CANTA LO SENTIMENTAL, O LA IMPORTANCIA DE ESCUCHAR BOLEROS ENTRE LOS 3 Y LOS 100 AÑOS Alex Fleites Prepared for delivery at the 2000 meeting of the Latin American Studies Association. 1 El bolero es un poema que se baila pegao… (De la tradición popular) I. ¿Qué es el bolero? ¿Un género de la música popular latinoamericana? ¿El tesauro de la desinhibida pasión de los pobladores de este lado del mundo? ¿El corpus de ideas, representaciones simbólicas y argumentos que manejamos los latinos referentes al amor? ¿Es el bolero una lengua común, un código aprehensible en todo el continente, o patrimonio exclusivo de la sensibilidad caribe? ¿Auténtica manifestación de cultura popular o eficiente mercadeo de un elemento impuesto a la identidad latina? Las preguntas podrían desencadenarse hasta el infinito. Lo cierto –y aventurando una primera hipótesis—es que el bolero ha devenido un estado del espíritu y un elemento de reconocimiento del llamado ser latino; quizás, después del Español, el único nutriente fácilmente detectable de la identidad continental. Es algo que nos signa, que nos expresa y, ¿por qué no?, nos limita dentro de unos marcos éticos y filosóficos que, con el tiempo, han llegado a constituir verdaderos esquemas de conducta. II. Si bien el nombre ha sido tomado de una danza típica española, al parecer derivada de la seguidilla, el bolero en nuestras tierras posee características musicales que en nada lo emparientan con el ilustre homónimo. Con la revolución haitiana de 1791, un número importante de colonos franceses fueron expulsados de esa porción de la isla dominicana y se radicaron en New Orleans y Santiago de Cuba, en el extremo oriental del país, y con ellos vinieron parte de sus dotaciones de esclavos. Cien años de ocupación francesa en Haití sedimentaron una cultura mestiza que inmediatamente entró en fecunda colisión con la cultura afroespañola que se venía gestando en Cuba. La country-dance inglesa pasó, en Haití, a ser la contradanza francesa; y en la mayor de las Antillas se convirtió en la contradanza afro-cubana. Por el camino –no se puede precisar cuándo—la contradanza adoptó un elemento rítmico de innegable origen africano: el cinquillo, que hasta hoy es característico del danzón y del bolero, dos géneros que hunden sus raíces en la contradanza y que surgieron paralelamente. El bolero, además, toma en sus inicios elementos de la cancionística española, del repertorio operístico internacional, de la canción napolitana; y de su antecedente literario, el Modernismo; y todo ello lo tamiza, lo mezcla, lo amasa y lo cuece la 2 particular creatividad musical del cubano, hasta dar con un producto singular que, rápidamente, comenzaría a irradiar en todo el ámbito de la lengua. Hoy los estudiosos del género no dudan en señalar a “Tristezas”, de Pepe Sánchez, como el primer bolero de que se tiene noticias (1). Este santiaguero inicia o valida lo que después se conocería como trova cubana, un rico movimiento en la canción de temática fundamentalmente amorosa (y en muy contadas ocasiones, patriótica), que tiene como características el apego a la guitarra, la interpretación de las propias composiciones, la vida errabunda y la exacerbada sensibilidad nacional. Las huellas de Pepe Sánchez serían seguidas a principios de este siglo por trovadores de la talla de Sindo Garay, Alberto Villalón y Rosendo Ruiz, que llevan el género a La Habana, en lo que constituiría el inicio de su expansión por todo el territorio nacional. Género vivo al fin, el bolero no ha dejado de sufrir modificaciones en su ya largo tránsito. En cada época ha recibido, sin alterar sus contenidos y morfología esenciales, enriquecedoras renovaciones, las mismas que han motivado que se asocie a cada uno de los períodos de oro de la música popular cubana en el presente siglo: ha resistido diversos formatos y ha acompañado, embelleciéndolos, a géneros bailables tan prestigiosos como el danzón, el son, el mambo y el cha-cha-chá, en préstamos sucesivos y mutuamente genésicos. Prueba al canto del anterior aserto lo constituye el movimiento cancionístico de la década del cincuenta que en Cuba fue llamado “feeling” (filin), donde si bien regresó el bolero al exclusivo acompañamiento de la guitarra y el piano, las tendencias armónicas contemporáneas –provenientes mayormente por la vía del jazz--se filtraron entre sus espléndidos textos para dar lugar a composiciones entre las más conseguidas en toda la historia de este género que, al decir de Rafael Castillo Zapata, es, entre nosotros, “la lengua natural del amor” (2). III- Es sabido que el bolero ha sido adoptado “multitudinariamente” en las comunidades hispanoamericanas, incluso en aquellas que poseen una composición étnica bastante alejada de la norma caribe, como pueden ser Chile, Argentina y Perú, y que los buenos ejemplos del género abundan en casi todos los países dentro del marco de nuestra lengua (incluida España, que ha recibido de vuelta la pelota), pero son sólo tres los países sin los cuales no se podría escribir el apasionante relato de la génesis, el desarrollo y el arraigo de esta manifestación, y son Cuba, México y Puerto Rico. 3 Por el intenso contacto entre los puertos del sur de Cuba y la península de Yucatán, el bolero pasa a tierra azteca y allí encuentra territorio fértil; las primeras manifestaciones en este país se remiten a 1919 (“Morena mía”, de Armando Villarreal) y 1924 (“Pensamiento”, de Emilio Pacheco, con letra de Pedro Mata). Borinquen recibe a finales del siglo XIX frecuentes visitas de compañías de variedades procedentes de Cuba. Es opinión generalizada que por esa vía se introduce el bolero en la isla, y luego, con la intensa e ininterrumpida emigración de puertorriqueños a Estados Unidos, pasa a Nueva York, otra de las plazas fuertes a tener en cuenta para el estudio de la evolución del género. Ya para finales de la década de los veinte, compositores de la talla de Rafael Hernández se habían radicado en la Gran Manzana y allí comenzaron su notable producción. El investigador colombiano Jaime Rico Salazar (3) concede una gran importancia en la rápida difusión de la canción cubana a la aparición en New York, después de 1910, de los discos de acetato y las máquinas traga monedas (4), que enseguida invadieron el mercado del área del Caribe. Cultura vocacionalmente mestiza la nuestra, hecha de innumerables apropiaciones y préstamos, tiene en el bolero, desde su surgimiento, el elemento de mayor internacionalización, al punto que cantantes de un país (Lucho Gatica, Chile) trascienden con composiciones de otro (“El Reloj”, Cantoral, México). El bolero es un género musical, pero es más: es una manifestación, una expresión cultural de un gran conglomerado humano que ha decidido asumir su ser singular sin complejos de inferioridad frente a las manifestaciones transnacionales de la cultura que difunden los medias. Claro que el bolero tiene una estrecha vinculación con esa institución a punto de desaparecer que es el barrio; claro que las élites intelectuales de poder lo relegaron a una marginalidad de “cantina”, acorralado entre la barra y la vitrola; claro, también, que nuestros imaginarios amorosos anidan en él, pastan en él, crecen en él como una respuesta colectiva a esos grandes sustantivos que son “la vida”, “la muerte”, “la pasión”, “el dolor”… El bolero, en dos palabras, ha roto a lo largo de este siglo las fronteras esquemáticas de nuestros países, agrupándonos bajo la certeza de pertenencia común a un ámbito mucho más aristocrático: el del sentimiento. 4 Creo firmemente que el gusto actual por el género no se debe a una ola retro convenientemente orquestada por los mercaderes de la música, sino a la lozanía de una manifestación que lleva en sí los gérmenes de su propia renovación. Tanto es así, que el bolero pudo resistir la ola rock de los años cincuenta y sesenta, y emerger, redimensionado, hasta hoy. Rica la cultura que puede exhibir un cancionero en donde se den la mano piezas como “Solamente una vez” (Lara), “No me platiques más” (Garrido), “Ausencia” (Prats), “Lágrimas negras” (“Matamoros”), “Capullito de alelí” (Rafael Hernández), “Madrigal” (Don Felo), “Soñar” (Arturo “Chino” Hassan) y “No toques ese disco” (Mario de Jesús), de cientos que serían citables entre las compuestas por mexicanos, cubanos, puertorriqueños, panameños y dominicanos; y que ha dado intérpretes como Benny Moré, Toña la Negra, Elena Burke, Pedro Vargas, Daniel Santos, Bola de Nieve, Lucho Gatica, Alfredo Sadel y los tríos de siempre, entre una nómina que llevaría varias páginas. Esta breve exposición irá en tiempo de bolero. Y no sólo aludo a un término musicológico y a una estructura dramática, sino también al sentido epocal de la expresión. Surgen modas y géneros efímeros, pero por más de un siglo los latinos amamos, nos reconocemos y cantamos como pertenecientes a una zona de la historia que, afortunadamente, no da señales de cansancio: el tiempo del bolero. IV- El Profesor, una de las voces que intervienen en la novela del cubano Lisandro Otero, diserta de este modo: “ (…) la letra del bolero casi siempre es una historia de sufrimiento o de resignación y a veces de triunfo cuando se ha traspasado la etapa de aflicción; habría que explicar por qué el bolero se halla en el umbral amoroso: entrando o saliendo de la pasión (…); habría que estudiar por qué el bolero es una extensión del acto amoroso, que se expresa conceptual o dinámicamente: con juicios de valor, descripciones situacionales o con el entrelazamiento de los cuerpos en el baile lánguido y sentimental; habría que comprender por qué D. H. Lawrence dijo que en los pueblos anglosajones el amor era algo embarazoso porque nunca se objetivaba con palabras; los pueblos latinos, en cambio, viven el amor como un hecho cotidiano acompañado de una exuberancia verbal (…)”. (5) Del amplio catálogo de las novelas latinoamericanas que tienen a cantantes populares o a la música popular misma como protagonistas, Bolero tal vez clasifique entre las de menos interés literario; sin embargo es la que, desde mi punto de vista, muestra mejor las claves para la aprehensión de un género que, según el mismo personaje citado, “no 5 tiene explicación y lo trasciende todo”. (6) Tradicionalmente los caribes nos definimos (¿nos definen?) como sensuales, extrovertidos, hiperbólicos, con cierto sentido de la tragicidad y con una inagotable capacidad de amar. Estas son algunas de las nociones de identidad colectiva que se han fijado con el tiempo. No quiero decir que seamos exactamente así –también podrían reclamar esos atributos como propios, por ejemplo, los zulúes o los yorubas--, sino que nos creemos reconocer en esos rasgos de carácter. Nuestra sensualidad se expresa en el paladeo lento de los placeres, en la gestualidad, en las relaciones interpersonales, en la música, en la danza y, también, en la palabra. Entre cubanos es corriente la sustitución de los verbos “apreciar” y “disfrutar” por “vivir”. Ante la contemplación de algo que merece ser admirado, lo mismo una bella mujer que una jugada estelar de pelota, solemos decir a nuestro interlocutor: “vive eso, compadre”. Y, sobre todas las cosas, entendemos “vivir el amor” como una experiencia compartible, verbalizable, en la que no cabe el pudor. Se “ama con locura”, se “sufre como una bestia”, etc. En resumen, como diría Enma Elena Valdemar en un bolero, creemos tener “mucho corazón”. Con apreciable agudeza, el venezolano Luis Britto García ha señalado que los latinoamericanos hemos recibido, a través del catolicismo, la noción de que “todo amor es doloroso y todo martirio inevitable.” (7) Y mediante el bolero expresamos el gozoso dolor del amor y la cristalización de este en el sufrimiento. “La rosa roja”, pieza antológica del cubano Oscar Hernández (8), dice en una de sus estrofas: Brotó de mis dedos la sangre rojiza, de un rojo tan vivo como el de la flor y dije enseguida: amor con herida, ¡qué dulce dolor! Por su parte, Benny Moré -- junto con Daniel Santos uno de los más grandes mitos de la canción latinoamericana-- escribió y, sobre todo, cantó en “Amor y perdón” acerca de los pesares que trae inevitablemente aparejados el amor: 6 Te he pedido perdón con el pensamiento sin saberlo tú, y es tan grande la pena que llevo en mi existencia, que no sé si es posible resistir el dolor. Entre los imaginarios más fácilmente detectables está el del carácter indeleble de nuestro amor, de ahí que, como un tatuaje, nuestra (o) enamorada (o) se expone a llevar por siempre la marca, el signo de que una vez fue el objeto de nuestra pasión. El mexicano Alvaro Carrillo (9), inmenso compositor, autor de “Sabor a mí”, dice: Tanto tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas se acercaron tanto así, que yo guardo ese sabor pero tú llevas también…sabor a mí … (…) Pasarán mas de mil años, muchos más. Yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás sabor a mí. 7 Mientras que el cubano Bobby Collazo (10) canta: La última noche que pasé contigo quisiera olvidarla pero no he podido Tópicos como el que expresa que se ama solamente una vez en la vida, están muy extendidos entre las letras de boleros. Es, por ejemplo, el centro temático de “Inolvidable” (11): (…) He besado otras bocas buscando nuevas ansiedades, y otros brazos me estrechan llenos de emoción; pero sólo consiguen hacerme recordar los tuyos, que inolvidablemente vivirán en mí. Por no referirnos a la emblemática canción de Agustín Lara (12), uno de los boleros más conocidos internacionalmente, y que ha devenido canon: (…) Solamente una vez se entrega el alma con la dulce y total renunciación… V- El bolero propone una actitud ante el amor, pero más: organiza a nivel simbólico las distintas situaciones que puede enfrentar el enamorado. Lenguaje con uso ritual, para iniciados, presenta una gran eficacia discursiva por su realismo, por la asunción de un código de reconocimiento general, adoptado en casi cien años de práctica. Castillo Zapata cree ver un antecedente de este en la codificación del amor que proponía la cortezia provenzal (13). Tenemos, en dos palabras, un repertorio de respuestas ante el estímulo --¿la herida?—del amor. Y por si fuera poco, ese catálogo se baila y, según 8 sea el caso, se musita o se canta a toda voz . El compositor de boleros se mueve dentro del estrecho círculo de la tradición, de ahí que su poder de relexicalización deba ser notable; él no inventa, reinterpreta; él no descubre, señala de otro modo; él trabaja con las mismas piezas de siempre (el amor correspondido o no), pero su proposición debe ser distinta: lo suficientemente particular como para que sea asumida por el individuo, lo suficientemente general como para que muchos puedan reconocerse en ella. De la misma manera que todos pensamos que de nuestra vida puede hacerse una película, también creemos que ciertos boleros nos retratan, cuando no nos recuerdan la historia de un amigo. (14) Mucho se ha hablado del carácter anónimo de los compositores de boleros. Pero la expresión no se refiere a que se desconozca el nombre de los autores más notables, sino más bien a cierta amnesia que opera a nivel colectivo. Recordamos, eso sí, a los intérpretes, esos sacerdotes del culto de Eros (el amor como religión, la amada como Dios) que asumen nuestra voz, que, como nosotros, vienen de las clases más humildes, y, a golpe de “filin”, encuentran un lugar y un reconocimiento social. Son nuestros ídolos “de verdad” no sólo porque llegan a tener en abundancia de lo que nosotros carecemos, sino, además, porque sus proezas son tan naturales como existir. Ellos cantan boleros. Ellos, mejor dicho, al emitirlos, al servirnos de intermediarios, “realizan” los boleros, en uno de esos actos violentos de apropiación que nos son tan afines. Y se llaman Bartolomé, Daniel, Rolando, Toña, Helena, Vicentico, Iganacio, Lucho o Alfredo: todos nombres de andar por casa. Oigamos a Cabrera Infante: “Y sin música, quiero decir sin orquesta, sin acompañante, comenzó a cantar una canción desconocida, nueva, que salía de su pecho, de sus dos enormes tetas, de su barriga de barril, de aquel cuerpo monstruoso (…). Hacía tiempo que algo no me conmovía así y comencé a sonreírme en alta voz, porque acababa de reconocer la canción, a reírme, a soltar carcajadas porque era Noche de ronda y pensé, Agustín no has inventado nada, no has compuesto nada, esta mujer te está inventando tu canción ahora: ven mañana y recógela y cópiala y ponla a tu nombre de nuevo: Noche de ronda está naciendo esta noche.” (15) VI- La cultura del bolero tiene desde hace algún tiempo su literatura. Al menos en la poesía cubana –que es el segmento que me es más familiar—cuenta con sendas piezas antológicas de Fina García Marrúz y Roberto Fernández Retamar, por sólo citar dos 9 casos, y ambos textos presentan a Benny Moré (Lajas, 1919-La Habana, 1963), el mito por excelencia de la música popular cubana, como centro temático. Como a Daniel Santos lo apodaron “el jefe”, a Benny Moré le llamaban “el bárbaro del ritmo”, entendido el adjetivo en las acepciones cubanas de “bueno” y “extraordinario”. A su calidad interpretativa Benny sumaba, como elementos imprescindibles para la mitificación, su origen humilde, su machismo, su carácter rumboso. Era el “bárbaro”, el “hombre a todo”, el “hermano” que podía facilitar dos o tres pesos en una situación difícil, el guapo que no se dejaba pasar una, el buen hijo, el sentimental que lo mismo pedía perdón a la hembra que la amenazaba: Ya que llegaste a mi vida no te atrevas a marcharte, porque yo sería capaz de dejarte sobre la tierra tendida. (16) Nunca la canción popular cubana alcanzó cotas más altas que cuando Benny la poseyó, le amplió los horizontes, la fecundó con “su voz, su rara voz única, que saca toda afuera, con pureza de trompeta al mediodía, y ‘vuelve al nido’ del corazón, su voz que jamás saca su intimidad de susurro o quejumbre sino de ese mismo ‘afuera’ y ‘hasta afuera’ del popular elogio, y desde allí nos dice nuestro secreto a voces, aún más hondamente, y en la cruda y mucha luz se esconde, destacándose oculta, desierta palma de intemperie.” (17) Bartolomé Maximiliano Moré, Bartolo, el Benny simplemente. Rey de la canción y del anecdotario popular. El que comenzó cantando por los centrales azucareros con una guitarra hecha por él mismo; el que rondó los bares de La Habana pidiendo cooperación “para el artista cubano”; el que triunfó en México, primero, y luego en todo el continente; el que golpeó a un empresario venezolano porque no quería pagarle a sus músicos; el que, en plena actuación, se sacó la dentadura postiza en un teatro habanero, porque le impedía cantar con naturalidad; el que –ubicuo como todo mito— podía ser anunciado –y hasta visto-- en varios escenarios a la vez; el que rodaba un maquinón “de aquí a allá”; el que no toleró un solo gesto de discriminación racial; el que doblegaba la voluntad de las mujeres; el que peleó bravo con el alcohol, y fue derrotado en el último round por una botella de tequila. El Benny que sólo grababa los números que se avenían a su sensibilidad, aunque él nunca utilizara esa palabra; el que 10 dirigía a la Banda Gigante –la tribu, como gustaba llamarla—y le indicaba los espléndidos arreglos sin saber música, es decir, sin poder leer la notación musical, pero llevando la música y la tradición por dentro, que seguramente es el mejor modo de saber. El Benny que en un bolero enumera todas las cosas que estaría dispuesto a hacer por una mujer “a quien celosamente adora”, por quien incluso “viviría feliz/ tras la reja del presidio” (18), para revelarnos al final que está hablando de su madre, de la vieja, de la pura, de la ocamba que le dio la vida, y la cual está –en el código machista— exenta de crítica, deificada, absuelta de antemano: adorada mucho más allá de la razón. El Benny, el bárbaro, el mejor de nosotros, escapado del pelotón de la miseria y la mediocridad, un paradigma que cumplió “(…) la promesa que formularon intelectuales, mesías y políticos” (19): el paraíso en la tierra de palmares, junto al mar, donde uno puede vivir –amar-- arrullado por la luna y en medio de toda la utilería bolerística. Un ídolo porque, en síntesis, convirtió la lejana posibilidad en realidad de todos los días. VII- Según Castillo Zapata, los Fragmentos de un discurso amoroso, del imprescindible Barthes, texto por lo demás de una vigente utilidad, resulta incompleto, pues al autor le faltó la referencia, el conocimiento, la experiencia del bolero (20). Y, en efecto, nuestro organon en la temática amorosa está en el bolero, desde él, en él, podemos dialogar con unos ojos verdes y una piel canela, pedirle a la pareja –sin pudor—que se acerque más “y más y más, pero mucho más”, comunicarle a la amada que tenemos que decirle la verdad “aunque nos duela el alma”, que nuestro llanto tiene “lágrimas negras”, que “toda una vida” estaríamos con ella, que –calderones caribes— “la vida es un sueño/ que nada es verdad”, que queremos “besar su boca otra vez junto al mar”, que es “como una espinita” que se nos “ha clavado en el corazón”, que “su rostro querido no sabe guardar secretos de amor”, que estando con ella nos olvidamos de todo, que “somos un sueño imposible que busca la noche”, que la nuestra es “la historia de un amor como no hay otro igual”. Muchos de los elementos estables de la identidad latinoamericana, de su ser más entrañable, se han depositado, se han difundido y fijado a través del bolero. A las puertas de un nuevo siglo, el género no da señales de fatiga, ya que más que un movimiento artístico, un determinado esquema musical, un universo léxico más o menos aprehensible, es una actitud ante la existencia, la cotidiana poesía de la vida. 11 Termino estos apuntes con un texto del cubano Bladimir Zamora. ANUNCIACIÓN AL BOLERO lo que está girando debajo de la aguja es un tropezón sublime tiene las piernas dobladas contra esa víscera fantasma --la nostalgia— alista palabras demasiado llevadas como billetes humildes palabras con escasa gloria como las ropas de los militares de la retaguardia. Lo que está girando debajo de la aguja es un pecho desacostumbrado a una buena ocasión y sin embargo tiene que resolver los avíos de la fiesta no lo pueden encontrar tan entretenido tan mudo y se prepara el brindis con unas cuantas frases sin dueño encontradas frases que pudo recordar de un viejo diálogo de papel descubiertas en el espacio incómodo de una hoja trunca desprendida en la calle lo que está girando debajo de la aguja es todo lo que pudo hacer con su simple corazón de a diario. 12 Notas (1) José “Pepe” Sánchez (Santiago de Cuba, 1856-1918). Ya en esta pieza de 1833 se prefiguran algunas de las líneas temáticas que luego desarrollaría, con infinitas variantes, el género. (2) Castillo Zapata, Rafael. Fenomenología del bolero. Monte Avila Editores. Caracas, 1990. (3) Rico Salazar, Jaime. Cien años de boleros (Nueva versión). Bogotá, 1993. (4) La juke box fue conocida por vitrola (Cuba), rocola (México), vellonera (República Dominicana) y sinfonola (Suramérica). (5) Otero, Lisandro. Bolero. Edit. Pomaire-Contexto Audiovisual 3. Caracas, 1992, p. 98. (6) Ibidem, p. 97. (7) Britto García, Luis. “Daniel Santos in memoriam”, en La Gaceta de Cuba, enero-febrero 1993, La Habana, p.36. (8) Oscar Hernández (La Habana, 1891-1967) es también el autor del notable bolero “Ella y yo”, con texto del poeta U. Ablanedo. (9) Alvaro Carrillo (1921) es, así mismo, autor de piezas tan conocidas como “Amor mío”, “Luz de luna” y “Un poco más”. (10) A Bobby Collazo (La Habana, 1916-New York, 1989) se le recuerda además por ser el autor de un libro sobre la farándula cubana del siglo XX, titulado igual que su más célebre canción: La última noche. (11) Pertenece a Julio Gutiérrez (Manzanillo, Cuba, 1912—New York, 1990). (12) Agustín Lara (Veracruz, 1897- México, DF, 1970) fue el más fecundo de los compositores de boleros y, probablemente, el más genial. También son de su autoría los muy conocidos “Santa”, “Mujer”, “Piensa en mí”, “Cada noche un amor” y “Palabras de mujer”. (13) Op. cit., p. 26. (14) Ver “Ese bolero es mío”, de Mario de Jesús (República Dominicana, 1926- México, ?), también autor de los muy conocidos “No toques ese disco”, “Ayúdame, Dios mío” y “Ya la pagarás”. (15) Cabrera Infante, Guillermo. Tres tristes tigres. Seix Barral. Barcelona, 1983, p.67. (16) “No te atrevas”, del propio Benny. 13 (17) García Marrúz, Fina. “La banda gigante”, en Visitaciones. Contemporáneos. La Habana, 1970, p. 58. (18) Bolero de G. Cruz. (19) Britto García, Luis. Op. Cit, p. 37. (20) Op. Cit, ps. 10 y 11. 14