Anthony Michaels Moore (Rigoletto) y Katherine Whyte (Gilda) Ópera en Inglaterra por Eduardo Jacobo Benarroch L’heure espagnole y Gianni Schicchi en Londres Foto: Clive Barda Quizás no haya desacuerdo en cuanto a la producción de Richard Jones que envía a estas dos obras a la estratósfera de la imaginación, ubicando a Ravel en una caja que se aproxima al espectador con el tic-tic incesante de una multitud de relojes y a Puccini en un domingo de fútbol en la Italia con esperanzas de 1950/60 como una evocación a Eduardo de Filippo. Pero las obras sólo tienen en común un aspecto: la corta duración y, por eso, es atractivo sentir la diferencia de estilo. Mientras que Ravel presenta una situación llena de erotismo en un contexto de fantasía, Puccini nos lleva al mundo de Dante con caracteres que provocan disgusto aunque tambien risa, y como Puccini no pretendía filosofar mucho al final, deja un sabor muy placentero en la boca, al igual que Ravel. alguien que posea un carácter inmenso, como fue Bryn Terfel dos años atrás, y además la voz de Allen se encuentra demasiado gastada. Pero la siempre excelente Maria Bengtsson debutó con una Lauretta sensacional cantando ‘O mio babbino caro’ con intensidad y muy buen control vocal, mientras que Stephen Costello hizo una buena pareja a su lado. No hubo fisuras en el resto del elenco: cantantes de calidad para roles pequeños sobran en esta casa, y como siempre Antonio Pappano demostró por qué es hoy uno de los mejores directores de ópera, y ojalá que lo sea en esta casa por largo tiempo. Rigoletto en Londres El problema de estas reposiciones fueron justamente los personajes centrales de Concepción y Schicchi. En la función del 28 de octubre en la Royal Opera House, Ruxandra Donose es una buena cantante, pero su caracterización de Concepción resultó demasiado elaborada; hubo demasiado esfuerzo para mostrar sensualidad: el erotismo nunca debe ser superficial. Hace dos años Christine Rice demostró cómo se debe hacerlo. Pero Christopher Maltman resultó ideal como Ramiro el muletero: su voz fresca y masculina, más un físico privilegiado, lo convirtieron en favorito del público femenino. Andrew Shore divirtió al más cascarrabias con su frustrado Don Íñigo y el elenco satisfizo hasta en el mas mínimo detalle. Las buenas producciones son como los buenos vinos: nacen bien, se crían bien y maduran hasta convertirse en clásicos de su especie. Así sucede con la extraordinaria produccion de Jonathan Miller vista por primera vez en 1982. La historia de abuso sexual, libertinaje, amenazas y ejecuciones sumarias calza bien con el mundo de la Mafia neoyorkina. Y recuerde el lector que en 1982 el público londinense que la vio por primera vez no estaba tan acostumbrado a ver este tipo de conceptos. Rigoletto atiende el bar privado de “el Duque” de Mantua (los americanos gustan apelarse con títulos reales, tambien en la música de jazz, como “Duke” Ellington, o Nat “King” Cole) y allí da rienda suelta a su temperamento y a su rabia contenida. Estos no son nobles, pero son cortesanos de una corte criminal que abusa y asesina. La musica de Verdi, siempre alerta y perfecta, calza a las mil maravillas en este mundo sórdido y oscuro. Y en este mundillo miserable habita en una callejuela tambien sórdida su hija Gilda, que quién sabe cómo se las arregla para ir a la iglesia. No sorprende entonces encontrarse con una figura como Sparafucile: total, en esta Nueva York criminal, todos son extranjeros. Como Schicchi, Thomas Allen resultó poco convincente: hubo demasiado pour la gallerie pero para hacerlo se necesita Alzándose como un titán desde esta aclamada producción presentada en la English National Opera, se vio y escuchó pro ópera Escena de The Tsarina’s Slippers en Londres The Tsarina’s Slippers en Londres Hay casos en que obras maestras son redescubiertas luego de años de olvido. No es este el caso. Las botas de la Zarina, no “Las zapatillas”, como en el título en inglés, es una obra menor. La única razón para su reposición es que fue compuesta por Chaikovski, y en un caso de locura general la Ópera Real, que generalmente presenta espectáculos espléndidos, ha decidido ponerla para Navidad. Basada en un cuento de Gogol, la historia de Vakula el herrero narra las vicisitudes de una pareja joven en un marco semi fantástico. El final es feliz y todo el mundo debería salir contento. ¿Por qué entonces la escasez y frialdad del público? Porque es una obra que debería haber seguido olvidada, y el público que pagó mucho se sintió confundido. La música es episódica y llena de temas folklóricos de calidad superficial, no se escuchó una melodía memorable de un pro ópera compositor famoso por ellas. Es posible que Chaikovski haya adorado esta fábula, pero al llevarla al escenario falló por mucho. Los personajes no tienen profundidad, no se puede hacer nada con ellos porque son todos caricaturas. En cambio, en Eugene Onegin o La dama de picas los personajes son creíbles y de carne y hueso, con emociones, y ni qué hablar de la música. Por más que el programa contenga notas justificando la exhumación, el resultado es evidente: ¡un fiasco! Del vasto elenco, casi todo ruso, sólo tres cantantes brillaron: el magnifico bajo de Vladimir Matorin en el rol de Chub, la siempre rendidora y de voz excelente Larisa Diadkova en el rol de la bruja Solokha y el elegante Su Alteza de Sergei Leiferkus. Para el resto habían muchos mejores cantantes en Gran Bretaña. La siempre estupenda orquesta de la casa con Alexander Polianichko al podio sonó tan aburrida como el público. Turandot en Londres Quienes no toleran el final de Alfano tienen ahora dos posibilidades para disfrutar esta obra: una en Colonia, en la producción de Gunter Krämer, sin el final; y otra en Londres en la English National Opera, con el discutido final en la nueva producción de Rupert Goold. Ubicada en un restaurante chino habitado por figuras reales e imaginarias, la producción gira alrededor de un escritor que crea la obra frente a nuestros ojos, pero su fantasía lo lleva por terrenos peligrosos que lo asombran y deleitan. Sus personajes le piden que los dejen morir en paz y en el momento en que Puccini cesó de componer pierde su manuscrito, que es recogido por un personaje con cabeza de cerdo que trata de garabatear un final. No creo que Alfano se merezca tal comparación. Pero esto es un punto menor en una producción llena de fantasía, creatividad y de sorpresas Foto: Bill Cooper por primera vez en este rol en Inglaterra a Anthony Michaels Moore, un baritono inteligente que descolló por su total compenetración y excelente canto. El por qué no lo ha cantado en la Ópera Real también es un misterio, porque está al más alto nivel histrionico-vocal. Michaels Moore conmovió y tambien divirtió, pero con un toque de amargura muy apropiado. Como el Duque, Michael Fabiano mostro una voz segura y Katherine Whyte adquirió con el correr de la función confianza hasta convertirse en una excelente Gilda. Brindley Sherratt fue un lúgubre Sparafucile y el coro se lució mucho. Pero a la par de Michaels Moore se encontro el otro pilar de esta función en el director americano Stephen Lord, cuya lectura bien puede considerarse como ejemplar, con todos los ingredientes que dan ese sabor tan inusual llamado “italianitá”. Lord dirigió en forma magnífica, fraseó con sapiencia y elegancia y mantuvo la tensión dramática en cada momento. Amanda Echalaz (Liù) y Gwyn Hughes Jones en Turandot que dejan al espectador boquiabierto. Es posible también verla con ojos jungianos y allí se encontrarán claramente las referencias al ánima o animus: arquetipos, individuación, proyección. La figura de Liù tiende a representar al amor maternal y Calaf es el hombre que madura a través de este proceso. Y si la producción es extraordinaria no lo es menos la dirección de Andrew Gardner, director musical de la ENO. Este joven director no ha puesto un pie en falso desde que hubo asumido las riendas musicales de esta casa. Su dirección se asemejó a una brisa de aire puro que sacudió el polvo de generaciones que habían dejado sobre la superficie. Con Gardner la partitura sonó como si hubiera sido recién compuesta, los aspectos íntimos armónicos sonaron muy modernos y estoy seguro que sorprendieron a muchos espectadores. Gardner reivindicó a Puccini con la mejor lectura de esta obra que me ha tocado escuchar. Como Calaf, Gwyn Hughes Jones descolló en todo el registro, su voz sonó dulce y llena de carácter y actuó con convicción un rol que tiende a ser duro. Amanda Echalaz presentó una Liù llena de coraje y de amor y cantó con voz plena y bella. A Kirsten Blanck le costó ‘In questa reggia’ pero luego se asentó durante el dúo con Calaf. Stuart Kale fue un lujo como Altoun y los tres cocineros de este restaurante infernal fueron Ping, Pang y Pong, en la interpretación de Benedict Nelson, Richard Roberts y Christopher Turner. No hubo un rol que no estuviera bien cantado y el coro destacó durante toda la obra. Una versión para gozar y para el recuerdo. Foto: Clive Barda The Turn of the Screw en Londres No hay una obra de Benjamin Britten que se acerque a la realidad tanto como el cuento de Henry James. La pérdida de la inocencia, la homosexualidad y la sociedad claustrofóbica y distante (representada por el guardián de los dos niños) más los prejuicios reinantes la hacen una obra crucial en el repertorio de este compositor. La orquestación llega a niveles de síntesis celestiales: Britten emplea 12 instrumentos Escena de La vuelta de tuerca, de Britten y piano para crear un sonido pleno que trasciende y llena cualquier sala donde se presente, desde el Met hasta la mas íntima, porque la intimidad la provee la música y también la grandeza y el drama. El rol de la Gobernanta es uno de los más complejos y guarda relación con Ellen Orford en Peter Grimes; las dos son mujeres que tratan de hacer el bien pero que también poseen sus prejuicios, y ambas pasan por tremendas crisis personales en el transcurso de las dos obras. En el pasado hubo sensacionales intérpretes de estos roles que requieren dicción cristalina y una voz lírica tendiendo a spinto para darle fuerza en los momentos mas dramáticos. Rebecca Evans posee una voz dulce para el rol pero su dicción dejó mucho que desear y si bien poseyó la presencia física faltó ese último toque de claridad. En cambio Michael Colvin destacó como el Narrador en el Prólogo y como el fantasmal Peter Quint. Su voz juvenil pudo con todas las dificultades del rol creado para Peter Pears y su perfecta dicción fue un deleite constante. Cheryl Baker destacó como la torturada Miss Jessel y Ann Murray sobreactuó el rol de la Ama de Llaves con voz caduca. Excelentes ambos niños y maravillosa la dirección de Charles Mackerras, experto en esta música por mas de 60 años. Con Mackerras la partitura sonó fresca y vigorosa, llena de humor y de drama y cuando fue necesario de mucha tristeza. En cambio, la producción de David McVicar resultó convencional y usó demasiados personajes extra para los cambios de escena, lo que disminuyó la presencia fantasmal de Peter Quint y Miss Jessel. Pero, ¿quien puede resistir la música de Britten cuando la inspiración lo lleva tales pináculos? pro ópera