22/05/2012 El sábado pasado en horas de la noche, y aun a sabiendas de que las últimas novedades sobre su estado de salud no eran nada alentadoras, recibimos la tristísima noticia de la desaparición física de Juan Mario Gersenobitz, quien, entre otras cosas, fue Presidente de nuestro Colegio de Abogados durante doce años; Presidente del Colegio de Abogados de Provincia de Buenos Aires durante tres períodos y miembro del Consejo de la Magistratura de la Nación. Como si fuese una película, rápidamente pasaron por mi mente varias imágenes, las que comenzaron cuando a fines de la década del 70 y siendo yo muy joven, recién egresado de la Facultad, conocí personalmente a ese abogado casarense que ya muchos reconocían por su cualidades personales y profesionales. Debo decir, como si fuese un designio del destino, que a pesar de ser ambos convecinos en la ciudad de Carlos Casares, lo conocí personalmente aquí en Trenque Lauquen, cuando otro colega de mi ciudad nos presentó en la calle, a la altura de lo que es hoy la intersección entre el edificio de la Caja y el del Colegio. Me encontré con un hombre de pocas palabras, que hablaba en voz muy baja, pero ya en ese primer encuentro me di cuenta también que estaba ante alguien profundamente responsable y concentrado en sus quehaceres, que, además, desde el vamos reflejaba sinceridad y calidez en sus dichos. Fui, y fuimos luego -a lo largo de los años-, testigos directos de su dedicación, de sus desvelos, de sus notables esfuerzos dedicados todos ellos a nuestra profesión, tanto desde su rol de abogado destacado, cualidad que todos reconocían, como en su otra faceta: el gran dirigente que fue. Mario -porque así lo llamábamos a pesar de que su nombre completo era Juan Mario- unía además a esas notables virtudes y calidades profesionales, la de ser un gran esposo y padre de familia; en fin, una gran persona. Fui también testigo privilegiado de su notable trayectoria dentro de la colegiación y durante todo ese tiempo, a pesar de la diferencia generacional, recibí además el sentimiento puro y distinguido de su amistad. Siempre pensé que sólo alguien con cualidades superlativas podía convertirse una semana en Presidente de nuestro Colegio y a la siguiente en Presidente del Colegio de Abogados de la Provincia de Buenos Aires, cargo al que accedió por primera vez cuando aún no había cumplido 48 años. Y también pensé que sólo alguien destacado como él podía alcanzar el más alto cargo de la abogacía organizada del Colegio de Abogados de la Provincia, perteneciendo al seno de un Colegio que tenía muy pocos matriculados en el ejercicio activo. Sin embargo, a pesar de sus destacados logros, siguió siendo siempre el mismo hombre silencioso y sencillo que había conocido aquel día, cuando en mi caso comenzaba a dar los primeros y temerosos pasos en los tribunales locales. Valoraba profundamente que aquel hombre que respondía puntualmente a las altas responsabilidades que tenía en la ciudad de La Plata, adonde viajaba semanalmente para atender sus funciones en el Consejo Superior, transitara igualmente todas las semanas con el mismo entusiasmo del primer día, el irrenunciable itinerario que lo depositaba en Trenque Lauquen, desafiando las deficiencias crónicas de la ruta y, muchísimas veces, la niebla, la lluvia y, en un extenso período de tiempo, las devastadoras inundaciones que afectaron toda nuestra región. Ya en Tribunales, puntillosamente recorría los pasillos para llegar a los distintos organismos judiciales, haciéndolo en forma desapercibida y callada, pero siendo siempre eficiente, como sólo pueden hacerlo los que son distintos de verdad. Nada detenía su irrenunciable vocación de ser y ejercer como abogado. Jamás lo oí ser muy grandilocuente cuando obtenía una resolución favorable, como tampoco lo escuché quejarse cuando recibía la mala noticia de una decisión judicial que le era adversa. Mario cumplía a rajatabla aquella máxima del maestro Eduardo Couture en la que dice que el abogado para ser tal, concluido el juicio, debe olvidar tan pronto la victoria como la derrota. Estoy absolutamente seguro de que las personas que tienen una vida tan plena, tan dedicada a lo quieren y aman en la vida, como fue el caso de Mario Gersenobitz, no perecen nunca: se mantienen vivas y se reproducen en las conductas que siguen su ejemplo. Si me hubiera preguntado el sábado pasado, cuando recibí la infausta noticia de su fallecimiento, qué título hubiese querido él que le pusieran a su destacada vida, estoy absolutamente seguro que se habría sentido muy pero muy satisfecho y orgulloso con que ese título sea, como es ahora y será siempre: Mario Gersenobitz, un abogado cabal e íntegro. Ramón F. Pérez - Abogado Presidente del CATL