El padre es el rey. Las intrigas en el “cuarto del príncipe” en el siglo

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El padre es el rey. Las intrigas en el “cuarto del príncipe” en el siglo XVIII
José Luis Gómez Urdáñez
En el Antiguo Régimen, el rey apenas ejerce como padre de familia …pero no
puede olvidar que es también …el jefe de toda la familia. La prole es educada con
escasa presencia de la real pareja (o del rey solo, en el caso del viudo Carlos III); los
príncipes se encomiendan a los ayos y ayas y, cuando son mayores, se les crea su propia
pequeña corte, con confesor, preceptores y gentileshombres de confianza. Pero en la
domus regia se hace política y uno de los espacios más utilizados por la oposición fue el
“cuarto del príncipe”, corto espacio de intimidad del joven heredero al margen de la
vigilancia del padre-rey, que sin embargo, acababa enterándose y reaccionando ante las
posibles veleidades políticas de los que intentaban influir valiéndose de él: un poder
aplazado, pero seguro. El ejemplo más didáctico para poner de relieve esta especial
relación política padre/rey –hijo/príncipe es el del futuro Carlos IV dejándose utilizar
por el conde de Aranda, reprendido por su padre Carlos III -antes padre que rey- cuando
conoció los hechos. El caso contrario –rey antes que padre- es el del príncipe Fernando,
futuro Fernando VII, descubierto en su cuarto por su padre Carlos IV cuando conspiraba
contra él, lo que dio lugar al proceso del Escorial y posteriormente, al golpe de estado
de Aranjuez. En cuanto a la agitación contra Felipe V en el cuarto del heredero
Fernando, futuro Fernando VI, la solución contra el partido fernandino tuvo que
aportarla la madrastra, Isabel Farnesio, ante la enfermedad mental del rey. Estos son los
casos más relevantes del siglo ilustrado, pero la combinatoria ante el azar natural de la
procreación y el emparentamiento provocaba todo tipo de situaciones …políticas. Pues
el rey era el pater familias y, además, el padre de sus súbditos; es decir, el que
encarnaba el orden social y, por consiguiente, el orden político1.
1
Escudero, J. A., El Rey: historia de la Monarquía, Madrid, 2008. Un ejemplo de la proliferación de
estudios sobre la corte, Martínez Millán, J, Rivero Rodríguez, M y Versteegen, G. (coords.), La Corte en
Europa: Política y Religión (siglos XVI y XVIII), Madrid, 2012, 3 vols.
La sangre real
La paternidad no es una condición natural obligatoria, pero el sistema
monárquico, bajo cualquier régimen, mantiene un código atemporal que, en la práctica,
la convierte en el objetivo prioritario e ineludible. Se podrá argumentar que es lo mismo
para la nobleza y que, en el fondo, fue siempre un instrumento de mantenimiento del
orden social fundado en las herencias de atávicas sociedades patrilineales. Sí, pero en el
orden monárquico, la falta de herederos no sólo es un problema para la continuidad de
la familia reinante, sino generalmente, un desencadenante de inestabilidad política que
puede acabar incluso en guerra abierta: las de la Sucesión española con Felipe V, o las
de Austria en el caso de María Teresa, por citar ejemplos del siglo XVIII. Así pues,
asegurar la sucesión era asegurar el orden político –una más de las confusiones entre
Monarquía y Estado que propició el absolutismo- y para ello debía ponerse en marcha
toda una maquinaria diplomática –una parte del Estado también confundida con la
Domus Regia- aún antes de acordar los matrimonios entre las familias de sangre real,
que era la fórmula obligada en el Antiguo Régimen (hoy en desuso en la práctica, pues
en Europa, los vástagos de familias reales se casan con plebeyas). No por tópico es
menos didáctico el pasquín “Si parís, parís a España, si no parís, …¡a París!” con el que
se advertía de su primera obligación a la joven Mariana de Neoburgo –en cuya familia
las hembras venían demostrado de antiguo ser prolíficas-, aún a sabiendas de que le iba
a resultar muy difícil de cumplir con un compañero de cama como Carlos II. En el otro
extremo se situaría la intensa actividad de las tres grandes reinas procreadoras del siglo:
Isabel Farnesio, María Amalia de Sajonia y María Luisa de Parma (ésta última tuvo 13
partos y unos diez abortos). Destacaremos entre ellas a Isabel, la que se empleó más a
fondo en el siguiente acto político inherente a la maternidad: colocar a los hijos. Isabel
Farnesio, que fue llamada “la casamentera de Europa” por su tenacidad en buscar tronos
para sus hijos e hijas, lo logró admirablemente: una reina de Portugal, una delfina de
Francia (malograda por su temprana muerte), un príncipe de Parma, incluso un rey de
España, pues los hijos de María Luisa Gabriela de Saboya no llegaron a procrear y así
fue posible que Carlet, el predilecto de la Parmesana, sucediera al hijastro –y
detestado- Fernando VI.
Pero para asegurar la sucesión, a veces era necesario usar otros mecanismos, pues
a pesar del desarrollo legislativo favorable a la primogenitura –y gracias a la ley sálica
decretada por Felipe V en 1713, a la prelación del varón-, quedaban todavía en el XVIII
demasiadas combinaciones pendientes del azar. Podían nacer hijos tarados –los tuvieron
todas las reinas del siglo-, o hembras, un problema que no se planteó en el siglo, pero
que siempre estuvo flotando2 y que provocó en el siguiente una nueva guerra de
sucesión como consecuencia; o en fin, podía haber muertes prematuras de primogénitos,
y una variada casuística; además, había que preocuparse también del futuro de los
infantes e infantas y de las ramas familiares que encabezarían, pues no era habitual que
quedaran solteros.
Estaba probado en la historia que el celibato de los infantes e infantas acarreaba
problemas y así se pudo comprobar en el caso más resonante del siglo, el del infante
don Luis. A pesar de la pasión de madre de la Farnesio, El Pequeño fue destinado a la
Iglesia. Sin llegar a los diez años, en 1736, Luis de Borbón recibió el capelo
cardenalicio del papa Clemente XII, un gesto muy propio de la madre, eufórica por la
entronización de Carlos III en Nápoles, pero que veía imposible colocar al menor de sus
hijos en Toscana como quería; antes estaba Felipe, al que costó una guerra hacerle
duque de Parma.
Ya en su madurez, en 1754, el infante don Luis decidió renunciar al capelo, pero
no morigeró sus costumbres en asuntos de faldas y siguió provocando constantes
escándalos en San Ildefonso -adonde se retiró con su madre al llegar al trono Fernando
VI- con la complicidad de otros jóvenes libertinos, incluido Nicolás Fernández de
Moratín, autor del célebre Arte de las putas, o más tarde, del pintor de cámara, Luis
Paret, desterrado sin contemplaciones por Carlos III. La vuelta al palacio real de Madrid
al llegar al trono su hermano Carlos no le hizo cambiar y siguieron los escándalos en
todos los sitios reales adonde se trasladaba la corte itinerante y las consiguientes burlas
en pasquines. El infante daba rienda suelta a sus instintos en cualquier sitio; incluso se
llegó a decir que mantenía en palacio a tres coimas y hasta que había contraído la sífilis.
El colmo fue que el duque de Alba esparció el rumor de que la Farnesio, a la que
2
Carlos IV mandó que la ley sálica de 1713 se derogara en las cortes de 1789 y se aprobó, pero el decreto
no se publicó. Sólo interesaba asegurar al heredero, el futuro Fernando VII, y Campomanes cerró las
cortes precipitadamente por temor al contagio con la Francia revolucionaria: un desliz jurídico que
demostró cuarenta años después lo expuesto al azar que era todo lo relativo a la sucesión.
odiaba, había tenido este hijo libidinoso con el cardenal Alberoni; incluso se llegó a
rumorear, sin ningún fundamento, que se pretendía elevarlo al trono3.
La inmoralidad del infante provocaba en la domus regia no sólo rechiflas, pues
era imposible que el oscuro padre Eleta pudiera reírse de estos abominables pecados,
como lo era igualmente que un beato como Carlos III, cuyo biógrafo Fernán Núñez dejó
escrito que el rey no comprendía cómo se podía vivir en pecado, “siquiera venial”,
tolerara semejantes desórdenes. Chocaba que el rey no mostrara interés en corregir a su
hermano, con quien solía salir a cazar a menudo, pues miraba para otro lado por más
que conociera las piruetas que debían hacer los ministros para ocultar los pasquines –
inútilmente, pues como decía el conde de Aranda desde París, “pasan Pirineos, Alpes,
Rhin, Tíber y mares”- y evitar que se propagaran las proezas de bragueta del hermano,
de que se decía que desfrutaba mujeres mientras el rey “cazaba pajaritos”. Aranda,
desde París, bramaba contra el gobierno –en especial contra Grimaldi- y no dejaba de
caldear la fragua de la conspiración, como veremos, y se desesperaba con el
comportamiento de Carlos III que no era capaz de decir a su hermano “cuatro palabritas
de prevención, de consejo, de mandato, como hermano, amigo o patrón, en tantas horas
de andar cazando juntos, ambos hermanos, sobre cuatro ruedas, tirados por doce largas
orejas y conducidos por dos borrachos”.4
Pero el rey, siempre tardo en tomar decisiones, reaccionó al fin cuando un
arrepentido hermano, “gobernado de los verdaderos principios de la religión y la
conciencia”, vino a pedirle, en 1776, “abrazar el estado de matrimonio”5. Tenía
entonces don Luis 48 años y hablaba hasta de procurar su salvación enmendándose,
pues sabía qué tecla tocar ente su regio hermano. El clima en la corte era de enorme
tensión política desde que, en julio de 1775, el desastre de Argel –que costó miles de
muertos- desencadenara las críticas contra el gobierno de Grimaldi y los extranjeros,
entre ellos el general Alejandro O’Reilly que mandaba las tropas. Como ha escrito con
maestría Teófanes Egido, “tanto se calentaron los espíritus que hasta hubo amagos de
3
Olaechea, R., “Información y acción política: el conde de Aranda” Investigaciones históricas, 7 (1988),
p. 114 y 116; el artículo, digitalizado en la revista Tiempos Modernos y en Dialnet.
4
Olaechea, R., “Información…”, p. 116-117. También, en el clásico Olaechea, R. y Ferrer, J. A., El
conde de Aranda. Mito y realidad de un político aragonés. Zaragoza, 1978; segunda edición, de 1987.
5
AHN, Estado, leg. 2.538. La carta de don Luis a Carlos III, de 15 de abril de 1776, pidiendo
oficialmente el matrimonio. Véase también Vázquez García, F., El infante don Luis Antonio de Borbón y
Farnesio, Ávila, 1990.
renovar los motines madrileños de 1766”.6 Eran otros tiempos: Aranda conspiraba
desde París y reñía con Grimaldi, que se vio obligado a dimitir; Tanucci caía en Nápoles
y se rumoreaba que la Inquisición volvía de nuevo para demostrar que no era cierto que,
como decía Aranda, gracias a él y a sus amigos ilustrados –incluyendo al rey, al que
llamaba “herejote”7-, le habían cortado las uñas al monstruo. El caso Olavide iba a
demostrar que las prevenciones de los ilustrados sobre el avance del obscurantismo y el
fanatismo eran ciertas, pero también ponía de relieve la mala bilis del rey8.
En este 1776 que podemos calificar de annus horribilis de Carlos III, la decisión
de don Luis, que obviamente había sido instigada por la cúpula cortesana -Eleta al
frente-, provocó una nueva inquietud en la conciencia del rey, pues el heredero Carlos
había nacido en Nápoles, y las leyes españolas podían ser un obstáculo para que ciñera
la corona. Quizás un día podía plantearse el problema con los futuros hijos del infante.
Pero, moralmente, Carlos III no podía impedir que su hermano se casara, pues lo que
implícitamente le pedía era poner fin a sus desenfrenos sexuales y conformarse con el
desfogue en el lecho matrimonial9, práctica bien conocida en la familia desde que Felipe
V Fernando VI padecieran del priapismo que les obligaba al uso constante del
sacramento con las abnegadas reinas. El asunto motivaba bromas y risitas incluso entre
6
Egido, T., Carlos IV, col. Los Borbones, Madrid, 2001, p. 41. El abate Mortier en carta al duque de
Módena le previene que “de estos espíritus tan agitados se teme alguna sublevación, empezándose a ver
de noche partidas de 30 o 40 hombres con sombreros redondos como acostumbraban antes del tumulto en
tiempo del marqués Squilace en el año de 1766”. Da cuenta también de que “antes de ayer se fijaron aquí
y en San Ildefonso tres retratos denotando a OReilli en acto de ser ajusticiado por mano del verdugo”.
AHN, Estado, 6437, Madrid, 14 de agosto de 1775.
7
Entre las imprudentes fanfarronadas de Aranda citaremos una de sus tiempos de embajador en Varsovia,
en carta a Ricardo Wall: “Y qué herejotes se van haciendo el rey y sus ministros. Ya lo veremos si aún a
S. M. lo declaran como tal, lo excomulgan, y a sus ministros los encierran, y a buen librar, los vapulean
en el calabozo y después, antes de extrañarlos, los hacen salir a Santo Domingo con vela verde en mano”.
AGS, Estado, lib. 154. Aranda a Wall, Varsovia, 19 de septiembre de 1761. Cartas desde Varsovia,
correspondencia privada del conde de Aranda con Ricardo Wall (1760-1762), edic. de C. González
Caizán, C. Taracha y, D. Téllez, Lublin, 2005.
8
La implicación del rey en el caso Olavide es una condición sin la que las cosas no hubieran llegado tan
lejos. Véase Gómez Urdáñez, J.L., “El católico Pablo de Olavide, víctima del absolutismo regio”,
Homenaje a don Antonio Domínguez Ortiz, Granada, Universidad de Granada, 2008, pp. 445-473. Pero,
como veremos, la silente contribución de Grimaldi, con Eleta y Roda, fue decisiva para perder a Olavide.
9
Véase en esta publicación el trabajo de Sylvie Imparato-Prieur sobre el padre Albiol, que escribió en La
familia regulada que “Dios nos dio el sacramento del matrimonio para huir de la fornicación”.
las infantas, como deja traslucir la recién publicada correspondencia de la infanta María
Teresa.10
Así pues, la compleja cuestión del infante don Luis motivó una combinación de
soluciones: una, no casaría con mujer de sangre real, sino con una de la baja nobleza
aragonesa, que resultó ser, tras descartar candidatas de la nobleza española que no
quisieron, la infanzona Teresa Villabriga, de 17 años de edad; dos, el rey publicaría
antes de la boda la ley de matrimonios desiguales, por la que los hijos de esa unión no
podrían llevar el apellido Borbón, ni residir en la corte, ni esgrimir derecho alguno de
pertenencia a la familia real11. La solución se llevó a extremos de una dureza inusitada.
Baste un detalle: el 4 de febrero de 1777, Grimaldi escribió a Aranda dándole
instrucciones para que le comunicara al ministro Vergennes “que no se ponga en el
Almanake de Francia a Dª Mª Teresa Vallabriga como esposa del infante don Luis, ni a
un hermano que el rey no tiene”. Aranda cumplió la orden y el ministro francés se
disculpó diplomáticamente diciendo que era un error tipográfico. Cuando llegó el
primer hijo de la pareja, Floridablanca, que había sucedido a Grimaldi, se apresuró a
escribir a Aranda para recordarle que no diera noticia alguna y se asegurara del silencio
oficial en todos los medios de la corte francesa.12
Los hijos quedaron, por tanto, excluidos de la sucesión, que es lo que importaba, a
costa de un gran sufrimiento de por vida del pobre don Luis, que Goya supo plasmar
magistralmente en el retrato de la familia de Arenas de San Pedro. Carlos III se mostró
inflexible con El Pequeño, el hombre sensible y pusilánime, buen músico y mecenas de
artistas –Bocherini, Goya-, que había vivido siempre en el seno de la familia real,
protegido por su madre y tolerado en sus vicios por su estatus hasta que, en el
desamparo del destierro, se hizo evidente su debilidad: en Arenas se quejaba de que le
dominaba hasta el mayordomo y de que tenía tan poca autoridad que los lugareños
10
1744-1746. De una corte a otra: correspondencia íntima de los Borbones. Estudios, edición y notas de
Margarita Torrione y José Luis Sancho, Madrid, Patrimonio Nacional, 2010.
11
Dice Grimaldi al presidente del Consejo de Castilla: “Por lo que toca a mis encargos, con el rey todo
está concluido. El mismo día que vuelva la corte a Madrid partirá S. A. para irse a casar; va por ahora a
establecerse a Talavera, en donde vivirá incógnito con el nombre de conde de Chinchón; y sólo cuando
venga a visitar a al rey tomará en la corte el título y distinciones de infante; esto es lo que sé; en lo demás
no he querido mezclarme, ni entender”. AHN, Estado, Leg. 6437, Grimaldi a Ventura Figueroa, 21 de
mayo de 1776.
12
AHN, Estado, leg 4072. Grimaldi a Aranda, 4 de febrero de 1777 y Floridablanca a Aranda, 19 de julio
de 1777.
tiraban piedras a su casa. Las cartas de don Luis a Carlos III son tan patéticas como ésta
última, que escribe en el lecho de muerte, en agosto de 1785: “Hermano de mi alma, me
acaban de sacramentar, te pido por el lance en que estoy que cuides de mi mujer y mis
hijos y de mis pobres criados y a dios tu hermano Luis”.13 Todo a sabiendas de que el
rey había decretado oficialmente que …¡no tenía hermano, ni sobrinos! Así de
cuidadoso –y de severo- había que ser con la paternidad en el caso de la sangre real,
pues estaba en juego nada menos que la corona. Y el orden político.
Francisco de Goya. La familia del infante don Luis de Borbón. 1784. Fundación Magnani Rocca.
13
AHN, Estado, leg. 2538. Su sobrina María Luisa, ya reina, reconocería ante Godoy, casado con una hija
de don Luis –María Teresa, la condesa de Chinchón-, el drama: “Infeliz, cuánto padeció. Sólo el rey y yo
fuimos siempre sus únicos consuelos”. Lo decía en 1800, con motivo del reconocimiento de don Luis y
del traslado de su cadáver desde la parroquial de Arenas de San Pedro, donde había quedado depositado
en 1785, al panteón de infantes de El Escorial, lo que de paso provocaba el definitivo emparentamiento de
Godoy con sangre real. Olaechea, R., “Información…”, p. 117.
El cuarto del Príncipe
El único teatro político en el Despotismo, la corte, funcionaba bajo viejas pautas
impuestas por un protocolo rígido en el que todo acto tenía sentido, es decir, todo era
político, como había escrito J. J. Rousseau14. Vistas desde hoy, las relaciones entre la
pareja real y las de ésta con sus hijos nos pueden resultar incomprensibles, pues el
escaso contacto entre los integrantes del núcleo familiar, generalmente extenso, produce
una imagen de desolación. Leer las cartas íntimas entre los miembros de la familia real
nos traslada a un mundo de soledad, en el que -sobre todo las mujeres- se consumía el
tiempo bajo unas rígidas normas y apenas había más contactos humanos que los
rutinarios con los sirvientes, gentes de otra esfera generalmente, ante las que tenían que
seguir manteniendo la rigidez y la contención, pues habían sido enseñados desde
pequeños que antes de nada estaba su rol de hijo o hija de rey, infantes de España, y por
supuesto, no había que fiarse nada de los criados, que podían sacar noticias afuera y
alimentar así a la canalla que divulgaba rumores y distribuía panfletos. Por eso, como
nuestro querido compañero Carlos Gómez Centurión escribió con tanta elegancia y
sabiduría, estas personas reales segundonas –que la investigación va sacando de la
obscuridad en que la historia las ha mantenido- tenían a su alrededor animales de
compañía que mitigaban la pena de la soledad y la ausencia de intimidad; además –y
por eso- desarrollaron sus aptitudes para las artes, siempre en la intimidad, casi el
anonimato15.
Nada más nacer, los hijos del rey eran separados de sus padres. Se les entrega a
saludables nodrizas de procedencia norteña, que les daban el pecho bajo la supervisión
de un aya hasta que se les quitaba la leche; entonces pasaban a integrarse con la
chiquillería de palacio, con los hijos e hijas de los cortesanos más descollantes, pero
siempre al margen del teatro oficial. Los padres solo veían a los hijos cuanto estaba
previsto en el protocolo; además, éstos pronto se multiplicaban y se mezclaban con
primos, sobrinos y demás familia. Las tres grandes reinas –Isabel, María Amalia y
María Luisa- parían con una regularidad pasmosa: uno al año: parto, cuarentena y, un
14
“J’avais vu que tout tenait radicalement à la politique”, J.J. Rousseau, Les Confesions, citado por
Soubeyroux, J. en Goya politique, París, 2001.
15
Gómez Centurión, C., Alhajas para soberanos: los animales reales en el siglo XVIII: de las leoneras a
las mascotas de cámara, Salamanca, 2011.
mes después, nuevo embarazo. Así, los Borbones españoles emparentaron con casi
todas las monarquías reinantes.
Cuando ya no eran niños, los infantes pasaban a depender de un ayo16; tenían
además preceptores de distintas artes y un confesor. Los niños eran adiestrados para la
caza –también para la pesca, a la que don Luis, por ejemplo, era muy aficionado: le
llamaban El Pescador-; aprendían francés e italiano, y a leer y escribir. Leer, los chicos
no leían prácticamente nada, y algunos, como Carlos III, escribieron muy mal toda la
vida, con una letra malísima, difícil de leer hoy por los estudiosos; pero las chicas
demostraban por lo general mucha sensibilidad y afición por las artes y la literatura:
quizás habían salido a sus ancestros femeninos, las cultas reinas Mariana de Neoburgo e
Isabel Farnesio (por cierto, tía y sobrina). También había recibido una educación
esmerada la reina María Bárbara de Braganza.
Luego, llegaba la hora de buscarles novio, o novia, un asunto ya político que
ofrecía algunos riesgos y motivaba la casuística más variada, así como los enfados
cuando la elección no era del gusto de infante o la infanta, que solo conocían a sus
parejas por pequeños retratos que enviaban los embajadores 17. El hecho de que Isabel
Farnesio decidiera casar al infante Fernando, futuro Fernando VI, con una princesa
portuguesa provocó una riada de pasquines, pues se pensó que la casamentera había
querido humillar a su hijastro al casarle con la “fea, gorda y portuguesa” Bárbara de
Braganza (recuérdese que la separación de Portugal estaba reciente y además, los
Braganza habían sido enemigos de los Borbones en la guerra de Sucesión, incluso en
alguna coyuntura posterior); también provocaba inquietud la manifestación de los
primeros síntomas de la enfermedad de Felipe V, un trastorno bipolar que le provocaba
los pánicos, el cambio horario, quizás los excesos con la triaca y el opio, el priapismo y
desde luego, los intentos de abdicar del trono, consumados en 1724, cuando lo cedió al
primogénito de la Saboyana, el breve Luis I.
Los reyes padres se retiraron a San Ildefonso, pero la enfermedad mental volvió a
hacer acto de presencia en la corte del joven Luis I en la persona de su esposa, la
16
17
Véase, por ejemplo, Gómez Urdáñez, J. L., Fernando VI, col. Los Borbones, Madrid, 2001.
Se cuenta de que Fernando VI quedó pasmado cuando vio en persona a su novia Bárbara de Braganza,
en el momento de la boda, pues no se parecía nada a la del retrato que le habían enviado. Era
horriblemente fea y se dijo que a Fernando le entraron ganas de salir corriendo. Gómez Urdáñez, J. L.,
Fernando VI..., p. 32.
refrancesa Luise Isabelle de Orleans, nieta de Luis XIV, casada a los doce años con el
pobre príncipe, que frisaba los quince. Los escándalos de esta niña convertida en reina,
que se paseaba desnuda por palacio y eruptaba en la mesa, provocaron constantes
disgustos a Isabel Farnesio, que harta de atender a tanto vesánico a su alrededor,
devolvió a la joven reina a París tras la muerte de su hijastro Luis I, en 1724, a pesar de
que sabía que iba a provocar la irritación de la corte de Luis XV.
Pero, a la Farnesio no debió importarle, pues era una manera de responder a la
humillante decisión de Luis XV de devolver a la infantita María Ana Victoria,
Marianina, que en 1722 había sido enviada a París para que fuera educada a la francesa
y casarla luego con el delfín. Como la niña casadera, de cuatro añitos de edad, fue
reemplazada por María Leszcynska y devuelta a Madrid, Felipe V e Isabel Farnesio
hicieron lo mismo con la reina viuda Luisa Isabel y con otra princesa niña de la casa de
Orleans, Mademoiselle de Beaujolais, que había venido a la corte española para ser
desposada en su momento con el infante Carlos. Isabel Farnesio ponía a las dos en la
frontera, junto con el embajador de Francia (lo que recuerda mucho a la expulsión desde
Jadraque de la princesa de los Ursinos con lo puesto, al llegar a España en 1714). Por
detrás había un cambio político de primera importancia –la reversión de alianzas, la paz
con Austria-, pero en la domus regia, las consecuencias afectaban a la famille.
La vuelta al trono de Felipe V, forzada por Isabel Farnesio, provocó que la
oposición –que se había manifestado contra el abuso del rey- empezara a construir un
mesías con el futuro heredero, el nuevo príncipe de Asturias, Fernando, el primer
Borbón nacido en España, el símbolo de las esperanzas de un confuso partido español
que se manifestará en 1746, cuando el rey llegue al trono, y que en ese momento, no era
más que un conjunto variopinto de resentidos, con algunos grandes de España a la
cabeza, que querían practicar el “quítate tú que me pongo yo” con los ministros
plebeyos, como Patiño, Campillo, o Ensenada. Parapetados en cargos honoríficos
cortesanos, siempre junto al rey y la reina, los grandes no dejaron de conspirar en el
siglo ilustrado, aunque sin mucho éxito, como demuestran los casos del duque de
Huéscar (desde 1755, duque de Alba)18, o del que veremos luego, el gran maquinador
del siglo, el conde de Aranda.
18
Gómez Urdáñez, J. L., “, “El duque de Duras y el fin del Ministerio Ensenada (1752-1754)", Hispania,
vol. LIX, enero-abril, 201, 1999, pp. 217-249.
En los años que quedaban de reinado de Felipe V, que no eran pocos, el cuarto del
príncipe no dejó de moverse en torno a esas esperanzas despertadas por un endeble
partido fernandino, más bien ilusiones, siempre truncadas. No es éste el lugar de relatar
el rosario de conspiraciones –la de Tabuérniga, o la de Champeaux, las más
importantes-, los rumores y pasquines –los célebres diarios de Perico y Marica-, las
torpezas de los propios príncipes ante las intrigas de la embajada francesa, o portuguesa,
o la marginación a la que fueron condenados por la Farnesio, que excitaba la
imaginación de los españoles ante el clásico de la madrastra que prefiere a sus hijos y
rechaza a los de “la otra”. Baste recordar leyendo a Teófanes Egido19 con qué denuedo
la opinión pública agigantaba todavía más los malos tratos infligidos por la reina a la
triste pareja, aunque, en realidad, la gran reina que fue Isabel procedía así porque había
descubierto la total inutilidad para la política y el trato social de un príncipe que estaba
tan enfermo como su padre, aunque pudiera ocultar los síntomas –no el de la necesidad
frecuente del lecho conyugal a causa del priaprismo (quizás también incrementado por
el opio)- por el consuelo de su dulce esposa, Bárbara, una infeliz por la que el
embajador portugués podía tener fácil acceso a secretos de estado, lo que quiere decir
que los tenía también el de Inglaterra, que pronto sería el consumado zorro de la intriga,
Benjamin Keene.
La Farnesio, astuta y consumada política, no podía fiarse de la pareja. Un pasquín
del ciclo Perico y Marica decía “Dentro de palacio / tan solos se encuentran / que no hay
quien les sirva / vianda a la mesa; / y así a sí se asisten / y así solos cenan, / solos se
desnudan / y solos se acuestan”20, pero en realidad, durante las furias y los vapores de
padre e hijo, la Farnesio llevó el timón político, a veces sufriendo incluso las bofetadas
de su marido y los desplantes del hijastro21. No es de extrañar que a la muerte de Felipe
V, la reina viuda saliera de la corte humillada y, un año después, fuera recluida en La
Granja de San Ildefonso por el hijastro rey. “Yo la quisiera en Parma”, dijo entonces un
exultante duque de Huéscar que así se sumaba al corifeo contra la reina viuda, que ya
nunca le perdonó. Pero, la vieja leona, que pasó todo el reinado de Fernando VI sin
pisar la corte, anciana y casi ciega, llegó a ver en el trono a su adorado Carlet, Carlos
19
Egido, T., Opinión pública y oposición al poder en España en el siglo XVIII (1713-1759), Universidad
de Valladolid, 1971; también Sátiras políticas de la España Moderna, Madrid, 1973.
20
Egido, T., Opinión... Cito de la segunda edición, de la FEHM, Valladolid, 2002, p. 294.
21
Pérez Samper, M. A., Isabel de Farnesio, Barcelona, 2003.
III, que es lo que siempre soñó. Su fidelidad, aún en “el pastel de nieve” de San
Ildefonso, y su agilidad mental, bien apoyada por leales servidores, le hizo desempeñar
un activo papel político mientras Carlos III se decidía a emprender viaje a España,
siempre atenta a cualquier riesgo para la casa de Borbón.22
Fernando VI no tuvo hijos, así que no hubo en su reinado cuarto del príncipe, sin
embargo, ese hecho, con ser relevante, no es contradictorio del todo con la existencia de
la conspiración de un príncipe, en este caso, un príncipe que ya era …rey de Nápoles.
Durante el siglo XVIII, los partidos políticos tenían estrategias y objetivos claros,
líderes definidos y redes de apoyo, aunque la debilidad de los canales de expresión
impida su conocimiento y más aún, su difusión, que hubiera sido considerada
subversiva23. Pero, en el interior de los grupos partidistas, de las facciones y las cábalas,
se hablaba de las distintas opciones, pues era evidente que la rueda de la fortuna no
paraba de ofrecer novedades. Había que ser previsores y manejar todas las posibilidades
para navegar en el proceloso mundo de la Política. Conocían, practicaban y sufrían la
perversidad y preferían decir que no hacían política –en el fondo, pervivía el miedo al
maquiavelismo- y que eran meros servidores del “amo”, pero la ambición les llevaba a
la acción permanente, a crear redes de clientes políticos, a buscar información de
cualquier manera –de ahí el desarrollo del espionaje durante el siglo- y a hundir al
contrincante con cualquier excusa: por eso, las cartas cifradas, el secreto24. Lealtad y
secreto eran claves –también la bolsa llena para el soborno-, lo que se solapaba a
menudo con amistad, devoción, cariño, que no dudaban en traicionar por un motivo
para el que podían incluso invocar la razón de estado, aunque preferían antes de nada
tener la anuencia del rey como legitimador: lograr involucrar al rey en las decisiones era
el máximo éxito político al que podían aspirar. Así, en ese mundo de relaciones muy
complejas y peligrosas, del rey abajo todo era posible, pero el rey, sacralizado, parecía
un límite infranqueable, pues su arbitrariedad era un riesgo: la real gana era a menudo
22
Téllez Alarcia, D., El ministerio Wall. La España discreta del ministro olvidado. Madrid, Madrid,
2012.
23
Lorenzo Cadarso, P., “Los grupos cortesanos. Propuestas teóricas”, en Delgado Barrado, J. M. y
Gómez Urdáñez, J.L., Ministros de Fernando VI, Universidad de Córdoba, 2002, pp. 141-156.
24
González Caizán, C., La red política del marqués de la Ensenada, Madrid, 2003; Taracha, C., Ojos y
oídos de la monarquía borbónica, la organización del espionaje y la información secreta durante el siglo
XVIII, Madrid, 2012.
imprevisible y más con estos dos primeros Borbones locos (y también con Carlos III,
testarudo como una mula, que se creía el brazo ejecutor de la justicia divina)25.
Sin embargo ¿era el rey el límite infranqueable, realmente? Ya se había visto en el
siglo cómo se movían las piezas para impedir la vuelta de Felipe V, o para coronar a
Fernando VI en Lisboa tras hacer abdicar a Felipe V (conspiración de Tabuérniga); pues
bien, a partir de 1752, cuando se difundió en la corte que Ensenada era, como decía el
padre Isla, “el secretario de todo” y que su poder podía todavía crecer tras la muerte de
Carvajal en abril de 1754, la facción liderada por Huéscar –mayordomo mayor de
Fernando VI- y Ricardo Wall –sucesor de Carvajal en la secretaría de Estado- comenzó
a maniobrar contra Ensenada hasta lograr que el rey le desterrara fulminantemente la
calurosa noche del 20 de julio de 1754. Madrid se llenó de pasquines, algunos
instigados por “los tres del conjuro” (incluían al embajador Keene en la conspiración),
mientras Wall buscaba entre los papeles de Ensenada pruebas inculpatorias de su
traición, que no halló. Pero ese clima de bouleversement de toutes les tetes, fue
suficiente para que apareciera una nueva conspiración para hacer abdicar a Fernando VI
y poner en el trono a Carlos III, que descubrió con su torpeza habitual el embajador
español en París, Jaime Masones de Lima. Merece la pena transcribir sus palabras.
“La voz general se reduce a que se trataba por Ensenada y su partido (en que por
consiguiente metían a mí juntamente con la reina viuda) la negociación de que nuestro
Amo abdicase la Corona, entraba en ella el rey de Nápoles y pasase a aquella el infante
duque de Parma, lo cual descubierto por la reina nuestra señora disuadió al rey que
conoció los malos consejeros y prorrumpió en castigarlos”26 .
Ese plan en apariencia fantástico, que solo se cumplirá naturalmente tras la muerte
del rey –en parte, pues Felipe no dejó el ducado de Parma-, estuvo presente en los cinco
25
Sobre la consideración del rey como vicario de Cristo que Aranda expuso con mucha frecuencia,
Olaechea, R. y Ferrer Banimeli, J. A., El conde de Aranda, Mito y realidad de un político aragonés,
Zaragoza, 1998; Gómez Urdáñez, J. L., “Para comprender al conde de Aranda que conoció Konarski” ,
Stanislawa Konarskiego, Oda ad comitem Aranda, Lublin, 2012, pp. 35-52, digitalizado en
www.gomezurdanez.com.
26
AGS, Estado, leg. 4523, Masones a Wall, 5 de agosto de 1754. La minuta en AHN, Estado, leg. 6512.
Sobre el origen de estos planes y la responsabilidad de la Farnesio, véase Ozanam, D., «La diplomacia de
los primeros borbones (1714-1759)», Cuadernos de Investigación Histórica, 6 (1982); “La crisis de las
Relaciones Hispano-Francesas a mediados del Siglo XVIII. La Embajada de Jaime Masones de Lima
(1752-1761)”, Tiempos Modernos, 14 (2006); Gómez Molleda, M.D., «Un rey sin gusto de mandar».
Eidos, 8 (1958); y Gómez Urdáñez, J. L., El proyecto reformista de Ensenada, Lleida, 1996.
años que quedaban de reinado del rey loco tras la crisis de 1754, pues era una forma de
advertir a Europa que la deposición de Ensenada no era un triunfo inglés. Los tonos
sombríos de ese segundo reinado, los miedos de Wall en el trato con Fernando VI, la
separación del padre confesor, Rávago, un hombre clave, con la reina y Farinelli, para
serenar al rey en los momentos de crisis –las furias y los vapores-, y por fin la muerte de
la reina, hundió a Fernando VI y dejó libre el camino a Carlos III, de nuevo una
esperanza, o algo más que una esperanza, pues llegaba a España precedido de su fama
de buen gobernante. Durante la enfermedad de Fernando VI, un año de locura
espantosa, los rumores de nuevo volvieron a agigantar las conspiraciones: al rey se le
estaría envenenando para adelantar la llegada de su hermanastro. El biógrafo
(hagiógrafo) de Carlos III, Fernán Núñez, cuenta que cuando le decían que las
campanas de Villaviciosa tañían para que recuperara la salud, él contestaba: sí, sí, por
mi salud, ...tañen por el feliz viaje de mi hermano Carlos.27
Los príncipes de Asturias, Carlos y María Luisa, utilizados por el partido
aragonés
La personalidad, las ideas y la actividad política del conde de Aranda serán
siempre un reto para un historiador dieciochista (también la persistencia en la
bibliografía de algunas falsedades sobre el conde insoportables)28. Aranda tuvo en su
mano resortes políticos cruciales y a menudo los empleó rozando todos los límites
implícitos en la convención establecida secularmente en las relaciones entre rey y
ministros. Sólo en una ocasión, su patriótica franqueza, sus voces y sus maneras
27
Gómez Urdáñez, J. L. y Téllez Alarcia, D., “1759. El año “sin rey y con rey”: la naturaleza del poder al
descubierto”, en García Fernández, E (ed.), El poder en Europa y América: mitos, tópicos y realidades.
Bilbao, Universidad del Pais Vasco, 2001, pp. 95-109.
28
Además de la obra de Olaechea y Ferrer ya citada, son imprescindibles Olaechea, R. “Nuevos datos
histórico-biográficos sobre el conde de Aranda”, Miscelánea Comillas, 49-50 (1968); “Contribución al
estudio del motín contra Esquilache”, reedición en Tiempos Modernos, 8, 2003, formato digital;
“Información y acción política: el conde de Aranda”, Investigaciones históricas, 7 (1987), digitalizado en
Dianet. También, Albiac, M.D., El Conde de Aranda. Los laberintos del poder, Zaragoza, 1998; Pradells,
J., “Política, libros y polémicas culturales en la correspondencia extraoficial de Ignacio de Heredia con
Manuel de Roda, Revista de historia Moderna, Anales de la Universidad de Alicante, 18 (1999.2000),
digitalizado en Dialnet. Recientemente, Gómez Urdáñez, J. L., “Para comprender al conde de Aranda que
conoció Konarski”, Stanislawa Konarskiego, Oda ad comitem Aranda”, Lublin, 2012, pp. 35-52,
digitalizado en www.gomezurdanez.com.
brutales en la conversación le llevaron a sufrir el castigo regio –el fulminante destierro a
Granada en 1794-, pero casi todos los estudiosos que hemos topado con este singular
personaje estamos de acuerdo en que si no sufrió algo parecido en el reinado anterior,
fue porque Carlos III supo mantenerle a su servicio, pero lejos de él. Contaré la célebre
escena entre ambos personajes que da prueba de las maneras de Aranda. La transmitió
el escritor aragonés Mor de Fuentes, que dijo habérsela oído al conde, y fue divulgada
por W. Coxe en su conocida obra “España bajo el reinado de la casa de Borbón”. En el
fragor de la conversación, Carlos III le habría espetado: “conde, eres más terco y
testarudo que una mula aragonesa”, a lo que Aranda le replicó que conocía a alguien
más terco que todos los aragoneses juntos. Cuando el rey le pregunto quién era, el conde
contestó: “la Sacra y Real persona de Su Majestad Católica, el Rey Nuestro Señor don
Carlos III”.29
Como suele ocurrirles a los hombres altivos, ni siquiera reparaba en que el exceso
de sinceridad, del que blasonaba a cada minuto, podía ser utilizado por sus enemigos
políticos contra él –o contra sus amigos- y contribuir a mermar su reputación, o a que se
conocieran sus puntos débiles, aquellos por los que tantos ataques sufriría a lo largo de
su vida. Era éste, como comprendió Rafael Olaechea, “su tendón de Aquiles, y por este
flanco le enredarían quienes movían los hilos de su ambición”.30 El jesuita padre
Luengo, que juzgó bien a este conde soberbio y altanero como “hombre que ha servido
la voluntad e intereses de otros, que lo han manejado”, decía como conclusión: “Infeliz
conde de Aranda! Toda su vida la ha pasado agitado por la ambición de mandar y nunca
ha podido lograrlo sino por poco tiempo, y a costa de hacerse esclavo de unos hombres
de una esfera muy inferior a la suya”.31
Cuando años después sus maneras bruscas y su carácter hosco eran ya
universalmente conocidos, Aranda reflexionaba sobre sí mismo de esta guisa: “Dirás
que yo tengo un carácter detestable, que desprecio lo que otros hacen, que no creo exista
29
Olaechea, R., “Información…”, p. 36. Según Giacomo Casanova, Carlos III “era testarudo como una
mula, débil como una mujer, sensual como un holandés, muy devoto y decidido a morir antes que
macular su alma con el menor pecado mortal. A cualquiera le será fácil darse cuenta de que semejante
hombre debía de ser esclavo de su confesor”. Casanova, G., Memorias, Madrid, 1982, vol. V, p. 162.
30
31
Olaechea, R., “Información…”, p. 84.
P. Luengo, Diario de la expulsión…, citado por R. OLAECHEA, “Informaciòn…”, p. 84. El Diario,
digitalizado en Biblioteca Virtual Cervantes, edición basada en la de Inmaculada Fernández Arrilllaga, de
Alicante, 2003.
mejor parecer que el mío, que soy imperioso, insoportable, pero no me puedes negar
que he servido siempre al rey sin vacilación, sin ambición de ganancias, y
completamente desinteresado, si se trataba de la utilidad de su Majestad; que yo podía
atestiguar que nunca he fomentado intrigas y siempre he hablado según mis íntimos
sentimientos, llamando abiertamente a lo bueno, bueno, y a lo malo, malo”. 32 Era el
estilo del conde: su “patriótica sinceridad” obligaba a que todos –por supuesto, de
inferior rango que él, dos veces grande de España- aceptaran como verdad rotunda
incluso lo que no era cierto: pues no lo era, por ejemplo, que no fomentara intrigas. Lo
hizo toda la vida …y contra todos, pues nunca supo callar nada y rara vez dejó de decir
lo que pensaba dando puñetazos en la mesa y a voces fuera el tema que fuera el que se
trataba en el momento.
Enemigo de etiquetas –en la Europa de las etiquetas-, Aranda montaba broncas
allá donde iba. Cuando desempeñó la embajada de Lisboa las tuvo con el embajador
francés por asuntos de prioridad; luego le acusaron de asesinar al marqués de Pombal, a
quien despreciaba por plebeyo. En Viena, de viaje a Varsovia –de nuevo alejado, esta
vez a una “de las peores Embajadas que el rey tenía que dar”33-, la montó con el primo del
ministro Choiseul, embajador de Francia, así que llegó a Polonia, donde también hizo
de las suyas, precedido de su fama. Luego, lo que le preocupaba era lo que podía decir
Su Majestad Carlos III. Por ejemplo, tras conocer que en España se decía que había
matado al embajador de Francia, escribía a Wall: “Doy por sentado que si el rey,
nuestro señor, ha oído mi vejación, habrá tenido compasión de mí, despreciándola y aun
desvaneciéndola”. 34
El astuto Carlos III conoció el ascendente que podía llegar a tener sobre el conde y
lo aprovechó siempre para humillarle (por ejemplo, cuando vio que su soberbia le hacía
rechazar la Orden de Carlos III por ser preterido por otros de inferior calidad); conoció
su valía política, pero se libró de sus raptos de franqueza e ira manteniéndole lejos, pues
sabía que ante “su real y sagrada persona” el orgulloso dos veces grande de España se
32
Citado en Ferrer Benimeli, J. A., “El conde de Aranda, ese gran desconocido”, Argensola, 71-78,
digitalizado en Dialnet, conferencia pronunciada en 1975, p. 34-35.
33
“Aún es peor la de Rusia”, dijo luego. Aranda a Wall, 22 de abril de 1761, en Cartas desde Varsovia…,
p. 119.
34
Aranda a Wall, 16 de mayo de 1761, Cartas desde Varsovia…, p. 123. Véase Albiac, M.D., El Conde
de Aranda. Los laberintos del poder, Zaragoza, 1998.
colocaba instintivamente en una posición de inferioridad. Véase esta carta reproducida
por R. Olaechea, de septiembre de 1764: “Este monarca no ve sino a disgusto la
presencia del Sr. Aranda en la Corte, y jamás le dirige la palabra. Todo el mundo le
vuelve la espalda, y a él mismo no se le ve más que en casa de Grimaldi, que lo recibe
siempre de la misma buena forma, le consuela y conversa familiarmente con él”.35
Lo que el rey pensara de él le llegaba a atormentar, y esto lo sabían los que él
tenía por amigos, especialmente Roda y Grimaldi, gentes sinuosas, dotadas del arte del
disimulo, que sabían jugar desde su posición, de plebeyos sí, pero siempre en la
cercanía del rey, lo que Aranda no podía conseguir.36 Fue presidente del Consejo de
Castilla, el mayor órgano judicial de la Monarquía, pero apenas tuvo acceso al rey, que
no paraba de cazar y de cambiar de residencia, mientras el presidente debía vivir en
Madrid. Luego, la larga embajada en París, a la que partió en 1773 tras el
enfrentamiento con Campomanes, le alejó definitivamente del poder.
En esas circunstancias era previsible que actuara la conocida franqueza del conde
contra los ineptos que rodeaban al rey –“los cagatintas del Estado”-, pues pasaba el
tiempo sin que sus cualidades –seguía pensando en las militares, su gran frustraciónfueran aprovechadas, lo que le iba distanciando del núcleo del poder y haciéndolo más y
más ácido a los que lo detentaban. Tras la riña con Campomanes vino la ruptura con su
amigo Grimaldi; luego, obviamente, con Floridablanca, quien había sucedido al abate
italiano “quitándole” una vez el puesto que el creía merecer.
Desde París seguía metiendo las narices en todo, por más que Grimaldi, con suma
habilidad política, pudiera manejar sus impetuosas salidas ofreciéndole siempre amistad
y parando sus embestidas. Pero, la derrota de Argel, en 1775, que provocó una oleada
de críticas y tensiones en el entorno del rey, desató las iras de Aranda, primero contra el
responsable Alejandro O’Reilly, luego, también contra Grimaldi, a quien en carta
privada, de 20 de agosto de 1775 –cuando arreciaba en los sitios reales la siembra de
35
36
OLAECHEA, R.: “Contribución al estudio…, p. 18.
Lo demostraron durante los motines, cuando desde Madrid, un ansioso Aranda pedía permiso para ir a
ver al rey a Aranjuez, donde estaban reunidos los ministros más influyentes, y le ponían disculpas para
retrasar su visita. Véase Gómez Urdáñez, J. L., “Ideas políticas y agentes del triunfo del Despotismo
Ilustrado español, 1756-1766”, Revista de historia Moderna y Contemporánea, HMiC, Universitat
Autonoma de Barcelona, nº 10 (2012), pp. 53-73.
pasquines- acusó abiertamente del fracaso. Grimaldi le espetó que parte de la culpa la
tenía el conde de Ricla, -primo de Aranda- y cortó la correspondencia particular con él.
El ministro italiano empezó a sentirse acorralado ante la actividad del partido
aragonés, “una serie de aristócratas, clérigos, camaristas, consejeros, covachuelistas,
empleados de la administración y miembros de embajada (…) adictos a Aranda”, en
palabras de Olaechea, cuyos enemigos eran los golillas, abogados, intelectuales,
manteístas y ministros extranjeros, el grupo de plebeyos que llevaban al rey y a España
al desastre. El partido aragonés, que revelaba el viejo malestar de los grandes
desplazados por “hidalguillos medrados” como Patiño, Campillo y Ensenada,
recuperaba las esencias del españolismo y confiaba ciegamente en el general Aranda,
que nunca hubiera sido derrotado por los moros. Al fin, demostrada en 1754 la
inutilidad del duque de Alba para dirigir la nación, ahora tenían un jefe al que no le
torcerían la mano los abogaduchos.
Pero el rey, supersticioso, no escuchó al conde, ni a sus partidarios, sino a su
confesor Eleta, que le comunicaba igualmente advertencias marianas y negros
vaticinios, y ambos acabaron aceptando que la derrota de Argel era nada menos que una
señal divina –o mejor, mariana-, una advertencia sobre los peligros de las reformas, el
riesgo de las luchas políticas entre los partidos, el libertinaje de algunos. El suave abate
Grimladi, que sufría las invectivas de los aragoneses directamente, aprovechó que el
terreno estaba abonado para pedir un castigo ejemplar que fuera “aprobado por Su
Majestad”37. El ministro estaba solo y humillado, y recelaba de todos. Como describe
magistralmente José Antonio Escudero, “La presión de Ricla, amigo de Aranda (y
primo), se tornaba creciente. Múzquiz era adicto al grupo. Gálvez era amigo de
Múzquiz, y hasta González Castejón parecía situarse adversamente debido a su
enemistad con O’Reilly. El encono de Roda era patente”.38 A esto hay que añadir la
presión del canónigo Ramón Pignatelli, hermano del conde de Fuentes, y de otros
37
Muzquiz es el primero en decir que “en Madrid convendría un ejemplar”, el 20 de agosto de 1775.
Grimaldi, tras incorporar al príncipe al despacho, ha pedido al rey su dimisión para parar los disturbios,
“pero tras estos, vendrán otros, si no se hace algún ejemplar con alguno; no se trata de sangre, pero un
destierro, un castillo: militares, pelucas o galones. En proponiéndolo al rey, seguramente Su Majestad lo
aprobará”. AHN, Estado, leg. 6437, Muzquiz a Ventura Figueroa, 20 de agosto de 1775; Grimaldi a
Ventura Figueroa, 30 de agosto de 1775.
38
Escudero, J.A., El origen del Consejo de Ministros en España, Madrid, 1979, p. 335. Olaechea, R. y
Ferrer, J. A., El conde de Aranda…
familiares directos de Aranda que tenían acceso al cuarto de los príncipes, a los que
habían logrado sumar a las críticas. La decisión de Grimaldi de abrir las puertas del
Consejo de Estado al príncipe Carlos también se utilizó contra él, así que no le quedaba
más que presentar su dimisión con su suavidad característica (que no evitaba una fuerte
dosis de venganza sutil contra sus enemigos).
Como todo el mundo, el rey sabía que la tormenta de pasquines venía de Aranda,
que esta vez se había extralimitado más que nunca, pues llegaba a proponerse como la
solución: “un general español y un ministro español, porque los españoles son buenos
para vasallos, no para esclavos, y menos de los extranjeros”. El más famoso pasquín
ponía nombre a ese general:
Una G nos corta el paso
Una O nos martiriza
Pues borrarlas es muy fácil
Y poner una A que rija.
Pero lo que preocupaba al rey es que esto mismo lo decía su hijo, el príncipe de
Asturias, el futuro Carlos IV. La conspiración en la propia real casa se sumaba a otros
tristes acontecimientos del annus horribilis de Carlos III. Antes rey que hermano, había
tenido que resolver el asunto de su hermano don Luis; también tenía que aceptar la
dimisión de Grimaldi con quien se entendía perfectamente y era sabido que a Carlos III
no le gustaba cambiar de ministro (“se entregaba a un solo hombre”, como dijo Roberto
Fernandez39). Además, había aceptado la idea de autorizar un “ejemplar”, un
escarmiento a un amigo de Aranda, que en esas circunstancias todos los enemigos del
conde iban a aprobar: Pablo de Olavide. Todos, dirigidos por Grimaldi, fueron
conduciendo al precipicio de la Inquisición al mejor amigo del conde. Así de sinuosa
era la venganza de Grimaldi, que salió de España hecho duque y embajador en Roma y
no sólo dejó como sucesor a Floridablanca –frustrando de nuevo cualquier posibilidad
de Aranda-, sino que se vengó de él en su mejor amigo. Como no podían castigar a un
grande de España, -además de que estaba lejos sabían que no podrían conseguir el
39
Fernández, R., Carlos III, col. Los Borbones, Madrid, 2001.
plácet del rey40-, eligieron a su amigo, un peruano plebeyo, rico por braguetazo con
Isabel de los Ríos (veinte años mayor que él), todopoderoso en Sevilla y La Carolina,
libertino volteriano (para dar gusto así al turbio fray Alpargatilla, como llamaban Azara
y los arandistas al padre Eleta) y encontraron la “feliz idea” de su “amancebamiento”
para que el caso más escandaloso del siglo entrara en jurisdicción inquisitorial41. No
callaron todos, como dice Rafael Olaechea, pues entre ellos hablaron. Pero, como en
tantos asuntos, había expertos en hacer desaparecer pruebas42, como Roda o
Campomanes –en esta ocasión, el propio Grimaldi, que se llevó muchos papeles de sus
últimos meses43-, pero ahí quedó la jugosa correspondencia entre Ventura Figueroa,
Gobernador del Consejo de Castilla, y el ministro Jerónimo Grimaldi, que prueba que
todos se coaligaron con el máximo secreto contra el peruano, hartos de Aranda y de sus
amigos del partido. Por eso, Aranda que recibió con el aguijonazo de la prisión de su
amigo por la Inquisición el aviso implícito de que podía haber más víctimas –quizás él
mismo-, calló en esta ocasión, aunque su amigo Azara le dijera que “lloraba lágrimas de
sangre”. El bocazas que nunca se había callado por nada confesó años después su temor
a Carlos III, a cuya “opiniâtreté et bigoterie” atribuyó certeramente la desgracia de su amigo44.
40
Lo que le recordaban en un libelo: “No renuncies señor/ No está en mi mano/ Di al rey que te
obligaron/ Ya lo sabe/ Acusa a tus contrarios/ Son muy altos/ Recurre a tus amigos/ No los tengo/ Usa de
fuerza/ Estoy desarbolado”. “Junta anual y general de la Sociedad Anti-hispana celebrada el día de los
Inocentes del año 1776 y fin de fiesta en el cuarto del marqués de Grimaldi” BNE, Mss. 10941. Los
contrarios …son muy altos.
41
“Ha sido un grande hallazgo lo del amancebamiento para encubrir la prisión y poder sacar las pesquisas
que tanto conducen a la tranquilidad venidera; así lo juzga Roda también”. AHN, Estado, Leg. 6437,
Grimaldi a Ventura Figueroa, 17 de noviembre de 1776. Olavide había entrado en las cárceles secretas de
la Inquisición el día 14 de noviembre.
42
Los autores del conocido libelo “Junta anual…” no dudan en mencionar el caso Olavide: “Nada te digo
de esas poblaciones que en la Sierra Morena se han fundado ni de su director, que ya descansa en la negra
oficina de Vulcano”. También saben cómo actúan los ministros: “pues no hay otro remedio sino es dejar
al rey bien preparado, quemar todo papel que sea nocivo, poner los favorables aunque falsos y dejar
sucesor tan oportuno que perfeccione bien lo comenzado”. BNE, Mss.10941.
43
El mismo lo dice en noviembre de 1776 cuando ya está preparando el viaje a Roma, por cierto, pasando
antes por Medina del Campo para despedirse de su amigo el marqués de la Ensenada. Por eso, faltan
muchas cartas de su correspondencia con Ventura Figueroa. Una de las muchas llamadas de Grimaldi a
mantener el secreto: “Mucho me alegro que se vaya descubriendo cada día alguna cosa más; creame V.
Illma. mío, importa tanto el descubrirlo y saberlo bien todo como el tenerlo secreto”. ANH, Estado, leg.
6437. Grimaldi a Roda, 21 de noviembre de 1776.
44
Lautico García, Francisco de Miranda y el Antiguo Régimen español (Caracas: Universidad Pontificia
Gregoriana, 1961), p. 362. Cit. por R. Olaechea. Sobre el papel del rey dirigiendo el proceso en persona,
Gómez Urdáñez, J. L., “El católico…”
Pero es que esta vez el conde había llegado demasiado lejos, hasta rozar el límite
infranqueable: Aranda había intervenido en las relaciones entre el rey y su hijo, el
príncipe de Asturias, Carlos, seguramente instigado por una frívola María Luisa, que
demostraba ya la manera ligera y alocada de entender la política que desarrollará
cuando llegue a ser reina. El disgusto hizo reaccionar a Carlos III que escribió una
cariñosa carta a su hijo advirtiéndole de sus errores. La carta, sin fecha, que Manuel
Danvila publicó en 189545, es muy conocida. Es el documento más utilizado para
mostrar a un rey humano padre benevolente, la antítesis del hermano cruel.
Sin embargo, los príncipes demostraron pronto el poco efecto que les había hecho
la reconvención paterna y volvieron a las andadas cinco años después, en 1781, esta vez
no sólo acogiendo en su cuarto a los arandistas, sino enviando Carlos IV al conde una
carta personal en la que criticaba abiertamente “lo desbaratada que está esta máquina de
la monarquía y lo poco que hay que contar con los ministros que ahora hay”. El príncipe
llegó a pedir a Aranda “un plan de lo que debiera hacer en el caso (lo que Dios no
quiera) de que mi padre viniese a faltar y de los sujetos que te parecen más aptos para
ministros”. Un ingenuo Carlos, que recordaba que su mujer “que está aquí presente te
encarga lo mismo” –como si fuera necesario decirlo- le aseguraba que “esto en ningún
tiempo lo sabrá nadie”. Aranda reaccionó entregándose de lleno a la obra, pensando que
se quitaba de encima a Floridablanca y volvía a España a mandar. Escribió su plan y
…a esperar. A esperar hasta 1787 en que volvió a España y a esperar la ascensión al
trono de Carlos IV, que obedeciendo a su difunto padre, confirmó en el cargo a …su
enemigo Floridablanca.
Pero la frustración del conde, que al final fue castigado por Carlos IV con el
destierro a la Alhambra tras su breve experiencia de gobierno, fue de tono menor si la
comparamos con la que sufrieron Carlos IV y María Luisa cuando descubrieron la
conspiración fraguada por su hijo en El Escorial –ésta era ya un golpe de estado, con
gobierno alternativo incluído- y fueron humillados en el llamado motín de Aranjuez,
aceptando la primera abdicación forzada, antes de la de Bayona, segunda y definitiva.
En su exilio en Italia, comprobaron que su hijo, el rey felón que tanto había conspirado
45
Digitalizada en Biblioteca Virtual Cervantes. http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/carta-inditade-carlos-iii-a-su-hijo-el-prncipe-de-asturias
contra ellos, ni siquiera les autorizaba a regresar a España y se desentendía
definitivamente de su triste futuro de exiliados y malavenidos. Así acababa –por ahoraesta familia de reyes absolutos, beneficiarios (y desagradecidos) del despotismo
ilustrado de algunos de sus ministros, que tuvieron que sortear el problema de las
relaciones padre-hijo, que en su caso, constituía también un problema de estado y, por
tanto, afectaban a todos los súbditos. Como hoy es todavía notorio en todas las
monarquías.
Apéndice. Carta de Carlos III al príncipe de Asturias.
«Muchos dias ha, Hijo de mi corazon, que pensaba hablarte á solas sobre algunos
asuntos importantes, y por ultimo me he resuelto á ponerlo por escrito, porque asi se
imprimen mejor las especies, y tu podras reflexionarlas con madurez. Te pido que lo
hagas meditandolas bien, porque bien, que por tu caracter vivo, y poca experiencia no lo
juzgues muy claro, te aseguro que son de la mayor consecuencia para ti, y que si no lo
remedias vendrá un dia, en que te arrepentiras; el amor que te tengo, y el deseo de que te
vayas proporcionando á ser con el tiempo un Gran Rey me mueve á darte estos
consejos, y bien comprenderás, que á no ser mi cariño tan grande, hubiera yo procurado
salvar por otros medios los inconvenientes de que voy á hablarte.
Entre un Padre, y un Hijo, entre un Rey, y un Principe heredero, no cabe diversidad
de intereses; bien lo conoces, y así cuanto pueda redundar, en servicio, y gloria del uno,
debe el otro mirarlo como propio; y lo mismo lo que es desaire, ó poca satisfaccion del
uno, debe serlo igualmente del otro, añadiendo á todos estos motivos y verdades, la
consideracion particular, de que llevo al cabo del año muchos afanes y sinsabores, solo
para dejarte un Reyno floreciente.
El mayor mal de un Gobierno, es la falta de union, ó en los dueños, ó en los que
dirigen los diferentes ramos. Un navío no —130→ anda si las velas son encontradas;
igual daño causa en un Estado el que realmente subsista esta desunion, ó que haya
apariencias para que el público las crea; entonces nadie obedece; todos se atreven en la
confianza de ser sostenidos, sino por unos, por otros; se encubre la verdad, los
embrollos triunfan, y la envidia, odios y fines particulares juegan á mansalva en la
Corte, y quien lo paga al cabo es el Soberano, y el Estado.
Meditalo, pues, que gente ruin, y mal intencionada movida de fines particulares
haya procurado sorprender con cautela tu ánimo, fiándose en tu corazon cándido,
incapaz de juzgar en otros las malicias que aborreces, y en la poca experiencia que
tienes de los dobleces de que son capaces los hombres, que hayan desaprobado en tu
presencia disposiciones mías pasadas, ó presentes, encubriendo su fin malvado, con la
capa de compadecerme, por que me engañaban, ó se me encubria la mitad de las cosas,
que te hayan dicho que yo protegia hechos ó personas, sin cabal conocimiento, y
prefiriendolas á otras de mas merito.
Es menester que entiendas, que el hombre que critica las operaciones del Gobierno,
aunque no fuesen buenas, comete un delito, y produce entre los vasallos una
desconfianza muy perjudicial al Soberano, porque se acostumbran á criticar, y á
despreciar todas las demas.
Lo que es cierto, que si no han hablado en tu cuarto, en tu presencia, ó en la de tu
mujer del modo que sospecho, no hay duda que el público lo ha inferido, autorizado por
observacion, notada de todos, que tu y tu mujer recibiais con ceño y poco agrado, á los
que yo distinguia, ó remuneraba, y agasajabais en su presencia á unos trastos
despreciables, lo que hace mas sensible la diferencia.
Para que veas que no me ciego en mi opinion, con gusto entraré contigo, en
examen sobre las disposiciones pasadas, y presentes, y sobre todos los sujetos, sus
méritos verdaderos, y servicios, y veras si me han engañado, ó si me han encubierto las
mas. Si resultase asi estoy pronto á mudar de dictamen; pero repara que es diferente, el
que á mi solo digas tu modo de pensar, ó el que lo manifiestes á otros, ó permitas que
hablen: el uno puede ser util, el otro es mas perjudicial de lo que piensas.
—131→
Para que comprendas el efecto que causan estas exterioridades, es menester que
entiendas, que nada es indiferente en los Principes; que de ellas saca sus ilaciones el
publico; y que los Soberanos, y los Principes, con el buen trato á quien lo merece, se
ganan los corazones, y con el malo los enagenan, y es preferible que nos sirvan por
amor, que por interes.
Lo que debes saber por conclusion es, que sea cierto, ó no, que en tu cuarto se haya
murmurado, con libertad, y corre por el Reyno que hay dos partidos en la Corte, el daño
que esto puede causar no es ponderable, y es mas contra ti, que contra mi pues lo has de
heredar, y si creen que esto suceda ahora entre Padre, y Hijo, no faltaran gentes, que con
los mismos fines, sujeriran á las tuyas de hacer lo mismo contigo. Bien sé que no lo
piensas, ni que es tu ánimo, estoy mas que seguro de esto; pero basta que por
exterioridades, que has creido indiferentes, y que veo no has reflexionado, las gentes lo
hayan inferido, y apoyadas de esta señal lo publiquen.
Se trata pues de evitar esta opinion tan perjudicial, y de fatales consecuencias; no
hay otro método que echar de cerca de ti los que han murmurado, y que todos conozcan
que los desprecias, agasajar á los que has tratado con poco agrado, y que por mi tienes
bien recibidas, y aplaudir siempre todas las resoluciones que se tomen, y defenderlas,
quedándote la puerta abierta para decirme despues al oido tu dictamen si no te
pareciesen acertadas; te oiré siempre con gusto.
Reflexiona, Hijo mio de mi vida dos cosas: La primera que casi todos los asuntos, y
negocios pueden mirarse con buen, ó mal semblante, no estando los sujetos bien
enterados del fondo de ellos, y asi es facil que los que te hablan los pinten á su idea, ó
por malicia, ó por ignorancia, para sacar de ti alguna palabra, señal, ó gesto que acredite
desaprobacion. La segunda que los que buscan sátiras, pasquines, ó papeles sediciosos,
para llevártelos, ó te vienen con murmuraciones, faltan á su honor, y conciencia, y
consiguientemente no aspiran al mejor servicio de Dios, ni del Rey.
De nuestra desunion real, ó aparente resultaría el trastorno general del Reyno, nada
podria emprenderse en honor de la Monarquia, —132→ por que los ánimos que lo
debiesen ejecutar, serían enemigos de la empresa, creyendo hacerse un mérito con el
partido contrario, que lo desaprobase, y de todo ello se aprovecharían las Potencias
enemigas de la España. Bien vés Hijo mio de mis entrañas, que conociendo este grave
mal faltaría á Dios, á mi conciencia, al Reyno, y al amor que te tengo, si no procurase
atajarle por todos los modos posibles.
Espero pues hallar en ti un apoyo, y un consuelo; que sostendras con tus discursos
y acciones cuanto se disponga, y mande, y que daras el ejemplo á los vasallos, del
respeto y veneracion, con que deben mirar las providencias del Gobierno, segun lo
exigen el servicio de Dios, el bien de estos Reynos, y tu mismo interes personal, para
que cuando llegues á mandar seas igualmente respetado y obedecido.
Por último quiero hacerte otra observación importante. Las mujeres son
naturalmente débiles, y lijeras; carecen de instruccion, y acostumbran mirar las cosas
superficialmente, de que resulta tomar incautamente las impresiones que otras jentes,
con sus miras, y fines particulares, las quieren dar. Con tu entendimiento basta esta
observación, y advertencia general. Tu propia reflecsion, si te paras con flema á
examinar las cosas, y á oir todas las partes, te abrirá los ojos, y te hará mas cauto, como
yo lo soy á fuerza de experiencias, y de no pocos años y pesares.
Te protesto Hijo mio, que mi corazon recibe el mayor consuelo en tener contigo
este paternal desahogo; espero que corresponderas á mi ternura, haciéndote de este
papel una meditacion diaria, y teniendo presente en tus discursos y acciones los
Consejos, que aqui te doy, con la prevencion, que á nadie, nadie de este mundo, debes
enseñar este papel, y solo consiento que lo enseñes á tu Hijo Heredero, cuando sea
grande, si lo necesitase; y te abrazo de todo mi corazon. Dios te haga feliz.
Tu padre que mas de corazon te ama=Carlos=»
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