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La dinámica de la historia del
psicoanálisis: Anna Freud, Leo Rangell
y André Green1
Martin S. Bergmann
Algunos de los debates que tuvieron lugar con relación al psicoanálisis se
convirtieron en puntos de referencia, ya que determinaron el rumbo seguido
por la historia de la disciplina. Entre ellos se cuentan las polémicas sobre la
técnica activa de Ferenczi (1919-1924) y sobre el análisis del carácter, de Wilhelm Reich (1933) (ver Bergmann y Hartmann, 1976, partes 6 y 7). También
parece pertenecer a esta categoría el simposio llevado a cabo en Marienbad
en 1936, donde por primera vez los partidarios de la psicología del yo, bajo
la conducción de Otto Fenichel, enfrentaron a la vieja generación de psicoanalistas. De todos estos debates, los más famosos –pese a haber permanecido en secreto durante mucho tiempo, aunque luego fueron divulgados– han
sido las controversias entre Melanie Klein y su círculo con Anna Freud y sus
partidarios (King y Steiner, 1991). Quiero proponer que a estos ejemplos,
bien conocidos, se les sume el debate que tuvo lugar en Londres en 1975 entre
Leo Rangell (apoyado por Anna Freud) y André Green.
El comité encargado de organizar el 29º Congreso de Psicoanálisis solicitó que se le hicieran llegar dos trabajos prepublicados que tuvieran opiniones divergentes y pudieran servir de base a la sesión plenaria, a la que se
había bautizado así: “Sobre los cambios en la práctica y la experiencia psicoanalíticas: implicaciones teóricas, técnicas y sociales”. Los psicoanalistas
elegidos fueron Leo Rangell y André Green. Anna Freud abrió el debate
con su trabajo “Cambios en la práctica y la experiencia psicoanalíticas”
(1976), y Shengold y McLaughlin tuvieron a su cargo la síntesis final. Gracias a la mirada retrospectiva que me brindan los más de veinte años transcurridos desde entonces, propongo que examinemos esta discusión y lo que
ella puede enseñarnos acerca de las fuerzas dinámicas que han plasmado la
historia del psicoanálisis, y que en su mayoría nos eran entonces desconocidas. Como todos estos trabajos son de fácil acceso, mi reseña de ellos será
breve y procuraré destacar únicamente lo que importa para mis objetivos.
1
Publicado en The Dead Mother edited by New Library of Psychoanalisis, Routledge,1999.
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A Rangell se le solicitó que expusiera la “opinión clásica” sobre los cambios en el psicoanálisis. Sostuvo que, a su juicio, de las tres instancias psíquicas (superyó, yo y ello), el superyó es la más susceptible a las influencias
externas, que el concepto del ello probablemente no se había modificado
desde los orígenes del psicoanálisis y que el yo ocupaba, en este aspecto,
una posición intermedia entre ambos. Y agregaba: “La represión y el inconsciente son atributos psíquicos permanentes de los hombres. Lo reprimido, así como aquello a lo que se le permite eludir la represión, cambian
delante de nuestros propios ojos, pero el hecho mismo de la represión permanece inalterado” (Rangell, 1975, pág. 90).
Rangell se mostraba dispuesto a aceptar muchos cambios siempre y cuando
se sumaran al núcleo del psicoanálisis sin reemplazarlo. Ningún agregado
podía desplazar el conocimiento anterior. La escuela de las relaciones objetales, así como la de las relaciones interpersonales, debían rechazarse porque
subestimaban el papel del mundo interno. También los psicólogos del self, que
consideraban el narcisismo y su tratamiento como una entidad aparte, estaban errados; los pacientes narcisistas no exigían ningún cambio de la técnica,
ninguna concesión: “La etapa edípica de la castración fálica es el núcleo, el
eje de la comprensión psicoanalítica, y no existe en la rueda de la vida ningún
área que quede fuera de él” (Rangell, 1975, pág. 96).
Rangell confiaba en la evolución pacífica y gradual de la disciplina; no
había ominosas nubes de tormenta en el horizonte, en el psicoanálisis todo
estaba bien. Dentro de él, el ritmo de cambio debía mantenerse en un nivel
mínimo, preservando lo que ya se había logrado. En otro lugar (Bergmann,
1998) demostré que esta actitud optimista era característica de la era de
Hartmann. La psicología del yo había sido iniciada por Freud y desarrollada luego por Anna Freud (1936) y por Hartmann (1939), quien trató de
poner al yo en un pie de igualdad con el ello. En mi monografía señalé que,
antes de la Segunda Guerra Mundial, Fenichel fue el principal psicólogo
del yo. Fenichel no valoraba demasiado los aportes de Hartmann, pero en
Estados Unidos la obra de este último se volvió canónica después de la guerra. La exposición de Rangell nos sitúa frente a un interesante problema histórico: ¿cuándo se desarrolló el psicoanálisis de un modo lento y gradual,
como él quería, y cuándo se produjeron cambios revolucionarios? En retrospectiva, parecería que esos cambios fueron anticipados, al menos en
Estados Unidos, por el artículo de Loewald, “Sobre la acción terapéutica
del psicoanálisis” (Loewald, 1960). El trabajo que envió André Green al
Congreso de Londres ocupa una posición crucial semejante.
Como ya dijimos, en el Congreso de Londres Anna Freud abrió el debate, y lo hizo poniendo su enorme prestigio como hija y heredera de Sigmund Freud al servicio de apoyar a Rangell. Su participación dio a entenREVISTA DE PSICOANÁLISIS | LXIX | N° 1 | 2012
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der que en lo que seguiría no debía verse una polémica entre Rangell y
Green, sino entre ella y Green. Contrastó la atmósfera de malos augurios
que traía esa presentación de Green con la satisfacción y el entusiasmo que
siempre habían caracterizado a los pioneros del psicoanálisis, quienes se
habían considerado los primeros y privilegiados seres humanos capaces de
comprender los efectos de las fuerzas pulsionales que surgen de la mente
inconsciente. Habían sido los primeros testigos de la gran revolución que
se estaba produciendo en la tentativa del hombre por conocerse a sí mismo.
En opinión de Anna Freud, el psicoanálisis podría cumplir con esa promesa si se limitaba a atender pacientes con síntomas neuróticos pero que
tenían un yo potencialmente sano. Sólo dentro de esos límites podía el psicoanálisis afirmar que su método de indagación equivalía a la cura. La neurosis implica la existencia de un desarrollo normal y de estructuras psíquicas normales y previsibles, así como vivir dentro de un entorno normal y
previsible. Si no se da esta combinación óptima de factores, se produce una
patología evolutiva muy distinta. Fuera de tales condiciones restringidas
no podía esperarse que el método psicoanalítico cumpliera con éxito sus
promesas. En vez de tratar de conquistar nuevos territorios, Anna Freud
aconsejaba que se reconocieran los “alcances óptimos” de la terapia psicoanalítica y sólo se la utilizara para aquello que mejor sabía hacer.
Leyendo estas palabras de Anna Freud más de veinte años después, uno
se da cuenta de que no es que discrepara con Green, sino que le era imposible entender lo que éste decía. En él encontró a un freudiano que había
incorporado a su pensamiento ideas de Lacan, Bion, y, sobre todo, Winnicott. Green conocía muy bien la importancia central de la simbolización, o
de su ausencia, cuando se intenta curar a un paciente fronterizo. A Anna
Freud esta superestructura, que iba más allá de las formulaciones de su padre,
le parecía un peligro innecesario. Para ella, el desarrollo del psicoanálisis,
o al menos de su núcleo, había concluido básicamente con dichas formulaciones. Green, en cambio, aprovechó la oportunidad que le brindaba ese
Congreso para establecer un nuevo modelo que complementara el que
Freud tenía de la neurosis como negativo de la perversión. Ese nuevo modelo teórico-clínico de Green se basaba en su labor clínica con pacientes
fronterizos. Si bien el creador del modelo fue él, lo fusionó con todo lo que
había aprendido de Lacan, Bion y Winnicott.
La ponencia de Green (1975) nos trasplantó a un mundo diferente. A
diferencia de los psicoanalistas tradicionales, él abordó la historia del psicoanálisis en forma dialéctica. Mostró que atravesaba una crisis, que padecía una profunda enfermedad. Había contradicciones entre el psicoanálisis
y el medio social, y se habían infiltrado en el propio núcleo de las instituciones psicoanalíticas. Por último, también había contradicciones entre la
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teoría del psicoanálisis y su práctica. Green destacó que la actitud optimista
de autosatisfacción propia de la era de Hartmann había dado paso a una
mayor complejidad y a una creciente ansiedad.
Diferenció tres líneas de evolución que habían tenido lugar dentro del
psicoanálisis. La primera dirigió su atención a los conflictos internos, el inconsciente y los puntos de fijación, y pasó a ocuparse del yo y sus mecanismos de defensa. La segunda se desplazó hacia el campo de las relaciones
objetales. La tercera dio prioridad a la función del encuadre, que a su vez
define al objeto analítico. Los primeros dos procesos son bien conocidos;
el tercero parece ser creación del propio Green y apareció luego de que los
psicoanalistas hicieran el incómodo descubrimiento de que algunos pacientes no podían utilizar el encuadre analítico como ambiente facilitador.
Se habían reconocido una gran variedad de mecanismos de defensa, insospechados por Anna Freud (1936) y por Otto Fenichel (1945), y ellos demandaban la atención de todo psicoanalista que trabajara con otros pacientes
además de los afectados por las neurosis clásicas. Entre ellos, Green enumeró la exclusión somática, la expulsión por vía de la acción, la escisión y
la desinvestidura (decathexis). Green vio que, como contrapartida del acting
out, había un acting in psicosomático. Y a ello debía agregarse la escisión,
en la que habían puesto el acento los kleinianos. Además, a diferencia de
los psicólogos del yo norteamericanos y de Anna Freud (1972), Green tomaba muy en serio la pulsión de muerte, que se expresaba en la desinvestidura de muchos intereses vitales, de modo tal que los pacientes aspiraban a
alcanzar un estado de vacío y de ausencia del ser.
Green definió la desinvestidura de un modo distinto del que había sido tradicional hasta entonces. Según su formulación, era consecuencia del narcisismo
negativo que surge directamente de las pulsiones destructivas. A raíz del poder
que cobra la pulsión de muerte, las investiduras del yo quedan reducidas a cero
y surge el narcisismo negativo como una fuerza que “desinviste la libido yoica
sin volver al objeto”. Cuando esto sucede, el yo “pierde el interés tanto en sí
mismo como en el objeto, y sólo le queda el anhelo de desvanecerse: de ser
arrastrado hacia la muerte y la Nada” (Green, 1986, pág. 13).
La represión veda el acceso de lo inconsciente a la conciencia, pero lo reprimido permanece vivo y busca retornar de la represión. O sea, por más que
exista represión, interiormente el paciente está vivo. El mecanismo de la desinvestidura, en cambio, es más mortífero, y ante él el psicoanalista a menudo
se encuentra desvalido. No es de extrañar que los psicólogos del yo quisieran
cerrar los ojos para no ver sus peligros. Green no podría haber escrito nunca
su trabajo sobre la madre muerta (Green, 1983) si no hubiera confrontado el
poder mortal de la desinvestidura como alternativa fundamental frente a la
represión. Una vez captada la importancia de este mecanismo, un nuevo grupo
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de pacientes se volvió accesible al contacto psicoanalítico, en el sentido de que
podían sentir que el terapeuta los comprendía y comprendía su padecimiento,
aunque no supiera cómo vencer esa defensa mortífera.
En otro ensayo de Green (1975, págs. 292-93), nos enteramos de que en
la adopción del término “desinvestidura” se vio influido por Realidad y juego,
de Winnicott (1971), donde éste describe su labor con varios pacientes muy
graves. Lo que tiene lugar entre el analista y el analizando es una sucesión
de investiduras y desinvestiduras libidinales agresivas: el analizando procura
destruir al analista con el único fin de ver si sobrevive a sus ataques.
En el pasado, el modelo implícito de la neurosis nos llevaba a la angustia
de castración. El modelo implícito de estos estados fronterizos nos lleva
a la contradicción creada por la dualidad angustia de separación/angustia
de intrusión. [...] El paciente sufre entonces los efectos combinados de
un objeto persecutorio intrusivo y de la depresión consecuente a la pérdida de ese objeto (Green, 1975, pág. 7).
Lo original –y, para muchos psicoanalistas, perturbador– del enfoque de
Green es la idea de que para comprender al paciente fronterizo, el analista
debe incluir su propia contratransferencia. Lo difícil en la labor con estos
pacientes procede de la polaridad ilusión/muerte. Su núcleo psicótico es
un estado “en blanco” en el que no hay síntomas ni contenido psíquico alguno. Estos pacientes no establecen diferencias entre sus dos progenitores:
ambos son para ellos malos e intrusivos, o buenos e inaccesibles.
Los partidarios de la psicología del yo –Fenichel (1974), Hartmann y
sus colaboradores (1949) y Anna Freud (1972)– trataban de proteger al psicoanálisis de las consecuencias que podría traerle ocuparse de la pulsión de
muerte. Tiene importancia histórica el hecho de que Fenichel escribiera su
trabajo en 1937 pero lo hiciera circular sólo en privado, y se publicase en
forma póstuma en 1974. Melanie Klein, en cambio, aceptó la pulsión de
muerte al postular que en los comienzos de la vida se libraba una batalla
entre esa pulsión y Eros, y que si las condiciones eran favorables, el desarrollo llevaba de la posición paranoide a la depresiva.
Recuerdo a un analizando que tuve hace muchos años y que ahora clasificaría como perteneciente a este grupo. Una vez le pregunté qué problemas había tenido con su analista anterior, y me contestó: “Era un buen analista para los pacientes saludables, pero no para mí”. En ese momento no
supe comprender el carácter ominoso de esa declaración sobre sí mismo.
En mi propia labor clínica había comprobado que aun los pacientes que desinvisten su relación con objetos internos malos siguen combatiendo, pasivamente, al analista, y lo hacen mediante su continuo ataque al vínculo –
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término que le debemos a Bion–. Graciosamente nos permiten que saquemos a la luz un trauma tras otro de su vida porque cada uno de esos traumas justifica su retraimiento; pero no dan ninguna aplicación a este conocimiento. No logran recomponer su biografía de otro modo, que dé a la
pulsión de vida una oportunidad para combatir su tendencia a la pasividad
y, en última instancia, a la muerte.
Quisiera ahora agregar algún párrafo más de las conclusiones que expuso
Green en el Congreso de Londres y que, por lo que sé, nunca habían sido
expresadas de este modo en psicoanálisis:
En efecto, el objeto siempre intrusivamente presente, penetrando en permanencia en el espacio psíquico personal, moviliza una contracatexia permanente para luchar contra esta efracción que agota los recursos del Yo
o lo obliga a deshacerse de ella a través de la evacuación de la proyección
expulsiva. Al no estar nunca ausente, no puede ser pensado. A la inversa,
al no poder el objeto inaccesible ser llevado nunca al espacio personal o,
en todo caso, nunca en forma suficientemente durable, tampoco puede
formarse de acuerdo con el modo de una presencia imaginaria o metafórica. Si aunque sólo por un momento ello fuese posible, el objeto malo lo
expulsaría. Y, del mismo modo, si el objeto malo cediese el lugar, el espacio psíquico, que sólo puede ser ocupado por el objeto bueno en forma
extremadamente temporaria, se vería vacío por completo. Este conflicto
conduce a la idealización divinizante de un objeto bueno inaccesible (desconociéndose en forma activa el resentimiento contra esta falta de disponibilidad) y a la persecución diabólica por parte del objeto malo (desconociéndose también la afección que esta situación implica). En los casos
a los que nos referimos, la consecuencia de esta situación no conduce ni
a una psicosis manifiesta en la que los mecanismos de proyección se desplegarían con amplitud, ni a una depresión franca en al que el trabajo de
duelo podría realizarse. En efecto obtenido es la parálisis del pensamiento
que se traduce a través de una hipocondría negativa del cuerpo y más particularmente de la cabeza: impresión de tener la cabeza vacía, de agujero
en la actividad mental, imposibilidad de concentrarse, de memorizar, etcétera… (André Green, Int. J. Psycho-Anal. 1975, 56, p. 8)*.
Al yuxtaponer el objeto malo invasivo junto al objeto bueno inaccesible
que el analizando busca tan fervorosamente sin encontrarlo, no sólo se le dio
al psicoanálisis una nueva arma para batallar contra perturbaciones graves de
*
Transcripción de la traducción de la Revista de Psicoanálisis 1975 Nº 1, pág. 81
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hombres y mujeres, sino que además se contribuyó a una mejor comprensión del amor, y se alcanzó una nueva visión psicológica de la literatura sobre
el misticismo y la historia de las religiones. En la religión normativa se vivencia a Dios como un ser distante; las plegarias de los seres humanos pueden o no llegar a él, y con frecuencia se requiere un intermediario. En contraste con ello, el místico procura vivenciar a Dios física, directamente. El
misticismo es una rebelión contra el objeto bueno inaccesible.
Aquí tomamos contacto con la forma dialéctica que adopta el pensamiento de André Green. El objeto es malo, pero es bueno que exista, aunque no exista como objeto bueno. El abandono del objeto malo no hace
que el individuo invista un espacio propio, sino que conduce a una aspiración atormentadora a la nada que a la postre lo lleva a un pozo sin fondo y
a una alucinación negativa del self.
Al final de su trabajo, Green apunta que la obra de Freud es la base de
nuestro saber, pero un analista no puede mantener vivo el psicoanálisis si
aplica meramente los conocimientos adquiridos: debe tratar de ser creativo
hasta donde se lo permita su capacidad. A mi entender, aquí Green retoma
una de las contradicciones mencionadas por él al comienzo de su artículo y
que opera en el núcleo mismo de las instituciones psicoanalíticas: Freud y
los fundadores de la Asociación Psicoanalítica Internacional aceptaban tácitamente que la mayoría de los psicoanalistas aplicarían a sus pacientes lo
que aprendieron en el Instituto. Las cartas de Freud a Abraham (1965) nos
anotician de que ambos estaban convencidos de que en materia de psicoanálisis todos los descubrimientos importantes ya se habían hecho, y lo que
le restaba hacer a la próxima generación era una especie de “operación de
limpieza rutinaria”. Hoy sabemos que Freud no comprendió la real magnitud de sus grandes descubrimientos; casi cien años después de ellos, Green
ha mostrado en este artículo que aún queda por explorar un vasto territorio,
y que la tarea iniciada por Freud era en verdad infinitamente más compleja
de lo que éste supuso. Uno de los perturbadores interrogantes planteados
por Green apunta al corazón mismo de las instituciones psicoanalíticas: ¿Todo
psicoanalista debe ser verdaderamente creativo? ¿O el psicoanálisis se asemeja más bien a cualquier otra profesión, capaz de transmitir a sus estudiosos un conjunto de informaciones que les den suficiente seguridad en su
práctica profesional, sin imponerles la necesidad de ser creativos en cuanto
a la manera de aplicarla?
La pregunta acerca de si un analista debe ser creativo o simplemente debe
estar bien capacitado es reflejo de esta otra: los analizandos, ¿pueden clasificarse convenientemente en unas pocas categorías diagnósticas cuyos problemas específicos se aprenden durante la formación, o cada analizando es
un individuo único y exige un enfoque particular? Si lo que ocurre es esto
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último, el análisis demanda de quienes lo practican una cierta creatividad.
Por su estructura misma, los institutos psicoanalíticos sólo pueden transmitir el saber adquirido y no fomentan la creatividad si ésta no forma parte
de la personalidad de aquellos a quienes instruye.
Cuando, veintiocho años después, repasamos el debate que hubo en Londres, podemos ver que, históricamente, su resultado ya estaba decidido de
antemano. En la realidad de aquel momento, Rangell y Anna Freud salieron victoriosos, pero la época que ellos representaban ya había quedado
atrás. Estados Unidos ya no determinaba qué procesos de desarrollo del psicoanálisis perdurarían. Diferentes escuelas habían cuestionado el saber de
los mayores y los ortodoxos, y limitar la labor psicoanalítica sólo a los neuróticos ya no era posible. Entretanto, el tratamiento de neuróticos no había
proporcionado mucha información novedosa, y la insistencia en que el psicoanalista se limitara a esa clase de pacientes anunciaba el fin de la era de
Hartmann, incluso en Estados Unidos.
El concepto de desinvestidura es también central en “La madre muerta”
(Green, 1983), donde Green señala que la característica más importante que
diferencia al psicoanálisis contemporáneo del psicoanálisis clásico que lo
precedió es su mayor hincapié en el duelo. La expresión “madre muerta”
es una metáfora, ya que la madre está físicamente viva. Antaño fue una fuente
de vitalidad para su hijo, pero a raíz de un trauma sufrido cuando el niño
era aún pequeño, le retiró su interés y su amor, y así “transformó brutalmente un objeto viviente, fuente de vitalidad, en una figura distante, apagada, prácticamente inanimada” (pág. 142). El período durante el cual la
madre todavía gozaba de vitalidad debe ser suficientemente prolongado para
que no se extinga en su hijo toda esperanza de vida. En este aspecto, los pacientes de Green que presentaban el cuadro de la madre muerta diferían de
los estudiados por Spitz en sus ensayos sobre el hospitalismo (1945, 1946).
En “La madre muerta”, Green retomó algunas ideas expresadas en el
Congreso de Londres. La desinvestidura de la madre muerta tiene como
resultado la identificación con ella. De ahí que los pacientes no experimenten
odio alguno por su madre. Estos pacientes le cobran afecto al entorno analítico, más que al analista. La desinvestidura de la madre trae consigo lo
que Green denomina “agujeros psicológicos”; interpretarla como una forma
de odio es un error técnico del analista. Que esta depresión “en blanco” se
convierta, durante la transferencia, en una depresión vivenciada es un buen
presagio. Green habla aquí de “depresión de transferencia” del mismo modo
que los analistas clásicos hablaban de “neurosis de transferencia”.
En mi labor con hijos de sobrevivientes de campos de concentración me
topé con una variante de esta temática: la madre que, durante un tiempo,
es para su hijo un ser inanimado pero luego “despierta” y está disponible
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para él, hasta que vuelve a sucumbir a su depresión. Sus bebés o sus hijos
en general no tienen manera de comprender tales fluctuaciones. O bien se
identifican con la madre y reproducen su conducta con sus propias esposas
e hijos (incluso en la transferencia), o bien procuran de diversas formas impedir que el objeto pierda interés en ellos; y a veces alternan entre uno y
otro procedimiento.
DISCUSIÓN
Dado que el término “desinvestidura” (decathexis) es central en el pensamiento de André Green,* tal vez sea útil señalar que no aparece en la Standard Edition de las obras de Freud, ni tampoco en los dos principales diccionarios psicoanalíticos (Laplanche y Pontalis, 1973; Moore y Fine, 1990).
Strachey empleó “cathexis” para traducir al inglés el término alemán Besetzung,** que Freud empleó para dar cuenta de los distintos grados de intensidad con que tienen lugar los procesos psíquicos inconscientes. El término
cathexis dio origen en inglés a otros tres: anticathexis (antiinvestidura), countercathexis (contrainvestidura) y decathexis (desinvestidura). Cuando me topé
por primera vez con este último, me sonó familiar, tal vez porque mi maestro, Paul Federn, había hablado de él en dos artículos que me prepararon
para acoger la idea de Green: “El yo como sujeto y objeto en el narcisismo”
(Federn, 1928) y “Sobre la distinción entre el narcisismo sano y el patológico” (Federn, 1929). Federn trataba de establecer un nuevo modelo aplicando las enseñanzas de su tratamiento de psicóticos, más o menos como
luego lo hizo Green con su tratamiento de pacientes fronterizos. En 1963
señalé que la psicología del yo propuesta por Federn había sido desplazada
por la propuesta por Hartmann.
En 1993 sugerí que la propia complejidad del psicoanálisis nos obligaba
a diferenciar entre los que ampliaban la teoría, los que la modificaban y los
herejes. Mientras vivió Freud, sólo pudo haber fieles discípulos que ampliaron la teoría y herejes expulsados. Inevitablemente, después de su muerte
surgieron los terceros, los modificadores, y cuando eso aconteció, el pluralismo psicoanalítico se tornó inevitable. El momento histórico que marcó
el surgimiento de los modificadores fue el de los debates decisivos entre
Anna Freud con sus seguidores y Melanie Klein con los suyos. En esta oportunidad, Anna Freud no tuvo el poder suficiente para expulsar del psicoa-
*
**
El término francés empleado por éste es desinvestissement. (N. del T.)
Literalmente, "ocupación", en el sentido de "ocupación militar de una plaza". (N. del T.)
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nálisis a los kleinianos. Como consecuencia de ello, pudieron permanecer
dentro de las filas del psicoanálisis organizado otros modificadores, como
Kohut y sus discípulos. Merece atención especial el hecho de que no sucediera lo mismo con Lacan y sus discípulos. Para mí, Lacan, Bion y Winnicott son ejemplos de modificadores, y en el Congreso de Londres Green
dirigió sus esfuerzos a aglutinar a estos tres modificadores diferentes considerándolos legítimos herederos de la obra de Freud.
En ese mismo artículo sugerí que, teniendo en cuenta la complejidad
del psicoanálisis, no era probable que se hiciera realidad el anhelo de Freud
de ser comparado con Copérnico y Darwin como el tercer descubridor que
vino a perturbar el tranquilo sueño de la humanidad. Es más probable que
se lo compare con Platón, ya que dio origen a una complicada evolución de
ideas que, con el correr del tiempo, se desarrollaron en distintas direcciones. A esa complejidad de la obra de Freud debe atribuirse que ya existan
tantas interpretaciones del significado de su pensamiento. Recordemos que
Melanie Klein afirmaba que ella era freudiana, pero no “annafreudiana”.
Desde el punto de vista histórico, interesa contrastar el congreso de Londres con otro anterior: el realizado en 1954 en Arden House, en las afueras de Nueva York, con el título “Ampliación de los alcances de las indicaciones para hacer un psicoanálisis”. Los participantes eran Leo Stone, quien
expuso su conocido trabajo sobre este tema, y Edith Jacobson, quien también leyó un trabajo clásico: “Problemas transferenciales en el tratamiento
psicoanalítico de pacientes depresivos graves”. La principal comentarista en
ese debate fue Anna Freud.
Cuando releemos hoy el trabajo de Stone, nos llama poderosamente la
atención el cambio sobrevenido desde entonces en la atmósfera social:
En una ciudad como Nueva York, pocos problemas humanos admiten una
solución que no sea el psicoanálisis; de igual modo, hay casi una expectativa sobre la ayuda que puede prestar el método que le hace gran injusticia
Situaciones desesperadas, realidades graves, falta de talento o de capacidad
(habitualmente consideradas como una “inhibición”), ausencia de una apropiada filosofía de vida, y casi cualquier enfermedad física crónica, pueden
ser llevadas al psicoanálisis para que las cure (Stone, 1954, pág. 568).
Aun cuando se pensaba que el psicoanálisis era la cura de todos los males,
en la práctica psicoanalítica pocas veces se encontraban trastornos de carácter y pacientes fronterizos. Stone señaló que el creciente interés en la
psicología del yo tuvo como consecuencia que el analista prestase más atención a las sutilezas del carácter de cada individuo.
Stone combatió enérgicamente la idea de que el psicoanálisis pudiera
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ser perjudicial para un paciente cualquiera. Que un adulto tenga predisposición a la psicosis no quiere decir que en él exista, en forma latente, una
psicosis preformada, que sólo aparece cuando la revela el tratamiento. Y
concluye diciendo:
Si bien a medida que uno se aproxima a la periferia nosológica aumentan
las dificultades y disminuyen las perspectivas de éxito, no existe una barrera absoluta; y debe tenerse en cuenta que tanto los factores extranosológicos como las tendencias personales del terapeuta pueden influir profundamente en la indicación de tratamiento y en el pronóstico (pág. 593).
El éxito de un tratamiento dependerá de la capacidad del paciente para
tolerar el sufrimiento, de su aptitud para la autoobservación, así como de
su edad, ocupación, medio familiar y las ventajas que razonablemente puede
esperarse que genere el cambio intrapsíquico. En circunstancias favorables, un paciente fronterizo puede beneficiarse más del análisis que algunos pacientes histéricos. A continuación, Stone formula esta pregunta:
“¿Hasta dónde puede modificarse el método psicoanalítico clásico y seguir
considerándolo psicoanálisis?” (pág. 575).
En cuanto al trabajo de Edith Jacobson, interesa en relación con el síndrome de la madre muerta de Green. Tanto las similitudes como las diferencias entre los dos trabajos son instructivas. Jacobson señaló que los depresivos tratan de recuperar su perdida capacidad de amar mediante el amor
mágico que esperan recibir de sus objetos de amor. Tienden a establecer
con el analista un rapport intenso inmediato, o ninguno en absoluto. Esto
hace que se vuelva peligroso derivarlos a otro terapeuta. Su transferencia
se caracteriza por una idealización exagerada y una obstinada negación de
los defectos evidentes de su analista. A menudo se sienten mejor sin que
existan razones intrapsíquicas aparentes para ello: la mera esperanza de que
el análisis los curará basta para hacerlos sentirse mejor. Y suelen imponer a
su analista fuertes exigencias.
El carácter emocional de las reacciones del analista es mucho más determinante que la cantidad de sesiones. Para muchos depresivos, es más tolerable tener cuatro o aun tres sesiones por semana, que tener seis o siete.[...]
Pueden vivenciar las sesiones diarias como seductoras promesas demasiado
difíciles de cumplir, o como obligaciones orales sádicas intolerables, que
promueven su sumisión masoquista (Jacobson, 1954, pág. 603).
Continúa diciendo Jacobson que estos pacientes necesitan al analista principalmente como una persona tolerante que escuche sus respectivos recla-
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mos. Será provechoso para ellos que, durante el período de la transferencia positiva, el analista les haga ver el carácter ilusorio de la transferencia.
Cuando ésta se torna negativa, deben evitarse las interpretaciones ya que
en esa fase cualquier interpretación es vivenciada como un comportamiento
defensivo del analista y lleva al paciente a pensar que éste es ajeno a sus necesidades. Si leemos el trabajo de Jacobson teniendo presente el de Green
sobre la madre muerta, vemos que los pacientes de aquella no alcanzaron
el grado de desinvestidura que tuvieron los de Green, o si lo hicieron, Jacobson no fue consciente de este aspecto de sus vivencias.
Al comentar estos dos trabajos, Anna Freud se lamentaba de que se le hubiera restado tanto interés al tratamiento de la neurosis tradicional. Declaró:
No puedo dejar de pensar que si toda la habilidad, conocimientos y esfuerzos innovadores dedicados a ampliar los alcances del psicoanálisis se
hubieran empleado para mejorar y fortalecer nuestra técnica en el campo
original, hoy día el tratamiento de las neurosis comunes sería para nosotros un juego de niños, en lugar de debatirnos con sus problemas técnicos, como hemos hecho de continuo (1954, pág. 610).
Al leer esto en nuestros días discernimos algo que nunca se abordó por completo, a saber, que Anna Freud (a quien podemos considerar representativa
de muchos analistas de la época) confiaba en que llegaría un tiempo en que
el psicoanálisis sería –en sus palabras– un “juego de niños”, algo que cualquier
practicante del psicoanálisis razonablemente bien capacitado podría hacer.
Al comparar lo acontecido en el Congreso de 1954 con lo que pasó en
el de 1975, notamos que Stone y Jacobson se dirigían a un público psicoanalítico confiado y optimista. En realidad, hasta ese momento los éxitos terapéuticos del psicoanálisis habían sido apenas modestos, pero esto no menguaba el optimismo y las grandes expectativas sobre lo que podría ofrecer
en el futuro. Al parecer, los psicoanalistas, como los pacientes depresivos
de Jacobson, vivían de la esperanza. El Congreso de Londres se realizó, en
cambio, en medio de una atmósfera de dudas e incertidumbre. Al entusiasmo
de los pioneros le había sucedido la profesionalización de la disciplina. El
psicoanálisis se había convertido en una profesión difícil de adquirir, ya que
exigía (al menos en Estados Unidos) varios años de formación después de
concluir los estudios de medicina, así como una especialización en psiquiatría. Muchísimos analistas hicieron el penoso descubrimiento de que sus
análisis didácticos habían dejado mucho que desear. Al mismo tiempo, el
mundillo literario y el del espectáculo, que en una época se habían mostrado
tan entusiastas con respecto al psicoanálisis, se le habían vuelto indiferentes o incluso hostiles. Los modificadores crearon nuevas escuelas que se
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habían declarado la guerra unas a otras. La postura tradicional, tan elocuentemente defendida por Rangel y Anna Freud, ya no podía revertir la
oleada de cambios representada por André Green.
El precepto del oráculo de Delfos (“Conócete a ti mismo”) resultó ser
infinitamente más difícil de poner en práctica de lo que habían imaginado
los pioneros del psicoanálisis, pero al mismo tiempo el camino que llevaba
hacia ese objetivo probó ser más interesante de lo que esos mismos pioneros habían previsto. Y uno de los importantes carteles indicadores en ese camino fue el descubrimiento que hizo André Green de la desinvestidura como
alternativa ante la represión.
Traducción de Leandro Wolfson
DESCRIPTORES: HISTORIA DEL PSICOANÁLISIS / CAMBIO / PSICOANÁLISIS / DESINVESTIDURA / BORDERLINE / MADRE MUERTA / OBJETO / GREEN ANDRÉ.
KEYWORDS: HISTORY OF PSYCHOANALYSIS / CHANGE / PSYCHOANALYSIS / DECATHECTIZATION / BORDERLINE / DEAD MOTHER / OBJECT / GREEN ANDRÉ.
PALAVRAS CHAVE: HISTÓRIA DA PSICÁNALISE /MUDANÇA/ PSICANÁLISE / DESINVESTIDURA / BORDERLINE / MÃE MORTA / OBJETO / GREEN ANDRÉ.
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