LAS APARIENCIAS ENGAÑAN Era viernes por la tarde. Después de una semana llena de exámenes, poder quedar para salir con mis amigos era un premio merecido. Habíamos hecho un gran esfuerzo. Biología, Física y Química, Lengua, Matemáticas, Geografía, uno tras otro, habíamos ido pasando los exámenes de evaluación, y por fin, la recompensa. Esta vez, además, era una ocasión especial. Mis padres, en un extraño ataque de confianza, me habían dejado ir solo en el tren hasta Torrelodones. Yo no me lo podía creer. Mis amigos y yo habíamos quedado en casa de Santi, que se había mudado a Torrelodones hacía unas semanas. Después de haber salido con los amigos solamente por mi urbanización, ir a Torrelodones en tren era como hacer una expedición al fin del mundo. Tenía todo preparado: sabía a qué hora salía el tren de El Escorial, sabía cuántas paradas había (San Yago, Villalba, Galapagar-La Navata y Torrelodones), sabía a qué hora tenía que volver a coger el tren para volver a casa,… no había dejado ni un detalle sin atar. A la hora prevista, cogí el tren en El Escorial. Había mucha gente en la estación y me tuve que recorrer tres vagones hasta que encontré un asiento libre. El tiempo se me pasó volando, debía ser por la emoción. Antes de que sonara por la megafonía del tren el mensaje de “próxima estación, Torrelodones”, yo ya estaba preparado junto a la puerta para salir. Al bajar, enseguida vi a mi amigo Santi que había ido a esperarme. Estaba con Samuel y José, que habían llegado antes. Los cuatro fuimos a casa de Santi, riéndonos por cualquier cosa. Teníamos ganas de divertirnos, eso estaba claro. Santi nos enseñó su nueva casa, estuvimos en su habitación nueva un buen rato, jugando con el ordenador. Después de merendar, salimos a dar una vuelta por el pueblo, a comprar chuches y a un parque que había por allí cerca. Lo estábamos pasando muy bien, pero como todo lo bueno, se acabó demasiado pronto. A José le llamaron sus padres para decirle que ya estaban esperándole en casa de Santi. A Samuel también le iban a recoger en poco tiempo. De camino a casa de Santi, dimos un pequeño rodeo para pasar por la estación, donde me quedaba yo. También a la hora prevista, cogí el tren de vuelta a El Escorial. Esta vez, no había tanta gente en la estación como antes. De hecho, en mi vagón solamente había dos personas más aparte de mí: una señora mayor y un chico joven. El chico iba vestido todo de negro y tenía los dedos llenos de anillos. En la cara llevaba un montón de piercings. Aunque yo no quería reconocerlo, la verdad es que me daba un poco de miedo. Al llegar a la estación de Galapagar-La Navata, la señora mayor se bajó, así que nos quedamos solos el chico de los mil piercings y yo. A pesar de que intentaba no mirarle, no podía evitarlo, y casi sin querer, giraba mi cabeza hacia su asiento. Él no me prestaba atención, tenía la mirada perdida por la ventana. Yo saqué mi teléfono disimuladamente para mirar la hora. No quería que el chico de los mil piercings me lo viera, no fuera a ser que me lo quisiera quitar. Estaba empezando a ponerme demasiado nervioso. Por fin la megafonía anunció “próxima parada El Escorial”. Me levanté y dirigí una última mirada al chico de los piercings. Por suerte, no parecía que tuviera intención de bajarse en mi misma parada. Se abrieron las puertas y cuando estaba poniendo los pies en el andén, vi que el chico de los mil piercings se levantaba corriendo y se dirigía corriendo hacia la puerta. En el último momento, saltó al andén. Mi corazón empezó a latir más deprisa de lo normal. La estación estaba vacía y más oscura que de costumbre (a lo mejor esto solo eran imaginaciones mías). Aceleré todo lo que pude sin llegar a correr. Cuando escuché por detrás un “oye chaval, ¡espera!”, empecé a correr como un loco. Mi cabeza iba casi más deprisa que mis piernas, dando vueltas a mil ideas, todas ellas malas: “claro, al final me vio sacar el teléfono y viene a quitármelo”, “ya la he fastidiado, ahora este me va a robar y eso si además no me da una paliza”… Seguía corriendo sin mirar atrás. Al llegar a unas escaleras, ya fuera por el miedo o por estar más pendiente de mis malos pensamientos que de coordinar mis pasos, me tropecé y me caí. Cuando intentaba levantarme, el chico de los mil piercings se puso delante de mí. Estaba sonriendo. Yo pensé que su sonrisa era por lo fácil que se lo había puesto yo al caerme. Ya me lo imaginaba frotándose las manos y dispuesto a darme una paliza. Sin embargo, me tendió una mano para ayudar a levantarme, mientras decía: “¿pero qué te pasa, chaval?”. Después de ayudarme a levantarme, mientras yo me sacudía un poco, me dijo: “cuando te bajabas del tren vi que te habías dejado el teléfono en el asiento y sólo quería dártelo, ¿por qué te has puesto a correr como un loco?”. Por su sonrisa, supe que él sabía la respuesta incluso mejor que yo. No debía ser la primera vez que le ocurría algo parecido. Con la cara roja como un tomate por la vergüenza, le di las gracias. El me respondió con un “de nada, hombre, solo he hecho lo que debía hacer”, y se giró para volver al andén. Esa noche aprendí una lección muy importante. Y es que, las apariencias engañan.