Don Servando, ¿cuán real es usted? Mr. Media Tiempo atrás, el cineasta Oliver Stone, el de JFK, preguntaba en una entrevista: “¿Quién posee la realidad? ¿Quién es el dueño de su mente? ¿No es la historia un salón de espejos distorsionados que depende de la clase de superficie que refleja su esencia y sus acontecimientos?” Y luego respondía él mismo: “Yo no creo que la realidad le pertenezca al New York Times y al Washington Post”. Buenas preguntas; inquietante respuesta. ¿Acaso los medios son más fuertes que la realidad? ¿O siquiera algo distinto de ella? ¿Administran la mente colectiva o la expresan? Reconozcamos de inmediato que los medios de comunicación son el principal problema filosófico de nuestro tiempo. No es raro, por eso, que los filósofos contemporáneos estén cada vez más preocupados de su función y efectos. Mas primero hay que vivir; luego filosofar. Entonces, ¿qué es real? Difícil saberlo. Pues ya no tenemos cómo separar lo que nos viene del constante flujo de imágenes, palabras y textos sociales de aquello que captamos individualmente, sin mediación, con nuestros propios sentidos. Vemos, escuchamos, sentimos y pensamos --por así decir-- a través de los medios. Estamos íntegramente arrojados en un mundo mediático. Vivimos conectados en red; nos prendemos y apagamos al ritmo de los mensajes comunicados. En suma, nos movemos con los signos que circulan a nuestro alrededor. La realidad es el mensaje; los medios, nuestra ecología. Dígame, ¿existe acaso algo más poderoso, más constitutivo de la experiencia contemporánea que vivir rodeado, literalmente bombardeado, por ese continuo torrente de mensajes comunicados por los medios? Qué es más real, ¿un temporal o un accidente que ocurren en un lugar aislado y sólo afectan la conversación de la comunidad local o ese mismo temporal y accidente difundidos por los medios, analizados, explicados y debidamente procesados para consumo masivo? ¿Cuándo fue más real el planeta Marte que ahora en la pantalla de la televisión? ¿Y qué sabemos en verdad de don Servando si no lo que nos entregan los medios a propósito de él? Al lado de la experiencia directa que moldea cotidianamente nuestras vidas, nos envuelve ahora todo un ámbito, una atmósfera, una cultura, que nos condiciona y nos hace experimentar sensaciones indirectas. Así, por ejemplo, para el urbanita de hoy más real y amenazante es la violencia transmitida por la televisión que su propio contacto con la violencia que recorre las calles de la ciudad. Lo real ya no pasa por nuestros cuerpos; se deposita directamente sobre nuestras mentes, como una fina lluvia de imágenes y locuciones. El realismo se ha vuelto imaginario. La naturaleza humana se ha convertido en una pieza ensamblada al dispositivo comunicacional de la sociedad. Luego, en vez de estar en comunión con los otros, carne y hueso, ahora estamos en una especie de permanente estado iridiscente; reflejamos y somos reflejados, sin jamás escapar del estadio del espejo. De allí también la acentuada inseguridad de esta época. Ya no somos dueños ni siquiera de nuestra propia identidad. Como en el mito, ella tiembla en el agua. Dependemos de las imágenes en el salón de espejos; allí se gana o pierde honor y reputación. A ratos, incluso, no tenemos manera de saber qué es real y qué no; si algo está sucediendo o no. Es efectivo que hubo un temporal, pues todos nos mojamos. ¿Pero qué magnitud tuvo? ¿La que le dieron los medios o la que ocurrió de verdad? ¿Y qué vendría siendo la verdad en estas circunstancias si no ese ejército de metáforas de que habló Nietzche una vez? ¿Cuán real es lo que sabemos de don Servando? Tan real como aparece en las páginas de El Mercurio y La Tercera. ¿Y cuán verdadero es lo que allí aparece? Ah, esa ya es otra cuestión. Para filósofos, si usted quiere; no para los diarios. A fin de cuentas, estos aspiran nada más que a ser verosímiles. Les basta con proporcionar el material necesario para que nos “formemos opinión”. Y las opiniones no son falsas ni verdaderas; son por esencia opinables. Su estatuto es maravillosamente ambiguo por tanto. Ni reales ni irreales, están ahí mientras circulan. Para seguir en pie es suficiente con que se transmitan, difundan y repitan. Su efecto invariable es alimentar nuestra mente social; crear la realidad sobre la cual opinamos. Así se levanta a nuestro alrededor una narración verosímil del mundo que habitamos, cuyo único sostén es esa frágil circulación de mensajes. Dígame, entonces, ¿quién controla la realidad? ¡Pobre de don Servando!