Cristo, esperanza del mundo Reflexiones sobre la Encíclica “Spe salvi” José Luis Illanes INTRODUCCIÓN ...............................................................................................2 Esperanza y sentido de la vida .......................................................................2 Espera, expectativa, esperanza ......................................................................3 Capítulo I. LA ESPERANZA CRISTIANA, ENTRE EL MÁS ALLÁ Y LA HISTORIA .......4 La esperanza, virtud del caminante ................................................................4 La vida eterna, objeto de la esperanza ...........................................................4 Esperanza cristiana e historia humana ............................................................5 Capítulo II. AMOR Y DESEO EN LA ESPERANZA CRISTIANA ................................6 Anhelo de Dios y esperanza cristiana ..............................................................6 Deseo, amor y gozo en la vida espiritual .........................................................6 Esperanza y vida de oración ...........................................................................6 Esperanza y vida afectiva ...............................................................................7 Capítulo III. ESPERANZA CRISTIANA Y CONFIANZA EN DIOS .............................8 La magnanimidad, manifestación de esperanza ...............................................8 Debilidad humana y omnipotencia de Dios ......................................................8 La esperanza, entre presunción y desesperación .............................................9 Capítulo IV. ESPERANZA CRISTIANA Y MISERICORDIA DIVINA ......................... 10 Libertad, falibilidad, pecado, redención ......................................................... 10 Amor, misericordia, esperanza, perdón ......................................................... 10 Sacramentalidad del perdón y esperanza ...................................................... 10 Capítulo V. El OBRAR Y EL SUFRIMIENTO, PRUEBAS PARA LA ESPERANZA ........ 11 Esperanza y dialéctica de la acción ............................................................... 11 La esperanza ante el dolor y el sufrimiento ................................................... 12 Capítulo VI. ESCATOLOGÍA Y ESPERANZA........................................................ 13 Consumación de la historia y Juicio .............................................................. 13 Gracia y justicia en el Juicio divino................................................................ 14 Vida presente y vida eterna ......................................................................... 15 1 INTRODUCCIÓN Toda decisión se toma en el presente, pero hace referencia al pasado y al futuro, que se anhela o se teme. El acto de decidir está ligado a la posibilidad de configurar el futuro, sobre todo cuando se trata de orientar la propia vida y alcanzar la felicidad. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino (SS, 1). Esperanza y sentido de la vida El pensamiento griego presentó la esperanza como una pasión, es decir, como un movimiento del apetito humano hacia un bien considerado como posible y arduo. Antropológicamente hablando, es más que una pasión, pues se trata de una realidad profundamente espiritual. Hesíodo, en Los trabajos y los días, cuenta el mito de Pandora: los dioses le regalan un gran frasco de arcilla con el encargo de no destaparlo nunca; la curiosidad le vence y lo abre, dejando escapar todos los males y los bienes allí encerrados. Pandora intenta sin éxito cerrar el frasco y sólo consigue mantener en su interior la esperanza… Con ello nos quiere transmitir que la vida está llena de bienes y de males, pero sólo es soportable si se mantiene la esperanza de alcanzar la felicidad. Kant, en su Lógica y otros escritos, se plantea cuatro preguntas: ¿Qué podemos conocer?, ¿cómo debemos obrar?, ¿qué podemos esperar? Quien pueda contestar a estas preguntas, sabrá responder a la cuarta pregunta: ¿Qué es el hombre? Según esto, el hombre es un ser que se hace verdaderamente hombre cuando conoce lo que debe conocer, sabe cómo debe actuar y espera lo que cabe esperar. Tanto Hesíodo como Kant, concluyen que la esperanza no hace referencia sólo a bienes concretos y relativos, sino al bien absoluto. Se pueden dar dos posibilidades: la del escepticismo, que muestra el deseo de absoluto como una ilusión engañosa (budismo por un lado y materialismo por otro) o la afirmación de que sí hay un sentido de la vida hacia un absoluto que la colma. Nos hiciste, Señor, para ser tuyos y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti (Agustín de Hipona, Las confesiones). Mientras uno no pone en Dios su esperanza, va desgastándose en deseos vanos. 2 Espera, expectativa, esperanza Cuando un enamorado “espera” ser correspondido en el amor, expresa una “esperanza” en sentido fuerte: Sabe que, por mucho que ponga de su parte, la respuesta depende de la persona amada. La esperanza de que la vida tenga algún sentido trascendente, sólo puede fundarse en Dios. Benedicto XVI, en la Spe salvi, hace referencia a menudo a las “pequeñas” o “múltiples” esperanzas y a la “gran” o “absoluta” esperanza: La vida tiene sentido, porque está sostenida por una esperanza absoluta. El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones. Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban «sin Dios» y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. «In nihilo ab nihilo quam cito recidimus» (en la nada, de la nada, qué pronto recaemos), dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería (SS, 2). El mensaje cristiano no es sólo “informativo”, acerca de una realidad sobrenatural, sino que es también “performativo”: impulsa a la acción, a la conversión, al cambio de vida (oración, frecuencia de Sacramentos, apostolado, lucha ascética, etc.). 3 Capítulo I. LA ESPERANZA CRISTIANA, ENTRE EL MÁS ALLÁ Y LA HISTORIA La esperanza, virtud del caminante Tanto Gabriel Marcel como Josef Pieper consideran la esperanza como la virtud del caminante (homo viator): Sabe a dónde va y por dónde ha de ir (no es sólo un anhelo afectivo, sino una virtud intelectiva y volitiva). El hombre no es un ser surgido de la nada o producto de una evolución material: es una persona creada por un Dios personal, con un destino eterno de correspondencia a ese Dios, que es Amor creador. La fe cristiana es revelación de un Dios personal que nos ama. La fe cristiana no hace referencia sólo a lo que acontecerá, sino también a lo ya acontecido, pero todavía no culminado. Cristo es la revelación viva del Amor divino, donde la esperanza cristiana haya su fundamento. La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una «prueba» de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro «todavía-no». El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras (SS, 7). La vida eterna, objeto de la esperanza Benedicto XVI, en esta Encíclica, quiere superar una visión de la esperanza que sólo se refiera a un futuro trascendente, sin implicaciones en la vida actual (la vida terrena tiene verdadera importancia, precisamente porque ahora nos jugamos la vida eterna). La vida eterna se incoa ya ahora, de un modo imperfecto y frágil, pero real (Cfr. Jn. 6: Quien come mi carne y bebe mi sangre “tiene” vida eterna). La vida eterna incoada es la vida de la gracia, participación de la vida trinitaria. La relación entre la vida de la gracia –vida eterna incoada- y la vida en el cielo es la misma que entre la semilla y el fruto. La esperanza cristiana, haciendo referencia a una relación de Amor entre Dios y su criatura, tiene también repercusiones colectivas e, incluso, cósmicas. El cristiano no sólo busca su propia salvación, sino también la de los demás. Por eso contempla el mundo como realidad creada por Dios –Cfr. Génesis: Y vio Dios que todo era muy bueno-, herida por el pecado y santificable (Cfr. San Josemaría: Amar al mundo apasionadamente). 4 Esperanza cristiana e historia humana Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento» (cf. Jn 13,1; 19,30) (SS, 27). La Ilustración ha fracasado, porque la ciencia no puede resolver todos los problemas y anhelos del ser humano: Ciertamente, la razón es el gran don de Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana. Pero ¿cuándo domina realmente la razón? ¿Acaso cuando se ha apartado de Dios? ¿Cuando se ha hecho ciega para Dios? La razón del poder y del hacer ¿es ya toda la razón? Si el progreso, para ser progreso, necesita el crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón del poder y del hacer debe ser integrada con la misma urgencia mediante la apertura de la razón a las fuerzas salvadoras de la fe, al discernimiento entre el bien y el mal. Sólo de este modo se convierte en una razón realmente humana. Sólo se vuelve humana si es capaz de indicar el camino a la voluntad, y esto sólo lo puede hacer si mira más allá de sí misma. En caso contrario, la situación del hombre, en el desequilibrio entre la capacidad material, por un lado, y la falta de juicio del corazón, por otro, se convierte en una amenaza para sí mismo y para la creación (SS, 23). La ciencia y la técnica deben tener unos criterios éticos para no convertirse en un proceso inhumano y destructivo (cultura de la muerte: aborto, eutanasia, clonación, experimentación y manipulación de embriones, etc.). Por otro lado, está el peligro del individualismo: La relación con Dios se establece a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros (cf. 1 Tm 2,6). Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser «para todos», hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para todos (SS, 28). 5 Capítulo II. AMOR Y DESEO EN LA ESPERANZA CRISTIANA Anhelo de Dios y esperanza cristiana En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 99). Las “esperanzas” temporales y la “esperanza” eterna no está yuxtapuestas, sino que están conectadas: La esperanza eterna debe informar todas las etapas de la existencia. El hambre y la sed de Dios aportan a la vida terrena ilusión, optimismo, alegría y sentido. Deseo, amor y gozo en la vida espiritual El deseo, el amor y el gozo hacen referencia al bien, a realidades que se estiman buenas y apetecibles. Desde un punto metafísico, la primacía está en el amor, pues el deseo presupone un bien que se ama y el gozo es el disfrute en la unión con el bien amado. Desde un punto de vista dinámico, la primacía está en el deseo, pues constituye la fuerza que empuja a gozar de la unión y, por tanto, a amar el bien cada vez más. Hay, por tanto, una circularidad entre estas disposiciones del ánimo. La vida cristiana crece en la medida en que el amor (a Dios), presente desde el principio en la vida de fe –aunque quizá sólo de modo incipiente-, provoca el deseo de Dios y, como consecuencia, incita a una respuesta viva y sentida a la invitación que de Dios procede (…). El cristiano crece como cristiano en la medida en que la esperanza toma posesión del alma y la incita hasta desembocar en un amor que no se apaga. Esperanza y vida de oración Los “lugares de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza” (Cfr. SS, 32 y ss), son: la oración, el actuar y el sufrir y, por último, la conciencia de un Juicio divino al concluir la vida y la historia. Es en la oración donde el cristiano se radica de forma viva y personal en la realidad afirmada por la fe, es decir, en la realidad de Dios y de su amor. San Agustín, al reflexionar sobre el acto de fe propone tres movimientos: Credere Deum (creer en Dios), credere Deo (creer a Dios) et credere in Deum (creer “hacia” Dios): En el cristiano, creer implica dirigir su ser y su vida hacia Dios. En la oración es donde la fe se hace fe plena y muestra su riqueza. 6 La meditación hace intervenir al pensamiento, la imaginación, la emoción y el deseo. Esta movilización es necesaria para profundizar en las convicciones de fe, suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo. La oración cristiana se aplica preferentemente a meditar "los misterios de Cristo", como en la "lectio divina" o en el Rosario. Esta forma de reflexión orante es de gran valor, pero la oración cristiana debe ir más lejos: hacia el conocimiento del amor del Señor Jesús, a la unión con Él (CEC, n. 2708). Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. «Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don]» (SS, 33). Esperanza y vida afectiva El hombre es capaz de ser atraído por diversos bienes, por eso ha establecer entre ellos una jerarquía y, como consecuencia de su limitación –y de las seducciones de la concupiscencia- tendrá que optar por unos y renunciar a otros: esto implica lucha. La virtud teologal de la esperanza nos lleva a desear a Dios sobre todas las cosas y se nos muestra como una luz que ilumina la jerarquía de bienes y el orden debido a los deseos. La esperanza orienta y purifica la vida afectiva: La virtud de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad (CEC, n. 1818). La mortificación cristiana tiene ahí su razón de ser. Oración, dominio de la vida afectiva y, por tanto, jerarquía de los sentimientos, y mortificación (…), se nos muestran como aspectos estrechamente unidos entre sí y con el crecimiento de la esperanza. 7 Capítulo III. ESPERANZA CRISTIANA Y CONFIANZA EN DIOS La magnanimidad, manifestación de esperanza La ambición es algo connatural al hombre: está hecho para acometer grandes proyectos. Pero esa pasión debe estar bien orientada hacia los bienes adecuados, objeto de la prudencia, y necesita de un empeño tenaz, fruto de la fortaleza. El hombre magnánimo sueña con grandes proyectos y persigue grandes ideales (Sólo vale la pena vivir por aquellos ideales que vale la pena morir, Tatiana Goricheva). En un contexto teológico, la virtud de la magnanimidad es llevada a su culminación. El cristiano es -debe ser- la persona más ambiciosa del universo: aspira a la santidad, a la unión con Dios, y a contribuir en el establecimiento del Reino de Dios en el mundo: tanto la santidad como la difusión del Evangelio por todo el mundo son ideales que podemos esperar de la bondad divina y de su gracia actuando en nosotros. Debilidad humana y omnipotencia de Dios La virtud teologal de la esperanza posee un doble objeto (…): a) Por una parte, orienta el corazón a Dios y a su Reino, haciendo que el deseo humano tenga como meta última y suprema a Dios mismo, en referencia al que puede, y debe, estructurar el conjunto de su vida afectiva, de modo que esté informada por el amor a Dios y, en Dios, a la realidad entera; b) Por otra parte, y simultáneamente, lleva a reconocer (…) la propia debilidad, no para disminuir el impulso, sino para potenciarlo, mediante una plena confianza, no en nosotros mismos, sino en Dios. La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo (CEC, n. 1817). Por eso es necesaria la oración de petición: confianza en el poder y la bondad divina, junto al abandono en la Voluntad de Dios (no oramos para que Él haga nuestra voluntad, sino para mostrarle nuestra indigencia y cumplir el precepto que Él mismo nos dio): Dios nos oye siempre, aunque no siempre atienda nuestras peticiones cuando y como las deseamos. 8 La esperanza, entre presunción y desesperación La presunción es confianza excesiva en uno mismo o en pretender obtener los objetivos sin poner los medios que Dios nos da adquirirlos: lleva al activismo y, una vez fracasado, a la amargura y al rencor. La desesperación es la actitud contraria: no se confía en Dios y en la eficacia de los medios que Él nos da: aboca a la tristeza y a la tibieza. Pieper considera que en ambos casos se adelanta el fin al presente, considerándolo como ya conseguido o como imposible de conseguir: en los dos casos se ha deformado la realidad. Desde el punto de vista espiritual, se ha deteriorado la relación con Dios: no se confía en su amor. Iacta super Dominum curam tuam et ipse te enutriet (Ps. 54, 23). El sentido profundo de que somos hijos de Dios es lo que hace al hombre de fe encararse con la realidad y estar dispuesto, con la ayuda de nuestro Padre Dios, a superar todas las dificultades externas e internas. 9 Capítulo IV. ESPERANZA CRISTIANA Y MISERICORDIA DIVINA Libertad, falibilidad, pecado, redención La libertad existe para un fin en cuya consecución encuentra sentido (…). Dicho en términos más precisos y concretos: la libertad existe para amar a Dios y a los demás, de modo que ya ahora de un modo incoado, y de modo pleno en la consumación de la historia, se instaure una comunidad que sea realmente filial y fraterna, una familia de seres que se reconocen como hermanos e hijos de Dios. Pero el hombre es falible y puede fracasar en la orientación de su libertad: puede dejarse llevar por la soberbia, la pereza o la sensualidad y llegar a ser egoísta, mediocre y malvado. Un uso de la libertad que suponga una ruptura o un deterioro en la relación de amor con Dios, llevará al pecado y a la tibieza. La tibieza supone una relajación del amor a Dios. El pecado es una auténtica y radical negación del amor a Dios: es decidir dejar de amar. Amor, misericordia, esperanza, perdón Después de la experiencia de los propios pecados y de los pecados ajenos, ¿es posible esperar la instauración del Reino de Cristo en el mundo? En primer lugar hay que considerar que la libertad humana, aunque está herida por el pecado original y los pecados personales, es capaz de sanación y de conversión. Más importante aún, es que el amor de Dios es misericordioso y se apiada de nuestras miserias. No sólo está dispuesto a perdonar, sino que anuncia su deseo de perdonar y lo ofrece a todo pecador, por grandes que sean sus pecados. De ahí la malicia del pecado de desesperación –pecado contra el Espíritu Santoque niega la posibilidad de alcanzar el perdón de Dios y, por el contrario, que el acercamiento a Dios, a pesar de la experiencia del pecado, constituya una de las manifestaciones más significativas de la virtud de la esperanza. Sacramentalidad del perdón y esperanza En el Sacramento de la Penitencia, el perdón ofrecido y concedido por Dios se hace significativo –“audible”- en el momento de la absolución impartida por el sacerdote “in nomine et in persona Christi”. Dios no se cansa de perdonar. Eso se manifiesta de modo tangible cuando el sacerdote absuelve una y otra vez al reincidente que acude una y otra vez a recibir el sacramento, dolido por su reincidencia y dispuesto a volver a luchar por amor al Padre Misericordioso. 10 Capítulo V. El OBRAR Y EL SUFRIMIENTO, PRUEBAS PARA LA ESPERANZA Recordamos cómo Benedicto XVI nos exponía en la Encíclica que los “lugares del aprendizaje y ejercicio de la esperanza” eran la oración, el obrar y el sufrir y la perspectiva del juicio divino”. Esperanza y dialéctica de la acción Es conocido que “el fin es lo primero en la intención y lo último en la ejecución”. También es sabido que el hombre pretende muchos fines que tienen entre ellos una jerarquización y que, al mismo tiempo, el hombre aspira a un fin supremo que unifica todos los otros fines y la vida entera. Como dice Maurice Blondel, en el fondo de todos los actos de voluntad que el hombre realiza hay una voluntad más profunda: la voluntad de no permanecer nunca inactivo y, por tanto, que la voluntad humana está abierta al infinito, que sólo puede saciar Dios. Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para el porvenir de nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro (SS, n.35). Sólo la esperanza basada en Dios, puede infundir, siempre y en todo momento, ánimo para actuar y proseguir. Si no es así, se cae en el fanatismo –que erige en absoluto una esperanza efímera- o en el escepticismo y en el nihilismo (budista, pensamiento débil, etc.). Gracias a la “gran esperanza” del amor misericordioso de Dios, el hombre puede esperar en una felicidad completa, en un reino de Dios que se manifestará en toda su plenitud al final de la historia, enderezando su obrar hacia esa meta, con serenidad, responsabilidad y alegría. La esperanza cristiana se basa en la fe y no en la experiencia inmediata, por eso mismo, el obrar y el sufrir son lugares de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza: 1) Porque el cristiano, como todo hombre, se puede proponer metas terrenas y “esperar” el éxito; pero sin olvidar nunca que ninguna de ellas es la meta definitiva. 2) Por otro lado, la experiencia de dificultades y de fracasos, no le ha de llevar a perder la esperanza “grande” de la meta definitiva. Por tanto, debe rechazar tanto la desesperación como la abulia. 11 La esperanza ante el dolor y el sufrimiento La vida del hombre sobre la tierra está llena de gozos y dolores. Los dolores nos escandalizan y nos mueven a la rebelión. La revelación cristiana nos enseña dos cosas: 1) Que el sufrimiento no pertenece al plan original de Dios, sino que ha sido introducido en el mundo por el pecado de origen: Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas (SS, n. 36). 2) El sufrimiento humano, que es purificador en este mundo, está destinado a desaparecer en la Parusía: Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito... Cristo ha descendido al «infierno» y así está cerca de quien ha sido arrojado allí, transformando por medio de Él las tinieblas en luz. El sufrimiento y los tormentos son terribles y casi insoportables. Sin embargo, ha surgido la estrella de la esperanza, el ancla del corazón llega hasta el trono de Dios. No se desata el mal en el hombre, sino que vence la luz: el sufrimiento –sin dejar de ser sufrimiento– se convierte a pesar de todo en canto de alabanza (SS, n. 37). En este mundo, herido por el pecado y redimido por Cristo, la capacidad de sufrir es un signo patente de la capacidad de amar y su garantía: Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo (SS, n.39). Cristo, sufriendo por nosotros, ha santificado el sufrimiento y lo ha convertido en medio y ocasión de unión con Él: No es el dolor de Cristo el que nos redime, sino el Amor de Cristo hasta el extremo del dolor; igualmente, no es nuestro dolor el que nos salva, sino el amor que nos hace aceptar el dolor. Son estas las razones por las que el sufrimiento constituye en momento fundamental –un “lugar”, dice Benedicto XVI en la Encíclica- del aprendizaje y del ejercicio de la esperanza. 12 Capítulo VI. ESCATOLOGÍA Y ESPERANZA Consumación de la historia y Juicio Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado sólo hacia atrás ni sólo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo (SS, n. 41). Para Hegel, uno de los representantes del pensamiento racionalista, no hay Juicio: la Historia se juzga a sí misma. Auguste Comte, con un planteamiento más cientificista, decía algo parecido: la Historia conduce por sí misma a la plenitud. Ambas posturas son propias del inmanentismo, negador de toda trascendencia. Horkheimer y Adorno denuncian los males de una ciencia sin ética. Benedicto XVI dice que hay que reconocer tres verdades de las que depende la solución correcta: la inmortalidad del alma, la resurrección y la absoluta trascendencia de Dios. Dios juzga la Historia y la juzga a partir del amor. El juicio divino manifiesta el fundamento de la esperanza, provocando sentimientos de confianza y de alegría; al mismo tiempo, es una llamada a la responsabilidad. En la configuración de los edificios sagrados cristianos, que quería hacer visible la amplitud histórica y cósmica de la fe en Cristo, se hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que vuelve como rey –imagen de la esperanza–, mientras en el lado occidental estaba el Juicio final como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida, una representación que miraba y acompañaba a los fieles justamente en su retorno a lo cotidiano (SS, n. 41). En la vida de un cristiano, esperanza y responsabilidad deben ir de la mano. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad (SS, n. 44). 13 Gracia y justicia en el Juicio divino El Dios cristiano es un Dios Misericordioso, pero no un “dios” bonachón, que renuncia a poner a los hombres frente a sus propias responsabilidades: El Amor busca el bien, la felicidad del amado, pero, a la vez, quema: se da del todo y pide todo. Es un juicio sobre cada persona y sobre la Humanidad en su conjunto. Sobre la Historia. Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor (SS, n. 44). La justicia de Dios es misericordiosa –y la misericordia divina es justísima-, por lo que hay esperanza de alcanzar el perdón y ser renovados por la gracia. El hombre no puede autoperdonarse, sino que ha de pedir perdón a Dios, al que ha ofendido con su pecado. Pero, al mismo tiempo, el perdón que Dios ofrece sólo produce su fruto cuando es acogido (decía San Basilio que, si uno se condena, no será por los pecados cometidos, sino por rechazar el perdón que Dios le ofrece). C. S. Lewis plantea la pregunta de una mujer, a la que habían asesinado a su hijo: -Si Dios me lleva al Cielo y allí me encuentro al asesino de mi hijo, ¿podré amarlo? -Sí. Porque no te encontrarás con el “asesino”, sino con un hombre distinto, transformado por el arrepentimiento. La gracia transforma radicalmente al pecador (en esto nos distanciamos los católicos de los luteranos). Ante el Juicio, se pueden dar tres situaciones: 1) Personas llenas de odio y de mentira, que han rechazado el amor a Dios y al prójimo: En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno (SS, n. 45). 2) Personas llenas de amor y de entrega al prójimo, que han purificado ese amor de toda pereza y egoísmo: son las que van directamente al Cielo, donde reina el Amor. 3) Personas que mantienen un deseo de amor a Dios y al prójimo, pero que necesitan purificación: Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para 14 llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios (SS, n. 47). Vida presente y vida eterna La vida en esta tierra no es una farsa, es una realidad llena de posibilidades y de riesgos. Hay libertad. Hay responsabilidad. Hay gracia. Hay pruebas. Hay tentaciones. Hay posibilidad de recomenzar una y mil veces, por la Misericordia de un Dios que nos ama. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es «realmente» vida (SS, n. 31) La vida eterna, la plenitud a la que estamos convocados, se alcanzará por entero al final de la historia, pero ya está presente hoy y ahora, en el acontecer de la historia. La vida de la que Cristo vive es la vida de Dios. De esa vida estamos llamados a participar; más aún, participamos de ella en virtud de la gracia. La vida plena y eterna no es únicamente objeto de promesa, sino don ya otorgado. Y esta realidad debe empapar todo nuestro obrar, incitándonos a vivir con la actitud de quien no sólo sabe que, si permanece fiel al don divino, podrá llegar a la completa unión con Dios, sino de quien sabe que también ahora, en todos y cada uno de los instantes del acontecer está en la presencia de un Dios que le ama, y con el que puede entrar en comunión si abre las puertas de su corazón. 15