POESÍA Y TEATRO EN LA EVANGELIZACIÓN Y LA CATEQUESIS Radoslav Ivelic K.1 1. LA ESENCIA DEL ARTE La creación artística está basada en metáforas, narraciones, personajes, líneas y colores, volúmenes, formas arquitectónicas, pasos danzables, sonidos, encuadramientos cinematográficos, que, por su simbolismo, permiten vislumbrar el misterio profundo del ser humano. Dios crea de la nada,; en cambio, el artista crea a partir de algo ya existente. En las dos clases de arte que vamos a revisar, la poesía y el teatro, el punto de partida es el lenguaje verbal. Pero, si el poeta y el dramaturgo utilizan las palabras, es decir, un sistema de signos ya establecido por una comunidad lingüística, ¿por qué hablamos, entonces, de creación artística?. Lo hacemos en el sentido de que el poeta y el dramaturgo resemiotizan (del griego = semeion = signo, señal) los signos lingüísticos, es decir, les conceden nuevos significados, irrepetibles. Por eso un poema o un drama no imita la realidad, sino que la revela a través de su simbolismo poético y dramático. La creación artística tiene autonomía; configura un mundo válido en sí mismo, poseedor, como dijimos más arriba, de un sentido nuevo, irrepetible; surge así una forma artística de la cual depende la nueva relación que existe al interior de las imágenes literarias, plásticas, musicales, coreográficas, cinematográficas. Si desaparecen las imágenes del arte, desaparece también la significación profunda que contienen, el conocimiento específicamente artístico que surge de cada obra y que no puede ser suplido por otra instancia cognoscitiva. ¿Cómo conocer, por ejemplo, lo acontecido en los albores de la Creación Divina, si no existiese la introducción del oratorio La Creación de Haydn? Los sonidos oscuros e esta obra nos sugieren un mundo que todavía no cobra 1 Instituto de Estética, Facultad de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile. su forma y que, poco a poco, va alcanzando su realidad hasta estallar en las notas brillantes que simbolizan el Fiat lux. La obra de arte, gracias a la forma creadora, posee un esplendor que revela, transfigura, es decir, eleva, dignifica lo sensible, espiritualizándolo, a la vez que lo espiritual se hace carne, revelándonos lo que de otro modo sería difícil o imposible de ser conocido. Esta irradiación de lo espiritual en o sensible, gracias al simbolismo artístico, es el que produce el efecto de belleza en la obra de arte. La forma artística tiene materia, dignificada por el artista. De la tierra surgen las obras artísticas. Tierra que estamos considerando, en un amplio sentido, como lo originario, lo propio de cada nación, de cada raza, de cada región. Tierra que manifiesta la cultura popular, la idiosincrasia de un pueblo y su modo de sentir, lo que permite esclarecer los rasgos que lo identifican. Cada obra de arte es un desafío para el artista; un trabajo difícil, perseverante, donde la búsqueda de una nueva expresión puede significar años. Un verdadero artista quiere servir al ser humano. Como lo expresa el pintor Antoni Tapies, en su discurso Arte y Contemplación interior. “la experiencia intima de las realidades profundas desveladas por ciertas analogías, imágenes y símbolos tradicionales, imprime a nuestra conciencia y a nuestros actos un carácter como sagrado y ritual que acrece los sentimientos de solidaridad con todos los seres y de respeto mutuo hacia el conjunto del universo. (…) Y es sabido que la experiencia de estas realidades profundas se hace más patente en el orden sensible de las formas materiales del arte que en el orden puramente mental y conceptual” (1029-1030). El arte nos procura gozo, porque la forma artística es una especie de juego desinteresado y, a la vez, de descubrimiento activo, de revelación gradual (Beardsley, 1991: 72-74). El desinterés estético no se entiende como una indiferencia hacia el objeto, sino, todo lo contrario, es un interés total en cuanto presencia sensible, lo que nos permite darle una nueva y singular existencia que nos absorbe y nos permite su contemplación, tan propia de lo bello. Además el arte es liberación. Lo artístico es un modo de conocimiento que nos hace experimentar la libertad en el hecho de captar las relaciones nuevas, creativas y, por lo mismo, sorprendentes, que constituyen la forma artística. Sentimos, como ocurre con el amor, que en el arte nos liberamos de las opresiones del presente, del pasado y del futuro, para ingresar al universo de la experiencia estética. Por todo lo expresad, el arte tiene una dimensión trascendente, como destaca Juan Pablo II en una Homilía a los artistas en Nuestra Señora de la Gracias, en Bruselas, y que el Sumo Pontífice introduce con la siguiente cita de los Hechos de los Apóstoles: “Dios no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Act. 17, 28). Y continúa, dirigiéndose a los artistas: “Vosotros os esforzáis por expresar con las arte plásticas, la música o la palabra, lo más profundo de la vida el hombre y el corazón de la realidad. Por el mero hecho de esta búsqueda artística os acercáis como a tientas a Dios – acaso desconocido para algunos- , que es fuente, apoyo trascendente y fin último de los seres, de su evolución y de su vida”. Con mayor razón esta trascendencia del arte se manifiesta en el artista católico. En este sentido podemos decir que el arte cristiano tiene una triple trascendencia: teológica, antropológica y cosmológica (Rombold: 54). Teológica, porque encuentra su fundamento en Dios; antropológica, porque encarna la humanidad rescatada por Cristo; cosmológica, porque el universo y todos los seres vivos se vuelven, en el artista cristiano, a raves de la creatividad humana, un vislumbre del misterio de la Creación, de la Redención y del Amor Divinos. La trascendencia del arte es puesta de manifiesto por el cardenal Godfried Danneels, Arzobispo de Malinas- Bruselas, al considerar que el intento de acercar a Dios a alguien a través del concepto de verdad es difícil en nuestros tiempos, en que se suele temer a lo verdadero o se mantiene una actitud escéptica ante ello. Asimismo es difícil acercar a Dios a través de la puerta de lo bueno o el bien, ya que existe un convencimiento generalizado de que somos incapaces de vivir éticamente, moralmente. En palabras del Cardenal recién citado: “un Dios perfecto nos desanima y un Dios verdadero nos sobrepasa. Pero si entra en lo bello, caen las resistencias. Muestren que Dios es bello en su creación, en la Biblia, en el hombre, en la pareja, en Jesús, en las obras de arte… Cuando era profeso en el seminario debía dar cursos de teología sacramental, sobre penitencia, reconciliación, confesión. Entonces se me ocurrió, y todavía lo hago, leer con ellos grandes obras literarias sobre falta, culpabilidad, redención, expiación… para mostrarles que la confesión no era lo único que pasaba en el confesionario sino que era inmersa en la historia de la humanidad… la idea de falta, arrepentimiento, remordimiento, venganza, violencia, perdón. Reconciliación, reparación, es tan fundamental en el corazón del hombre, tan cerca de su espina dorsal, de su armazón. Me decían los estudiantes: nunca lo habríamos imaginado”. Veamos, ahora, de qué manera le hablan al corazón humano la poesía y el drama. 2. LA POESÍA La palabra poética tiene, como medio de expresión especifico, el soliloquio verbal, que consiste en el “hablar consigo mismo”, propio del hablante poético. Su finalidad estética es transfigurar, es decir, elevar, sublimar, la función nominativa (llamada también denominativa) de la lengua, que consiste en darles nombres a las cosas. En el lenguaje habitual la lengua no da el ser a las cosas, no las hace, no las produce, sino que las denomina. En este sentido es un instrumento para nombrar las cosas. El nombrar válido en sí mismo es, en cambio, la operación esencial el simbolismo poético, que incluye, transfigurados, todos los aspectos propios de la lengua: participa tanto el significante lingüístico, es decir, el aspecto, material de la palabra (rima, aliteración, onomatopeya, etc.) así como el significado lingüístico en sus dimensiones gramaticales (hipérbaton, elipsis, pleonasmo, paranomasia, enumeración, anáfora, etc.), y semánticas (metáfora, comparación, hipérbole, metonimia, sinécdoque, etc.). Todos estos aspectos constituyen, unidos, la metáfora poética, que es el símbolo propio de la poesía. La poesía, gracias a la metáfora poética, tiende un hilo invisible entre los términos más distantes y contrarios del idioma; uniéndolos, los agrupa y los obliga a marchar en un rebaño por rebeldes que sean; o como explica García Lorca: A palabras que se odian / él, amigas las llama. Hay una chispa poética, latente en cada palabra de la lengua. Podemos pensar en una estrella, en el sol o en el agua, en términos habituales, tal como ocurre con las expresiones “vi una estrella”, “el sol me molesta”, “llene el vaso con agua”; pero también es posible encontrar, en dichos términos, imágenes que nos relacionan con lo que es difícil de objetivar: “estrella” con lo ideal, espiritual; “sol” con luz divina; “agua” con regeneración, etc. Hasta vocablos tan cotidianos como “perros” son capaces de contener este tipo de imágenes, evocándonos “fidelidad”, “obediencia”, “nobleza”, etc. Los ejemplos anteriores se refieren a significaciones ya conocidas en el lenguaje habitual. El poeta, en cambio, tiene que crear nuevas imágenes poéticas, inéditas, irrepetibles, irremplazables. Su oficio es crear vínculos entre las palabras, que solo pueden tener existencia al interior del poema y que, sin embargo, entregan una verdad en relación al ser humano. ¿cómo crear, por ejemplo, un vínculo poético con ,os siguientes vocablos, tan distintos entre sí: espejo, noche, arroyo, cuarto, orbe, muralla, olas, barco? Vicente Huidrobo responde con el siguiente poema, que se constituye en una reveladora “ars poetica”: EL ESPEJO DE AGUA Mi espejo, corriente por las noches, Se hace arroyo y se aleja de mi cuarto. Mi espejo, más profundo que el orbe, Donde todos los cisnes se ahogaron. Es un estanque verde en la muralla, Y en medio duerme tu desnudez anclada. Sobre sus olas, bajo cielos sonámbulos, Mis sueños se alejan como barcos. De pie en la popa siempre me veréis cantando. Una rosa secreta se hincha en mi pecho Y un ruiseñor ebrio aletea en mi dedo. El espejo, como símbolo del yo poético, lo abarca todo; el poema – rosa secreta – surge de esa interioridad poética, trasladando su canto – ruiseñor ebrio- (ebrio, o sea, lleno de canto) a la mano, al dedo, al lápiz, a la página en blanco. La metáfora poética, además de su valor estético, tiene una fisonomía que concuerda con cada época; la ahistoricidad propia del arte se presenta a través del ropaje histórico de cada movimiento artístico. El mismo poema de Huidrobo recién transcrito nos permite observar como este poeta se opone a la poesía modernista, entre cuyos símbolos fundamentales estaba el cisne. De allí que Huidrobo diga: todos los cisnes se ahogaron. El símbolo poético ha ido creando polaridades cada vez más profundas entre las palabras, como una manera de manifestar la fragmentación de la imagen del hombre y la disgregación de los valores. Si se comprar el modo de simbolizar Gabriela Mistral con el de Pablo Neruda, la diferencia salta a la vista. Son dos maneras de hacer poesía, igualmente válidas, que revelan el cambio de clima espiritual del ser humano durante el siglo XX. La poesía, por unir en la cadena verbal, palabras aparentemente contradictorias e imposibles de conectar; por dislocar la sintaxis y alterar la función de las preposiciones, adverbios, verbos, etc., es capaz de jugar con el idioma, iluminado los sentimientos para que podamos comprenderlos y , de esa manera, orientar nuestra conducta. Sin ese intento ordenador, desaparece la poesía. Lo que constituye una clave para entenderla es tener presente que el poeta crea una significancia estética, dentro del ámbito de libertad que posee, sin romper con el significado habitual de la palabras, de otro modo se hace inteligible. 3. EL DRAMA Y EL TEATRO El conflicto está en la raíz misma de la vida: vivimos es un vasto escenario donde somos protagonistas y antagonistas, como también espectadores de las grandezas y miserias humanas. En este sentido, el dialogo dramático es un comportamiento lingüístico que le permite al ser humano manifestar sus acuerdos y desacuerdos con los demás. El dialogo dramático es, en su sentido más profundo, a la vez que planteamiento y desarrollo de conflictos, búsqueda de síntesis, e superación de oposiciones. El drama transfigura la función dialéctica, de la palabra. Por eso en el drama siempre hay un protagonista y antagonista y una tensión que regresa a lo largo de la obra, para alcanzar una resolución simbólica. La transfiguración dramática implica que el personaje nace dese el dialogo. Nosotros, como seres humanos, vivimos y dialogamos, el dialogo nace de nosotros; al contrario, en el drama es el dialogo quien da vida a los personajes para que de la relación entre ellos surja la significancia estética y no una relación de existencia real. Un personaje dramático, como tal está basado en la realidad, pero sólo en parte, porque el significar del personaje es más denso, absoluto y transparente que la persona real, que oculta su interior o que lo disfraz. En cambio, en el drama, incluso el mismo disfraz se vuele revelación de la significancia, como ocurre en Enrique IV, drama de Pirandello. El dialogo “es” la interioridad del personaje. En otros términos, toda la interioridad del personaje no es otra cosa que lo manifestado, revelado en el dialogo, donde cobra la autonomía propia del valor estético. Podemos decir, entonces, que frente a la sociedad real existe una sociedad dramática, donde cada personaje es parte de la totalidad, que se constituye como símbolo estético del drama. El símbolo total, que es la obra dramática, se va configurando a través de los símbolos parciales, formados por las relaciones creativas que van encadenando los actos, las escenas, los personajes y sus actitudes y decisiones. El personaje dramático, encarnado fundamentalmente en el protagonista de la obra dramática, utiliza o pierde su libertad de modo tan sorprendente, debido al sentido simbólico que le confiere la creatividad del dramaturgo, que sus elecciones tienen la capacidad de aparecérsenos como definitivas, absolutas, en relación al sentimiento que simbolizan. ¿Dónde encontrar, por ejemplo, un desamparo paterno tan profundo como el del Rey Lear, de Shakespeare; o, en el caso de Otelo, del mismo autor, una astucia maligna tan ponzoñosa como la de Yago; o una maternidad espiritual tan extrema como la de Gruche, la protagonista de El círculo de tiza caucasiano, de Brecht; o una maternidad ilusoria tan convincente como la de Ana Luna, en La vida que te di, de Pirandello; o una maternidad tan frustrada como la de Yerma, de García Lorca? La gestación del personaje dramático es similar a la de un ser humano: nace, crece, se desarrolla hasta alcanzar su plenitud; la diferencia está en la existencia real de la persona, frente a la existencia artística del personaje, que existe sólo para significar. De ahí que el dramaturgo crea un conflicto irrepetible, que no tiene las vacilaciones de los conflictos reales, los cuales son confusos, avanzan, retroceden, se unen a elementos heterogéneos, etc. Por esta razón cada personaje utiliza la palabra precisa para dar forma al conflicto dramático en que participa. De este modo el dramaturgo objetiva la interioridad humana, que “sale afuera” corporizada simbólicamente: la fatalidad y los remordimientos de Edipo, Sófocles, se yerguen inconmensurables a través de los siglos, la bondad de Violene, de la obra La Anunciación a María, de Paul Claudel, vuela hasta envolverse con la fuerza de la Bondad Divina; las pasiones irrumpen violentamente en las obras de Shakespeare, en tanto que en Ibsen el poder de la voluntad alcanza una potencia ejemplarizadora y en Pirandello nuestro conocimiento palpa sus límites para distinguir lo real de lo ficticio. Lo sobrehumano, lo sobrenatural, las pasiones, la libertad y el conocimiento del hombre se revelan en estas obras. Su motor es el conflicto dramático, que progresa a través del aumento de la tensión psíquica entre los personajes. Todo lo anterior implica que el drama esta vuelto hacia el futuro, hacia las elecciones, o sea, hacia el uso de la libertad o la ausencia de ésta, pero es un uso inesperado, sorprendente, que conlleva una simbolización. Para encarnar adecuadamente a su personaje, un actor o actriz deben recibir una cuidadosa preparación teórica y práctica, la estructura del personaje dramático, por su calidad simbólica, implica que su corporeidad es expresión absoluta de su significancia estética. Por eso, el actor, al encarnarlo, busca adecuar sus rasgos, gestos y volúmenes, a esa vos plena. Lo mismo ocurre con la escenografía, el vestuario, la iluminación, la música incidental: todos los elementos teatrales son materialización del dialogo dramático. La progresión dramática se pone de manifiesto en el conocido esquema que divide la obra en exposición-nudo-desarrollo-clímax-desenlace. A esta progresión psíquica, que es un aumento en intensidad del conflicto, se une a la progresión estético-dramática, que consiste en el aumento en profundidad de la oposición entre los personajes, hasta configurarlos simbólicamente. Su aparición estética plena ocurre en el clímax (Kupareo, 1966). Hemos dicho más arriba que la dialéctica dramática es profundamente “objetivadora”. En este sentido, el teatro es palabra-acción, dinamismo poderoso, capaz de despertar reacciones profundas en el ser humano. Es ilustrativa la argucia utilizada por Hamlet, cuyo padre muere envenenado por el rey Claudio; para desenmascararlo, Hamlet contrata a una compañía de comediantes, que imita las acciones realizadas durante el asesinato. Claudio profundamente turbado al contemplarse en el espejo de la acción teatral, sólo atina a levantarse y huir del doloroso destello del su yo, mientras grita: ¡Traed luz! ¡Salgamos! (Acto III). Luz real rompa la luz simbólica, proyectada por la escena, que “saca afuera” toda la vileza de la acción fratricida y que desgarra su conciencia culpable. Como palabra-acción, el drama reclama naturalmente su puesta en escena, su materialización en espectáculo teatral. A la vez, surge la necesidad de controlar el efecto que la obra puede producir en el público. Recordemos, en este sentido, que en su Poética, Aristóteles señalaba, como efecto propio de la tragedia, la catarsis, entendida como un proceso de purificación. La obra de arte, según lo hemos venido explicando, tiene un valor de contemplación y revelación de los sentimientos humanos y es aquí, precisamente, donde sorprendemos la enorme capacidad de la acción dramática para “despertar” al ser humano, proponiéndole una conducta superior. Concluyamos con las palabras del Cardenal Danneels: “Lo bello es profundamente terapéutico porque crea el vínculo entre yo, los otros, el mundo, la historia, la naturaleza, el cosmos… lo bello me atrae, recrea lazos, me vincula, es profundamente religioso.” REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Beardsley, M., Aestetic experience, en aesthetics and arts education. Chicago: University of Illinois, 1991: 72-74. Danneels, G., Una sosciedad de gratuidad, en “Aisthesis” 32, Santiago, 1999, pp.127-134. Juan Pablo II, Homilía a los artistas, en Nuestra Señora de las Gracias. Bruselas, 1985. Livacic, E., y otros, Poesía religiosa chilena contemporánea, la fe de los que no tienen. Santiago, Pontificia Universidad Católica de chile, 1995. Rombold, G., Signos de la Trascendencia en el arte Moderno, en Arte y fe. Salamanca: Universidad Pontificia de Salamanca, 1995, pp. 541-554. Kupareo, R., El valor del Arte. Santiago, Pontificia Universidad Católica de Chile. Centro de Investigaciones Estéticas, 1964.