazón y fortalecer la voluntad de seguir a
Cristo; es una etapa preliminar hacia la unión de amor con el Señor.
3) La oración contemplativa es una mirada sencilla a Dios en el silencio y el amor.
Es un don de Dios, un momento de fe pura, durante el cual el que ora busca a Cristo, se
entrega a la voluntad amorosa del Padre y recoge su ser bajo la acción del Espíritu. Santa
Teresa de Jesús la define como una íntima relación de amistad: “estando muchas veces
tratando a solas con quien sabemos que nos ama”.
QUINTA PARTE
RESPUESTAS A ALGUNAS DUDAS MÁS FRECUENTES
Las verdades de nuestra religión, de nuestra fe cristiana católica se encuentran en la
oración del Credo. El Credo es lo que creemos los cristianos católicos. Si alguien de otra
religión nos pregunta ¿qué es lo que creen ustedes los católicos? podemos contestarle con
todo lo que rezamos en el Credo. Este es un resumen de nuestra religión.
El Credo es una forma de profesar nuestra fe. Otra forma de profesar nuestra fe es
haciendo la señal de la cruz, que es la señal del cristiano. ¿Qué expresamos cuando nos
persignamos? Decimos que creemos en Dios que es uno en tres personas distintas. Esto lo
hacemos al decir “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Al trazar la
señal de la cruz en nuestro cuerpo, expresamos que creemos en la Encarnación, Pasión y
Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Recitar con fe el Credo es recordar nuestro Bautismo y entrar en comunión con
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es también entrar en comunión con toda la Iglesia que
nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos. No debemos creer en ningún otro que
no sea Dios, Padre, Hijo, y Espíritu Santo.
1. EL BAUTISMO DE NIÑOS
“Desde los tiempos más antiguos, el Bautismo es dado a los niños, porque es una
gracia y un don de Dios que no suponen méritos humanos; los niños son bautizados en la
fe de la Iglesia. La entrada en la vida cristiana da acceso a la verdadera libertad” (CIgC
1282).
El sentido del sacramento del Bautismo es sencillo: ser incorporados a la Iglesia
como miembros de Cristo, eliminando en nosotros la huella del pecado de Adán y darnos
la oportunidad de librarnos de las consecuencias del pecado (concupiscencia) de nuestro
primer padre por nuestra cooperación con la gracia de Dios.
Es así que sin haber sido bautizados no podemos vivir según la fe de la Iglesia. El
Catecismo de la Iglesia Católica dice que «el santo Bautismo es el fundamento de toda la
vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros
sacramentos.
Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios,
llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes
de su misión» (CEC 1213). Todos hemos pecado en Adán y desde que nacemos estamos
en pecado: «Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la
condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que
da la vida» (Rom 5,18).
2. ¿POR QUÉ HABRÍA QUE BAUTIZAR A LOS NIÑOS?
¿NO SERÍA IMPONERLES UNA FE QUE ELLOS NO ACEPTAN?
Si no se bautizaran los niños, la Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia
inestimable de ser hijo de Dios si no le administraran el Bautismo poco después de su
nacimiento (cf CIC can. 867; CCEO, can. 681; 686,1).
La fe nunca se impone. Simplemente se le dan al niño las "herramientas" para que
comprenda la Fe y viva según la ley de Cristo. Si el niño que crece no quiere hacerlo,
siempre será libre de rechazar la fe de sus padres. Pero la base sobre la que piensan los
padres cristianos es que deben darle al hijo la oportunidad de pertenecer a la Iglesia y
hacerse partícipes de los dones que administra con la autoridad del mismo Señor Jesús.
Negarle esto a una persona significa no creer en la Iglesia como Cuerpo Místico de
Cristo. Por ello, si los padres no tienen fe o la han perdido, les será difícil comprender el
sentido de bautizar a su hijo recién nacido.
Bautizar a un niño es hacerle un regalo inmenso, desearle lo mejor, que es la vida
en Cristo. Este es un regalo que en su futuro podrá aprovechar o lo podrá abandonar, pero
que siempre tendrá a la mano para acercarse a la Iglesia y por medio de ella al mismo
Señor Jesús. «La pura gratuidad de la gracia de la salvación se manifiesta particularmente
en el bautismo de niños» -dice el CEC-.Por tanto, los padres -que son parte de la Iglesia
también- privarían a sus hijos de ser parte del Cuerpo Místico de Cristo y les sustraerían
la oportunidad de ir creciendo en la fe desde pequeño. Tendrá que comenzar desde cero
siendo mayor.
La fe sólo puede crecer después del Bautismo (CEC 1254). Por ello, no es necesario
un acto de fe perfecto previo al Bautismo. Una persona con síndrome de Down puede ser
bautizada, aunque no pueda hacer una profesión de fe. En casos comunes, si bien el niño
no puede pedir ni responder por su fe, el padrino lo hace en nombre del niño (CEC 1253).
No bautizar a un niño indica que los padres no están dispuestos a transmitirle su fe a su
hijo. Una actitud así sólo puede nacer de padres que no creen verdaderamente lo que
profesan o que no consideran su fe como un don inmensurable.
Los padres que bautizan a sus hijos recién nacidos aceptan la misión de educarlos
en su propia fe. Algunas preguntas sensatas que pueden ayudar:
Si mi hijo recién nacido nace con una enfermedad, ¿le niego la medicina
argumentando que no es consciente de estar recibiéndola? ¿Diría que sería mejor esperar
a que tenga suficiente uso de razón? Y si, por otro lado, alguien le regala algo hermoso o
le quiere dar su herencia a mi hijo ¿me niego a que la reciba porque aún no es mayor?
¿No sería lo más sensato y justo que lo reciba y que, tiempo después, si él no está de
acuerdo, lo rechace? Querer regalarle algo a alguien amado, ¿es una imposición?El
pertenecer a Cristo marca nuestra naturaleza.
Después de ser bautizados ha habido un cambio sustancial en nuestras vidas. Somos
‘otros’, si puede hablarse así. Pertenecer al Pueblo de Dios, a la Iglesia de Jesucristo, nos
hace distintos de las personas que no lo son. Ser hijo de Dios no es un dato cualquiera
añadido sin consecuencias. Ser hijo de Dios por el Bautismo es un don inmenso y es una
responsabilidad que asumen los padres, y que luego delegarán a su hijo. Jesucristo dijo
claramente a Nicodemo: “Quien no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el
reino de Dios” (Jn 3, 5). Jesucristo no excluye a nadie; todos necesitan del Bautismo. Si
un niño no está bautizado, no es nacido del Espíritu.
El Bautismo en la Iglesia no es el bautismo de Juan. Por ello, que el Señor haya
sido bautizado por Juan en un río, no significa que debamos hacerlo así. Porque Cristo
recibió el Bautismo de Juan, que era un bautismo de penitencia, nosotros en cambio,
recibimos el Bautismo de Cristo, en fuego y Espíritu. Por eso somos "cristianos" y no
‘bautistas’. Y por eso los católicos bautizamos no como el Bautista lo hacía, sino como
Cristo manda: “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
3. ¿QUÉ SUCEDE CON LOS NIÑOS
QUE MUEREN SIN HABER SIDO BAUTIZADOS?
“En cuanto a los niños muertos sin bautismo, la liturgia de la Iglesia nos invita a
tener confianza en la misericordia divina y a orar por su salvación” (CIgC 1283).
Un niño recién nacido tiene pecado, pues todos hemos heredado el pecado de Adán.
Sin embargo, los niños que mueren sin ser bautizados son confiados a la misericordia de
Dios. La Iglesia los confía a la misericordia de Dios “que quiere que todos los hombres se
salven” (1Tim 2, 4) y a la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: “Dejen que los
niños se acerquen a mí, y no se lo impidan” (Mc 10, 14). Esto nos permite confiar en que
hay un camino de salvación para los niños que mueren sin el Bautismo. Pero si podemos
tener la seguridad de salvar a un niño y no sólo eso, sino hacerlo partícipe de la vida
misma de Cristo, no tiene sentido esperar y privarlo de todo ello.
4. ¿POR QUÉ LA CRUZ?
San Pablo hablaba de falsos hermanos que querían abolir la cruz: “Porque son
muchos y ahora os lo digo con lágrimas, que son enemigos de la cruz de Cristo” (Flp 3,
18).
“Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre” (Mt 24,30). La cruz
es el símbolo del cristiano, que nos enseña cuál es nuestra auténtica vocación como seres
humanos.
Hoy parecemos asistir a la desaparición progresiva del símbolo de la cruz.
Desaparece de las casas de los vivos y de las tumbas de los muertos, y desaparece sobre
todo del corazón de muchos hombres y mujeres a quienes molesta contemplar a un
hombre clavado en la cruz. Esto no nos debe extrañar, pues ya desde el inicio del
cristianismo San Pablo hablaba de falsos hermanos que querían abolir la cruz: “Porque
son muchos y ahora os lo digo con lágrimas, que son enemigos de la cruz de Cristo” (Flp
3, 18).
Unos afirman que es un símbolo maldito; otros que no hubo tal cruz, sino que era
un palo; para muchos el Cristo de la cruz es un Cristo impotente; hay quien enseña que
Cristo no murió en la cruz. La cruz es símbolo de humillación, derrota y muerte para
todos aquellos que ignoran el poder de Cristo para cambiar la humillación en exaltación,
la derrota en victoria, la muerte en vida y la cruz en camino hacia la luz.
Jesús, sabiendo el rechazo que iba producir la predicación de la cruz, “comenzó a
manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho...ser matado y
resucitar al tercer día. Pedro le tomó aparte y se puso a reprenderle: ‘¡Lejos de ti, Señor,
de ningún modo te sucederá eso!’ Pero Él dijo a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás!
¡...porque tus pensamientos no son de Dios, sino de los hombres!” (Mt 16, 21-23).
Pedro ignoraba el poder de Cristo y no tenía fe en la resurrección, por eso quiso
apartarlo del camino que lleva a la cruz, pero Cristo le enseña que el que se opone a la
cruz se pone de lado de Satanás.
Satanás el orgulloso y soberbio odia la cruz porque Jesucristo, humilde y obediente,
lo venció en ella "humillándose a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de
cruz", y así transformo la cruz en victoria: “...por lo cual Dios le ensalzó y le dio un
nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 8-9).
Algunas personas, para confundirnos, nos preguntan: ¿Adorarías tú el cuchillo con
que mataron a tu padre?
1) ¡Por supuesto que no!
1º. Porque mi padre no tiene poder para convertir un símbolo de derrota en símbolo
de victoria; pero Cristo sí tiene poder. ¿O tú no crees en el poder de la sangre de Cristo?
Si la tierra que pisó Jesús es Tierra Santa, la cruz bañada con la sangre de Cristo, con más
razón, es Santa Cruz.
2º. No fue la cruz la que mató a Jesús sino nuestros pecados. "Él ha sido herido por
nuestras rebeldías y molido por nuestros pecados, el castigo que nos devuelve la paz calló
sobre Él y por sus llagas hemos sido curados". (Is 53, 5). ¿Cómo puede ser la cruz signo
maldito, si nos cura y nos devuelve la paz?
3º. La historia de Jesús no termina en la muerte. Cuando recordamos la cruz de
Cristo, nuestra fe y esperanza se centran en el resucitado. Por eso para San Pablo la cruz
era motivo de gloria (Gál 6, 14).
2) Nos enseña quiénes somos
La cruz, con sus dos maderos, nos enseña quiénes somos y cuál es nuestra dignidad:
el madero horizontal nos muestra el sentido de nuestro caminar, al que Jesucristo se ha
unido haciéndose igual a nosotros en todo, excepto en el pecado. ¡Somos hermanos del
Señor Jesús, hijos de un mismo Padre en el Espíritu! El madero que soportó los brazos
abiertos del Señor nos enseña a amar a nuestros hermanos como a nosotros mismos. Y el
madero vertical nos enseña cuál es nuestro destino eterno. No tenemos morada acá en la
tierra, caminamos hacia la vida eterna. Todos tenemos un mismo origen: la Trinidad que
nos ha creado por amor. Y un destino común: el cielo, la vida eterna. La cruz nos enseña
cuál es nuestra real identidad.
3) Nos recuerda el Amor Divino
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en
Él no perezca sino que tenga vida eterna”. (Jn 3, 16). Pero ¿cómo lo entregó? ¿No fue
acaso en la cruz? La cruz es el recuerdo de tanto amor del Padre hacia nosotros y del
amor mayor de Cristo, quien dio la vida por sus amigos (Jn 15, 13). El demonio odia la
cruz, porque nos recuerda el amor infinito de Jesús. Lee: Gálatas 2, 20.
4) Signo de nuestra reconciliación
La cruz es signo de reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con los humanos
y con todo el orden de la creación en medio de un mundo marcado por la ruptura y la
falta de comunión.
5) La señal del cristiano
Cristo, tiene muchos falsos seguidores que lo buscan sólo por sus milagros. Pero Él
no se deja engañar, (Jn 6, 64); por eso advirtió: “El que no toma su cruz y me sigue no es
digno de mí” (Mt 7, 13).
Objeción: La Biblia dice: “Maldito el que cuelga del madero...”.
Respuesta: Los malditos que merecíamos la cruz por nuestros pecados éramos
nosotros, pero Cristo, el Bendito, al bañar con su sangre la cruz, la convirtió en camino de
salvación.
6) El ver la cruz con fe nos salva
Jesús dijo: “como Moisés levantó a la serpiente en el desierto, así tiene que ser
levantado (en la cruz) el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida
eterna” (Jn 3, 14-15). Al ver la serpiente, los heridos de veneno mortal quedaban curados.
Al ver al crucificado, el centurión pagano se hizo creyente; Juan, el apóstol que lo vio, se
convirtió en testigo. Lee: Juan 19, 35-37.
7) Fuerza de Dios
"Porque la predicación de la cruz es locura para los que se pierden... pero es fuerza
de Dios para los que se salvan" (1 Cor 1, 18), como el centurión que reconoció el poder
de Cristo crucificado. Él ve la cruz y confiesa un trono; ve una corona de espinas y
reconoce a un rey; ve a un hombre clavado de pies y manos e invoca a un salvador. Por
eso el Señor resucitado no borró de su cuerpo las llagas de la cruz, sino las mostró como
señal de su victoria. Lee: Juan 20, 24-29.
8) Síntesis del Evangelio
San Pablo resumía el Evangelio como la predicación de la cruz (1 Cor 1,17-18). Por
eso el Santo Padre y los grandes misioneros han predicado el Evangelio con el crucifijo
en la mano: “Así mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría,
nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos (porque para ellos
era un símbolo maldito) necedad para los gentiles (porque para ellos era señal de fracaso),
mas para los llamados un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Cor 23-24).
Hoy hay muchos católicos que, como los discípulos de Emaús, se van de la Iglesia
porque creen que la cruz es derrota. A todos ellos Jesús les sale al encuentro y les dice:
¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria? Lee: Lucas 24,
25-26. La cruz es pues el camino a la gloria, el camino a la luz. El que rechaza la cruz no
sigue a Jesús. Lee: Mateo 16, 24
Nuestra razón, dirá Juan Pablo II, nunca va a poder vaciar el misterio de amor que
la cruz representa, pero la cruz sí nos puede dar la respuesta última que todos los seres
humanos buscamos: «No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo
que San Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvación» (JP II, Fides et
ratio, 23).
5. HAY ALGUNOS QUE PIENSAN QUE LOS CATÓLICOS
“ADORAMOS” A MARÍA ¿ES ESO CIERTO?
Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de
Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo (CIgC 487).
María es verdaderamente "Madre de Dios" porque es la madre del Hijo eterno de Dios
hecho hombre, que es Dios mismo (CIgC 509).
1) Desde el designio divino
Dios manda alabar a María. El ángel Gabriel enviado por Dios saludó a María con
estas palabras: "Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo" (Lc 1,28). Dios Padre ha
querido asociar a María a la realización de su Plan de Reconciliación. Es así que María
está asociada a la obra de su Hijo, el Señor Jesús. No es un simple capricho o exageración
el reconocer la maternidad divina de María. El misterio de María está íntimamente unido
al misterio de su Hijo. En Ella "todo está referido a Cristo", subordinado a Él. María no
tiene naturaleza divina y todos sus dones le vienen por los méritos de su Hijo, y no por
ello deja de ser una mujer única, con dones únicos para una misión muy particular en la
historia.
La cooperación de María en la obra de la Reconciliación. Para ser la Madre del
Salvador, María fue dotada por Dios con dones a la medida de su importante misión; ella
es la "Llena de gracia". Sin esta gracia única, María no hubiera podido responder a tan
grande llamado. Ella es Inmaculada, libre de todo pecado original, en virtud de los
méritos de su Hijo (LG 53).
Los relatos evangélicos presentan la concepción virginal como una obra divina que
sobrepasa toda comprensión y posibilidad humanas (Catecismo de la Iglesia Católica n.
497). María es, pues, una mujer muy especial, dotada por Dios para ser Madre del
Redentor, Madre de Dios.
2) Testimonio de las Escrituras
Los Evangelios nos la presentan como activa colaboradora en la misión de su Hijo.
En Belén da a luz a Jesús, lo presenta a los pastores, a los Magos y en el Templo; convive
con Él treinta años en Nazareth; intercede en Caná; sufre al pie de la cruz; ora en el
Cenáculo. Por tanto, hacer a un lado a María, separarla de Cristo, no es lo que la
revelación enseña. Si los Reyes Magos adoraron a Jesús en brazos de María, ¿será
idolatría imitar su ejemplo?
3) En la vida de la Iglesia
La Iglesia nos presenta a María como Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora.
“Pero todo esto ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada nada a la dignidad y
eficacia de Cristo, único Mediador” (S. Ambrosio). La luna brilla porque refleja la luz del
sol. La luz de la luna no quita ni añade nada a la luz del sol, sino manifiesta su
resplandor. De la misma manera, la mediación de María depende de la de Cristo, único
Mediador.
El culto a María está basado en estas palabras proféticas: "Todas las generaciones
me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi maravillas el Poderoso" (Lc 1, 4849). Ella será llamada bienaventurada, no porque su naturaleza sea divina, sino por las
maravillas que el Poderoso hizo en ella. Así como María presentó a los pastores al
Salvador, a los Magos al Rey, para que lo adoraran, le presentaran dones y se alegraran
con el gozo de su venida, así el culto a la Madre hace que el Hijo sea mejor conocido,
amado, glorificado y que, a la vez, sean mejor cumplidos sus mandamientos. María nunca
busca reducir la gloria de su propio Hijo; todo lo contrario, y así es como lo ha entendido
la Iglesia desde los primeros siglos, cuando oraban al Señor los discípulos en el Cenáculo
en compañía de la Virgen Madre (Hch 1,14).
6. ¿ESTÁ CRISTO PRESENTE EN LA EUCARISTÍA?
“La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo
en este sacramento, ‘no se conoce por los sentidos, dice S. Tomás, sino solo por la fe, la
cual se apoya en la autoridad de Dios’. Por ello, comentando el texto de S. Lucas 22,19:
‘Esto es mi Cuerpo que será entregado por ustedes’, S. Cirilo declara: ‘No te preguntes
si esto es verdad, sino acoge más bien con fe las palabras del Señor, porque él, que es la
Verdad, no miente’" (S. Tomás de Aquino, s.th. 3,75, 1, citado por Pablo VI, MF 18)
Son varios los caminos por los que podemos acercarnos al Señor Jesús y así vivir
una existencia realmente cristiana, es decir, según la medida de Cristo mismo, de tal
manera que sea Él mismo quien viva en nosotros (ver Gál 2,20). Una vez ascendido a los
cielos el Señor nos dejó su Espíritu. Por su promesa es segura su presencia hasta el fin del
mundo (ver Mt 28, 20). Jesucristo se hace realmente presente en su Iglesia no sólo a
través de la Sagrada Escritura, sino también, y de manera más excelsa, en la Eucaristía.
¿Qué quiere decir Jesús con “vengan a mí”? Él mismo nos revela el misterio más
adelante: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, el que crea en mí
no tendrá nunca sed” (Jn 6, 35). Jesús nos invita a alimentarnos de Él. Es en la Eucaristía
donde nos alimentamos del Pan de Vida que es el Señor Jesús mismo.
¿No está Cristo hablando de forma simbólica? Cristo, se arguye, podría estar
hablando simbólicamente. Él dijo: “Yo soy la vid2 y Él no es una vid; “Yo soy la puerta”
y Cristo no es una puerta.
Pero el contexto en el que el Señor Jesús afirma que Él es el pan de vida no es
simbólico o alegórico, sino doctrinal. Es un diálogo con preguntas y respuestas como
Jesús suele hacer al exponer una doctrina.
A las preguntas y objeciones que le hacen los judíos en el Capítulo 6 de San Juan,
Jesucristo responde reafirmando el sentido inmediato de sus palabras. Entre más rechazo
y oposición encuentra, más insiste Cristo en el sentido único de sus palabras: “Mi carne
es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (v.55).
Esto hace que los discípulos le abandonen (v. 66). Y Jesucristo no intenta retenerlos
tratando de explicarles que lo que acaba de decirles es tan solo una parábola. Por el
contrario, interroga a sus mismos apóstoles: “¿También vosotros queréis iros?”. Y Pedro
responde: “Pero Señor... ¿con quién nos vamos si sólo tú tienes palabras de vida eterna?”
(v 67-68).
Los Apóstoles entendieron en sentido inmediato las palabras de Jesús en la última
cena. “Tomó pan... y dijo: ‘Tomen y coman, esto es mi cuerpo’” (Lc 22,19). Y ellos en
vez de decirle: ‘explícanos esta parábola’, tomaron y comieron, es decir, aceptaron el
sentido inmediato de las palabras. Jesús no dijo “Tomen y coman, esto es como si fuera
mi cuerpo.es un símbolo de mi sangre”.
Alguno podría objetar que las palabras de Jesús “hagan esto en memoria mía” no
indican sino que ese gesto debía ser hecho en el futuro como un simple recordatorio, un
hacer memoria como cualquiera de nosotros puede recordar algún hecho de su pasado y,
de este modo, ‘traerlo al presente’. Sin embargo esto no es así, porque memoria,
anamnesis o memorial, en el sentido empleado en la Sagrada Escritura, no es solamente
el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que
Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos
acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. Así, pues, cuando la
Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente:
el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz permanece siempre
actual (ver Hb 7, 25-27). Por ello la Eucaristía es un sacrificio (ver Catecismo de la
Iglesia Católica nn. 1363-1365).
San Pablo expone la fe de la Iglesia en el mismo sentido: “La copa de bendición
que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos,
¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?”. (1Cor 10,16). La comunidad cristiana
primitiva, los mismos testigos de la última cena, es decir, los Apóstoles, no habrían
permitido que Pablo transmitiera una interpretación falsa de este acontecimiento.
Los primeros cristianos acusan a los docetas (aquellos que afirmaban que el cuerpo
de Cristo no era sino una mera apariencia) de no creer en la presencia de Cristo en la
Eucaristía: “Se abstienen de la Eucaristía, porque no confiesan que es la carne de nuestro
Salvador” (San Ignacio de Antioquía Esmir. VII).
Finalmente, si fuera simbólico cuando Jesús afirma: “El que come mi carne y bebe
mi sangre...”, entonces también sería simbólico cuando añade: “...tiene vida eterna y yo le
resucitaré en el último día” (Jn 6,54). ¿Acaso la resurrección es simbólica? ¿Acaso la
vida eterna es simbólica?
Todo, por lo tanto, favorece la interpretación literal o inmediata y no simbólica del
discurso. No es correcto, pues, afirmar que la Escritura se debe interpretar literalmente y,
a la vez, hacer una arbitraria y brusca excepción en este pasaje.
7. SI LA MISA REMEMORA EL SACRIFICIO DE JESÚS,
¿CRISTO VUELVE A PADECER EL CALVARIO EN CADA MISA?
El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio:
“Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, que
se ofreció a sí misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer”: (Cc. de
Trento, Sess. 22a., Doctrina de ss. Missae sacrificio, c. 2: DS 1743) “Y puesto que en
este divino sacrificio que se realiza en la Misa, se contiene e inmola incruentamente el
mismo Cristo que en el altar de la cruz “se ofreció a sí mismo una vez de modo
cruento”;…este sacrificio [es] verdaderamente propiciatorio” (Ibid) (CIgC 1367).
La carta a los Hebreos dice: “Pero Él posee un sacerdocio perpetuo, porque
permanece para siempre... Así es el sacerdote que nos convenía: santo inocente...que no
tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día... Nosotros somos santificados, mediante
una sola oblación... y con la remisión de los pecados ya no hay más oblación por los
pecados” (Hb 7, 26-28 y 10, 14-18).
La Iglesia enseña que la Misa es un sacrificio, pero no como acontecimiento
histórico y visible, sino como sacramento y, por lo tanto, es incruento, es decir, sin dolor
ni derramamiento de sangre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1367).
Por lo tanto, en la Misa Jesucristo no sufre una ‘nueva agonía’, sino que es la
oblación amorosa del Hijo al Padre, “por la cual Dios es perfectamente glorificado y los
hombres son santificados” (Concilio Vaticano II. Sacrosanctum Concilium n. 7).
El sacrificio de la Misa no añade nada al Sacrificio de la Cruz ni lo repite, sino que
‘representa’, en el sentido de que ‘hace presente’ sacramentalmente en nuestros altares, el
mismo y único sacrificio del Calvario (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1366;
Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n. 24).
El texto de Hebreos 7, 27 no dice que el sacrificio de Cristo lo realizó ‘de una vez y
ya se acabó’, sino ‘de una vez para siempre’. Esto quiere decir que el único sacrificio de
Cristo permanece para siempre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1364). Por eso
dice el Concilio: ‘Nuestro Salvador, en la última cena, ...instituyó el sacrificio eucarístico
de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el
sacrificio de la cruz” (SC 47). Por lo tanto, el sacrificio de la Misa no es una repetición
sino re-presentación y renovación del único y perfecto sacrificio de la cruz por el que
hemos sido reconciliados.
8. EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN
Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice
de sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra" (Mc
2,10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48). Más
aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn
20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre (CIgC 1441).
La Iglesia cree que quienes se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen, por
la misericordia de Dios, el perdón de sus pecados cometidos contra Él. Al mismo tiempo,
el penitente se reconcilia con la Iglesia, con sus hermanos y consigo mismo.
Algunos no llegan a comprender qué es este sacramento y por qué un sacerdote
puede perdonar, en nombre de Dios, los pecados. Veamos.
El sacramento recibe diversos nombres, que nos muestran cuál es su sentido. Se
llama sacramento de conversión: porque realiza algo que Jesús pidió desde el inicio de su
ministerio: la conversión (ver Mc 1,15), la vuelta al Padre, de quien nos alejamos.
También se llama sacramento de la penitencia, porque nos lleva a arrepentirnos y a
reparar las faltas que hayamos podido cometer. Es la confesión, porque es la valiente
declaración de nuestras faltas, y al mismo tiempo ‘confesamos’ la inmensa misericordia
de Dios para con los pecadores. Es también el sacramento del perdón, porque Dios nos
otorga el perdón y la paz. Es, finalmente, el sacramento de la reconciliación, porque nos
da el amor de Dios que reconcilia. ¿Cómo no desear este sacramento, que nos llena de
vida nueva en Cristo?
En Cristo hemos recibido la vida nueva: “han sido lavados, han sido santificados,
han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios”
(1Cor 6,11). Sin embargo, nos dice también san Juan: “Si decimos: ‘no tenemos pecado’,
nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1Jn 1,18). Esta vida nueva que
recibimos no suprime nuestra fragilidad, nuestra inclinación al pecado. ¿Acaso cuando el
Señor invita a la conversión se refiere sólo a un momento de nuestra vida? ¿No es un
llamado para todo cristiano? Ya desde el Antiguo Testamento se nos invitaba a tener un
corazón contrito (ver Sal 51,19). San Ambrosio, en el siglo IV, decía acerca de la actitud
de quien se reconoce pecador después de haber recibido el bautismo: “existen el agua y
las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia” (ep. 41,12).
Necesitamos, entonces, renovar el corazón (Ez 36,26-27; Lc 5,21). La sangre de
Cristo nos ha obtenido el perdón de los pecados. No debemos temer.
El pecado, al llevarnos a romper nuestra amistad con Dios, necesita de Su perdón.
Pero Dios lo ha previsto todo con mucho amor hacia nosotros. Él nos perdona los
pecados. Y sólo Él lo puede hacer: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los
pecados en la tierra” (Mc 2,10). Es más, lo hace: “Tus pecados están perdonados” (Mc
2,5; Lc 7,48). Pero aún más: Jesús, en virtud de su autoridad divina, otorga ese poder a
los hombres para que lo ejerzan en su nombre (ver: Jn 20,21.23).
Cristo mismo instituyó este sacramento de la Reconciliación para quienes, después
del Bautismo, hayan caído en pecado grave y hayan perdido la gracia bautismal.
Tertuliano, en el siglo II, decía que el sacramento de la Reconciliación es como “la
segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia”
(Tertuliano, paen. 4,2).
Cristo confió la tarea de perdonar en su nombre a los Apóstoles (recordemos Jn
20,23; o 2Cor 5,18). Los obispos, sus sucesores, los presbíteros, colaboradores de los
obispos, continúan ejerciendo ese ministerio. El confesor no es dueño, sino administrador
del perdón, es el servidor de Dios para el bien de los hombres.
El Señor dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18).
Quien tuvo poder para crear, para venir al mundo y, después de muerto resucitar, ¿no
tendrá poder para confiar ese sacramento de salvación para sus hermanos humanos? ¿Qué
haríamos sin el sacramento del perdón? ¿Quién nos daría la seguridad del perdón? Dios,
sabiamente, predispuso que el perdón fuese otorgado, en su nombre, por otros hombres,
para que todos pudiésemos tener acceso al perdón divino. Cuando alguno de nosotros
pide perdón a alguien a quien ha ofendido, ¿experimentará lo mismo que pidiendo perdón
en su interior, sin decírselo a nadie? ¿Qué certeza tenemos de ser escuchados por Dios?
La certeza que Él, en su infinita sabiduría, nos dio: “A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,23).
9. ¿POR QUÉ LOS SACERDOTES NO SE CASAN?
“Por la virginidad o celibato guardado por amor del reino de los cielos, se
consagran los presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más fácilmente
a él con corazón indiviso, se entregan más libremente, en él y por él, al servicio de Dios y
de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración
sobrenatural y se hacen más aptos para recibir más dilatada paternidad en Cristo [...]. Y
así evocan aquel misterioso connubio, fundado por Dios y que ha de manifestarse
plenamente en lo futuro, por el que la Iglesia tiene por único esposo a Cristo.
Conviértense, además, en signo vivo de aquel mundo futuro, que se hace ya presente por
la fe y la caridad, y en el que los hijos de la resurrección no tomarán ni las mujeres
maridos ni los hombres mujeres” (Presbyterorum ordinis, 16; cf. Pastores dabo vobis,
29; 50; Catecismo de la Iglesia católica, n.1579).
En la Iglesia Latina, los sacerdotes y ministros ordenados, a excepción de los
diáconos permanentes, “son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven
como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato "por el Reino de los cielos”
(Mt 19,12) (Catecismo de la Iglesia Católica 1579). En efecto, todos los sacerdotes “están
obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos, y, por
tanto, quedan sujetos a guardar el celibato” (Código de Derecho Canónico c. 277).
1) Don de Dios
Este celibato sacerdotal es un «don peculiar de Dios» (Código de Derecho
Canónico c. 277), que es parte del don de la vocación y que capacita a quien lo recibe
para la misión particular que se le confía. Por ser don tiene la doble dimensión de
elección y de capacidad para responder a ella. Conlleva también el compromiso de vivir
en fidelidad al mismo don.
2) Que capacita para la misión
El celibato permite al ministro sagrado “unirse más fácilmente a Cristo con un
corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres”
(Código de Derecho Canónico c. 277). En efecto, como sugiere San Pablo (1Cor 7,32-34)
y lo confirma el sentido común, un hombre no puede entregarse de manera tan plena e
indivisa a las cosas de Dios y al servicio de los demás hombres si tiene al mismo tiempo
una familia por la cual preocuparse y de la cual es responsable.
3) Opción por un amor más pleno
Queda claro por lo anterior que el celibato no es una renuncia al amor o al
compromiso, cuanto una opción por un amor más universal y por un compromiso más
pleno e integral en el servicio de Dios y de los hermanos.
4) Signo escatológico de la vida nueva
El celibato es un también un «signo de esta vida nueva al servicio de la cual es
consagrado el ministro de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1579) y que él
ya vive de una manera particular en su consagración. El sacerdote, en la aceptación y
vivencia alegre de su celibato, anuncia el Reino de Dios al que estamos llamados todos y
del que ya participamos de alguna manera en la Iglesia.
6) El celibato sacerdotal se apoya en el celibato de Cristo
El celibato practicado por los sacerdotes encuentra un modelo y un apoyo en el
celibato de Cristo, Sumo Pontífice y Sacerdote Eterno, de cuyo sacerdocio es
participación el sacerdocio ministerial.
10. LAS HEREJÍAS
Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una
verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma;
apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo
Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos (CIC 751).
1) ¿Qué es una herejía?
Jesucristo funda la Iglesia sobre la roca que es Pedro y les confía a éste y a sus
sucesores el ser guardianes y garantes de la comunión en una misma fe, confirmando en
ella a sus hermanos. Esta comunión que conforma la unidad de la Iglesia se da sólo en la
verdad de una única fe sostenida y comunicada por el testimonio de los Apóstoles y sus
sucesores en todo lugar y por los siglos de los siglos. El término ‘herejía’ viene del griego
heresis (elección) que en la Sagrada Escritura aparece con el sentido de grupo o facción,
o también de división. En este sentido adquirió ya un carácter negativo y condenatorio en
los primeros tiempos de la Iglesia. El Código de Derecho Canónico, que norma la vida de
la comunidad católica, señala que “se llama herejía la negación pertinaz, después de
recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda
pertinaz sobre la misma” (Código de Derecho Canónico - CIC can. 751).
La herejía, por tanto, es la oposición voluntaria a la autoridad de Dios depositada en
Pedro, los Apóstoles y sus sucesores y lleva a la excomunión inmediata o latae sententiae
(Ver CIC can. 1364), es decir, a la separación de los sacramentos de la Iglesia.
En la historia, ya desde el tiempo de los Apóstoles aparecieron las herejías como
heridas a la unidad de la Iglesia, polarizando elementos de la doctrina cristiana y negando
otros o sosteniendo visiones que pretendían unir sincréticamente la doctrina cristiana con
otras religiones.
El Concilio Vaticano II no dice que “en esta una y única Iglesia de Dios,
aparecieron ya desde los primeros tiempos algunas escisiones que el apóstol reprueba
severamente como condenables; y en siglos posteriores surgieron disensiones más
amplias y comunidades no pequeñas se separaron de la comunión plena con la Iglesia
católica y, a veces, no sin culpa de los hombres de ambas partes” (UR 3)
En el tiempo de las persecuciones y de los mártires surgieron también -tanto al
interior de la Iglesia como provenientes de afuera- diversas herejías, y frente a ellas no
faltaron tampoco los auténticos defensores de la ortodoxia de la fe y de la recta
interpretación de las Sagradas Escrituras.
Esta situación se repitió también después de que en el año 313 el Edicto de Milán,
promulgado por Constantino el Grande y Licinio Liciniano, diera fin a las persecuciones
oficiales contra la Iglesia, y pudo ésta gozar de relativa libertad. En esta época
aparecieron las ‘grandes herejías’, llamadas así porque se extendieron a lo largo y ancho
del imperio romano, que paulatinamente iba cristianizándose, y también por el número de
los seguidores que se enrolaban en sus filas, sin excluir sacerdotes y obispos.
2) ¿Por qué surge una herejía?
La herejía surge de un juicio erróneo de la inteligencia. Si el juicio erróneo no se
refiere a verdades de fe definidas como tales, sino a elementos de la misma sobre los que
no hay reglamentación o pronunciación oficial, el error no se convierte en herejía.
No hay que confundir la herejía que ya definimos antes como «negación pertinaz,
después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica,
o la duda pertinaz sobre la misma» (CIC 751) con la apostasía que es «el rechazo total de
la fe cristiana» (CIC 751), o con el cisma que es «el rechazo de la sujeción al Sumo
Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos» (CIC 751).
Ya en la Segunda Carta de Pedro se profetizaba con gran acierto acerca de la
naturaleza y efectos de las herejías: «Habrá entre vosotros falsos maestros que
introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que los adquirió, atraerán
sobre sí una rápida destrucción» (2Pe 2,1).
11. BIBLIA Y MAGISTERIO
“Todos los cristianos creemos que la Biblia dice la verdad. Nadie niega eso, pero
esa verdad, por su misma riqueza y profundidad, no siempre es clara y evidente para
todos. El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido
encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de
Jesucristo mismo” (Catecismo Básico).
¿Puede leerse la Sagrada Escritura sola, sin el servicio que ofrece el Magisterio para
una mejor y auténtica comprensión de la revelación? ¿Es válido el principio luterano de
la ‘sola Scriptura’ (la lectura de la Biblia sin comentarios ni orientación)? La Iglesia
considera como suprema norma de su fe la Sagrada Escritura unida a la Sagrada
Tradición ya que, inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite
inmutablemente la Palabra del mismo Dios. Es tan grande el poder y la fuerza de la
Palabra de Dios, que constituye el sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de la fe para sus
hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual (ver Concilio
Vaticano II, Dei Verbum n. 21).
12. ¿POR QUÉ HAY MUCHAS ENSEÑANZAS
CATÓLICAS QUE NO ESTÁN EN LA BIBLIA?
La Iglesia no añade nada a la Sagrada Escritura, sino que crece en la comprensión
de las palabras (ver Dei Verbum n. 8). Pero tampoco saca únicamente de la Escritura
todo lo revelado, porque lo revelado abarca tanto lo transmitido por escrito, la Biblia,
como lo transmitido de viva voz, la Tradición (ver 1Cor 11,23; 2Tes 2,15).
Es importante entender que la transmisión del Evangelio, de la Buena Nueva de la
Reconciliación, según el mandato del mismo Señor, se hizo de dos maneras. En primer
lugar de forma oral: los Apóstoles con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones,
transmitieron de palabra lo que habían escuchado y aprendido de lo que Jesús habló e
hizo y lo que el Espíritu les enseñó. Se trata de una transmisión viva (Tradición).
Y, también, de forma escrita: los mismos Apóstoles y otros hombres de su
generación, inspirados por ese mismo Espíritu, pusieron por escrito el mensaje salvífico
(Escritura). Por ello la Iglesia enseña que el depósito de la revelación, es decir, el lugar
donde está contenida la única revelación de Dios, está constituido tanto por la Sagrada
Escritura como por la Sagrada Tradición.
Las dos son, pues, dos modos distintos de transmitir la única revelación. Los libros
inspirados enseñan la verdad de salvación. Sin embargo, la fe cristiana no es una 'religión
del Libro'. El cristianismo es la religión de la ‘Palabra’ de Dios, ‘no de un verbo escrito y
mudo, sino del Verbo encarnado y vivo’ como dice San Bernardo (ver Catecismo de la
Iglesia Católica n.108).
1) ¿Es necesario que el Magisterio nos explique lo que quiere decir la Biblia?
Sí es necesario que el Magisterio cumpla con el servicio de explicarnos el sentido
de la Palabra de Dios, como lo hizo Felipe al eunuco (ver Hch 8,26ss). Todos los
cristianos creemos que la Biblia dice la verdad. Nadie niega eso, pero esa verdad, por su
misma riqueza y profundidad, no siempre es clara y evidente para todos. La Biblia lo
dice. El eunuco no era ningún ignorante, tenía el texto revelado en la mano y lo
escudriñaba como Jesús lo había mandado. Sin embargo, cuando Felipe le pregunta:
"¿Comprendes lo que lees?", él responde: "¿Cómo voy a entender si nadie me lo
explica?"La experiencia lo demuestra. Los fundamentalistas bíblicos afirman que la
Biblia dice la verdad. Pero el caso es que ellos mismos no se pueden poner de acuerdo en
cuál es esa verdad. Si la conocieran no estarían divididos en multitud de comunidades. La
unidad tan querida al corazón de Cristo es imposible si no hay alguien con autoridad que
sirva a esa unidad. Esa autoridad le viene dada a la Iglesia y ella lo ejerce por su
Magisterio.
2) ¿No tiene cada uno el derecho de interpretar la Sagrada Escritura por su
cuenta?
Es cierto que todos podemos interpretar lo que nos quiere decir la Biblia. Pero
nadie puede afirmar que lo puede hacer de manera absoluta y aislada. Ningún ser humano
es dueño absoluto de la verdad. Es por ello que acudimos a quien no sólo tiene toda la
verdad sino que es la misma Verdad, Jesucristo. Y Él se la ha confiado a la totalidad de la
Iglesia. El depósito de la fe, es decir, la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición, fue
confiado por los apóstoles a la totalidad de la Iglesia, a los pastores y fieles como una
sola unidad.La función que ejerce el Magisterio no limita o restringe nuestra iniciativa.
Lo que hace es guiarla para que no erremos. El oficio de interpretar auténticamente la
palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia,
el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo mismo.
3) ¿Los católicos debemos leer la Biblia?
Todos los cristianos creemos que Dios nos habla por medio de la Biblia. Si esto es
verdad, y no estuvo muda y silenciosa durante dos mil años, algo debió de haber dicho a
los que la tuvieron en la mano antes que nosotros y, por tanto, antes de dar nuestra
interpretación, deberíamos de consultar lo que la Biblia dijo a los que la estudiaron antes
que nosotros. Precisamente por eso los que predican opiniones que cambian, y no
verdades que permanecen, rechazan el Magisterio que está para conservar, exponer y
custodiar esas verdades, válidas para todos los hombres de todos los tiempos. Estos
criterios te pueden iluminar y hacer entender lo sensato que resulta escuchar y obedecer
al Magisterio. Nunca hemos de olvidar que esa es la manera que Cristo mismo quiso que
fuera para que los hombres no sólo no caigamos en el error, sino para que podamos gozar
de la plenitud de la verdad revelada. El Magisterio está asistido por el Espíritu y es
garantía, pues, de la verdad revelada. No está por encima de la Palabra de Dios, sino a su
servicio para enseñar puramente lo transmitido. En este espíritu escucha la Palabra de
Dios, la custodia, la explica y la transmite (ver Catecismo de la Iglesia Católica n.86).
13. ¿PUEDEN COMULGAR LOS DIVORCIADOS VUELTOS A CASAR?
Quien es consciente de estar en pecado mortal, aunque esté arrepentido, debe
confesarse antes de recibir la Eucaristía. La Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura,
reafirma la costumbre de no admitir en la sagrada comunión a los divorciados que se
vuelven a casar”.
Los miembros de la Congregación de la Doctrina para la Fe, en una carta a todos
los obispos del mundo de fecha octubre 14, 1994 dice:
"La creencia errónea que tiene una persona divorciada y vuelta a casar, de poder
recibir la Eucaristía normalmente, presupone que la conciencia personal es tomada en
cuenta en el análisis final, de que, basado en sus propias convicciones existió o no existió
un matrimonio anterior y el valor de una nueva unión. Esta posición es inaceptable. El
matrimonio, de hecho, porque es la imagen de la relación entre Cristo y su Iglesia así
como un factor importante en la vida de la sociedad civil, es básicamente una realidad
pública.
Con este documento la Santa Sede afirma la continua teología y disciplina de la
Iglesia Católica, de que aquellos que se han divorciado y vuelto a casar sin un Decreto de
Nulidad, para el primer matrimonio (indistintamente si fue realizado dentro o fuera de la
Iglesia), se encuentran en una relación de adulterio, que no les permite arrepentirse
honestamente, para recibir la absolución de sus pecados y recibir la Santa Comunión.
Hasta que se resuelva la irregularidad matrimonial por el Tribunal de los Procesos
Matrimoniales, u otros procedimientos que se aplican a los matrimonios de los no
bautizados, no pueden acercarse a los Sacramentos de la Penitencia ni a la Eucaristía.
Como menciona el Papa Juan Pablo II en el documento de la Reconciliación y de la
Eucaristía, la Iglesia desea que estas parejas participen de la vida de la Iglesia hasta
donde les sea posible (y esta participación en la Misa, adoración Eucarística, devociones
y otros serán de gran ayuda espiritual para ellos) mientras trabajan para lograr la
completa participación sacramental.
Sólo podrían acercarse a comulgar si, evitado el escándalo y recibida la absolución
sacramental, se comprometen a vivir en plena continencia, ha dicho la Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe.
En el discurso del Papa Juan Pablo II en la clausura del Sínodo celebrado en Roma
en octubre de 1980, dijo que había que mantener la práctica de la Iglesia de no admitir a
la comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar. A no ser que cuando no puedan
separarse, prometan vivir en total continencia, siempre que no sea motivo de escándalo.
En todo caso, añade el Papa, deben perseverar en la oración para conseguir la gracia de la
conversión y de la salvación. Sin embargo esto no lleva consigo el que no puedan
bautizar a sus hijos. Hay que estudiar cada caso y ver qué posibilidades ofrecen de educar
en católico a sus hijos.
Por otro lado las personas casadas sólo por civil y divorciadas pueden comulgar. El
divorcio civil, no es un obstáculo para recibir la comunión. Por ser un acto civil, todo lo
que hace, es lograr un acuerdo sobre los resultados civiles y legales del matrimonio
(distribución de las propiedades, custodia de los hijos etc.).
CONCLUSIONES
Conocer a Dios es la experiencia más importante de toda la vida. ¡Cuán maravilloso
es que Dios se ha revelado de tal manera que El está al alcance de aquellos que le buscan
de todo corazón! Sin embargo, Él queda como un misterio escondido para aquellos que
no le buscan porque no desean conocerle.
No son pocos los estragos que ha alcanzado la ignorancia religiosa, porque
“Cuando al espíritu envuelven las espesas tinieblas de la ignorancia, no pueden darse ni la
rectitud de la voluntad y las buenas costumbres, porque si caminando con los ojos
abiertos puede apartarse el hombre del buen camino, el que padece de ceguera está en
peligro cierto de desviarse” (El Papa San Pío X)
A la ignorancia religiosa atribuye San Pío X el que muchos “tengan por lícito forjar
y mantener odios contra el prójimo, hacer contratos inicuos, explotar negocios infames,
hacer préstamos usurarios y constituirse en reos de otras prevaricaciones semejantes
haciendo el número de sus iniquidades mayor que el de los cabellos de su cabeza”.
Dios nos hizo para ser felices. Pero el secreto de la verdadera felicidad está en Dios.
Por eso es importante buscar a Dios, encontrar a Dios, porque sólo Dios puede llenar ese
deseo de felicidad que El mismo ha puesto en el corazón de cada uno de los seres
humanos. Sólo amando a Dios sobre todas las cosas, podremos ser verdaderamente
felices.
Ahora bien, no se ama a quien no se conoce. Hay personas con quienes uno se
encanta desde el momento de conocerlas. Si eso es así entre los seres humanos, que
estamos llenos de defectos, ¡cómo será con Dios que es infinitamente perfecto y sin
defecto alguno! De allí que sea importante conocer a Dios para poder amarlo -si es que
aún no lo amamos- o para amarlo más y mejor –si es que ya hemos comenzado a amarlo.
El conocimiento de Dios está cerca de nosotros. Nos rodea el misterio. Desde la
contemplación del cielo estrellado hasta el comportamiento de las partículas subatómicas,
pasando por los maravillosos instintos de los animales y el funcionamiento de nuestro
propio cuerpo, el hombre se pregunta la razón, el sentido y el origen mismo de todo esto.
Con el estudio de estas verdades, el hombre ve contestadas las más grandes incógnitas de
su existencia: qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Todo el misterio que nos
rodea se ve iluminado por un Dios que nos crea, nos redime y nos santifica para
hacernos partícipes de su infinita felicidad.
En la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el Misterio pascual por el que Cristo
realizó la obra de nuestra salvación. Es el Misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y
celebra en su liturgia a fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el
mundo. En efecto, la liturgia, por medio de la cual "se ejerce la obra de nuestra
redención", sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye mucho a que los
fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza
genuina de la verdadera Iglesia (SC 2). Con razón se considera la liturgia como el
ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se
significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y,
así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto
público. Por ello, toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su
Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo
título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia (SC 7).
Del conocimiento que tenemos de Dios por el estudio del Dogma y de la
celebración del misterio de Cristo, se desprende lógicamente un conjunto de deberes para
con El. Los Diez Mandamientos que Dios dio a Moisés en el monte Sinaí, interpretados y
ampliados por nuestro Señor Jesucristo en el Sermón de la Montaña (Mt.5) y
complementado con los cinco Mandamientos de la Iglesia, nos indican la manera de
relacionamos con nuestro Creador y Redentor. Es lo que llamamos la Moral Cristiana.
La oración es la elevación del alma a Dios o la petición al Señor de bienes
conformes a su voluntad. La oración es siempre un don de Dios que sale al encuentro del
hombre. La oración cristiana es relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre
infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus
corazones. La oración es, pues, una dimensión fundamental, ineludible de la existencia
humana, pues ella es ámbito privilegiado para orientarse a vivir ese encuentro
plenificador. La oración es diálogo, es comunión, es relación personal y personalizante,
entrega personal e íntima. De ahí que quien prescinde de la oración en su existencia,
mutila su vocación a ser persona humana, ya que priva a su ser del impulso fundamental
que es el encuentro con Dios.
Ciertamente en los tiempos actuales, no basta con la instrucción Dogmática o
Moral, sino que debemos instruirnos también en la Apologética, que es el estudio de las
razones que tenemos para creer. Ya el primer Papa de la Iglesia, San Pedro, nos urge a
“saber dar razón de nuestra esperanza”. (1 Pe 3,15). Con el estudio de la Apologética,
descubrimos la solidez de la Doctrina Católica y cómo la Religión Verdadera es el
Cristianismo predicado y vivido por la única Iglesia Verdadera que es la fundada por
Jesucristo mismo: la Iglesia Cristiana: Una, Santa, Católica Apostólica.
Dios es poco amado, porque es poco conocido. Si nosotros lo conocemos y lo
amamos, ese testimonio nuestro de amor a Dios puede servir para que otros lo amen
también.
“La ignorancia, que es una madre pésima, tiene dos hijas, que no son menos
pésimas que ella, a saber, la falsedad y la duda. Aquella es más miserable, ésta más digan
de compasión. La una es muy perniciosa, la otra muy molesta”.
BIBLIOGRAFÍA
1. DOCUMENTOS DEL VATICANO II
Lumen Gentium, Constitución dogmática sobre la Iglesia, 1964
Dei Verbum, Constitución sobre la divina Revelación, 1965.
Sacrosanctum Concilium, Constitución sobre la sagrada Liturgia, 1963
Gaudium et Spes, Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, 1965.
Presbyterorum Ordinis, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 1965.
Summi Dei Verbum, Carta Apostólica en el cuarto centenario de la institución de los
seminarios por el Concilio de Trento, 1963.
JUAN PABLO II
Código de Derecho Canónico, 1983.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1991.
BENEDICTO XVI
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 28 de Junio de 2005
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