ASPECTOS GENERALES El periodo que se inicia en 1875 está presidido por la restauración de la monarquía, y más en concreto de la dinastía borbónica. Con ella vuelven también algunas de las características que habían presidido la etapa anterior al Sexenio democrático, sobre todo en lo que respecta al dominio político real de una elite constituida por los dirigentes de los grandes partidos, ahora llamados conservador y liberal, y que son los herederos de los viejos grupos moderados y progresistas. Hasta 1902, año del inicio del reinado de Alfonso XIII, transcurre un alarga época presidida por la Constitución de 1876 y su funcionamiento adulterado por la manipulación electoral y el caciquismo, una etapa que se verá duramente alterada, en su monótono discurrir, por la sacudida de la guerra de Cuba y el desastre de 1898. El cuarto de siglo que conocemos como época de la Restauración coincide en el tiempo con el predominio, en la política europea, del sistema de alianzas organizado por el canciller Bismarck, que colocó al Imperio alemán en la primera plana de la diplomacia internacional. España pasó desde una política de neutralidad a un acercamiento a la alianza alemana que, no obstante, no implicó un compromiso firme que, por otro lado, la debilidad económica y militar del país no exigía. Desde otro punto de vista, en los años ochenta Inglaterra, Francia y Alemania inician una carrera imperialista para hacerse con el control de los territorios coloniales de Asia y África, reparto que se prefigura en el Congreso de Berlín en 1885, pero que se terminará de concretar en la década final del siglo, momento en que otras potencias, como Rusia, Estados Unidos, Italia o Japón se suman – o lo intentan, según los casos- a dicho reparto. Ese auge del imperialismo coincide con la expansión económica que suscitan los albores de la llamada segunda revolución industrial, el impulso productivo se desencadenó de la mano de la electricidad, la industria química y, ya en el siglo XX, la aparición del motor de explosión. Y es también paralelo a un crecimiento sustancial del movimiento obrero a través de las dos tendencias, socialismo y anarquismo, y que tuvo como hitos la fundación, en 1889, de la I Internacional, y el establecimiento del 1º de mayo como Fiesta del Trabajo y de reivindicación de la jornada de ocho horas. El retorno de los Borbones Tras el golpe del general Pavía y la disolución de las Cortes, en enero de 1874, se estableció un régimen militar bajo la presidencia del general Serrano. Sin un proyecto político claro, Serrano confundió su papel, en teoría el de jefe de un Estado aún republicano, con el de una dictadura personal. Formó un gobierno compuesto por demócratas radicales y militares, que concentró todo su esfuerzo en sofocar los últimos focos cantonalistas, hacer frente a los carlistas en el Norte y volver a establecer el orden y el control del país desde el poder central. Se fueron eliminando los últimos reductos de oposición republicana, mientras los grupos burgueses y las clases medias se iban incorporando paulatinamente a la causa alfonsina, representada ya oficialmente por Antonio Cánovas del Castillo. El gobierno de Serrano movilizó nuevos contingentes para el ejército y aumentó los impuestos, con lo que pudo detener el avance de los ejércitos carlistas. Pero a finales de año su posición era ya frágil. La propaganda hábilmente dirigida por Cánovas en favor de la dinastía borbónica, cuya cabeza era desde 1870 el hijo de Isabel II, Alfonso XII, a la sazón de 17 años de edad, había calado en el seno del Ejército y entre los sectores más influyentes de la clase dirigente. El 1 de diciembre el futuro Alfonso XII firmaba el Manifiesto de Sandhurst, en el que garantizaba una monarquía dialogante, constitucional y buena parte de los progresos políticos recogidos en el Sexenio. Cánovas preparaba así la vuelta a la Monarquía de manera pacífica y sin intervención militar. Pero los generales monárquicos Martínez Campos y Jovellar se le adelantaron y se pronunciaron el 29 de diciembre en Sagunto El gobierno no opuso resistencia y, ante los hechos consumados, aunque disgustado por el procedimiento, Cánovas formó un gabinete de regencia el día 31 y comunicó a Alfonso XII, entonces en París, su proclamación como Rey. El 9 de enero el propio Monarca, a su llegada a España, ratificó su confianza en Cánovas, quien, en los meses siguientes, emprendió una acción de gobierno encaminada a conseguir tres objetivos: la adaptación del régimen a la realidad política y la eliminación de las decisiones más radicales del Sexenio; la gestación de una nueva Constitución acorde con los principios antes indicados; y la pacificación, afrontando las dos guerras abiertas, en el Norte y en Cuba. Entre las primeras medidas del gobierno Cánovas, hay que destacar la sustitución de gobernadores civiles, presidentes de Diputación y alcaldes por hombres afines a la Corona. Se restituyó en sus empleos, nombramientos y grados a militares y funcionarios que los habían perdido en el Sexenio, y se condecoró a los jefes y servidores de la causa alfonsina. Se decretó el cierre de numerosos periódicos, en especial de tendencia demócrata y republicana, y se dieron órdenes estrictas a los gobiernos civiles para el mantenimiento a ultranza del orden público y el control de los elementos de la oposición. También se aprobaron nuevos procedimientos y tribunales para los delitos de imprenta. Se eliminaron el matrimonio civil -restaurando la exclusiva validez del eclesiástico, los juicios por jurado y las vistas orales públicas. Se restableció en su integridad el Concordato, con la devolución a la Iglesia los pocos bienes aún no vendidos y la garantía de las aportaciones del Estado a la Iglesia católica. Como puede verse, se trataba de una vuelta al pasado, pero como Cánovas tampoco quería romper los puentes con la revolución de 1868, la aplicación de las medidas represivas fue selectiva y, en general, suave. Además, se dictó una amplia amnistía y se mantuvo el contacto con los líderes progresistas y demócratas para conseguir que aceptaran la Monarquía y se sumaran al nuevo proyecto constitucional. La CONSTITUCION de 1876 y el fin de las guerras carlista y cubana La gestación de la Constitución se inicia ya en 1875 al margen de las Cortes. Una asamblea de ex senadores y ex diputados monárquicos, elegidos por el propio Cánovas, encargó en mayo la elaboración de un borrador a una comisión encabezada por Manuel Alonso Martínez (1827-18911 fue un eminente jurista y experto en legislación que inició su carrera política en 1855 como ministro de Fomento. Apartado de la política durante el Sexenio, en 1876 encabezó la comisión que elaboró el texto constitucional. Más tarde fue ministro en los gobiernos de Sagasta, y participe en la redacción de algunas de las más importantes leyes de la época, como la del jurado o el Código de Comercio. También fue presidente del Congreso de Diputados) Ni que decir tiene que el texto recogía el proyecto político de Cánovas; de hecho, la reunión de notables fue el origen del Partido Liberal Conservador, inspirado por él mismo. En diciembre se convocaron elecciones a Cortes Constituyentes. Por sufragio universal, tal como establecía la carta vigente de 1869, en Un nuevo intento de respetar al máximo la legalidad. En la práctica, sin embargo, las elecciones fueron ya manipuladas desde el Ministerio de la Gobernación por el ministro Romero Robledo, para asegurar una amplia mayoría canovistas e inaugurar así lo que seria la práctica electoral típica de la Restauración. Con una elevadísima abstención, superior al 45%, 331 de los 391 diputados elegidos eran gubernamentales. No es extraño que el texto presentado por Cánovas fuera aprobado sin grandes cambios. El camino hacia la pacificación se consolida en 1875 con el aumento del esfuerzo militar en el Norte, que permite primero la caída de la zona carlista catalana y, a lo largo de 1875, el estrechamiento del cerco del núcleo navarro y vasco, hasta concluir con su rendición en marzo de 1876 (Manifiesto de Somorrostro). El carlismo había sido derrotado, pero los problemas que estaban a él asociados no habían sido resueltos. En especial permanecían los relacionados con los sentimientos regionalistas, sobre todo los de los vascos, cuyos Fueros quedaron abolidos. Y tampoco desapareció el sentimiento religioso ultraconservador y tradicionalista, que agrupaba sectores para los que el régimen de la Restauración aún no había demostrado ser legítimo defensor de la religión católica. De hecho, el carlismo siguió vivo, debatiéndose entre quienes defendían alinearse definitivamente con la Corona- caso de Cabrera, desde su exilio en Londres- y quienes, en nombre de un catolicismo reaccionario, se mantuvieron en una oposición de ultraderecha. El final de la guerra carlista permitió enviar tropas a Cuba, donde la pacificación se consiguió a lo largo de los dos años siguientes mediante la combinación de la eficacia militar, bajo el mando de los generales Jovellar y Martínez - Campos, y de la negociación. Las promesas de tímidas reformas y de un régimen de mayor autonomía contentaron a la burguesía cubana y al gobierno estadounidense, defensor diplomático de los rebeldes. La paz de Zanjón puso fin a la guerra en febrero de 1878; incluía una amplia amnistía, la libertad de los esclavos de origen asiático y promesas sobre una serie de reformas legales cuyo incumplimiento posterior estará en el origen de la guerra definitiva de 1895. Los fundamentos políticos de la Restauración Antonio Cánovas es el hombre clave de la Restauración borbónica. Jefe de la causa alfonsina desde 1873, fue quien diseñó toda la estrategia para devolver a los Borbones la Corona y, una vez conseguido su objetivo, organizar el nuevo sistema político. Para Cánovas, historiador profundamente convencido de las raíces históricas de la Monarquía y de las Cortes, el régimen político debía cumplir dos objetivos. En primer lugar, asentar firmemente la Monarquía como forma del Estado, fuera de toda discusión y por encima de las leyes e incluso de la Constitución. Para él, la Monarquía era consustancial a la historia de España y formaba el pilar básico en que se asentaba el país; debía recuperar, por tanto, el prestigio perdido durante el reinado de Isabel II. Pensaba en una Monarquía que compartiera la soberanía con las Cortes, que dispusiera de amplias competencias y, sobre todo, que desempeñara un papel protagonista en la vida política. En segundo lugar, el marco constitucional debía fundarse en una filosofía política ecléctica. Se trataba de crear un sistema que fuera igualmente válido para los antiguos moderados, unionistas, progresistas y demócratas, con la sola condición de que aceptaran la Monarquía y la alternancia en el gobierno. Quería conseguir una Constitución que durase, que permitiera gobernar a partidos distintos y que acabara con el pronunciamiento como vía para la toma del poder. Este último aspecto preocupaba especialmente al dirigente conservador. El Ejército debía volver a los cuarteles y cumplir su misión constitucional. Para ello, había que garantizar el mantenimiento del orden social, así como la posibilidad de acceso pacífico al gobierno, a través del sufragio, para todos los partidos integrados en el sistema. Las generales debían abandonar la vida política, y de hecho lo consiguió, aunque al principio tuviera que rodearse de militares, ante la situación de guerra en el Norte y en Cuba. Fue decisivo el papel ejercido por Alfonso XII, un Rey-soldado con formación militar, capacidad de mando y excelente imagen desde su llegada al país: diez días desde (1838-1906) fue primero miembro de la Unión Liberal y más tarde ministro de Gobernación en varios de los gobiernos de Cánovas; tras morir éste aspiró sin éxito a la jefatura del partido. Mantuvo dentro del mismo su propio grupo, el romerista, enfrentado abiertamente a los partidarios de Silvela. Pero sin duda su faceta más conocida fue el control que realizó desde su ministerio de los sucesivos procesos electorales, convertido en el gran manipulador del voto para su partido pues visitó el frente del Norte, pasó revista a las tropas y ordenó una triple ofensiva. Su actitud le ganó el apoyo de los cuarteles y permitió a Cánovas edificar una sistema político exclusivamente civil, ajeno a la actuación del Ejército. El régimen de la Restauración tuvo un marcado tinte conservador; tanto en el terreno de la política como, sobre todo, en materia social y económica. De hecho, la práctica política fue más conservadora que la propia Constitución. Las razones de ese conservadurismo están en la misma raíz de la Restauración, puesto que, como señala el profesor Jover, tres fueron los motores del cambio: los monárquicos alfonsinos, los hombres de negocios y los mandos militares. Todos ellos compartían unos intereses y una visión comunes: la defensa del orden social y de la propiedad, la Monarquía como garantía de estabilidad, la identificación de la República con la anarquía y la subversión, y la de la unidad de la patria con el mantenimiento de las colonias. A raíz de los agitados años del Sexenio, las clases dirigentes se unieron en torno al partido alfonsino: la vieja nobleza, los terratenientes, los financieros, los propietarios de las plantaciones coloniales, la burguesía industrial y comercial, los profesionales urbanos de prestigio, las altas jerarquías de la Iglesia, del Ejército y de la Administración. Comprendían que no se podía repetir el esquema isabelino, y que eran precisos cambios en las formas para que en el fondo el sistema político siguiera garantizando el mantenimiento del orden social. Esa visión de la política era compartida también en las ciudades y en el campo por las clases medias, que identificaron los años del Sexenio con la crisis económica, la anarquía y el miedo a las revueltas y a los movimientos obreros. Por eso, aunque esas clases no participaron de hecho en la vida política, el nuevo régimen gozó de un amplio respaldo. La elevada abstención, ya desde las primeras elecciones, era el resultado de la aceptación tácita del nuevo rumbo y del cansancio del país tras el fracaso de los diferentes ensayos de los años anteriores. Un cansancio que, unido a la represión y a la restricción de las libertades, explica también la desmovilización de las asociaciones obreras y de los campesinos en la segunda mitad dé los años setenta. El rodaje del sistema: la evolución -política hasta 1885 El funcionamiento del régimen, tal como Cánovas lo preveía se basaba en la existencia de unos partidos de talante liberal que aceptaran las reglas establecidas por la Constitución. En su proyecto, para evitar la atomización parlamentaria y garantizar las mayorías, lo ideal era que hubiese dos partidos: un conservador, el suyo, y otro más liberal que le diera réplica, según el modelo de bipartidismo británico admirado por él. Ambos debían aceptar turnarse pacíficamente, cediendo él poder cuando perdieran la confianza regia y parlamentaria, y respetando la obra legislativa de sus antecesores. En la práctica, la segunda mitad de los años setenta se desarrolló bajo el dominio del Partido Conservador canovista en exclusiva, ante la división de la oposición y el recelo de sus líderes. El Partido Conservador se gestó a partir de la asamblea de notables que preparó el texto constitucional, y se consolidó en el ejercicio del gobierno durante los cinco años siguientes, a la espera de que surgiera una alternativa. Su programa, basado en la defensa del orden social, de la Monarquía y de la propiedad, era reflejo del pensamiento del propio Cánovas, expresado en sus discursos parlamentarios, conferencias en el Ateneo y artículos de prensa, sobre todo en la "Época”, el más importante periódico conservador. La acción de gobierno de Cánovas durante los años que van de 1876 a 1880 estuvo marcada por las reformas administrativas y por medidas que reforzaron el control del Estado sobre el ejercicio de los derechos fijados en la Constitución. La abolición de los fueros vascos obedecía, más que al apoyo prestado al carlismo, a la propia convicción de Cánovas de la necesidad de uniformizar legalmente el país. Las provincias vascas quedaban obligadas a contribuir con contingentes al servicio militar y a pagar contribuciones, aunque se establecieron conciertos económicos especiales. En la misma línea de control se explica el establecimiento de la censura previa de prensa, en febrero de 1876, y la ley de Imprenta de enero de 1879. Se consideraba delito cualquier ataque o crítica a la Monarquía o al sistema político y social, por leve que fuera. La actuación del Ministro de Gobernación, Romero Robledo, fue muy restrictiva, con cierres continuos de periódicos de la oposición. Por su parte, el Ministro de Fomento, Orovio, fiscalizó la enseñanza universitaria y provocó la expulsión o el abandono de sus puestos de profesores de la Universidad y de Secundaria, en protesta por la restricción de la libertad de cátedra. Sonada fue, por ejemplo, la dimisión de Emilio Castelar. El gobierno conservador reguló la elección de Municipios y Diputaciones por ley de diciembre de 1876, y estableció el nombramiento real para alcaldes de ciudades de más de 30.000 habitantes, al tiempo que daba a los Gobernadores Civiles la potestad de aprobar los presupuestos de los Ayuntamientos. La ley electoral de 1878 estableció un sufragio censitario muy restrictivo, hasta el punto de que las condiciones exigidas para votar reducían el censo -electoral -a- unos 850.000 españoles, apenas un 5% de la población. Quedaron sometidas a la interpretación del gobierno las libertades de reunión y asociación. La primera sólo fue regulada en 1880 y la segunda en 1887, ya bajo gobierno liberal. Sólo los partidos llamados dinásticos, es decir, los que se comprometían a aceptar la Monarquía y la Constitución, estaban autorizados a actuar. Sindicatos y asociaciones obreras operaban en la clandestinidad, puesto que habían sido prohibidos en 1874. La boda de Alfonso XII y Maria de las des de reunión y asociación, la primera sólo fue regulada en 1880 y la Mercedes, en 1876, suscitó una oleada Cánovas, no obstante, necesitaba incorporar al régimen a los grupos políticos y personajes procedentes del Sexenio que pudieran constituir un partido alternativo al suyo, lo que era fundamental para la consolidación del sistema. El grupo más proclive a aceptar la Monarquía era el de los sagastinos o Partido Constitucional, formado durante el reinado de Amadeo de Saboya por ser progresistas y ex miembros de la Unión Liberal este grupo, en la oposición durante la I república, había sido el principal apoyo del gobierno de Serrano en 1874, con su líder Práxedes Mateo Sagasta al frente. Tras la restauración los constitucionales pasaron a una oposición moderada; rehusaron en principio aceptar las restricciones de las libertades, y se escindieron incluso para volver a unificarse en 1878. . Poco a poco se impuso la tesis de apoyar la Monarquía y aceptar la Constitución, como «oposición liberal dinástica», proceso que hizo converger hacia el Partido Constitucional a otros grupos a su derecha e izquierda, con dirigentes como Alonso Martínez o el mismo general Martínez Campos, hasta que en mayo de 1880 se unificaron en el Partido Fusionista, futuro Partido liberal, que se convirtió en la alternativa a los Conservadores. En febrero de 1881, los liberales formaron gobierno por vez primera y comenzó la alternancia que caracterizó al régimen, una alternancia política que duró más de cuarenta años, hasta desembocar en la crisis del sistema en 1923. En esa primera etapa de gobierno la orientación liberal fue bastante tímida. El Partido aún no estaba demasiado cohesionado, y existía el temor de que una apertura excesiva pudiera alarmar a los grupos sociales dominantes. El gabinete de Sagasta tomó medidas para terminar con las restricciones de la libertad de expresión: limitó las denuncias por delitos de imprenta, devolvió sus cátedras a los profesores represaliados y permitió que las asociaciones obreras y republicanas volvieran a actuar con libertad, al tiempo que se amnistiaba a los dirigentes republicanos Pero no se atrevió, por contra, a restituir el juicio por jurados o a restablecer el sufragio universal, como se le reclamaba desde su izquierda. Esa timidez, unida a la recesión económica de 1882 a 1884, ocasionó disturbios y pro-testas, como la huelga de tipógrafos madrileños, auspiciada ya por el recién fundado Partido Socialista, los oscuros sucesos de La Mano Negra en el campo andaluz, o el intento de pronunciamiento republicano de 1883. El gobierno de Sagasta reaccionó con dureza: reprimió las protestas populares y procesó a los golpistas, para los que solicitó penas de muerte y exi1io. Pero era demasiado tarde. El Rey, ante la debilidad del gabinete, encargó formar nuevo gobierno a Cánovas y los conservadores volvieron al poder en enero de 1884. El gobierno canovista apenas tuvo tiempo de modificar las pautas liberales. Volvió a ejercer su férreo control de la prensa, y se enfrentó a nuevos conatos de sublevación republicana y a la oposición de la Universidad, por lo que decidió el cierre de la de Madrid al comienzo del curso 18841885. La regencia de María Cristina: el llamado pacto del Pardo y el funcionamiento del caciquismo y de la maquinaria electoral A la altura de 1885 era ya evidente que el funcionamiento constitucional experimentaba una clara adulteración. Los gobiernos no cambiaban porque tuvieran o les faltara el apoyo de las Cámaras, sino más bien al contrario. Cuando un partido experimentaba el desgaste de su gestión, o sencillamente cuando 1os líderes políticos consideraban necesario un relevo en el disfrute del poder, se sugería a la Corona el nombramiento de un nuevo gobierno. El nuevo Presidente era siempre el líder del partido hasta entonces en la oposición, y recibía junto con su nombramiento el decreto de disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones. Entonces actuaba su Ministro de Gobernación, que fabricaba los resultados electorales desde el llamado encasillado del Ministerio, adjudicando escaños a partidarios o adversarios en función de los acuerdos que se pactaban en la cúspide de los partidos. Manipular las elecciones a través de la extensa red de caciques y autoridades repartida por todo el país era bien sencillo, y el resultado daba, invariablemente, una holgada mayoría al partido gobernante, que podía actuar así sin dificultad. Este falseamiento electoral funcionó sin grandes problemas durante los primeros veinticinco años de la Restauración, pero a partir de la década final del siglo comenzó a resquebrajarse, con el establecimiento del sufragio universal, la difusión de la prensa y el surgimiento de partidos ajenos al turno, como se llamó a la monótona alternancia de conservadores y liberales. En noviembre de 1885 murió Alfonso XII. Quedó como regente su segunda esposa, Maria Cristina, embarazada por tercera vez y con dos hijas menores de edad. El que fuera una extranjera sin experiencia política sembraba serias dudas sobre su actitud, y además estaba la incertidumbre sobre un posible heredero (meses después nacería el futuro Alfonso XIII). Esa situación llevó a los dos líderes, Cánovas y Sagasta, a establecer un acuerdo: se comprometieron a apoyar la regencia, a facilitar el relevo en el gobierno cuando éste perdiera prestigio y apoyos en la opinión pública, y a no echar abajo la legislación que cada uno de los aprobara en el ejercicio del poder este acuerdo, que ha pasado a la historia como el pacto del Pardo , fue decisivo para garantizar la estabilidad del régimen bajo la larga regencia: ambos partidos lo cumplieron y facilitaron una alternativa regular y pacifica que permitió al sistema superar con éxito la prueba de fuego de la muerte del Rey. Además María Cristina de Habsburgo demostró una gran prudencia política, al respetar escrupulosamente las decisiones de los gobiernos en los 16 años en que desempeñó regencia. Sagasta formó de nuevo gobierno en noviembre de 1885, y su Partido obtuvo una holgada mayoría en las elecciones, gracias una vez más a la manipulación electoral dirigida desde Gobernación por Posada Herrera. El llamado Parlamento Largo (fue el único de la Restauración que duró casi hasta el límite fijado en la Constitución), incluyó una amplia legislación en la que, ahora si, el gobierno de Sagasta llevó a cabo una reforma mayor del sistema político, hasta darle su fisonomía característica. Entre los cambios de aquellos años destaca la libertad de imprenta, mediante la ley de julio de 1883. Dio lugar a una atmósfera de mayor libertad de expresión, siempre con el límite del no cuestionamiento de la Monarquía, pero que, unida a la libertad de cátedra, permitió un importante florecimiento intelectual en los años siguientes. la prensa española de fin de siglo fue una de las más avanzadas y libres de Europa, aunque su repercusión sobre la opinión pública fuera 1imtada a causa del analfabetismo de la mayoría de la población y del control que los caciques ejercían sobre la vida local. La libertad de asociación fue restablecida mediante la ley de junio 1887, que fue decisiva para permitir el desarrollo y expansión del movimiento obrero. También se aprobó en 1889 el Código Civil, de ya larga elaboración, que venía a consagrar legalmente un orden social basado en la primacía absoluta de la propiedad como derecho individual. Se restableció igualmente él juicio por jurados, vieja conquista del Sexenio, mediante la ley de abril de 1888. Pero, sobre todo, al gobierno liberal se debió el restablecimiento definitivo del sufragio universal por la ley electoral de 1890, tras fuertes discusiones en las Cortes, y con la oposición de Cánovas. El derecho al voto se ampliaba a todos los varones mayores de 25 años. A pesar de todo, no se debe exagerar la importancia de la apertura del régimen. Sí es cierto que hubo mayor libertad de opinión, de reunión y de asociación, pero la conquista más importante, el sufragio universal, que hubiera debido significar el acceso a la vida política del conjunto del país, quedaba totalmente desvirtuada por la manipulación electoral. Las primeras elecciones por sufragio universal, en 1890, dieron la victoria al gobierno recién formado por Cánovas, sin que variara lo más mínimo el fraude. A su corta etapa de gobierno correspondió la adopción de las medidas económicas encaminadas a modificar el sistema monetario y, sobre todo, la adopción de una política proteccionista a través de la ley del arancel de 1891. Todo ello en pleno auge del movimiento obrero, y con el despertar de corrientes nacionalistas en Cataluña, Valencia y el País Vasco como telón de fondo. En diciembre de 1892 Sagasta formó gobierno y volvió a ganar «sus» elecciones, aunque con la sorpresa del acceso a las Cortes de un grupo republicano significativo, que incluso ganó en Madrid. Lo más destacado del mandato liberal fue el proyecto de reforma para la administración y gobierno de Cuba que intentó hacer aprobar el joven Ministro de Ultramar, Antonio Maura, pero que tropezó con la oposición cerrada de los intereses indianos, por lo que acabó retirándolo y dimitiendo en marzo de 1894. Precisamente en ese momento se estaba gestando ya la insurrección cubana, que estalló en febrero de 1895. En marzo, ante la gravedad de la situación, Cánovas fue llamado a formar gobierno. Toda la trayectoria de este gobierno conservador estuvo marcada por la guerra de Cuba y por los intentos fallidos, primero mediante la negociación y luego a través de las armas, de dominar la isla.