Roberto Arlt. El discurso del Astrólogo (fragmento). Los siete locos, 1929 ¿Y sabe como comprobé que usted tenía razón? Pues pensando que Henry Ford con su fortuna podía comprar la suficiente cantidad de explosivo como para hacer saltar en pedazos un planeta como la luna. Su postulado se justificaba. —Ciertamente —rezongo Barsut, halagado en su fuero interno. —Entonces me di cuenta que toda la antigüedad clásica, que los escritores de todos los tiempos, salvo usted que había escrito esta verdad sin saber explotarla, no habían concebido jamás que hombres como Ford, Rockefeller o Morgan fueran capaces de destruir la luna... tuvieran ese poder... poder que, como le digo, las mitologías solo pudieron atribuir a un dios creador. Y usted, implícitamente, sentaba de hecho un principio: el comienzo del reinado del superhombre. Barsut volvió la cabeza para examinar al Astrólogo. Erdosain comprendió que este hablaba seriamente. —Ahora bien, cuando llegue a la conclusión de que Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les confería el dinero algo así como dioses, me di cuenta que la revolución social seria imposible sobre la tierra porque un Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo gesto una raza, como usted en su jardín un nido de hormigas. — Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo. — ¿E1 coraje? Yo me pregunte si era posible que un dios renunciara a sus poderes. . . Me pregunte si un rey del cobre o del petróleo llegaría a dejarse despojar de sus flotas, de sus montañas, de su oro y de sus pozos, y me di cuenta que para privarse de ese fabuloso mundo había que tener la espiritualidad de un Buda o de un Cristo... y que ellos, los dioses que disponían de todas las fuerzas, no permitirían jamás su exacción. En consecuencia, tendría que acontecer algo enorme. —No lo veo... Yo escribí ese pensamiento guiado por otros móviles. —Interesa poco. Lo enorme es esto: La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres van a decir: "¿Para que queremos la vida?..." Nadie tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado toda fe. Y en el momento que se produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre la tierra una peste incurable... la peste del suicidio... ¿Se imagina usted un mundo de gentes furiosas, de cráneo seco, moviéndose en los subterráneos de las gigantescas ciudades y aullando a las paredes de cemento armado: "¿Qué han hecho de nuestro dios?..." ¿Y las muchachitas y las escolares organizando sociedades secretas para dedicarse al sport del suicidio? ¿Y los hombres negándose a engendrar hijos que el iluso Berthelot creía que se alimentarían con pastillas sintéticas?... —Es mucho suponer —dijo Erdosain. El Astrólogo se volvió hacia el, asombrado. Le había olvidado. —Claro, no sucederá mientras los hombres no reparen en que se funda su desdicha. Eso es lo que ha pasado en realidad con los movimientos revolucionarios de carácter económico. El judaísmo acercó sus narices al Debe y al Haber del mundo y dijo: "La felicidad esta en quiebra porque el hombre carece de dinero para subvenir a sus necesidades..." Cuando debió decir que: "La felicidad esta en quiebra porque el hombre carece de dioses y de fe". — ¡Pero usted se contradice! Antes dijo que... —objeto Erdosain. — Cállese, ¿qué sabe?... Y pensando, llegue a la conclusión de que esa era la enfermedad metafísica y terrible de todo hombre. La felicidad de la humanidad solo puede apoyarse en la mentira metafísica... Privándole de esa mentira recae en las ilusiones de carácter económico..., y entonces me acorde que los únicos que podían devolverle a la humanidad el paralizo perdido eran los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan, Ford... y concebí un proyecto que puede parecer fantástico a una mente mediocre... Vi que el callejeen sin salida de la realidad social tenia una única salida... y era volver para atrás. Barsut, cruzándose de brazos, se había sentado a la orilla de la mesa. Sus pupilas verdes estaban tiesas en el Astrólogo, que, con el guardapolvo abotonado hasta la garganta y el pelo revuelto, pues se había quitado el sombrero, caminaba de un extremo a otro de la cochera, apartando con la punta de un botín los tallos de pasto seco que sembraban el suelo. Erdosain, apoyado de espaldas contra un poste, observaba el semblante de Barsut, que lentamente se iba impregnando de atención irónica, casi malévola, como si las palabras que decía el Astrólogo solo befa merecieran. Este, como si se escuchara a si mismo, caminaba, se detenía, a instantes se mesaba el cabello. Dijo: —Si, llegara un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los placeres, blasfema de impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a un perro rabioso... — ¿Qué es lo que dice?... — Será la poda del árbol humano... una vendimia que solo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad, rodeados de esclavos tigres, provocaran cataclismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante algunos decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretara a destruir al hombre de mil formas, hasta agotar el mundo casi... y solo un resto, un pequeño resto será aislado en algún islote, sobre el que se asentaran las bases de una nueva sociedad. Barsut se había puesto de pie. Con el entrecejo fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se encogió de hombros, preguntando: — ¿Pero es posible que usted crea en la realidad de esos disparates? —No, no son disparates, porque yo los cometería aunque fuera para divertirme. Y continué: —Desdichados hay que creerán en ellos..., y eso es suficiente... Pero he aquí mi idea: esa sociedad se compondrá de dos castas, en las que habrá un intervalo. . . mejor dicho, una diferencia intelectual de treinta siglos. La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y por lo tanto mucho más interesantes que los milagros históricos, y la minoría será la depositaria absoluta de la ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada la felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta tendrá relación con el mundo divino, en el cual hoy no cree. La minoría administrara los placeres y los milagros para el rebano, y la edad de oro, edad en la que los ángeles merodeaban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho. — Pero eso es monstruoso en si. Eso no puede ser. — ¿Por qué? Yo se que no puede ser, pero hay que proceder como si fuera factible. — Esa desproporción... la ciencia... — ¡Qué ciencia ni ciencia! ¿Acaso usted sabe para que sirve la ciencia? ¿Usted no se burla en su pensamiento de los sabios y los llama "infatuados de lo perecedero"? —Veo que usted se ha leído esas pavadas. —Claro. No hay que contradecir porque si a la gente. Y la desproporción monstruosa que usted advierte en mi sociedad existe actualmente en nuestra sociedad, pero a la inversa. Nuestros conocimientos, quiero decir nuestras mentiras metafísicas, están en pañales, mientras que nuestra ciencia es un gigante... y el hombre, criatura doliente, soporta en el este desequilibrio espantoso... De un lado lo sabe todo... del otro lo ignora todo. En mi sociedad la mentira metafísica, el conocimiento practica de un dios maravilloso será el fin..., el todo que rellenara la ciencia de las cosas, inútil para la felicidad interior, será en nuestras manos un medio de dominio, nada mas. Y no discutamos esto, porque es superfluo. Se ha inventado casi todo pero no ha inventado el hombre una máxima de gobierno que supere a los principios de un Cristo, un Buda. No. Naturalmente, no le discutiré el derecho al escepticismo, pero el escepticismo es un lujo de minoría... Al resto le serviremos la felicidad bien cocinada y la humanidad engullirá gozosamente la divina bazofia. — ¿Le parece a usted posible? El Astrólogo se detuvo un momento. Ahora hacia girar el anillo de acero con la piedra violeta, se lo quito del dedo para observar su interior; luego, acercándose a Barsut, pero con un gesto de extrañeza, como el de un hombre cuya imaginación esta distante de la realidad, repuso: — ¿Si, todo lo que imagina la mente del hombre puede ser realizado dentro de los tiempos. No ha impuesto ya Mussolini la enseñanza religiosa en Italia? Le cito esto como una prueba de la eficacia del bastón en la espalda de los pueblos. La cuestión es apoderarse del alma de una generación... El resto se hace solo. — ¿Y la idea? —Aquí llegamos... Mi idea es organizar una sociedad secreta, que no tan solo propague mis ideas, sino que sea una escuela de futuros reyes de hombres. Ya se que usted me dirá que han existido numerosas sociedades secretas... y es cierto..., todas des-aparecieron porque carecían de bases sólidas, es decir, que se apoyaban en un sentimiento o en una idealidad política o religiosa, con exclusión de toda realidad inmediata. En cambio, nuestra sociedad se basara en un principio mas sólido y moderno: el industrialismo, es decir, que la logia tendrá un elemento de fantasía, si así se quiere llamar a todo lo que le he dicho, y otro elemento positive: la industria, que dará como consecuencia el oro. El tono de su voz se hizo más bronco. Una ráfaga de ferocidad ponía cierta desviación de astigmatismo en su mirada. Movió la greñuda cabeza a diestra y siniestra, como si le punzara el cerebro la agudeza de una emoción extraordinaria, apoyo las manos en los riñones y reanudando el ir y venir, repitió: — ¡Ah! el oro... el oro... ¿Sabe como lo llamaban los antiguos germanos al oro? El oro rojo... El oro... ¿Se da cuenta usted? No abra la boca. Satanás. Dése cuenta, jamás, jamás ninguna sociedad secreta trato de efectuar una tal amalgama. El dinero será la soldadura y el lastre que le concederá a las ideas el peso y la violencia necesarios para arrastrar a los hombres. Nos dirigiremos en especial a las juventudes, porque son mas entupidas y entusiastas. Les prometeremos el imperio del mundo y del amor... Les prometeremos todo..., ¿me comprende usted?... y les daremos uniformes vistosos, túnicas esplendentes... capacetes con plumajes de variados colores... pedrerías... grados de iniciación con nombres hermosos y jerarquías... Y allá en la montaña levantaremos el templo de cartón... Eso será para imprimir una cinta… EL FIN Recabarren, rendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recordó poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lastima su gran cuerpo inútil, el ponche de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, mas allá" de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteo, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agito; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era serial de lluvia. Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por senas que no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedo solo; su mano izquierda jugo un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder. La llanura, bajo el ultimo sol, era casi abstracta, como vista en un sueno. Un punto se agito en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venia, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujeto el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas doblo. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería. Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura: —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted. El otro, con voz áspera, replicó: —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido. Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió: —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete anos. El otro explico sin apuro: —Mas de siete anos pase yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas. —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud. El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una cana y la paladeó sin concluirla. —Les di buenos consejos —declaro—, que nunca están de mas y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre. Un lento acorde precedió la respuesta del negro: —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros. —Por lo menos a mí —dijo el forastero y anadi6 como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano. El negro, como si no lo oyera, observe: —Con el otoño se van acortando los días. —Con la luz que queda me basta —replico el otro, poniéndose de pie. Se cuadro ante el negro y le dijo como cansado: —Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto. Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuro: —Tal vez en este me vaya tan mal como en el primero. El otro contesto con seriedad: —En el primero no te fue mal. Lo que paso es que andabas ganoso de llegar al segundo. Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quit6 las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo: —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su mafia, como en aquel otro de hace siete años cuando mato a mi hermano. Acaso por primera vez en su dialogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayo y marcó la cara del negro. Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo, nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos o lo entendemos pero es intraducible como una música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculo, perdió pie, amago un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda que penetro en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levanto. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpio el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenia destine sobre la tierra y había matado a un hombre. FOR LA RECONSTRUCCION NACIONAL ILULLUSION COMIQUE Durante arios de oprobio y de bobería, los métodos de la propaganda comercial y de la litterature pour concierges fueron aplicados al gobierno de la republica. Hubo así dos historias: una, de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra, de carácter escénico, hecha de necedades y fabulas para consumo de patanes. Abordar el examen de la segunda, quizás no menos detestable que la primera, es el fin de esta pagina. La dictadura abomino (simulo abominar) del capitalismo, pero copio sus métodos, como en Rusia, y dicto nombres y consignas al pueblo, con la tenacidad que usan las empresas para imponer navajas, cigarrillos o maquinas de lavar. Esta tenacidad, nadie lo ignora, fue contraproducente; el exceso de efigies del dictador hizo que muchos detestaran al dictador. De un mundo de individuos hemos pasado a un mundo de símbolos aun mas apasionado que aquel; ya la discordia no es entre partidarios y opositores del dictador, sino entre partidarios y opositores de una efigie o un nombre... Más curioso fue el manejo político de los procedimientos del drama o del melodrama. El día 17 de octubre de 1945 se simulo que un coronel había sido arrestado y secuestrado y que el pueblo de Buenos Aires lo rescataba; nadie se detuvo a explicar quienes lo habían secuestrado ni como se sabía su paradero. Tampoco hubo sanciones legales para los supuestos culpables ni se revelaron o conjeturaron sus nombres. En un decurso de diez años las representaciones arreciaron abundantemente; con el tiempo fue creciendo el desden por los prosaicos escrúpulos del realismo. En la mañana del 31 de agosto, el coronel, ya dictador, simulo renunciar a la presidencia, pero no elevo la renuncia al Congreso sino a funcionarios sindicales, para que todo fuera satisfactoriamente vulgar. Nadie, ni siquiera el personal de las unidades básicas, ignoraba que el objeto de esa maniobra era obligar al pueblo a rogarle que retirara su renuncia. Para que no cupiera la menor duda, bandas de partidarios apoyados por la policía empapelaron la ciudad con retratos del dictador y de su mujer. Hoscamente se fueron amontonando en la Plaza de Mayo donde las radios del estado los exhortaban a no irse y tocaban piezas de música para aliviar el tedio. Antes que anocheciera, el dictador salio a un balcón de la Casa Rosada. Previsiblemente lo aclamaron; se olvido de renunciar a su renuncia o tal vez no lo hizo porque todos sabían que lo haría y hubiera sido una pesadez insistir. Ordeno, en cambio, a los oyentes una indiscriminada matanza de opositores y nuevamente lo aclamaron. Nada, sin embargo, ocurrió esa noche; todos (salvo, tal vez, el orador) sabían o sentían que se trataba de una dicción escénica. Lo mismo, en grado menor, ocurrió con la quema de la bandera. Se dijo que era obra de los católicos; se fotografió y exhibió la bandera afrentada, pero como el asta sola hubiera resultado poco vistosa optaron por un agujero modesto en el centro del símbolo. Inútil multiplicar los ejemplos; básteme denunciar la ambigüedad de las ficciones del abolido régimen, que no podían ser creídas y eran creídas. Se dirá que la rudeza del auditorio basta para explicar la contradicción; entiendo que su justificación es mas honda. Ya Coleridge hablo de la willing suspension of disbelief (voluntaria suspensión de la incredulidad) que constituye la fe poética; ya Samuel Johnson observe en defensa de Shakespeare que los espectadores de una tragedia no creen que están en Alejandría durante el primer acto y en Roma durante el segundo pero condescienden al agrado de una ficción. Parejamente, las mentiras de la dictadura no eran creí das o descreídas; pertenecían a un piano intermedio y sin propósito era encubar o justificar sórdidas o atroces realidades. Pertenecían al orden de lo patético y de lo burdamente sentimental; felizmente para la lucidez y la segundad de los argentinos, el régimen actual ha comprendido que la función de gobernar no es patética. EL SIMULACRO En uno de los días de julio de 1952, el enlutado apareció en aquel pueblito del Chaco. Era alto, flaco, aindiado, con una cara inexpresiva de ropa o de mascara; la gente lo trataba con deferencia, no por él sino por el que representaba o ya era. Eligio un rancho cerca del río; con la ayuda de unas vecinas armó una tabla sobre dos caballetes Y encima una caja de cartón con una muñeca de pelo rubio. Además, encendieron cuatro velas, en candeleros altos y pusieron flores alrededor. La gente no tardo en acudir. Viejas desesperadas. chicos atónitos, peones que se quitaban con respeto el casco de corcho, desfilaban ante la caja y repetían: Mi sentido pésame General. Éste muy compungido los recibía junto a la cabecera las manos cruzadas sobre el vientre, como mujer en cinta. Alargaba la derecha para estrechar la mano que le tendían y contestaba con entereza y resignación. Era el destino. Se ha hecho todo lo humanamente posible. Una alcancía de lata recibía la cuota de dos pesos y a muchos no les basto venir una sola vez. ¿Que suerte de hombre (me pregunto) ideó y ejecuto esa fúnebre farsa? ¡Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella esta la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología. MARTIN FIERRO De esta ciudad salieron ejércitos que parecían grandes y que después lo fueron por la magnificación de la gloria. Al cabo de los arios, alguno. de los soldados volvió y, con un dejo forastero, refirió historias que le habían ocurrido en lugares llamados Ituzaingó o Ayacucho. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido. Dos tiranías hubo aquí. Durante la primera, unos hombres, desde el pescante de un carro que salía del mercado del Plata, pregonaron duraznos blancos y amarillos; un chico levanto una punta de la lona que los cubría y vio cabezas unitarias con la barba sangrienta. La segunda fue para muchos cárcel y muerte; para todos un malestar, un sabor de oprobio en los actos de cada día, una humillación incesante. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido. Un hombre que sabia todas las palabras miro con minucioso amor las plantas y los pájaros de esta tierra y los definió, tal vez para siempre, y escribió con metáforas de metales la vasta crónica de los tumultuosos ponientes y de las formas de la lima. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido. - También aquí las generaciones han conocido esas vicisitudes comunes y de algún modo eternas que son la materia del arte. Estas cosas, ahora, son corno si no hubieran sido, pero en una pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y tamos, un hombre sonó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el sueno de uno es parte de la memoria de todos.