LUCIEN MORREN LA CONSTITUCIÓN PASTORAL «LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL» Y LA CIENCIA Un científico, Lucien Morren, profesor en la Universidad de Lovaina, presenta la acogida que hace el Concilio a la realidad científico-cultural de la actualidad. Indica hasta qué punto la Iglesia siente la necesidad de dejarse influir por ella, para lograr una adaptación de la expresión de su mensaje e incluso para repensar el planteamiento teológico. La Constitution Pastorale «L’Église dans le Monde de ce temps» et la Science, Nouvelle Revue Théologique, 88 (1966) 830-847. La reflexión que sigue no se reduce exclusivamente a la ciencia y la técnica, cada vez más inseparables, sino que engloba todo el movimiento cultural en el que se inscriben las ciencias físicas y naturales. LUGAR DE LA CIENCIA EN LA CONSTITUCIÓN La ciencia ocupa un lugar importante en la Constitución GS que reconoce y afirma su valor, su inserción esencial en la vocación humana, su autonomía legítima, y su potente impacto en la cultura contemporánea. Sin embargo, tamb ién se subraya su grado de ambigüedad, común a todo valor humano. Este papel de la ciencia lo encontramos descrito en las dos partes de la Constitución y en la exposición preliminar sobre la condición humana en el mundo de hoy. Aunque en la segunda parte hay un capítulo dedicado a la cultura, que trata más especialmente nuestro tema, agruparemos en una síntesis única los puntos esenciales sin respetar el orden de referencia. Los grandes temas: Ciencia y vocación humana "El hombre no llega a un nivel verdadera y plenamente humano sino por la cultura, es decir, cultivando los bienes y valores naturales. Siempre, pues, que se trate de la vida humana, naturaleza y cultura se hallan ligadas estrechamente" (GS 53). A estas líneas, que encabezan el capítulo sobre la promoción de la cultura, sigue una explicación de la palabra cultura. En ella se incluye el esfuerzo de someter el universo por el conocimiento y el trabajo, es decir, por la actividad científica y técnica. A este esfuerzo se añade la humanización de la vida social y la constitución de ese tesoro de obras que traducen las grandes experiencias espirituales y las mayores aspiraciones del hombre. Por ello nos parece que, según las perspectivas del Concilio, podemos definir brevemente la cultura como: lo que hace al hombre más hombre, y lo que humaniza la naturaleza. Un peligro: El éxito alcanzado al humanizar la naturaleza puede llevar a un humanismo que no reconozca la armonía superior entre Fe y Cultura. Y es necesario admitir que la Palabra de Dios es la que permite al cristiano "descubrir el sentido pleno de las LUCIEN MORREN actividades que señalan a la cultura el puesto eminente que en la vocación integral del hombre le corresponde" (GS 57). El estatuto religioso de la cultura se funda sobre las palabras del Génesis que constituyen la carta de la vocación humana: el hombre creado a imagen de Dios recibe la doble misión de fecundidad, y de dominar y someter la tierra. La ciencia y la técnica constituyen así una parte integrante de la realización del plan de Dios. Al cristiano, por tanto, no le está permitido pensar que el científico, con sus conquistas, rivaliza con el Creador. Al contrario, tiene un deber positivo de colaborar en la edificación de la ciudad temporal, ya que el perfeccionamiento de las condiciones de vida corresponde al designio de Dios. La primacía de lo espiritual, el adagio evangélico "de qué sirve al hombre ganar el universo si pierde su alma", no debe interpretarse como una negación a cultivar la tierra. Además, el hombre por su acción no sólo trans forma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Esto es lo más valioso, ya que el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Y lo mismo puede decirse de la colectividad: una mayor fraternidad y un orden más humano en las relaciones sociales sobrepasan en valor los progresos técnicos, base material de la promoción humana. Pero la actividad temporal, las obras de cultura, ¿dejarán, en definitiva, su huella en la Jerusalén nueva, o sólo son medios, aunque importantes, de la lenta constitución del Reino, y desaparecerán en la escatología? Se agradece al respecto esta humilde declaración: "la Iglesia, custodia del depósito de la Palabra de Dios ... no tiene siempre una respuesta inmediata a estas cuestiones" (GS 33). No conocemos el modo de transformación del cosmos; de todos modos, el hilo conductor es la enseñanza de Cristo. "El es quien nos revela que Dios es amor (I Jo 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor" (GS 38). En definitiva, la caridad y sus obras permanecerán. Encontramos, pues, la afirmación clara de la unión existente entre la actividad cultural y la ley fundamental de la caridad. La Constitución recuerda que el hombre, por su trabajo, "obedece al gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos" y que entre los valores de la cultura moderna resalta "la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad de lograr condiciones de vida más aceptables para todos" (GS 57). De este modo se reconoce, justamente, el papel de la ciencia y la técnica en orden a que el hombre pueda ser y vivir mejor, aunque quede sin resaltar suficientemente lo que ellas tienen de esencial para que gran parte de la humanidad pueda ser y vivir simplemente. Es éste un aspecto esencial de la relación entre ciencia y vocación humana: el sometimiento de la naturaleza, necesario para la multiplicació n de los hijos de Dios. Aquí descubrimos de nuevo una dimensión escatológica. El gran cambio: una problemática nueva Cambio, mutación, metamorfosis, transformación, todos estos sinónimos y sus secuelas, crisis, derrumbamiento, angustia, desequilibrio, forman la trama sobre la que se perfila LUCIEN MORREN la condición humana en el mundo de hoya Y los factores más decisivos de esta transformación son la ciencia y la técnica: "la turbación actual de los espíritus y la transformación de las condiciones de vida están vinculadas a una revolución global más amplia, que da creciente importancia, en la formación del pensamiento, a las ciencias matemáticas, a las ciencias naturales, y aun a las ciencias humanas; y, en el orden práctico, a la técnica, hija de las ciencias". "La humanidad pasa así de una comprensión más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva; de donde surge una problemática nueva que exige nuevos análisis y nuevas síntesis" (GS 5). Esta mutabilidad y dinamismo son las características esenciales del mundo actual con el que la Iglesia debe entrar en diálogo, y esto supone para ella consecuencias de importancia: por una parte debe adaptar la presentación de su mensaje a situaciones y mentalidades cambiantes, y, por otra, a través de los conocimientos y de las ciencias debe adquirir una inteligencia más penetrante de sus propios objetos. Tratándose de una Constitución pastoral, el aspecto de adaptación queda más resaltado que el de repercusión sobre el pensamiento religioso, a pesar de que este último es central para la relación entre el pensar teológico y el científico. La ciencia, factor decisivo sobre la mentalidad contemporánea, ejemplariza la ambigüedad profunda de todo valor cultural. Es verdad que implica "una fidelidad a la verdad" (GS 57), pero "puede fomentar cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se tiene, sin razón, como suprema regla para hallar toda verdad" (ibid). De hecho, el pensamiento científico puede ser fuente de graves desequilibrios. En el plano individual, la especialización de la actividad -tributo inevitable y condición de progreso- hace difícil la adquisición de la visión general de las cosas. Además, el método científico es tan potente que puede cerrar a muchos otras vías de acceso a la verdad, al mismo tiempo que él no logra llegar a las profundidades de la realidad. "Muchos, rebasando indebidamente los límites de las ciencias positivas, pretenden explicarlo todo por la razón científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta" (GS 19). La ciencia se encuentra así, por abuso, en la raíz de una de las formas más extendidas del ateísmo contemporáneo, especulativo o práctico. Y la técnica, mediante el sentimiento de poder que confiere, puede reforzar una ambición de autonomía total, rechazando toda dependencia respecto de Dios. Pero la ciencia también desarrolla el sentido de la sumisión a los hechos, despierta la atención a los signos y a la convergencia de los indicios. Todo ello está en consonancia con las condiciones que deberían favorecer la adhesión al cristianismo. Sin embargo, no puede llevarse muy lejos esta consonancia. Para la ciencia, signo y significado están en un mismo plano; no sucede así para la fe. Además, la ciencia es profundamente causalista, y en ella toda consideración de finalidad desaparece, mientras que la finalidad es el fondo mismo de toda preocupación religiosa. Si ciencia y religión se oponen tan frecuentemente ¿no proviene esto de la inversión de sus puntos de vista, ya que la ciencia habitúa al espíritu a considerar toda finalidad como desprovista de significación? Frente al agnosticismo contemporáneo una de las tareas esenciales de la Iglesia será recordar el carácter ineluctable de la pregunta por el sentido último de nuestra LUCIEN MORREN existencia. Y, juntamente con ello, una promoción del sentido profundo del signo, pues es inútil suscitar problemas si no se ofrece claridad para poder comprenderlos: adaptación en la exposición de la doctrina y testimonio existencial de la pureza de vida de la Iglesia y de sus miembros. Pocas convergencias bastarán para "devolver la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos" (GS 21). Progreso científico y vida de la Iglesia En la evolución gradual hacia una edad más adulta de la humanidad, el progreso científico es determinante. La Iglesia, por su parte, formada de hombres para hablar a otros hombres, queda enteramente comprometida por la evolución de los espíritus, tanto para la presentación de su mensaje, como por la luz que sobre él recibe. En este sentido, la palabra diálogo, que ha hecho fortuna, nos parece demasiado extrínseca al hablar de la comunicación entre Iglesia y cultura. ¿No debería la comunidad eclesial estar de un modo permanente y espontáneo al tanto de las adquisiciones culturales profanas? Sabemos que, de hecho, no ha sido así. Desde hace cinco siglos nos hallamos ante derrotas peligrosamente divergentes. Toda la Constitución está marcada por la toma de conciencia de la necesidad de un golpe de timón. "La Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia" (GS 1). La Iglesia necesita de cierto nivel cultural y técnico para el cumplimiento de su propia misión. Cristo viviendo en el paleolítico es inconcebible. Pero la Iglesia no recibe de la cultura solamente los medios necesarios para su existencia. Sus doctores han sacado de las escuelas filosóficas los cuadros para la exposición de su pensamiento. Hubo así un tiempo en que fe y cultura conocieron una simbiosis armoniosa. Hoy esta simbiosis, más que una realidad, es una tarea a cumplir, pero no al estilo de la edad media en que lo profano fue absorbido por lo religioso. En el fondo de la situación actual está la tensión entre la reivindicación de autonomía de lo profano en su esfera propia y la formación clerical que, con frecuencia, se mantiene aferrada a sus tradiciones o a sus antiguos privilegios. El Concilio lo denuncia hoy: "Son de deplorar ciertas actitudes, que no han faltado entre los cristianos, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia. Fuentes de tensión y de conflictos, han inducido a muchos espíritus a pensar que la ciencia y la fe se oponen" (GS 36). La autonomía de la ciencia no tiene más límite que el respeto al orden moral. Por su método, la ciencia no debería cortar los problemas metafísicos y religiosos. Pero por la ciencia el hombre puede llegar a interpretar esta otra revelación de Dios que es el gran libro de la Naturaleza. Si Dios se dirige al hombre, sobre todo, por medio de la. revelación consignada en la Biblia, también lo hace en otro nivel, por medio del mundo que El ha creado, y que ha sometido a la acción del hombre. Estas vías son complementarias y no deberían oponerse. Los progresos culturales permiten descubrir y profundizar mejor el mensaje de Cristo. "El espíritu crítico la purifica (la vida religiosa) de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos, y exige, cada vez más, una adhesión verdaderamente personal y operante de la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino" (GS 7). LUCIEN MORREN CONCIENCIACIÓN TEOLÓGICA DE LA VISIÓN CONTEMPORÁNEA DEL COSMOS Hasta aquí se ha subrayado la preocupación pastoral, muy apropiada a la finalidad de la Constitución, por adaptar la expresión religiosa a la cultura profana. Pero esta pastoral exige que tal integración se realice a un nivel superior, el de la reflexión teológica. Nuestra teología arrastra la rémora de un pensar fixista que tiende a bloquear la duración de los tiempos y la historia santa. La visión contemporánea del cosmos gira en torno a tres descubrimientos principales: la evolución (incluso la generalizada), la inmensidad del tiempo y la inmensidad del espacio, que están íntimamente relacionados. La dualidad entre cosmovisión actual y cuadro fijo teológico, desempeña un papel esencial en el malestar entre ciencia y fe. ¿No es sorprendente que la Constitución no recoja estos problemas entre las cuestiones que plantea el encuentro de la Iglesia con el mundo de hoy? A este respecto se pueden dar diversas explicaciones. En el seno de la Iglesia coexisten varias capas históricas, y algunas no han concienciado todavía estos problemas. De ahí que, como dice Rahne 1 , el lenguaje de la Iglesia esté lejos de corresponder al del futuro ya comenzado. Todo el esfuerzo de Teilhard de Chardin encaja dentro de esta nueva línea. Se le puede criticar, pero la extraordinaria resonancia de su obra es una prueba del eco actual de tales preocupaciones y de la urgencia de este esfuerzo. La evolución y la inmensidad espacio-temporal (hay millones de sistemas tierra-sol parecidos al nuestro) dan pie al científico, muy influido por el juego de probabilidades y los órdenes de magnitudes, para que rechace espontáneamente la idea de que nuestra situación goce de un privilegio excepcional. Admitirá con gusto la pluralidad de mundos habitados. Por otra parte el teólogo, que escruta un misterio cuyos polos son la Trinidad y la Encarnación, verá el universo, obra de Dios, centrado en la tierra, cuna de Cristo. La teología, en la era precientífica, colocaba la tierra en el centro, en sentido incluso espacial. Ahora, la teología se mueve en lo que podríamos llamar una geoprimacia. Ciertamente, si Jesucristo es la palabra creadora del universo, sus prerrogativas son cósmicas. Pero nada se nos dice en cuanto al ejercicio de estas prerrogativas, más allá de lo que nos concierne. Por ello el científico cristiano tiene a veces la impresión de que algunos teólogos hacen extrapolaciones que, como mínimo, maximalizan los datos escriturarios. Parece repetirse el caso de Galileo. El heliocentrismo sustituyó al geocentrismo, con lo cual la Encarnación en nuestra tierra supone un rasgo más de humildad evangélica. ¿No habrá que dar más pasos hasta abandonar la geoprimacia? El principio teológico más seguro es el de no limitar la soberana libertad de Dios. Quizás nos encontramos ante una complementariedad entre una visión del universo que nos deja insignificantes en el abismo espacio-temporal y este hogar luminoso tan reducido, donde descubrimos el encuentro del Creador en una parcela del universo con creaturas. sedientas de la luz necesaria para fijar el sentido de su existencia. LUCIEN MORREN La complementariedad es muy frecuente en los mis terios cristianos: Unidad y Trinidad, Dios y hombre en la persona de Cristo, virginidad y maternidad en María, gracia y libre arbitrio. Esta complementariedad abre una puerta por donde el pensamiento teológico y el pensamiento científico actual pueden llegar a comunicarse analógicamente. También en la ciencia la complementariedad constituye un gran descubrimiento de nuestro tiempo. Al nivel de las partículas elementales, y con un imperio que parece extenderse a toda la naturaleza, dos aspectos complementarios: undulatorio y corpuscular; en el terreno de la vida, lo físico-químico sobrepasado en el organismo, y en el plano de la reflexión el hombre, esa misteriosa unidad biológica y espiritual. Esta complementariedad nos ofrece importantes posibilidades pedagógicas, pues al obligarnos a admitir en el plano de las realidades más profanas la conjunción, en una unidad superior, de lo que a primera vista parece contradictorio, puede disponer nuestro espíritu a la aceptación del misterio religioso. Conclusión Al término de estas reflexiones queda clara la ambivalencia fundamental de la ciencia respecto de la fe. Si por un lado su materialismo metódico puede convertirse en materialismo filosófico, por otro lleva a la madurez del espíritu. Hoy en día, dice el P. Dubarle, la ciencia es para muchos el sustituto de la "noche del espíritu" de la que hablan los grandes místicos españoles del siglo XVI. El objeto de la ciencia aparece como misterio y, por tanto, es susceptible de analogía con el misterio religioso. Podrá la ciencia profundizar en el cómo, pero el por qué la trasciende. Habrá siempre, por tanto, una inquietud a la que la Iglesia deberá responder. Su luz, que en la Edad Media parecía irradiar el espacio entero de nuestro campo visual, se parecerá más y más a la nube luminosa del Éxodo, aislada en la desnudez del desierto y de la noche, en la cual el Pueblo de Dios encontraba un guía seguro. Notas: 1 K. RAHNER, «La situation actuelle de la théologie en Allemagne». Coloquio francoalemán, febrero 1965; tomada la exposición de «Recherches et Débats», cuaderno n 51. Fayard, París 1965. Tradujo y condensó: SANTIAGO THIÓ