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VIERNES 18
21’30 h.
Aula Magna de la Facultad de Ciencias
EL PEQUEÑO SALVAJE
(1970)
Francia
83 min.
Título Orig.- L’enfant sauvage. Director.- François Truffaut. Argumento.- “Mémoire et rapport sur
Victor de l’Aveyron” de Jean Itard. Guión.- François Truffaut y Jean Gruault. Fotografía.- Nestor
Almendros (B/N). Montaje.- Agnès Guillemot y Yann Dedet. Música.- Obras de Antonio Vivaldi.
Productor.- Marcel Berbert. Producción.- Les Films du Carrosse – Les Productions Artiste Associés.
Intérpretes.- Jean-Pierre Cargol (Victor), François Truffaut (doctor Itard), Françoise Seigneur (sra.
Guérin), Jean Dasté (Philippe Pinel), Paul Villié (Rémy), Pierre Fabre (el enfermero), Claude Miller
(sr. Lémery), Annie Miller (sra. Lémery) v.o.s.e.
Música de sala:
“Conciertos para violín, oboe y laúd” de Antonio Vivaldi
“La infancia es el mundo que mejor conozco. Me siento mejor con un niño que con un adulto.
Las personas están demasiado impresionadas por un papel social para ser verdaderamente sinceras.
No puedo tener una conversación con ellas más que cuando hablamos de cine. Con los niños, por el
contrario, puedo hablar de todo.”
“Las desgracias de los adultos me dejan insensible. Me parece estúpido que corran los riesgos
que corren. Los adultos viven en una jungla, pero es culpa suya, ya que ellos han creado esta jungla;
por tanto peor para ellos. Yo como la mayoría de las mujeres, soy sensible a las desdichas de los
niños”.
Los niños en el cine de Truffaut
La mayoría de los estudiosos de Truffaut coinciden en señalar la importancia del cortometraje
Les mistons. En él se encuentran ya esbozados los temas y el estilo del cineasta. Pues bien, Les
mistons es una historia con cinco niños como protagonistas.
También Los cuatrocientos golpes será la historia de un muchacho a medio camino entre la
niñez y la adolescencia. Luego, de una forma u otra encontraremos personajes infantiles en los films de
Truffaut hasta llegar a esas dos obras que los tienen por protagonistas absolutos: EL PEQUEÑO
SALVAJE y La piel dura.
En el prólogo del guión de esta última, escribe Truffaut: Hay que tener presente que nada de lo
que concierne a la infancia es minúsculo (...) Los niños, al vaivén entre su necesidad de autonomía y
de protección, tienen que sufrir a veces los caprichos de los adultos y, por lo mismo, tienen que
defenderse y hacerse duros (...) El niño descubre la vida, se adhiere a ella, pero al mismo tiempo
desarrolla toda su capacidad de resistencia (...) Yo no me canso de rodar con niños. Truffaut, niño él
mismo con problemas, se contagió de esa preocupación por la infancia de su maestro Rossellini. Lo
primero que llama la atención es el respeto del cineasta por ellos. Nunca los presenta como bufones o
mamarrachos. Se los toma muy en serio. Tan en serio como el doctor Itard respecto a Víctor de
l'Aveyron. No por conveniencia o casualidad interpretó Truffaut ese papel.
Los niños sufren por el trato que reciben de los adultos. Este sufrimiento es tanto más
insoportable porque apenas tienen medios para defenderse o rebelarse contra la injusticia que padecen.
Los mayores consideran a los niños como imbéciles o trozos de carne sin sentimientos. En este
sentido, Víctor de l'Aveyron es la metáfora por excelencia, llevada al límite. Dos posturas se
contraponen en EL PEQUEÑO SALVAJE, la del doctor Pinel que lo declaró un idiota y la de Itard
que lo tiene por un hombre en potencia, al que hay que educar. Todo el cine de Truffaut testimonia
esta preocupación por el mundo de la infancia y reivindica para él un tratamiento distinto del habitual
(…).
Texto:
Ángel A. Pérez Gómez, “La obra cinematográfica de François Truffaut”
en François Truffaut, cineasta, Mensajero, 1985.
Por una especial concesión del Estado francés, el doctor Jean Marie Gaspard Itard -médico en
el Instituto de Sordomudos parisino- tomó bajo su custodia al niño salvaje encontrado en Aveyron para
determinar cuáles eran los grados de inteligencia y la naturaleza de las ideas de un adolescente privado
desde su infancia de toda educación por haber vivido completamente separado de los individuos de su
especie. En esta tarea colaboró con admirable eficacia femenina el ama de llaves del doctor, Madame
Guérin, con quien Víctor de l'Aveyron (nombre dado al pequeño salvaje) pasó el resto de su vida.
Jamás llegó a hablar correctamente. Jamás pudo acometer tareas propias de un ser humano plenamente
desarrollado. Sus días los pasó dedicado a trabajos caseros. Pero de animal salvaje se convirtió en
persona.
Con este material, y siéndole casi absolutamente fiel, François Truffaut realizó su obra más
madura y una de las pocas películas contemporáneas que acentúan las capacidades humanas en lugar
de las deficiencias. Casi me atrevo a decir que EL PEQUEÑO SALVAJE es la obra programática de
un hombre empeñado desde Los cuatrocientos golpes hasta Domicilio conyugal, en estudiar las
relaciones entre el hombre y la sociedad a través de un personalismo afectivo. Relaciones que
concluyen positiva o negativamente según la naturaleza de la mediación afectiva (comparen La piel
suave con Besos robados). Pero si en las demás películas esta relación hombre-sociedad estaba
situada en nuestra época, con lo que perdía universalidad aunque ganara capacidad crítica, en el caso
de EL PEQUEÑO SALVAJE la acción y su pasión correspondiente acontecen en el pasado de tal
forma objetiva y analítica que toda la película es una exposición de principios absolutos, ganando
universalidad sin perder una dimensión agudamente crítica. Probablemente, Truffaut no pretendía
darle a la película este carácter programático. Pero, precisamente esta probabilidad confirma nuestra
teoría de que todo artista en posesión de una personal cosmovisión, acaba encerrando tal cosmovisión
en una obra de suficiente lucidez donde no quepan las ambigüedades de interpretación. Lo difícil es
que suceda a los treinta y siete años, como en el caso del maestro francés.
“Un estilo implica una actitud y una actitud implica un estilo”, decían los jóvenes airados del
Free Cinema inglés. Esta implicación que concibe la obra de comunicación artística como un todo en
el que, prácticamente, desaparece la teórica división entre fondo y forma, es la clave de bóveda para
comprender por qué una narración tan sencilla, tan lineal y tan aséptica, donde la observación
científica sustituye la sorpresa espectacular, alcanza dimensiones emotivas tan intensas. Es la herencia
de Rossellini, gran maestro del cine contemporáneo, que concibiera el Neorrealismo como “cine de la
conciencia”, sin otra mediación estética que la estética de la honestidad ética. Por este motivo, la forma
de narrar Truffaut EL PEQUEÑO SALVAJE es la expresión visual de su propia actitud moral: así ve
lo que piensa. Y en la medida que adecua imagen y concepto, penetra en el espectador de forma
interrogante sin que éste experimente especial conmoción porque el cauce de penetración es una
transferencia emotiva. Entre Rossellini y Einsestein, Truffaut prefiere al primero. Frente al cine
revolucionario en la ruptura temática y estética del ruso, ese otro cine también revolucionario en la
contemplación total del drama humano que el realizador italiano ha bordado en La toma del poder
por Luis XIV. En otras palabras, cine de Jean Luc Godard y cine de François Truffaut. Ruptura y
contemplación.
Insisto en esta implicación de estilo y actitud porque muchas incomprensiones de la obra de
Truffaut proceden de su olvido. Problemas elementales pueden convertirse en documentos esenciales
porque son pensados y vistos como “lugar moral” donde el hombre entra en juego. Es la “grandeza de
la pequeñez” que dominó toda la obra de Truffaut y que se consumó en la visualización impactante de
los pequeños datos de vida de Víctor de l'Aveyron. Ejemplo de lo dicho en el repetido uso del
travelling que se cierra en iris con que concluyen las secuencias más importantes. Con este recurso tomado del cine mudo- Truffaut moraliza una situación o un gesto, y además, traslada al espectador
hasta esa situación o ese gesto de modo imperceptible, pero eficaz. Vale la pena contemplar varias
veces EL PEQUEÑO SALVAJE solamente por el placer que se experimenta ante un universo de
comunicación artístico tan total. Y quien dedique largos párrafos a comentar el significado temático
del film sin pasarlo por el tamiz de esta comentada implicación entre estilo y actitud, dejará de entregar
al lector la clave definitiva para una lectura en profundidad de la obra.
“En Los cuatrocientos golpes mostré a un niño que carece de amor, que crece sin cariño; en
Fahrenheit 451 se trata de un hombre que carece de libros, es decir de cultura. En Víctor de
l'Aveyron, la carencia es todavía más radical: el lenguaje. Los tres films están construidos, pues,
sobre una frustración mayor”. Excelente autoanálisis que nos da pie para una comprensión temática
de la obra (porque, como es obvio, discrepo de quienes no encuentran en la película “intenciones”,
entre otras cosas, porque no creo en las películas sin intenciones; otra cosa es la elección de una clave
objetivista en la que el director parece desaparecer para esconderse, en realidad, tras el dato en cuanto
tal).
Para Truffaut, la relación entre el hombre y la sociedad a través del afecto personal parte de una
carencia vivida como frustración. El hombre debe ser algo determinado, pero no se realiza como tal.
Entonces, le es preciso un esfuerzo gigantesco para recuperar esa dimensión perdida o jamás poseída.
Y ese esfuerzo solamente se verifica en contacto con otras personas que le entroncan con el entorno
social. Contacto de afecto y entronque de plenitud. Podemos, pues, hablar de un humanismo esforzado
de naturaleza afectivo, personal y societaria. Insistiendo en lo de esforzado, que en el caso de Víctor es
el esfuerzo del lenguaje. Pero, ¿qué significa el lenguaje para Truffaut? Víctor de l'Aveyron solamente
accede al lenguaje en la medida que el doctor Itard y la señora Guérin le ponen en contacto directo
con lo que ellos conocen desde siempre: los objetos, las personas y, finalmente, el alfabeto. El
tradicional intelectualismo educativo desaparece para dar paso a una experimental transmisión de la
propia existencia, de forma que la naciente personalidad es fruto de las maduras personalidades de sus
educadores. Lenguaje es convivencia. Por este motivo, cuando Victor coloca las letras de madera que
forman la palabra lait para pedir un tazón de leche, no asistimos solamente a un progreso significativo
sino, en primer lugar, a un progreso humanista mediante el esfuerzo. Del bosque se transita al lenguaje.
De la naturaleza heredada a la cultura adquirida, en palabras del propio Truffaut. De la animalidad a la
racionalidad. No conceptualmente. Existencialmente. Con tanta eficacia que, incluso nosotros olvidados de lo elemental entre un caos de solicitaciones técnicas- recuperamos el sentido de lo
maravilloso, incluidos en el esfuerzo de Víctor. Y así se demuestra nuestra progresiva salvajización y
la necesidad de maestros en humanismo que nos devuelvan las sorpresas de la niñez.
Y, sin embargo, la película respeta con envidiable honestidad el espíritu de la ilustración
dominante en el doctor Itard. Ya desde el principio, el niño aparece como un caso curioso descubierto
en la sección de sucesos de un periódico, y sobre ese caso resulta interesante experimentar. Jamás se
abandona esta perspectiva. Tanto que, al final, la conclusión del ilustrado doctor es una mezcla de
satisfacción humanista y diagnosis científica: “Ya no eres un salvaje, aunque todavía no eres un
hombre, Víctor, eres un muchacho de gran porvenir. Señora Guérin, llévelo a descansar” -un cruce de
miradas, y el doctor concluye: “Pronto reanudaremos los ejercicios”. Truffaut pudo caer en una
tentadora conversión sentimental de Itard, pero sabe evitarla con gran elegancia manteniendo un clima
de relativa asepsia afectiva que no impide profunda preocupación humana. Itard no experimenta el
amor de un padre. Itard es un caballero ilustrado dominado por la pasión humanista, que es otra
modalidad afectiva. Así, la película se convierte en un poderoso documento histórico: en la educación
del pequeño salvaje, se encierra el tránsito occidental desde una concepción sentimental-conservadora
de la existencia a otra científico-progresiva. De acuerdo que este tránsito es algo muy implícito, pero
precisamente en los niveles implícitos de una obra es donde mejor se descubre su calidad. Tantas
rabietas de jóvenes cineastas se deshacen ante la inteligencia de estos dos hombres -Rossellini y
Truffaut-, que no gustan de vociferar. Y digo también Rossellini porque el maestro consiguió mostrar
el comienzo del Estado moderno en la breve intimidad de Luis XIV, con idéntica implicitez.
Probablemente, la calidad tenga mucho que ver con la serenidad.
Todo lo anterior encierra un presupuesto temático todavía de mayor importancia. El hombre
solamente se realiza en sociedad, hasta el punto de que esos ejercicios de humanización se demuestran
verdaderamente eficaces cuando, tras la huida, Víctor retorna al domicilio del doctor. “¿Quién le ha
traído?"”-pregunta la señora Guérin, y el doctor responde: “Nadie. Ha vuelto solo”. Ahora ha
comenzado el salvaje a ser hombre: cuando la naturaleza ya no le es suficiente y necesita la
convivencia. Por este motivo, esa mirada final que Víctor dirige al doctor desde la escalera, es de una
capital importancia temática. Mientras no damos síntomas de complicidad en el juego de los hombres,
no somos hombres sino espectadores de humanidad; es lo que había sido Víctor hasta ese instante.
Desde ahora entra en juego. Y ese entrar se concentra en esa mirada segura e interrogante, es decir,
que reúne los dos grandes sentimientos humanos. Y entonces, uno piensa en el Antoine Doinel de Los
cuatrocientos golpes que, precisamente para ser hombre, tuvo que huir de la sociedad hasta encontrar
el mar, la naturaleza. La película también terminaba con una mirada. Mirada de liberación en la
sociedad. No hay, sin embargo, contradicción entre Antoine y Víctor. La tragedia de Antoine radicaba
en que los adultos no le permitían entrar en su juego. A Antoine se le negó la complicidad y para
reencontrar a la sociedad tuvo que comenzar liberándose de su mentira. Pero, y esto es lo importante,
la tesis es la misma.
Creo que EL PEQUEÑO SALVAJE sí que es una obra genial. Porque encierra todo la
cosmovisión de un autor. Porque realiza la difícil implicación entre estilo y actitud. Porque desarrolla
un recio discurso sobre el lenguaje como verificación social del hombre. Porque, implícitamente,
propone un sustancial tránsito histórico de la mentalidad occidental. Y todo ello respetando hasta lo
inverosímil el espíritu de una época que condiciona inevitablemente todo lo anterior. ¿Cine de ensayo
o cine de poesía? Ni cine de ensayo, ni cine de poesía. Arte total, es decir, cine poético que aglutina
ambas modalidades en una definitiva comprensión de la obra de comunicación artística. Es el misterio
de ver cómo se piensa. Y esto que pudiera parecer una boutade, no lo es. Solamente quien posee una
conciencia hecha de imágenes lo consigue. Lo que significa ser hombre de conciencia y ser hombre de
cine. Combinación poco frecuente.
Termino por donde comencé. Recordando al maestro Rossellini. Dice Truffaut: Rossellini me
ha enseñado que las actitudes pesimistas son actitudes snobs. Se habla de la incomunicación, de la
decadencia, etc. Son maneras de no tener en cuenta los progresos asombrosos que se hacen en la
medicina, en la ciencia, en la sociedad. Antes de tomar actitudes morales, hay que informarse de lo
que existe, de lo que está bien, e informar de ello a los demás. Cuando todo parece crujir en torno
nuestro, desde las ideologías a las instituciones, y los intelectuales invitan constantemente al
pesimismo porque el miedo de la acción se ha apoderado de ellos, este joven clásico francés nos regala
un pequeño salvaje para que recobremos la fe en el hombre, según le enseñara su mentor Rossellini. Y
es que, tal vez, lo más sensato que Truffaut haya hecho como realizador cinematográfico sea esto:
aceptar una escuela de inspiración que es, a la vez, escuela de ilusión.
En otras palabras, comprometerse consecutivamente con la humanidad existente. Educar al
niño salvaje hasta hacer de él Víctor de l'Aveyron.
Texto:
Norberto Alcover, “El pequeño salvaje” en François Truffaut, cineasta, Mensajero, 1985.
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