REPUBLlCA DE COLOMBIA.-UNIVERSIDAD NACIONAL FACULTAD POLlTICAS DE DERECHO Y CIENCIAS INTERVENCION E IMPERIALISMO EsTUDIO PRESENTADO Y SOSTENIDO POR MANUEL ANTONIO PARA OPTAR AL TITULO DE DOCTOR EN DERECHO y CIENCIAS POLITIC AS. BOGOTA, EDITORIAL MCMXXVIl1 SANT AFE DANGóND D. · la dprueba racultad las ;as t~5IS; tales '.onsider.,das no 8prueba opIniones opiniom:s corno !Ji des' emitIdas en deben ser propias de sus ~lJtores '. (Acuerdo dot :·ons.jo Diret'nlo de :~ rocullod. r!e ~919:! de 14 de ogosto REPUBLICA DE COLOMBIA. -UNIVERSIDAD NACIONAL FACUL T AD POLITICAS DE DERECHO Y CIENCIAS INTERVENCION E IMPERIALISMO ESTUDIO PRESENTADO Y SOSTENIDO POR MANUEL ANTONIO DANGóND PARA OPTAR AL TITULO DE DOCTOR EN DERECHO y CIENCIAS POLITICAS. BOCOT A, MCMXXVIIl EDITORIAL SANT AFE D. · La facultad "prueba las las tesis: tales ronsideradas "utores" "~o de no dprueba op:niones opin/om:s como ni des- emitidas en deben ster propias de sus (Acuerdo del ~ons.jo Direc- :J rie ~919:' I'ocultad. de 14 de agosto A N/S PADRES Y HERNANOS con fado ml carina. Al Rector y Profesores del Colegio de San Bartolomé, con toda gratitud RECTOR DE LA FACULTAD DR. EDUARDO RESTREPO SAENZ PRESIDENTE DE TESIS DR. JOSE ALEJANDRO BERMUDEZ Profesor del Derecho Canónico y Filosofía del Derecho. CONSEJO DE EXAMINADORES DR. ENRIQUE A. BECERRA Profe$or de Pruebas Judiciales. DR. VICTOR COK Profesor de Legislación de Minas. DR. IGNACIO R. PIÑEROS Profesor de Procedimientos Criminales. SECRETARIO DE FACULTAD DR. RODRIGO JIMENEZ MEjlA PREAMBULO Debiendo cumplir con una obligación de reglamento, he escogido como tema de esta tesis, el de la. Intervención, que no por muy debatido y estudiado deja por eso de ser uno de los más importantes asuntos en materia del Derecho Internacional Público. y esta importancia y trascendencia, que la intervención encierra, crece para nosotros, que desgraciadamente pertenecemos todavia al grupo de los países débiles de América, hacia los cuales dirige su mirada recia y codiciosa la poderosa república del Norte. El doloroso recuerdo de Panamá está aún latente en el alma de los buenos colombianos. Y el autor de este trabajo se atreve a pensar que el fracaso de una buena legislación colombiana sobre petróleos, se debe en gran parte a la intervención indirecta de los seguidores de Rooswelt y de los moradores de Wall Street, quienes ven en nuestro suelo privilegiado, una fuente de riqueza para sus insaciables apetitos. La obra de Nicaragua, o por mejor decir, la obra del bravo general Sandino, está diciendo a los marinos yanquis, la injusticia de arbitrario proceder y pidiendo a voces de fusil-ya que la débil voz de su pueblo no quiere ser oída en los salones de la Casa Blanca-una conforme y sana interpretación de la Doctrina Monroe, tantas x veces falseada para provecho de los intereses imperialistas. Méjico, Venezuela y Cuba, como Colombia y Nicaragua, nos recuerdan otros tantos casos de injustificadas intervenciones, con las cuales y al amparo de más poderosas fuerzas, se violó el principio de la soberanía y se interpretó torcidamente la célebre doctrina que el jurisconsulto de Virginia ideó para la defensa y estabilidad de los pueblos de América. Para mayor órden y claridad en nuestro estudio, dividiremos este trabajo en cuatro partes, a capitulas, de la manera siguiente: 1.°-De la Soberania. 2.o-De la Intervención. 3.o-De las causas alegadas para intervenir. 4. °- De la Doctrina Monroe. CAPITULO 1 DE LA SOBERANIA Conforme a los rigurosos principios del Derecho Internacional, todo Estado goza, entre otros derechos, del de Soberania, que consiste en la facultad de existir con perfecta autonomía y de ejercitar los medios conducentes a la consecución de su fin, independiente de la ingerencia de los demás Estados. El poder que corresponde a toda nación de determinar su manera de ser, de formular sus condiciones de derecho, de constituírse el gobierno según «la idea que represente», ~forma lo que se ha designado con los términos de Soberania de Il?s Estados. Según Vattel, toda nación que se gobierna a si misma, bajo cualquier forma que sea, «sin dependencia de ningún extranjero» es un Estado soberano. Vattel ha exagerado seguramente los términos de extensión que a esta definición corresponden. Lo que constituye, a la luz del Derecho Internacional, la esencia de la soberanía de un Estado no se funda precisamente en que dependa en más o menos, o no dependa de otro, sino en que pueda libremente dictar su constitución, fijar sus leyes, determinar su gobierno, etc., sin intromisión de poder extranjero. 12 A este respecto dice don Andrés Bello en sus principios de Derechos de Gentes que, «Toda nación que se gobierna a sí misma. bajo cualquier forma que sea, y tiene la facultad de comunicar directamente con las otras, es. a los ojos de éstas. un Estado independiente y soberano. Deben contarse en el número de tales aún los Estados que se hallan ligados a otro más poderoso por una alianza desigual en que se da al poderoso más honor en cambio de los socorros que éste presta al más débil; los que pagan tributo a otro Estado; los feudatarios, que reconocen la obligación de ciertos servicios de fidelidad y obsequio a un Señor; y los federados, que han constituído una autoridad común permanente para !a administración de ciertos intereses, síempre que por el pacto de alianza, tributo, federación a feudo, no hayan renunciado la facultad de dirigir sus negocios internos, y la de entenderse directamente con las naciones extranjeras-. A la luz pues, del Derecho Internacional, aquellos Estados cuya soberanía se hayan determinado en cierto sentido a virtud de tratados a convenciones, siguen siendo considerados como soberan'Js. Pero esa dependencia de un Estado a otro, sin implicar una negación completa de su soberanía, sí es una limitación a ella; limitación que restringe la libertad e independencia características de los Estados soberanos. ORIGEN DE LA SOBERANIA El origen de los Estados dice Heffter, es en general resultado de evoluciones históricas. Pero no es precisamente su origen la que al Derecho Internacional interesa, sino, cuando se puede decir que es soberano un Estado. La soberanía empíeza desde el momento mismo en que existe la sociedad de que sea órgano, a en aquel en 13 que una sociedad con su órgano supremo de derecho, es decir con su Estado, se separa de otra sociedad con la cual estaba como confundida. Este principio es aplicable igualmente a la soberania interior y exterior de los Estados. Más tratándose de la soberanía interior de un Estado, no necesita esta para existir, del reconocimiento de los demás; pues como dice Wheatón, «un Estado nuevo por el solo hecho de existir, es lIn Estado con respecto a su soberania interior-. Pero si la soberania interior es ejercida por el Estado,. desde que este se constituye, no sucede la mismo con la exterior la cual requiere ser reconocida por los otros, para que el nuevo Estado cuya soberanía exterior ha sido así reconocida, ingrese a la gran sociedad de las naciones. En virtud de los derechos de soberanía de que hemos hablado, y de la ley misma de su organización, tienen los Estados una esfera de acción propia, exclusiva y particular a cada uno de ellos. La soberania de un Estado implica necesariamente su independencia. Como personas morales y libres tienen en si mismos su propio fin y no deben servir de medios a los otros. Los Estados, son pues, independientes y entre sus primeros deberes está el reconocimiento recíproco de su independencia. Algunos publicistas han dividido en dos grupos los derechos de los Estados, y han denominado estos grupos asi: derechos absolutos o primitivos y relativos a condicionales. Esta división se funda en el carácter especial de la soberania e independencia de las naciones, y en algunas relaciones internacionales pasajeras y transitorias. Son relativos aquellos derechos que existen a consecuencia de la vida misma de los Estados, y sin los cuales no podrían ser. Los relativos o condicionales son 14 aquellos que nacen en circunstancias particulares y no son absolutamente necesarios para su existencia. Si pues, los ltstados son recíprocamente independientes, distintos unos de otros, como consecuencia lógica debe admitirse que pueden libremente dentro de sus territorios, y sin lastimar la independencia de los demás, ejercer los actos de su soberanía sin que a ello pueda oponerse el poder de extrañas naciones. Dicho derecho de soberanía, cuyas ideas generales hemos expuesto, sufre, no obstante, en la práctica algunas limitaciones, las cuales se pueden reducir a cuatro, a saber: la neutralidad perpetua, las inmunidades de jurisdicción, las servidumbres internacionales y la Intervención. Conformes con nuestro propósito nos limitaremos a hablar de esta última, que constituye por sí sola la· negación del derecho de soberanía. CAPITULO II DE LA INTERVENCIÓN Definición-« Intervención es la ingerencia de un Estado extranjero en los negocios internos o externos de otro Estado independiente, con el fin de imponerle su voluntad, de una manera contraria a la del Estado que sufre la ingerencia". Esta ingerencia viola la soberanía del Estado y no puede constituir derecho sino cuando es en defensa de sus intereses, porque entonces responde al libre ejercicio de los derechos del Estado que interviene. Dice la anterior definición: e La ingerencia de un Estado extranjero en los negocios de otro Estado". Todos y cada uno de los Estados gozan, como tales, de derecho de soberania, sin el cual no podrian en ri~or llamarse asl, pues que no lIenarfan todas las condiciones exigidas por la definici6n de Estado. Ahora bien: el derecho es correlativo del deber; si pues cada Estado goza del derecho de soberania, tiene asl mismo el deber de respetar el ejercicio de ese mismo derecho en sus semejantes. Y desde el momento mismo en que intervenga en los negocios de uno de ellos, quebranta un deber y se hace, por este hecho, culpable a los ojos del Derecho Internacional. 16 No dl be, por tanto, alegarse el derecho de intervención que es completamente opuesto al derecho de soheranía; esto equivaldría a reconocer un derecho contra derecho, cosa a todas luces inaceptable. En el caso que contemplamos, uno de los derechüs dejada de ser t(\1 para Que el otro subsistiese; pern un Estado que no ha abusado de su soberanía debe conservarla t-n trldo su vigor, y es i1usivo el derecho de el que pretende, por !a intervención, privarlo de ella. Una cosa muy distinta sucede en el caso t'n que un Estado abusando de su sober<tnía. pretende lecionar los derechos de otro. El segundo Estado, para conservar su independencia, puede entonces atacar la soberanía del primero; y esta que pudiéramos Ilamtlr contra-intervención, se jus¡ifica entonces con el derecho de legítima defensa. Sólo para proveer a su seguridad y afianzar más su soberania, puede un Estado entrometerse en los negocios de otro. Continúa la definición: «en Jos nrgocios internos a externos». Sobre esta parte de la definición que analizamos, hay alguna discrepancia entre los tratadistas, y unas como Calvo, sostienen que hay verdadera intervención en la ingerencia ya sea en los negocios interiores, ya en los negocios exteriorl's de otro Estado. Otros, contrariando la opinión antes citada, dicen que sólo hay intervención en la ingerencia de un Estado en los negocios internos de otro; y para defender su aserto argumentan así: si varios Estados se allan contra un enemigo común. intervienen así recíprocamente en sus respectivas soberanias exteriores, y sin embargo no' puede decir.;e que hay allí verdadera intervención de los unos en la soberanía de los otros. Y agrégan: la mismo sucede cuando un Estado, por interés personal, declara la guerra a otros dos que están a punto de empeftar una lucha; es así, dicen, que tales hechos no nos pre- 17 sentan la soberanía de un Estado sustituyéndose a la de otro con el fin cie modificar sus destinos, modificar su constitución, etc., luego tales hechos no pueden calificarse de verdaderas intervenciones. Y aftaden, para reforzar su argumentación, que la coalición de varias potencias contra un enemigo a conquistador, lejos de ser una verdadera intervención, obstaculiza la realización de proyectos politicos que cunstituyen una amenaza para el derecho do conservación de los Estados; y lo reprensible en semejantes casos sería que una potencia permaneciera en la inacción, pues tardc o temprano tendría que soportar las consecuencias de su negligencia. Cierta es la importancia de tal argumentación, pero estudiada la cuestión en principio, vemos desaparecer casi por completo el poder de convicción que ella encierra. lmdiscutible es el derecho de soberanía de los Estados. Tal soberanía puede ser inminente o transeúnte, y el Estado propiamente dicho debe estar en posesión de ambas. Atentar contra la soberanía, ya inmanente, ya transeúnte de un Estado, es menoscabar sus derechos. Negar a la inger~ncia de un Estado en los negocios exteriores de otro el carácter de verdadera intervención, seria t:tnto como autorizar la intromisión de las naciones fuertes en los asuntos de los más débiles, y tal autori. zación restaría amplitud al 1erecho de soberanfa que compete a los Estados como sujetos del Derecho internacional. Quitar a tal ingerencia el calificativo de verdadera inlt-rvención, equivaldrfa a admitir y asegurar el derecho del más fuerte, y despojar al más débil de las pocas 'barreras con que cuenta para atalayar su independencia. Sr'rla, finalmente, quitar un ohstáculù meros que vencer a las potencias Europ~as, y más que a ellas, a la poderosa república del norte, que en su deseo de expansión y de conquista, burla con facilidad la poca resistencia que le presentan Iils naciones hispanoamericanéls. 18 Los que exigen para Que haya verdadera ;ntervención, la ingerencia en los negocios internos del Estado que la soporta, se olvidan en los ejemplos que traen para apoyar su argumentación, de que Í<'da regla trae su excepción. Sabemos que la ingerencia de un Ec;tado en los negocios internos de otro se puede justificar, 5r aquel Estado la realiza impulsado por la necesidad de asegurar sus derechos violados; pues en este caso, et falso derecho de intervención se transforma en derecho de legitima defensa. Otro tanto podemos decir de la ingert'ncia en los negocio!'; exteriores de otro Estado: esta es U:13 verdadera intervención. pero puede justificarse en los casos en que, por la necesidad de defender sus de· rechos sean ohligados los Estados a realizarla. En el caso de alianza, que como ejemplo nos presentan los autort's del argumento que comhatimos, y en que varias potencias renuncian a alguna parte de su soberanía extrfnseca, esta alianza es voluntaria y por tanto ninguna de ellas impone forzosamente su voluntad a otra, y no hay en ella intervención. En el argumento que hemos combatido, se ha querido deducir de uno o dos caso'i particulares, un principio general. Pero este procedimiento inductivo no es lógico, pues precisamente el caso que citan como fundamento de su argumentación es una excepción del principio que hemos querido probar. La definición que analizamos, agrega: Que el Estado que sufre la ingerencia debe ser un Estado independiente. Los Estados son soberanos o semi-soberanos. Son semi-soberanos aquellos Estados que han renunciado en todo a en parte a su soberanfa transeúnte, y su soberanía inmanente en lo relativo a algunos asuntos. De acuerdo con lo antes expuesto, no pueden los Estados semi-soberanos quejarse contra el Estado que, con- 19 larme a la estipulado en tratados, tome parte activa en sus negocios, ya interiores, ya exteriores. La constitución misma de ciertos Estados, los liga a otros en la tocante al ejercicio del derecho de su soberania. Tal sucede con los Estados de forma federal, en que su misma constitución y el pacto de unión de sus miembros, senalan claramente los casos en que el gobierno ce"tral puede y debe intervenir en los asuntos de soberania, va inmanente, ya transeúnte de dichos Estados. En tales casos no hay intervención propiamente dicha, pues como veremos más adelante, para que haya verdadera intervención es preciso que el Estado que la efectúa imponga su voluntad contraridndo la de el Estado que la sufre. Si, pues, no encontramos en los casos apuntados la condición que la definición exige, -que el Estado Que sufre la ingerencia sea independiente-es lógico concluir que no hay en ellos una verdadera intervención. La definición exige, como un último elt:mento, que el Estado que lleva a cabo la ingerencia, pretenda imponer su vOlutad, contrariando la del Estado que la sufre. El Estado tiene su personalidad propia, y es, según ésta, duefto de susde rechos; ahora bien, si la necesidad de conservarse le exige enajenar en algunos casos su sober~;nla, claro es que puede libremente hacerla; y si otro Estado pretendiera impedirle tal enajenación, efectuaría una ver dadera intervención. Si, pues, cada Estado puede enajenar su derecho de soberanía, aquel Estado en favor del cual la enajena, tiene pleno derecho para ejercer ciertos actos que limiten, en cuanto la permIta el pacto de cesión, el ejercicio del derecho de soberanla del Estado cedente. y en este caso tal ingerencia no puede ser calificada de intervención, pues es simplemente el ejercicio de un derecho adquirido justamente en virtud de la enajenación que voluntariamente ha hecho el Estado cedente. 20 Slbido, pue~·, que la ingerencia requiere, como e~enciaJ elemento para revestir el carácter de verdadera intervención, el que con ella se contraríe la voluntad del Estado que la sufre, es preciso hacer una distinción entre la intervención que se llama diplomática, y la qu..- consiste en simples consejos, a sea en la oferta de buenos servicios. La intervención diplomática tiene por objeto presentar a un Estado ciertos proyectos, cuya ejecución se impone por la fuerza, caso que a ellos se presente alguna resistencia por parte del Estado a quien son propuestas. Esto sucede frecuetemente con los Estados débiles, quienes. por causa de su misma incapacidad, no pueden rechazar las pretensiones de los más fuertes, y tienen que sujetarse a ellos para evitar mayores males. Las intervenciones diplomáticas son, pues, verdaderas intervenciones, porque generalmente vienen a resolverse en intervenciones armadas consistentes en bloqueos, ocupación del territorio, etc. La oferta de buenos servicio'! es, por el contrario, una medida generosa adoptada por un Estado respecto de sus semejantes. Y no puede elJa tomarse nunca por verdadera intervención, porque tales ofertas a consejos no contrarían nunca la voluntad del Estado que las recibe, puesto que eS libre de aceptarJas a rechazarlas, y son, por otra parte, meras pruebas de amistad. Al admitir, pues, los buenos oficios ofrecidos no sufre el Estado una verdadera intervención, pues que el/os han sido voluntariamente aceptados y no se ha contrariado, por tanto, la voluntad del Estado que los ha admitido. CAPITULO DE LAS CAUSAS ALEGADAS 1If PARA INTERVENIR Analizada la definición de intervención, y estudiados, uno a uno, los elementos que ella exige para que en la ingerencia de un Estado en los negocios interiores y exteriores de otro haya verdadera intervención, pasaremos ahora a estudiar las causas que se alegan para intervenir. Tres son las causas que los EstadQs alegan como justificativas de la intervención, procurando siempre disfrazar con ellas sus ambiciones hacia los Estados que las sufren. Estas son: 1.0 Impedir que una nación que se encuentra vlctima de una guerra civil, se entregue a escenas de salvajismo y barbarie, atropellando los derechos de la humanidad. 2.° Evitar que una naci'n retarde, por medio de leyes violatorias de los derechos individuales y sociales, la marcha de la civilización, y 3.0 Proteger a los nacionales o correligionarios cuando se les desconocen sus derechos. La primera causa no puede justificar, en mllnera alguna, la interve¡~ción en los asuntos de un Estado, mientras la guerra no. traspase el territorio y no cause perjuicios a los demás. El principio de la soberanla debe respetarse, y si un Estado ti~ne la desgracia de verse presa de guerras intestinas, los demás nada tienen que 22 ver en ellos, a lo sumo podrán ofrecer sus buenos servicios y nada más. «El estado de glJ(>rra es como la juventud de los estados. Todos, como los homhres, pasan por ese përfodo borrascllso qu~ terJTIi na al llegar a la edad madura». Para deslumbrar a los incautos, el Estado más fuerte disfraza la intervención con fingidos argumentos de amistad, protección d~ los débiles, a mor a la libertad, etc., y poder, al abrigll de esas falsas demostraciones. medrar a su gusto. Tal hicieron los Estados Unidos cuando intervinieron l'n la guerra de Cuba y Espal'la en 1898. Su intenci6n, antes que libertar a Cuba, era someterla a su inmediata vigilancia, para lo cual garantizaron su independencia e integridad. La segunda causa de intervención, o sea la de obligar a un Estado a modificar su legislación, tampoco se justifica, porque mientras los intereses de los otros no sufran menoscabo o ataque /lada tienen que ver en él. Ya vimos que ri principio de la soberanía da a los Estados, entre otros derechos, los de fij;¡r su constitución y dictar libremente sus leyes; y la causa de intervención que analizamos ataca directamente UJ10 de esos derechos. La Convención de Francia de 1792 cometió. dice Phillimore, «la más grosera violación del derecho de gentes, ofreciendo su ayuda a los Estados que quisieran formar Repúblicas semejantes a ella'". La tercera causa a el apoyo de los nacionales o correligionarios es muy espaciosa y da con frecuencia lugar a fraudes y abusos por parte de 108 Estados europeos y los Estados Unidos de Norteamérica con n'lación a los pa{~es latinoamericanos. Las guerras civiles tan frecuentes en estas repúblicas, dan origen a ciertas vejaciones que perjudican a los extranjeros y éstos hacen intervenir a sus gobiernos con reclamaciones diplomáticas Que acaban en intervenciones armadas. El extranjero que deja su patria para buscar en otra parte la vida, tiene 23 someterse a las contingencias del lugar; un Estado por fuerte y organizado que esté, no podrá jamás comprometerse con los extranjeros a no permitir que el orden público se turbe, porque esto es imposible, toda vez que la turbación no depende del Ehtado. Si, pues, sobreviene la guerra, el gobierno no tiene por qué responder de los dalias que causen los revolucionarios. Este es un principio aceptado por todas las repúblicas latinoamericanas y consignado en los tratados públicos con las potencias europeas. Expondremos a continuación las doctrinas de algunos autores acerca del asunto que nos ocupa. Heffter dice: que la intervención propiamente dicha !le puede justificar en los cuatro casos siguientes: 1.0 CU;lndo la intervención tiene lugar con el consentimiento del Estado que la soporta, o en virtud de un tratado por el cual uno de ellos se compromete a defenl.1er la constitución del otro. 2.° Cuando los cambios interiores de un Estado perjudican lOS derechos de su vecino. 3.° Cuando se pretende con ella poner fin a una guerra civil que compromete la existencia de uno a más paises amigos, y esto como medida de humanidad, y 4: Cuando Se trata con ella de impedir que un Estado se mezcle en los asuntos interiores de otro. Martens sigue el principio de que un Estado se puede oponer a los cambios que haya en otro, si esos cambios pugnan con derechos particulares que hayan sido reconocidos, a a su propia seguridad y conservación. Struch, Taparelli y Bluntschli admiten como un caso de interés social en que existe el derecho indisputable para intervenir aún sin ser llamado, tal cuando en una sociedad desaparece la autoridad y se entrega a la anarquia. Y se funda en que el Estado sólo tiene derecho a la conservación cuando tiene la calidad de tal; y por QU~ 24 tanto. cesando /a autoridad, ce!oia también el deber de la no interv~nci6n. "Un Estado anárquico es \In peligro para los demás Estados". Phillimore qee que el derecho de k~itima defensa puede llevar consigo, en ciertos caso!oi, la nece~idad de intervenir en las relaciones de otro Estado y hasta c¡t'rta punto de inmiscuirse en su conducta, aun cuando no afecte directamente los intereses del Estado intt:rventor, vr. gr .• cuando se trate de ejercer derechos y deberes de garantía, protejer derechos y deberes convencionales, de impedir la extensión peligrosa de U" Estado por adquisiciones exteriores, cte. Bluntschli, después de sentar como regla ~eneral <que las potencias extranjeras no pueden en principio inmiscl\írse en las cuestiones constitucionalts que surjan del seno de un Estado independiente, ni intervwir en un caso de revolución política», considera la intervención como justa cuando e/ Estado mismo pide a otro amigo que intervenga en él, a la acepta habiéndose/a ofrecido. Admite también como legítima la intervención, cuando es necesaria para ha::er respetar los derechos individuales necesarios y los principios de Derecho Internacional. Taparelli, hablando de la anarqu(a católica, dice: que «ésta tiene derecho a proteger a los cristianos que resiQ"q en naciones extranjeras cuando ést;.ts quieran com~atir la fe de sus súbditos cristianos; y tiene e~e derech.o no ~ólo porque la fe cristiana es racional, sino porque además todos los cristianos son miembros de /a sociedad que forman todas las naciones cristianas, y porque querer atentar contra la fe de esta sociedad es atac~r el principio esencial de su existencia». Mackintosh, rdiriéndose a las guerras de religión citadas por Phillimore, dice: «Las guerras, para imponer por la fuerza una religión, son la violación más excecra- 25 hIe cfe] derecho de la humanidad; las guerras, para defender!:!, es el más sagrad0 ejercicio de este derecho». Olmeda, autor espal1ol, di:e: <que el derecho de independencia no es otra cosa que la facultad de impedir a jas demás naciones el mezclMse en negocios pmpios, y defenderse de sus jpsultos, estCltbando cu~nto puede ser perjudicial a sus intereses. Lo mejor es evitar el daflo ames que sucëda, no descuidarse en la averiguación de todas las ocultas máquinas que se pueden formar contra ella. No se debe mezclar nación alguna ell el gobierno ajeno, ni lm soberano podrá erigirse en juez para juzgar de la conducta de otro:>. El marqués de Olivat divide en tres las escuelas acerca del problema de la intervendón. La primera que niega que pueda existir en caso al ¡{uno, razón para inmiscuirse en los asuntos interiores de los otros pueblos. La segunda, que acepta este principio como regla, pero admitiendo, en contadas excepciones, casos en que es legitima la ingerencia; a esta escuela pertenecen Calvo, Bluntschli y Heffter. Los defensores de la tercera escuela piensan que en determinadas ocasiones no es sólo un derecho sino un deber la intervención, y por lo tanto, niegan que pueda elevarse ningún principio general en esta materia. D~fienden esta última escuela Strauch, Taparelli, Martens y Phillimore. Nosotros nos atrevemos a opinar modestamentf', con los sostenedores de la segunda escuela y creemos que puede aceptarse como regla el principio de la no intervención, justificando, eso si, en al~unos casos, la ingerencia de poder extranjero. El carácter propio de la intervención es ser acto arbitrario; si no existen estos caracteres y la intervenci6n del soberano que se mezcla, es pura, habiéndola solicitado los mismos interesados, no existe intervención propia- 26 mente dicha, sino mediación que es mutuo acto de caridad internacional. En ocasiont':s, esta mediación ofrE'cida como tal, no es otra cosa que el antifaz conque los Estados fuertes tratan de ocultar, a los ojos incautos de los débiles, sus bastardas e injustas aspiraciones. Dado el carácter arbitrario de la inter"ención, y conformes con la definición, cuyos elementos analizamos atrás, <.reemos y repetimos, que debe rechazarse el principio de la intervención, siendo ella justificada únicamente en determinados cas(,s. Puede, por ejemplo, justificarse la intervención por a~untos religiosos, como la verificada por Europa en Orit'nte, por cuanto ella no se refiere a intereses materialrs, y busrahíln evitar Jas crueldades de Que eran víctimas los católicos en aquellas regiones en donde se verificaban" matanzas colectivas y perit'ldicas. A propósito de la intervención se han formado dCls célebres doctrinas: la doctrina Drago y la doctrina Monroe. Sobre esta última haremos un breve estudio en el capitulo siguknte. CAPITULO DOCTRINA IV MONROE Origen-A raiz del tratado de París, de 1815, los Estados de Prusia, Rusia y Austria, se reunieron en un Ii~a que se llamó Santa Alianza. Perseguia ésta la estabilidad permanente de las naciones que la formaban, a~í para proteger a los gobiernos absolutos existentes en Europa, y establecer hasta donde fuera posible un orden social cristiano. Por este t:lltonces, las colonias españolas y portuguesas en América estaban en completa insurrección contra sus metrópolis y dominadas en su mayorfa por el espíritu republkano. Si, pues, los soberanos de Europa se habían unido para sostener el absolutismo de su poder en contra de los der~chos de los pueblos, no era de extrañar que estuviesen dispuestos a prometer, como en realidad lo hicieron, el apoyo que Espafia les pedia para lograr la reconquista de sus colonias de América. Inglaterra, que veía en la América libre un brillante porvenir para su comercio, porvenir que seria destruido por la promesa de la Santa Alianza, protestó calificando tal apoyo como incompatible con algunos de sus intereses propios y contrario a la independencia de Améric.1. Tal fue la razón de la reacción iniciada por Inglaterra. Pl'1r esta misma época, Francia, Inglaterra y Estados Unidos aspiraban al dominio de la Isla de Cuba sujeta 28 entonces a la dominación espanola. Mr. Canning, mlnrstro de relaciones exteriores de Inglaterra, protestó contra cualquier tentativa, bien de Francia, bien de los Estados Unidos para apoderarse de la Isla de Cuba. Y propuso que a virtud de un Acuerdo entre las tres potencias, se declarase solemnemente que tal Isla quedaria siempre en poder de Espana. Mr. Canning manifestó, :lsimismo, que su gobierno no Nocedería a reconocer formalmente h independencia de las colonias espanolas, porque temía que semejante reconocimiento motivara una guerra entre Inglaterra y las demás naciones del continente, pero que confiaba en que aquélla se alcanzaría ampliamente, siempre que ninguna otra potencia de Europa prestase auxilio a Espana en su deseo de reconquista. Mr. Cannír.g propuso a este fin que Inglaterra y los Estados Unidos declarasen, en común, que nunca se apropiarían ninguna de las colonias españolas, ni se opondrían tampoco a un arreglo entre éstas y la metrópoli. Mr. Rusch, Ministro de Estados Unidos ante el gobierno de Londres, contestó que no entraba en el sistema de polltica extelÍor :je su país tomar parte alguna en la de los Estados europeos; pero que, sin embargo, no tendrla inconveniente en suscribir aquella declaración si In~laterra reconocía, desde luego, la independencia de las colonias. Mr. Canning no se atrevió a reconocerla, y no llegó a verificarse la declaración. Sin embargo, Mr. Rusch trasmitió a su gobierno las protensiones del gobierno inglés, y se ohtuvo por resultado la famosa declaración de James Monroe, del 2 de diciembre de 1823, contra la intervención de Europa en los asuntos de América. Antes de hacer esta declaración Mr. James Monroe consultó la opinión del ex-presidenie Jefferson, quien contestó que la prímera regla de conducta del gobierno de los Estados Unidos debla ser no mezclarse nunca en los 29 asuntos interiores de Europa, y no permitir que ésta se mezclara en los de América, y que' por tanto juzgaba conveniente la declaración proyectada. En su citado mensaje de 2 de diciembre de 1823, declaró Monroe que los Estados Unidos no pretendían adquirir ninguna de las antiguas posesiones de Espana en América, y que no estorbarían cualquier arreglo amistoso entre éstas y la metrópoli; pero que se opondrían, por todos los medios, a la intervención en este asunto de otro Estado bajo cualquiera forma que se presentara, principalmente el que aquellas colonias pasaran, por adquisición o conquista, a otro Estado que Espana. En cuanto a las intervenciones extra.1jeras, esta declaración era terminante, pero en cuanto al pensamiento del gobierno de los Estados Unidos nada precisaban aún. Al fin de su mensaje, lamentándose de la ineficacia de los esfuerzos hechos por Espana y Portugal en favor de SIJ libertad, dijo que el gobierno de los Estados Unidos no había nunca tomado parte en las guerras de los Estados de Europa porque la habia considerado en oposición con su potitica .•• Sólo, continúa Monroe, cuando sean holla10s o seriamente comprometidos nuestros derechos, o cuando nos sintamos heridos en nuestra dignidad, nos prepararemos para defendernos. Sin embargo, nuestro interés por todo lo que ocurre en esta parte del hemisferio es grande, y la causa de ello no puede ser más racional y justa. El sístema político de las potencias europeas aliadas es ~sencialmente distinto del que hemos adoptado, y esta diferencia proviene de lo que existe en los respectivos gobiernos. Pues bien, teniendo en cuenta los lazos de amistad que nos unen con dichas potencias aliadas, debemos declarar que consideremos como peligrosa a nuestra tranquilidad y seguridad cualquiera tentativa de querer extender su sistema politico sobre nuestro hemisferio. El gobierno de los Estados 30 Unidos no intervenJrá t'n las c0Jonia:; americanas de los Est"dos de Europa, pero esti mará como acto de hostilidad cualquiera intervención extranjera que tenga por objeto la opresión dr los Estados que han declarado su independencia y que la han sostenido". Tres partes contiene el mensaje que el presiJente Monroe dirigió al congreso de su país. En la primera parte declara formalmente Monroe, que en el continente americano no existen territorios res nullius a que pudieran aspirar algunas potencias conquistadoras, puesto que toda su ext~nsión se había fraccionado en Estados libres o colonias. En la segunda parte declara que habiendo conseguido su independencia la mayor parte de las colonias americanas, y habiéndose erigido en Estados soberanos con gobierno propio, muchos de ellos calcados en el de los Estados Unidos, era por tanto poco amistoso y contrario a la seguridad de los Estados el proceder de la Santa Alianza, pues no era conveniente que por intereses particulares de paises eurnpeos se turbara el orden de las cosas creadas; y así como los Estados Unidos no pretendfan mt'zcJarse en asuntos polfticos de Europa, tampoco consentirían que potencia alguna del viejo continente se mezclara en asuntos de las repúblicas libres de América. Declara en la tercera parte, que la actitud asumida no implicaba el que las cOlonias que entonces existían como tales en América, hubieran de recibir apoyo alguno de los Estados Unidos, ni ser incitadas a una revolución, sino que quedarían como estaban. En presencia de esta declaración, Inglaterra quedó en parte contrariada y en parte satisfecha. Lo primero porQue en 1823 no estaban aún definidos los límites er.tre su colonia del Canadá y los Estados Unidcs, por lo cual se veía obligada a deponer cualquier ambición con- 31 quistadora. Análoga situación se creó respecto de Rusia que Se encontraba en i(~uales circunstancias con su colonia de Alaska. Quedó satisfecha la Gran Bretana. porque con el apoyo de los Estados Unidos podía desviar las pretensiones de la Santa Alianza y continuar su comercio cnn América, en el Olle había sustituido del todo a la metrópoli. Tales hechos produjeron intenso regocijo en todas las naciones sudamericanas, porque con elJos sellaban definitivamente su independencia que, débiles y victimas de las guerra·s civiles, no hubieran podidO conservar oponiéndose a los intentos de reconquista. ALGuNAS CONSIDERACIONES ~OBRE LA DOCTRINA DE MONROE Ltlnzado el mef1saje del presidente Monroe, Mr. Clay provocó en las cámaras una moción para que se declarase la doctrina que hemos estudiado como una ley in· ternacional, como canon político fundamental. Pero se estimó como más conveniente o más prudente, dejarla como máxima flexible, susceptible de ser aplicable a casos diversoS. Declararla ley internacional era darle cierta rigidez que le impedida extenderse más allá de unos cuantos casos determinados. A raiz de la expedición de la Constitución de Cúcuta de 1821, el LIbertador invitó a los paises de Centro América y a Chile, Perú y la Argentina, para que cdebraran Clin la Gran Colombia un tratado de paz, amistad, alianza y confederación. Atentos al llamamiento de Bolivar el tratado se celebró, y en uno de sus articulos se acordó que las altas partes contratantes se obligaban a nombrar sus representantes para un consejo permanente establecido en Panamá, cuyo fin exclusivo seria dar dirección y consE'jo a los pueblos congregados, estrechar 32 entre ellr·s los vinculas de solidaridad y oponerse así a cualquier intento de reconquj~ta. Mr. Adans, presidente de lo~ Estados Unidos y sucesor de Monroe, nombró dos delegados al Congreso que no pudieron asislir a ::;¡usa de la tardía aprobación que el senaljo y la cámara de aqud país dieron a las aspiraciones del presidente. El cungreso clausuró sus sesiones después de dictar algunos decretos de poca importancia que, ratifh:ados únicamente por Colombia, sólo se miran hoy como un m"numento histórico. Los gobiernos saxoamericanos no han sido consecuentes con sus doctrinas. Estudiado el desenvolvimiento de su política exterior, en el Cursó) de los últimos 80 años, pueden apreciarse los peligros y atropellos que t'sa política ha traído y encierra para el porvenir de los pueblos latinoamericanos. La doctrina de Monroe, dictada para evitar las intervenciones conduce directamente a ellas. porque al negar a las potencias europeas su intromisión en los asuncos americanos, da a los Estados Unidos una especie de derecho sobre los paises de la América latina. La resistenci;¡ que el parlam~nto americano presentó a la moción Clay, que quería hacer de esta doctrina un canon político fundamental hace ver la torcida aplicación que más tarde y en repetidas ocasiones le han dado, y pone también de relieve que la célebre doctrina sólo venía a proteger, cuando ello era cOl1veniente, los intereses de la poderosa república. Aquella nación se ha valido de esta doctrina para asegurar la hegemonía de América, echando por la vía del imperialismo en una serie de atropellos contra las naciones débiles, atropellos que justifican luégo con la doctrina de Monroe. No es ya e la Améríca para los americanos, sino la América para los Estados Unidos". 33 Un hombre que representa el sentir de ese pueblo, Mr. Hughes, ex secretario de relê:lcioncs exteriores, cn un discurso pronunciado en Minneá;:JOlis el 30 de ag(lslO de 1923, ante la «Asociación del Foro ", ddinió la doctrina Monroe e como la expresión de una política de interés vital para la seguridad nacional e inofensiva para los intereses legítimos de la América de' Sur y del resto del mundo, que no opone barrera alguna a la más amplia cooperación en favor de la paz y de la inteliJencia mutua». En ese mismo discurso encontramos un pasóje cuyo contenido es simbólko. cPUlsto que la doctrina Monroe es netamente una política de los Estados Uni jos, este go- bierno se reserva el derecho de su definición, su interpretación y aplicación». Afirma Mr. Hughes que esa labor compete exclusivamente a los Estados Unidos, ya que «ninguna potencia ni grupo de potencias puede intervenir en la determinación de cuáles son los casos en que puede invocarse el principio de esta doctrina". Hay una gran diferencia entre las palabras de Mr. Hugh~s y las del ilustre internacionalista chileno, profe~ sor Alejandro Alvarez. Cuando la publicación del articulo 21 del pacto de la Sociedad de las Naciones actualizó la doctrina de Monroe, se realizaron esfuerzos en el sentido de definirla. Entre esos intentos se destaca el llevado a cabo por el profesor Alvarez. El ilustre internacionalista, en una comunicación presentada a la Academia de ciencias sociales, morales y políticas, del Instituto de Francia. el 4 de octuhre de 1919, con el fin de adaptar el contenido del pacto a los intereses de América, establece esta distinción: «problemas de interés mundial, y problemas de índole continental». Los primeros afectan a todos los Estados del mundo, los segundos únicamente a los paises de un continente. De acuerlio con esta definición general, deduce que si un conflicto americano amenaza turbar la paz del mundo, especialmente si los 34 Estados Unidos, realizando una política imperialista o de hegemonía, pretenden dcsmtmbrar a dominar cualquiera de I(;s Estadús de Améri.:a, los paises europeos deben intervtnir para defender la independencia de las naciones amenazadas por la acción norteamericana. La diferencia . ~ que hemos aludido dimana de que para Hughes, todo debe posponerse a la libre decisión de los Estados Unidos; mientras que para Alvarez hay un interés superior, cual es la independencia política y la integridad ten ¡torial de las repúblicas americanas. Todo cuanto suponga atentar cnntra esos principios constituye una lesión de los intereses del Nuevo Mundo, tanto si el que realiza una ofensiva es un Estado europeo, como si la expoliación es llevada a cabo por los Estados Unidos. El significado de la Doctrina Monroe, a la cual han apelado con tanta frecuencia los gobiernos de la Casa Blanca para tratar de justificar con ella sus injustas y repetidas intervenciones, ha debido concretarse de común acuerdo por todas las naciones de américa. El 1.° de diciembre de 1919, el Ministro de Relaciones Exteriores de la República de San Salvador, Paredes, se dirigió al gobierno de Washington pidiéndole que definiese y concretase la que debia de entenderse por III Doctrina de Monroe; y el Delegado de la República de Honduras en la Conferencia de la Paz, en la sesión plenaria del 28 de abril de 1919, pidió que se fijara el alcance de la misma doctrina. Y recientemente el gobierno de Costa Rica, al responder a la invitación del presidente drl Const::jo de la Liga, ha declarado que no ingresará a la Liga de las Naciones mientras no se haya interpretado en forma definitiva la doctrina de Monroe. Como atrás lo dijimos, el articulo 21 del convenio constitutivo de la Lig-a, actualizó la doctrina Monroe, haciendo mtnción de dia, como de un pacto internacio- 35 nal libremente negociado, con la aquiescencia inconsciente de los delegados latinoamericanos que asistieron al Congreso de Versalles. Desde entonces Costa Rica manifestó su inconformidad y se abstuvo con su negativa de ingresar a la Sociedad de las Naciones. Recientemente· el delegado argentino en la comisión de seguridad, nizo una declaración semejante. La doctrina Monroe no ha sido pues nunca definida ni ~xpuesta en toda su extensión. Los postulados que le dieron origen son algo muy distinto de lo que hoy se designa con ese nombre. Se ha intentado en todas las conferencias Panamericanas discutir este asunto, y la discusión ha fracasado ante la oposición de los Estados Unidos. La actitud de Costa Rica debería ser apoyada por todos los gobiernos hispanoamericanos, interesados en que la Doctrina Monroe se ddina claramente y no se siga tomando como un pacto, lo que en realidad no es sino lIna declaración unila teral. Contrasta con las anteriores declaraciones la actitud de los delegados latinoamericanos a la última conferencia Panamericana reunida en Cuba. A'f,tunos de ellos únicamente pensaron en salvar las apariencias y en preservar sus siluaciones ante la ola creciente de la opinión pública, cada vez más hostil al imperialismo de los Estados Unidos. Este hecho se hizo palpable desde las primeras sesiones, con el voto negativo que dieron a la proposición mexicana, la única capaz de colocar sobre un mismo pie de i~ualdad a la¡; pequefias naciones latinas y a la gran potencia Anglo-Sajona. Según la proposición mejicana: l." Los Estados de la América latina no e~tarjan ya obligados a hacerse representar en el seno de la U nión Americana por su ministro 36 en Washington (dispuesto como es natural a hacerse agradable al gobierno de la Casa Blanca), y podrían nombrar a su voluntad un representai.te susceptible de ft:ner m¡¡yor independencia. 2.° El Presidente y Vicepresidente de la Unión Panamericana serian designados por rotación y por orden alfabético de naciones, quitando a los Estados Unidos el privilegio que hoy tienen de presidir siempre, por intermedio de su Ministm de Relaciones Exteriores. 3.· El Director de la Unión Panamericana seria designado también por rotación y orden alfabético, entre los veintiún Estados, para impedir Que los Estndos Unidos cunserven de manera exclusiva la DIrección de los asuntos del Nuevo Mundo y 4.· Que entre los funcinnarios de la Unión Panamericana habría un número equivalente de americanos d?1 norte y de americ¡¡nos latinos. Votar afirmativamente tal proposición hubiera sido crear una esrecie de Sociedad de Naciones, en cuyo seno los latinos serian mayoria. Pero los Estados Unidos no podian aceptar eso y el inte.nto mexicano fracasó quedando la poderosa república libre de continuar en el camino de sus táctlcas invasoras. En urt articula titulado «Dante y la Doctrina de Monroe», el sHior Morton Fulleríon nos ha dicho recientemente: «U5ledes no deben esperar de nosotros un movimiento favorable; pero en manos de ustedes está hacerse menos vulnerables». A los delegados que fueron a la Habana les huhiera sido muy fácil empaparse de las acciones nobles, de los gestos altivos de que es tan rica nUEstra América latina, y llevar asi al gran certamen, inspiraciones más altas y respondrr con hechos a los hombTt:s de alites Que nos mostraron caminos de luz y los pueblos d~ ahora Que reclaman de sus dirigentes que los Jll nn por esos caminos. 37 Declaraciones semejantes a las de Fullerton pudieramos citar de otras muchas personalidades estadounidenses que ven, si no con gusto al menos con asentimiento, el abuso que de su poder y de su fuerza hace el gobierno norteamericano. Escritas están las palabras del ex· Presidt'nte Quincy Adans, dirigidas a Colombia y México contestando a una iniciativa de dichos paises que solicitaban apoyo de los Estados Unidos para ayudar a Cuba en su emancipación: cLos Estados Unidos no han venido a formar parte de la Sociedad Internacional para conducir cruzadas generosas por la libertad e independencia de otros pueblos. Creo que os habéis enganado con las palabras que como Secretario de Estado,puse en boca c!e Monroe, y que él mismo aceptó a regafiadientes. Si os atacan defendeos; no contéis con nosotros. SI tenéis simpatías por Cuba, en buena hora; aprestad buques y hombres para luchar contra Espafia, aunque no os la aconsejamos. Nosotros, por nuestra parte, preferimos que Cuba sea espafiola, hoy y mafiana, y dentro de tres cuartos de siglo, hasta que su independencia se logre sin el peligro de que Inglaterra ponga un Gibraltar en cada estrecho del Golfo de México. Y entre tanto, hablemos de comercio, de temas de derecho internacional, y, si acaso, digamos discursos que a nada comprometen» . Pero también, en d gran pueblo del Norte, recto, honrado y justiciero, hay distinguidos norteamericanos con cuyas opiniones sobre la política seguida por el gobierno de los Estados Unidos en la América latina, podrfa formarse un volumen de muchos cientos de páginas. Citaremos tan sólo las valiosas opiniones de Clements y de Smith, este último candidato demócrata a la presidencia de la República. Paul H. Clements, refiriéndose a la doctrina Monroe, dice: que «está fuera de toda duda que la doctrina Mon- 38 roe fue en un principio de suprema utilidad en los angustiosos anos que siguieron a la independencia; pero hoy día no existe ninguna en la mente de los que desean que sean mejores las relaciones con la América latina, de que la doctrina Monroe sirve más bien de obstáculo que de ayuda, debido, principalmente, a las diversas adiciones que se han hecho a la primitiva cuanto sencilla declaración, que ha llegado a convertirse en una de esas políticas mis.t:riosas de la diplomacIa norteamericana y de Estado, que puede recortarse a alargarse al capricho, y que hoy apenas podemos decir si es ave a pescado, a simplemente un buen arenque rojo-o En su discurso de aceptación, Smith, el candidato demócrata a la presidencia de los Estados, Unidos para el período que se avecina, criticó la política seguida por los republicanos en el continente amerkano. urgió la necesidad de restaurar prontamente la cordialidad de relaci~>nes con los países latinoamericanos. Condenó asimismo la política del gobierno de Coolidge en Nicaragua. pidiendo el mantenimiento de la doctrina de Monroe, cpero no coma pretexto para mezclarse en los asuntos puramente internos y locales,. de nuestros vecinos pequenùs, por el respeto de cuya soberanía plometi6 interesarse personalmente. cAl terminar la administración de Mr. Wilson-dljo Smith-gozábamos no solamente de la amistad sino también de la respestuosa admiración de todos los pueblos del mundo. Hoy, en cambio, vemos senales inequivocas de la desconfianza que en todas partes se nos tiene y de la poca amistad con que contamos, especialmente entre nuestros vecinos de la América espat1ola. -La doctrina Monroe debe ser sostenida, pero no como pretexto para mezclamos en asuntos puramente internos y locales de países que, auncuando pueden ser pequenos, son soberanos y tienen derecho para exigir y obtener el 39 respeto a su soberanla. Y haré, ciertamerte, todo aquello que esté dentro de mis poderes, para formar una acción plenamente concertada entre este pais y todos los demá~ dt-I Continent~, con re!\pecto a aquellos pasos que pudieran, ocasionalmente, ser indispensables para descargar las responsabilidades que ante la civilización nos incumhan, conforme a la doctrina de Monroe». Si los gobiernos saxoamericanos proceden conformes con las ideas del candidato demócrata, merecerán entonCI:S el respeto y la admiración de todos los pueblos. Hoy, mostrar las injusticias que cometen ccn los pueblos débiles, es ya un elemento. Nicaragua, México, Panamá, son f"jemplos de su agresividad. El mundo entero conoce la ignominia de estos hechos, y cómo el imperialismo yanqui trata de conquistar, con la hipocresfa de la doctrina Monroe, todo el continente de Colón. Bogotá, septiembre 4 de 1928. Examinada para los efectos reglamentarios. Puede imprimirse. JOSÉ ALEJANDRO BERMÙDEZ Presidente de tesis. Bibliografía. CARLOS CAL VD. -Le Droit International. Thèoriqlle et Prac- tique. ANTONIO JOSÉ URIBE.-Conferencias de Derecho Interna- cional. de Derecho de Gentes. ANDRÉS BELLo.-Principios MARQUÊS DE OUVART.- Tratado de Derecho Internacio- nal Público. V ATTEL.-Derecho MARTENS.-Droit de Gentes. de gens.