Trabajo bien hecho

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mentalidad nueva
Trabajo
bien hecho
Pensamientos 122 - septiembre de 2013
Trabajo bien hecho
Si vivimos concentrados en el presente y obedeciendo
a Dios Padre, haremos mucho trabajo, y bien hecho.
El trabajo cotidiano, que ayuda a la subsistencia, hace
progresar la historia de la humanidad. El enemigo del trabajo es la distracción, la vagancia y la curiosidad. «Quien
no quiera trabajar, que no coma», dirá el Apóstol.
Los grandes benefactores del trabajo son la solidaridad
amistosa y la justicia cooperadora y productiva, que hacen
de la propiedad privada una garantía de libertad social.
fundador del Seminario del Pueblo de Dios
GLOSA
Con este texto de carácter social, el autor vincula el éxito de la civili­
za­ción a la obediencia a la voluntad de Dios, en la línea de la doctrina
social de la Iglesia.
Hoy puede sonar extraña esta vinculación. El ser humano ha conquis­
tado grandes logros científicos y técnicos siguiendo el anhelo de conocer
e investigar. Pero la historia nos enseña que los grandes imperios tienen
fe­cha de caducidad, no debido a deficiencias técnicas o científicas sino
a la corrupción que se incuba en el corazón humano y que acaba siendo
fuente de maldición para la humanidad. Siguiendo el relato bíblico, la
gran obra tecnológica de la Torre de Babel se inicia, precisamente, para
«ha­cerse un nombre» (Gn 11,4) y eludir el poder de Dios.
El vínculo amoroso con Dios que emana de la fe cristiana es la base de
una sociedad que aspira al progreso. Pero el progreso no es una simple
supresión del sufrimiento humano, sino una búsqueda del triunfo de la
libertad humana. Se trata de la opción por el bien, entendido como el
de­signio divino de felicidad a la que deben concurrir todos los esfuerzos
humanos.
Cuando el corazón humano intuye el Reino de Dios, no ahorra esfuer­
zos. El corazón del creyente no actúa de cara a los hombres, sino de cara
a Dios. La obra de la civilización del amor –expresión afortunada de Pablo
VI, pronunciada en Pentecostés del 1970– nace de la intimidad del alma,
y s​​ e realiza en el placer de una conciencia recta y de una libertad inque­
brantable. El hombre de Dios es el hombre social por excelencia. Defender
los derechos de Dios es defender los derechos humanos. ¡Esta es la gran
tarea de la Iglesia! Entonces haremos mucho trabajo, y bien hecho.
El cristianismo, desde los comienzos, entendió el progreso humano
como una colaboración al plan de Dios. No son puras ideas, lo que
mue­ve a los cristianos, ni simples programas de actuación, ni proyectos
meramente políticos. No. Son las personas. Y aún más: es la persona.
Porque cada ser humano tiene un valor infinito y único. Y sólo captando
el valor de la vida humana, desde su concepción hasta la muerte natural,
podemos incorporarnos a trabajar generosamente por el Reino de Dios,
venciendo la distracción, la vagancia y la curiosidad.
Es, pues, la promoción humana en su totalidad lo que impulsa a los
cristianos a promover una sociedad justa, basada en la cooperación y la
amistad entre todas las personas de la tierra. La Iglesia, tanto en la prác­
tica cotidiana de los fieles como en su Magisterio, va incorporando en
la historia humana el gran criterio en el que debe basarse una sociedad
justa: toda persona y todos los pueblos tienen dentro de sí la capacidad
de abrirse al otro, de ofrecer solidaridad y cooperación. Y esta capacidad
tiene su última justificación en la donación que de sí mismo ha hecho
Je­sucristo: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los
amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
El trabajo cotidiano realizado en un ambiente de solidaridad y coope­
ración acerca el Reino de Dios a la humanidad, eliminando las desigual­
dades injustas con la opción preferencial por los pobres, fomentando la
paz y la hermandad.
Al mismo tiempo, queda iluminado el sentido de la propiedad privada,
que no es un simple derecho que se opone a los otros, sino que conlleva
la obligación de administrarla al servicio del bien común y del destino
universal de los bienes: «La propiedad de un bien hace de su dueño un
administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus
beneficios a otros, sobre todo a sus prójimos» (Catecismo de la Iglesia
Católica 2404). Y el autor termina poniendo la propiedad privada como
ga­rantía de libertad en la solidaridad y la justicia.
Joan Perera
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