Clarín Información General 46 19/5/2002 LA REVOLUCION DE MAYO / PRIMERA NOTA: LA SOCIEDAD DE LA EPOCA EL ROL DE LAS MUJERES LA ACCION DE LOS CHISPEROS EN LA PLAZA Quiénes eran los que querían saber de qué se trata No todos tuvieron participación directa en los sucesos de Mayo de 1810. Intelectuales y miembros de la burguesía comercial impulsaron los episodios del 25. Pero las clases populares también dieron su apoyo a través de las milicias. -------------------------------------------------------------------------------Silvina Heguy. DE LA REDACCION DE CLARIN. Saavedra estaba en silencio. El hombre a cargo del regimiento más numeroso de Buenos Aires, el que iba a presidir la Primera Junta, se mantenía frío y reservado frente a quienes lo rodeaban e insistían en que ya era tiempo de exigirle al virrey un Cabildo Abierto. Cinco mujeres de rebozo celeste ribeteado con cintas blancas se abrieron paso. Una de ellas le habló: "Coronel, no hay que vacilar; la Patria lo necesita para que la salve; ya ve lo que quiere el pueblo, y usted no puede volvernos la espalda ni dejar perdidos a nuestros maridos, a nuestros hermanos y a nuestros amigos". Cornelio Saavedra contestó sin saber que también la historia estaba esperando una respuesta: "Yo estoy pronto y siempre he sido patriota. Pero para hacer una cosa tan grande es preciso pensarlo con madurez y tomar las medidas del caso". Después, una mano de mujer lo tomó del brazo y logró lo que los hombres no habían podido: "Venga usted con nosotras a lo de Peña, que allá lo están esperando muchos amigos". Así, Vicente Fidel López cuenta en su novela La gran semana de 1810, una de las primeras del género histórico, lo que su padre, Vicente López y Planes, le había narrado de los días previos al 25 de Mayo de 1810. La historia revela que el diálogo de las mujeres ocurrió el sábado 19. Es una de las pocas escenas en que el protagonismo de los hombres que aparecen en los manuales de historia cedió ante la gente. En lo de (Rodríguez) Peña estaban los apellidos que trascendieron a los hechos. Se encontraban dos de los futuros vocales de la Junta: Manuel Belgrano y Juan José Castelli. Ese día, la Revolución de Mayo se pu so en marcha. Anécdota al margen, la escena sirve para mostrar que —como la mayoría de la población de Buenos Aires— "las mujeres no tuvieron un protagonismo político. No eran sujetos de derecho, pero sí sociales", según Ricardo Cicerchia. En su libro Historia de la vida privada en la Argentina, este historiador consigna un dato que sostiene esa afirmación: el 22% de las familias urbanas era comandada por una mujer. Un promedio superior al europeo. "Aunque —apunta— la sociedad era patriarcal y jerárquica, lo que se repetía en las formas de participación política". Otro historiador, Enrique Carretero, cuenta: "Ellas se encargaban el correveidile político". En 1810, Buenos Aires era una ciudad que podía considerarse relativamente nueva, a la que la noticia de que los reyes de España estaban presos en Bayona había llegado en un barco inglés. No era ni linda ni fea. Era polvo en verano, un barrial en otoño y, a los ojos actuales, tenía más de espanto que de la cálida aldea colonial imaginada. Punto de vista que compartieron los extranjeros, que ni bien ponían un pie en el puerto de pasajeros se encontraban con imposiciones de los peones que los habían trasladado en lanchas a velas o en carretones desde los barcos. Ellos querían cobrarles cualquier precio por el viaje hasta esta tierra que la apertura comercial había transformado. La ciudad ya no era un grupo de ranchos que rodeaba un puerto de contrabandistas. El virrey había permitido el libre comercio y las calles se habían llenado de pequeños vendedores que formaban un gran grupo urbano. Y que, como los más, no protagonizaron en forma directa los sucesos de Mayo. El crecimiento abrupto de Buenos Aires había dejado su huella en una ciudad que no pudo asimilarlo. A esa altura, entre las calles con pozos en las que se ahogaron jinetes y caballos, vivían, se mezclaban y comerciaban 44.000 personas. Para construir sus casas, los vecinos usaban tierra y no se tomaban la molestia de ir a buscarla a las afuera de la ciudad: la sacaban de las calles. Y después de una larga lluvia, en la calle de las Torres (Rivadavia) se formaron pantanos tan peligrosos que fue necesario poner centinelas cerca de la Plaza (de Mayo) para evitar empantanarse y que se ahogara algún chico. "Yo he visto en algunas calles principales —escribía el ingeniero Antonio Mosquera a encargo del virrey Vértiz— dejar mulas y caballos muertos. He visto arrojar las basuras de cualquier casa y aún algo más: he visto en la fiesta de los toros dejar a éstos muertos." Por estas calles en las que caminar era una aventura, iban y venían los miembros de una sociedad multiétnica, con un tercio de la población negra, según se lee en en el libro de Cicerchia. Y a pesar de que formaban una cofradía que le imprimía a Buenos Aires el ritmo de sus tradiciones, no tenían derechos y, por lo tanto, tampoco se escucharon durante la Revolución. "A este pueblo no se lo llamó para votar", explica Carretero. "Los que fueron convocados al Cabildo Abierto del 22 de mayo eran parte de la elite. El golpe del 25 fue de intelectuales y de la burguesía comercial", puntualiza. "La participación política directa es de un grupo de vecinos formado por comerciantes, funcionarios, militares y los hijos de las familias más destacadas", confirma Cicerchia. Carretero reseña que la sociedad porteña estaba dividida entre los vecinos (los españoles que tenían negocios, familia y casa en la ciudad, y que además podían elegir y ser elegidos en el gobierno comunal) y el resto. Pero entre ellos las diferencias también existían. Según sus riquezas, eran considerados clase alta, media y media baja. "El censo de 1810 permite confirmar esta categorización y un parámetro a tomar es la cantidad promedio de esclavos que tenían", analiza Carretero en su libro Vida cotidiana en Buenos Aires. Los más ricos contaban con 20 esclavos, los de fortunas no tan grandes utilizaban entre 10 y 20 y los más pobres mantenían a menos de 10: los ocupaban en actividades rentadas como vendedores ambulantes. "El pueblo —dice el historiador, y alude a los trabajadores: al gaucho que carneaba, al talabartero, al albañil, al que mataba perros o ratas por encargo— no participó de los sucesos de Mayo. Los que estaban en la Plaza fueron convocados para dar apoyo a la línea ganadora." Pero a la actual Plaza de Mayo llegó gente. Era de los barrios lejanos y traída por el grupo llamado los chisperos que comandaban Domingo French y Antonio Beruti, punteros políticos de la época que les indicaban qué gritar. El clima dentro del Cabildo era ciertamente tenso. Entonces, los que apoyaban al virrey salían al balcón para comprobar si era verdad que la otra posición tenía apoyo popular. Pero pese a que la participación es limitada —sostiene Cicerchia— y la Revolución resulta una tarea política de un grupo, "no quiere decir que sus ideas no eran representativas". La clases populares, incluso los mulatos, "intervenían en la vida política a través de las milicias a las que pertenecían y que se habían formado desde 1807 con las Invasiones Inglesas". Ellos dieron su apoyo a los jefes militares como Saavedra. Y fueron los que estuvieron en la Plaza. Los que quisieron saber de qué se trata. El resto se enteró tiempo después —una noticia de Lima a Buenos Aires podía tardar 36 días— de lo que pasó aquellos días en el nombre del pueblo. MARIQUITA SANCHEZ DE THOMPSON La dama que rompió el molde de su época -------------------------------------------------------------------------------Fue a los 14 años cuando Mariquita Sánchez de Thompson empezó a escribir su propia historia. Era 1801 y su padre, Don Cecilio, había arreglado su casamiento con un comerciante español mucho mayor que ella y a quien no amaba. En esos días, la "niña de la familia" tomó su pluma y escribió, como lo iba a hacer después durante la Semana de Mayo y, más aún, a lo largo de toda su vida. La letra redonda tuvo su efecto. El día de la ceremonia, un enviado del virrey Del Pino llegó hasta la casa para "explorar la voluntad de la novia". Mariquita le había escrito al virrey a la luz de las ideas de la Revolución Francesa de 1789. Obviamente, frente al enviado Mariquita se mantuvo firme y dijo no. Y, después de cuatro años de luchar legalmente, logró casarse con su primo, Martín Thompson. La pareja se instaló en una casa de la calle San José, el número 200 de la actual Florida, y no tardó en convertirse en uno de los matrimonios más notorios del momento. Con los años, la figura de Mariquita quedó en la memoria como la dama en cuyo salón se cantó por primera vez el Himno Nacional. Pero sus cartas demostraron que era bastante más que la protagonista de una anécdota con mucho de leyenda. Su casa fue centro de reuniones marcadas por un estilo propio durante buena parte del período revolucionario. La lectura de sus palabras la iluminó hasta hacerla excepcional, pero ahora los historiadores la muestran como una mujer intelectual típica de la época. Mariquita Sánchez de Thompson escribía por lo general a la mañana y en su cama, abarcando desde temas de la moda hasta críticas políticas tales como "tres cadenas sujetaron este gran continente a su Metrópoli: el Terror, la Ignorancia y la Religión Católica". Mariquita escribió como protagonista de la política que la separó de su primer marido. Martín Thompson fue enviado a EE.UU. en misión secreta para conseguir apoyo para el gobierno criollo surgido de la Revolución de Mayo. Pero no soportó estar lejos de ella y, cuentan, caminaba nombrándola. Tanto que por eso empezaron a llamarlo Mister Mariquita. LA REVOLUCION DE MAYO / PRIMERA NOTA: LOS MERITOS DEMOCRATICOS DE AQUELLAS JORNADAS HISTORICAS La movilización de Mayo les dio más poder a los revolucionarios En 1810, Buenos Aires tenía 44.000 habitantes en su casco urbano. Cornelio Saavedra, el presidente de la Primera Junta, aprovechó la naturaleza popular del movimiento para hacer valer sus decisiones y seguir con los planes trazados. -------------------------------------------------------------------------------Ema Cibotti. HISTORIADORA. Cómo imaginar las jornadas de Mayo de 1810? Nacidos en pleno siglo XX, definido como el siglo de la gente corriente, tendemos a asociar la Revolución de Mayo con un gran hecho de masas. Esta imagen es en sí misma atractiva, pero sólo ilustra nuestras urgencias, sobre todo las actuales, y no las de aquellos que fogonearon los hechos de 1810. Que no haya habido, entonces, presencia masiva de gente en las calles, o en las plazas, no les quita méritos democráticos a las jornadas que se suceden a partir del día 21 ni le resta a la Revolución su carácter popular. Muy por el contrario, puesto en los términos de la época, hay un estado de movilización pública que no pasa inadvertido para los jefes revolucionarios. De hecho, Cornelio Saavedra, el presidente de la Primera Junta, y Juan José Castelli, vocal, la usan para aprovechar la coyuntura y hacer valer su poder de decisión. Sin embargo —es cierto—, ninguno de estos hombres está en condiciones de me dir la magnitud del movimiento que encauzan, aunque sí conocen lo suficiente para saber que pueden continuar. Sin embargo, esta convicción, que es incluso compartida por los partidarios del viejo orden colonial, no permite discernir totalmente los rostros que siguen a los agitadores y se concentran frente al Fuerte y al Cabildo, en las dos plazas centrales (hoy de Mayo), entre los días 21 y 25. Es que, en rigor, resulta imposible saber cuántos son los miembros de aquella multitud que viene y va. El debate sigue abierto entre los historiadores, y no puede zanjarse definitivamente, en gran parte porque los testimonios de época resultan también muy controvertidos. Muchos de ellos son tardíos, otros se desprenden de testigos (como Tomás Manuel de Anchorena) que en la fecha se mantienen expectantes, ajenos a la agitación y a la espera de hacer nuevos negocios. A este último grupo, luego mucho más enriquecido, increpa ácidamente Saavedra en sus memorias, pues, como a otros, a él lo ha empobrecido la Revolución. Por otra parte, a los protagonistas de las jornadas no les interesa trazar el perfil de sus seguidores: están más preocupados en dejar asentado el lugar que ya ocupan en la lucha de facciones que abre el propio curso de la Revolución. En definitiva, y con las reservas señaladas, se pueden establecer los hechos que dan cuenta de la naturaleza popular del movimiento de Mayo. En 1810, Buenos Aires, capital del Virreinato, alberga en su casco urbano 44.000 habitantes. De ese total hay 3.000 adultos que pertenecen a las milicias urbanas que habían sido organizadas años atrás para combatir las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807. Esta cifra es muy alta, y aunque ciertamente menor que la de los inicios, supone la existencia de una población masculina que en importante proporción vive bajo la disciplina militar. En esos cuerpos no hay casi profesionales, pues son, en abrumador número, civiles en armas que perciben una escasa remuneración y mantienen sus otras actividades de origen para sobrevivir. Estos hombres se presentan en la Plaza, y sólo siguen a sus jefes pues son la garantía de orden frente al derrumbe de la autoridad colonial. Y a tal punto lo son que no habría que olvidar el rechazo de las tropas a la Junta encabezada por el virrey Cisneros, formada el 24 de mayo. Junto a estas milicias urbanas sacadas de los regimientos llegan a la Plaza muchos otros que pertenecen al pueblo llano. ¿Quién arrastra a esta plebe urbana? Los agitadores. Se los conoce como chisperos y aunque las acciones reales que se les atribuyen no estén suficientemente documentadas, marcan bien las intenciones del momento. Van y vienen de los cafés a los cuarteles, mantienen contacto con los cabildantes y los hombres del virrey. Siguen a los jefes militares y a los oradores de la Revolución. El abogado José Darregueira, por ejemplo, asiste al Cabildo Abierto del 22 con el comandante de milicias Martín Rodríguez, del regimiento de Húsares. Otro abogado, Francisco Planes, también asiste, pero está enrolado en las filas de Moreno y Monteagudo, al igual que Julián Alvarez. Son los decididos, palabra clave que aparece escrita en las crónicas como al pasar, pero que traduce muy bien la coyuntura del momento. El poder de decisión está en el pueblo. Un pueblo decidido a hacer la Revolución. LA REVOLUCION DE MAYO / PRIMERA NOTA: VIDA COTIDIANA EN 1810 Las tertulias, ámbito social de mujeres -------------------------------------------------------------------------------En su vida, una mujer honrada —sostenían las buenas costumbres de 1810— tenía tres oportunidades para salir de su casa: el bautismo, el casamiento y su entierro. Fuera de éstas, su influencia estaba atada a los secretos de familia. Su ámbito social eran las tertulias. En la Buenos Aires de la Revolución "la movilización política conmovió los espacios privados", se lee en La historia de la vida privada en la Argentina, de la editorial Taurus. Y los hogares dirigidos por las mujeres, en lugar de brindar refugio ante la tormenta política, se convirtieron en volcanes de las internas locales. Los salones de las familias más destacadas fueron los centros de los dichos políticos. Pero hasta 1810 la mayoría de los hogares porteños tenía pocos muebles. El estrado —o la tarima— era el espacio que se destinaba a que las mujeres recibieran a las visitas. Estaba forrado en telas para ocultar las paredes de adobe. Allí se colocaban las sillas bajas en semicírculo y había un sofá que solía ocupar la mujer más caracterizada. /// Clarín Información General 36 20/5/2002 LA REVOLUCION DE MAYO / SEGUNDA NOTA: QUIENES ADMINISTRABAN EL DINERO Y HACIA DONDE FUE DESPUES Revolución financiada El 25 de Mayo fue financiado. Quienes lo hicieron eran prósperos hombres de negocios. Criollos e ingleses conformaron la red de nuevos intereses para respaldar económicamente los agitados días de mayo de 1810. -------------------------------------------------------------------------------Miguel Wiñazki. DE LA REDACCION DE CLARIN. El 25 de Mayo de 1810 suponía ya que lo iban a matar. Pero no se dio por vencido ni aun vencido. Cuando ascendió al patíbulo, los verdugos arrojaban dinero al pueblo, que celebraba como en el circo romano. Martín de Alzaga fue ahorcado en la fría mañana del 6 de julio de 1812, en Buenos Aires. Lo acusaban de avariento y codicioso, y de amar los botines más que ninguna otra cosa. Más aún que la vida misma. El muerto, secundado por su amigo José Martínez de Hoz, por Gaspar de Santa Coloma y por Gastón Elorriaga, entre otros, había sido el líder del llamado Grupo Peninsular. Los empresarios españoles que más dinero habían hecho durante los últimos años de la administración imperial. Eran ricos y poderosos. Obviamente, ellos no querían la revolución, ni las nuevas reglas de juego antimonopólicas que los obligaban a perder sus copiosos botines. En la primera semana de julio de 1812 fueron ejecutados 40 "conspiradores" peninsulares. Alzaga sostenía una red de negocios extendida desde Potosí a Lima y desde Chile hasta Buenos Aires. Había sido el empresario español más importante del Virreinato. Y, tal vez, el más lúcido y valiente. Junto con el francés Santiago de Liniers habían comandado la resistencia contra el invasor inglés. Pero más tarde, en enero de 1809, anticipando eventuales movimientos contra el pacto colonial, se había levantado en armas contra el propio Liniers, a quien consideraba napoleónico y antiespañol. "El Vasco", tal como lo llamaban sus amigos, tenía lacayos, dinero y propia tropa como para intentar un golpe de Estado. Pero fue vencido. Cornelio Saavedra, quien un año después presidiría la Junta revolucionaria de Mayo, enfrentó a Alzaga poniéndose al mando del Regimiento de Patricios y de los criollos que ya no querían ni ver a los peninsulares. Lo capturó y lo envió a la cárcel de Carmen de Patagones. Pero Alzaga, que tenía amigos poderosos en las esferas tribunalicias virreinales, fue absuelto y liberado con sus cómplices, los españoles Miguel de Ezquiaga y Felipe Sentenach. Rápidamente volvió a conspirar tras la Revolución de Mayo. Fue el financista de la contrarrevolución, junto con los peninsulares y el superior de la orden de los católicos betlemitas, Fray José de las Animas. Alzaga apostaba al todo o nada, a la victoria de los ejércitos realistas, a los que destinaba información, logística y dinero. Volvieron a capturarlo y esta vez no tuvieron piedad. Alzaga y el Grupo Peninsular se enfrentaron con dos enemigos esenciales: los criollos y los ingleses. Esa fue la nueva conjunción, la red de los nuevos intereses creados para el financiamiento de los agitados días de mayo de 1810 y de la guerra revolucionaria posterior. La debacle del paradigma imperial español, atacado en su corazón metropolitano por los ejércitos napoleónicos, se conjugó con los inmensos apetitos comerciales sajones y —a la vez— con el ansia libertaria de los nativos. Tras las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807 se produjo un creciente contrabando de productos de manufactura británica y un simétrico descenso de los ingresos fis cales y aduaneros. Faltaba dinero y las transacciones comerciales se realizaban con bonos, letras de tesorería y vales varios con los que el quebrado Estado virreinal les pagaba a sus proveedores. Los ingresos aduaneros entre 1810 y 1820 fueron, en moneda constante, un 47 por ciento más bajos que los ingresos por la misma vía entre 1800 y 1810. Según una investigación del historiador Samuel Amaral, en 1810 los ingresos estatales fueron de 2.491 millones de pesos, y los gastos, de 3.036 millones. La brecha deficitaria se cubría con la emisión de deuda pública bajo la reiterada fórmula de los bonos. Sin dinero, el Estado debía financiar una guerra. Como sugiere Tulio Halperín Donghi, los cuerpos militares, sobre todo los de artillería, infantería montada y caballería, se crean por iniciativa de personas privadas como, por ejemplo, Juan Martín de Pueyrredón, fundador, precisamente, de los Húsares de Pueyrredon y de larga trayectoria posterior en las batallas revolu cionarias, o Juan José Terrada, masón, anglófilo e integrante activo de la Logia Lautaro, de la que formaría parte también José de San Martín. La perspectiva de la supuesta prosperidad que traería el libre comercio (en detrimento del pacto colonial que obligaba a los vínculos monopólicos con España) parece haber incentivado la inversión de algunos prósperos hombres de negocios en la organización de regimientos varios. Invirtieron en el ejército, comprando armas y pagando sueldos a los oficiales, en función de un nuevo orden económico. Pueyrredón, como cuenta Rodolfo Terragno en su Maitland y San Martín, tenía un vínculo cercano y activo con James Parossien, un británico que había llegado al Río de la Plata en 1807 durante las Invasiones Inglesas. Juntos emprendieron una larga marcha en busca de dinero fuerte. Atravesaron la Puna y las montañas (con el ejército criollo cubriendo las espaldas) hasta llegar a Potosí, donde funcionaba la Casa de Moneda virreinal. Allí se alzaron con 44 alforjas llenas de plata, que eran los últimos restos del Tesoro de la colonia. Más tarde, en 1810, Pueyrredón levantó una fábrica de pólvora en Córdoba y en 1812 nombró a Parossien como director. En abril de 1815 esa fábrica explotó y Parossien regresó a Buenos Aires para unirse luego al Ejército de los Andes, donde fue uno de los más estrechos colaboradores de San Martín, quien lo nombró consejero de Estado y brigadier general de Perú en 1821. A la vez, una colosal confiscación de los bienes del Grupo Peninsular en su conjunto habría de beneficiar a los primeros "filántropos" de las nacientes milicias coloniales. Según el investigador Hugo Raúl Galmarini, "durante los años de mayor incertidumbre bélica (...) se concentró la presión fiscal en la disposición de bienes de la propiedad enemiga (...) que rindió, entre 1811 y 1815, 1.270.368,3 pesos..." Pero algunos lograron eludir las confiscaciones. Como recuerda el propio Galmarini, se dispensó un trato más benévolo a José A. Martínez de Hoz, a quien se le concedió una moratoria. Sobre los 38.617 pesos que debía al Fisco, se diseñó un plan de pagos diferidos, debiendo abonar 8.000 pesos al contado y 3.000 por mes por el resto. El servicio fue justificado porque las autoridades consideraron a Martínez de Hoz "Hermano Mayor de la Caridad". Pese a algunas dádivas excepcionales, el Grupo Peninsular fue desplazado por lo que podría denominarse el Grupo Sajón. Ex invasores de 1806 o 1807 que se quedaron en el Plata y otros mercaderes o aventureros de distinta laya se capitalizaron raudamente tras la Revolución de Mayo. Durante 1810 y 1811 el principal proveedor de armas fue Inglaterra, y desde l811 en adelante pasó a ser Estados Unidos. ¿Cómo se pagó la guerra? Abriendo los mercados criollos a los unos y a los otros. La azarosa vida del norteamericano David de Forest es un ejemplo interesante. Audaz, viajero impenitente, traficante de esclavos, había navegado desde China hasta Cabo Verde y desde allí hasta la Patagonia buscando negocios. Nombrado cónsul norteamericano en Buenos Aires, ofició como consignatario de mercadería del norte en este país y operó contra los españoles hasta que el virrey Cisneros lo deportó. Volvió a Buenos Aires en 1812, y en 1813 su amigo Juan Larrea lo acercó al corazón del poder durante la época del Directorio encabezado por Gervasio Antonio Posadas. Su tarea, entre otras, era confiscar mercancía del grupo hispano peninsular. De lo confiscado recibía una comisión del 2,5%. Con eso financiaba las tropelías de corsarios ingleses que asaltaban otras embarcaciones. Los navíos británicos o norteamericanos cambiaron sus nombres sajones por otros criollos, como "El Tucumán", "El Mangoré", "El Congreso" o "El Túpac Amaru". Lo capturado era comercializado y De Forest se quedaba con un 10 por ciento, y con parte de esa cifra financiaba a la vez la formación de una escuadra naval de guerra del Río de la Plata. Los negocios y la guerra se articulaban para expandir los negocios anglonorteamericanos en el Plata. Ya en 1818 operaban en Buenos Aires 55 firmas mercantiles británicas. Como apunta Galmarini, la ruta Cádiz-Buenos Aires había sido sustituida por la ruta Liverpool-Buenos Aires. Sin embargo, otra ruta esencial no fue reemplazada jamás. Aquella que vuelve sobre sí misma, reiterando el cauce del tiempo. Aquella que repite una y otra vez las mismas travesías argentinas. Aquella ruta circular que enrosca el sendero del tiempo. Como si fuera una serpiente que se muerde la cola. Una serpiente que hipnotiza como el pasado que vuelve. INVESTIGACION: Laura Vilariño y Paola Aguilar. /// Clarín Información General 30 21/5/2002 LA REVOLUCION DE MAYO / TERCERA NOTA: LOS DIAS DE MAYO DE 1810 A TRAVES DE LAS PULSEADAS POLITICAS Las internas de la Primera Junta El conflicto entre el presidente de la Primera Junta, Cornelio Saavedra, y uno de los secretarios, Mariano Moreno, anticipó las luchas históricas entre unitarios y federales. Fue un tenso contrapunto de ideas y de personalidades. -------------------------------------------------------------------------------Eduardo Pogoriles. DE LA REDACCION DE CLARIN. La historia de la Primera Junta y de sus conflictos internos entre los moderados saavedristas y los más radicalizados morenistas prenuncia las luchas civiles entre unitarios y federales. Así leen hoy la cuestión muchos historiadores, en una visión que va más allá de los enfrentamientos personales. En el primer ciclo de la Revolución, de 1810 a 1814, lo decisivo es el intento frustrado de los partidarios de Mariano Moreno para unir la guerra de independencia con la creación de un nuevo orden político capaz de construir una república y darse una constitución. El intento fracasa y el segundo ciclo (1814-1820) está marcado por el conservadurismo del gobierno del Directorio. En ese marco se entiende mejor por qué Cornelio Saavedra acusaba a Moreno de ser "un malvado Robespierre" y éste lo veía como "una segunda parte de Liniers", o sea un nuevo virrey continuador de la administración colonial. Era un choque de ideas y de personalidades. Saavedra, un rico hacendado y líder militar nacido en Potosí, creía que las cosas debían hacerse paso a paso. Moreno, joven abogado que reivindicaba los ideales de la Revolución Francesa, pensaba que los enemigos del movimiento de mayo de 1810 debían ser eliminados. La Primera Junta, con sus internas, duró de mayo a diciembre de 1810. Fue sucedida por la Junta Grande de enero a setiembre de 1811, la Junta Conservadora de setiembre a noviembre de 1811, el Primer Triunvirato de setiembre de 1811 a octubre de 1812, el Segundo Triunvirato desde aquella fecha a enero de 1814 y luego el Directorio, hasta febrero de 1820. Durante esos diez años, el Cabildo de cada ciudad representaba la soberanía local, pero al mismo tiempo se intentaba construir un poder estatal centralizado, intento que se frustra al menos hasta 1853. Entre 1810 y 1820, las ciudades absorbieron la soberanía del territorio más cercano y originaron las provincias, buscando el autogobierno dentro de una federación de Estados que se reservaban autonomía. "El enfrentamiento Saavedra-Moreno anuncia el conflicto entre unitarios y federales. Eso ya se ve en el Cabildo Abierto del 22 de mayo al plantearse la cuestión de la representación política. Aquel día, los españoles critican el hecho de que no se convoque a los representantes de ciudades del interior del Virreinato para decidir", dice el historiador José Carlos Chiaramonte. Se sabe: los revolucionarios porteños optan por derrocar al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros y —sostiene Juan José Castelli el 22 de mayo— "devolver los derechos de soberanía al pueblo de Buenos Aires". Pero el problema de construir un nuevo orden político apenas empieza. Otros cabildos virreinales se sienten en igualdad de condiciones con el de Buenos Aires y desconocen su autoridad. "Moreno cree que es legítimo construir una república independiente de España, fundada en una constitución, con los prin cipios de igualdad y libertades públicas. La Primera Junta anuncia el 26 de mayo la convocatoria a representantes del interior del Virreinato para un Congreso Constituyente que decidirá la forma de gobierno. ¿Pero esos diputados elegidos por los cabildos entre la ''parte principal y más sana de la población'' debían representar a sus ciudades o a un poder centralizado, único dueño de la soberanía?", se plantea la historiadora Noemí Goldman. Y agrega: "Saavedra cree que las ciudades son soberanas y sus diputados, delegados de sus cabildos. No se opone al ideal de independencia, pero sigue la tradición hispanocolonial: hay tantas soberanías como ciudades en el Virreinato. Pero Moreno trae el nuevo concepto de soberanía popular basado en Rousseau —el filósofo francés autor del Contrato Social— que sustentará la tendencia a crear un Estado unitario". En la práctica, la Primera Junta gobernará en nombre de todos, mientras van llegando a Buenos Aires los representantes del interior. Mientras tanto, dos ejércitos comandados por Castelli y Belgrano marcharán al Alto Perú y a Paraguay. El apoyo de Inglaterra — aliada de España contra Napoleón— se gana proclamando que el nuevo gobierno mantendrá "estas posesiones en la más constante fidelidad y adhesión a nuestro muy amado rey y señor Don Fernando VII". El primero que descree de esa fidelidad es el virrey del Perú, José Fernando de Abascal, quien en julio informa a España de los sucesos de mayo de 1810 advirtiendo sobre "los males que puede ocasionar la sedición de los traidores en todo este continente si no se ataja a tiempo". Abascal asegura que "así como hice desaparecer las conmociones de los revolucionarios de La Paz y Quito, pienso que sucederá con las de Buenos Aires aunque se tarde algún tiempo más". Es la guerra "a muerte": Santiago de Liniers —el líder de la resistencia militar en las Invasiones Inglesas— será fusilado en Córdoba en agosto, por oponerse a la Revolución. En Potosí, en noviembre, Castelli cumple órdenes de la Junta y hace fusilar al presidente de la Audiencia de Chuquisaca, al gobernador local y al obispo de La Paz. El punto de vista español ya lo había anticipado en el Cabildo Abierto del 22 de mayo el obispo Benito de Lué y Riega, al votar contra los revolucionarios: "Aunque hubiese quedado un solo vocal de la Junta Central de Sevilla y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como al Soberano". Aquel día, Saavedra le replicó: "Que no queden dudas de que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando". El pueblo está en armas, la sociedad se militariza. En esos días de mayo, el Regimiento de Patricios había permitido entrar en la Plaza a centenares de partidarios de French y Beruti, los chisperos, gente armada que dominaba las calles. Las milicias surgidas en la resistencia criolla a las Invasiones Inglesas son el punto de contacto entre la elite revolucionaria y los más humildes. Pero en setiembre de 1810 la Primera Junta encuadra a las milicias en un ejército regular: se buscarán militares profesionales. Con el tiempo, esa decisión afectará también a Saavedra, quien lentamente perderá la base de su poder, el Regimiento de Patricios. La victoria de Suipacha en noviembre de 1810, que libera el Alto Perú momentáneamente, refuerza en Saavedra la idea de que "se mitiguen los rigores que se habían adoptado", como escribe a su amigo Feliciano Chiclana, futuro miembro del Primer Triunvirato. Pero el 3 de diciembre Moreno dispone echar a los españoles europeos de todos los cargos públicos. Saavedra se indigna por "el sistema de delaciones" montado para controlar a los españoles. La noche en que se festeja la victoria de Suipacha por los patriotas, le niegan la entrada a Moreno. En aquella fiesta un oficial entrega una corona de azúcar a la mujer de Saavedra y ella se la da a su esposo: los morenistas creen que Saavedra quiere proclamarse rey. El 8 de diciembre, Moreno publica su "decreto de supresión de honores" que le quita a Saavedra el mando de las acciones militares y se lo devuelve a la Primera Junta. Los jefes militares amigos de Saavedra se inquietan, pero es la aceptación de los diputados del interior en la Junta Grande lo que derriba a Moreno, ese mismo diciembre. Moreno y los vocales de la Junta creen que los diputados del interior — aliados de Saavedra— deben integrar un Congreso Constituyente, pero no gobernar. "Considero la incorporación de los diputados contraria al derecho y al bien general del Estado", dice Moreno, quien acepta una misión diplomática en Inglaterra y muere en marzo de 1811. "Beruti y French, jefe de La Estrella —un cuerpo del regimiento Patricios—, reaparecen al perder Moreno el poder. Los morenistas se agrupan en un club —antecedente de la Sociedad Patriótica creada por Bernardo de Monteagudo en 1812— que presionará a Saavedra. En abril de 1811 los alcaldes de barrio dirigen un levantamiento en apoyo de Saavedra. Los morenistas que aún quedaban en la Junta Grande son expulsados", cuenta Goldman. Saavedra crea un Comité de Seguridad Pública para perseguir a españoles y opositores. French, Beruti, Larrea, Rodríguez Peña y Vieytes son desterrados en San Juan y Carmen de Patagones; Belgrano y Castelli, enjuiciados. Azcuénaga se recluye en Mendoza, Alberti muere de un infarto. Pero los tiempos cambiarán también para Saavedra desde junio de 1811, cuando se pierde el Alto Perú en la batalla de Huaqui. En setiembre, con Saavedra en el norte para controlar la situación militar, el Cabildo aprovecha su ausencia para reemplazar su gobierno por el Primer Triunvirato. La rebelión del regimiento Patricios en setiembre — aplastada por su nuevo jefe, Manuel Belgrano— marcará el final de las milicias. La fuerza oculta del Triunvirato (Juan José Paso, Manuel de Sarratea y Chiclana) es el joven secretario, Bernardino Rivadavia. El destituye a Saavedra, amnistía a sus opositores y anula el Comité de Seguridad. Desconcertado por las críticas morenistas, Saavedra se pregunta en qué consiste "la felicidad general": "¿Consiste en adoptar la más grosera e impolítica democracia?, ¿consiste en que los hombres hagan impunemente lo que su capricho o ambición les sugieren?, ¿consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo?, ¿consiste en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar con Moreno?". Son preguntas que, trágicamente, se irán respondiendo con las guerras civiles. Ya en 1812, Monteagudo decía que "la Revolución de Mayo parece más obra de las circunstancias que de un plan meditado". Mientras, la realidad de la guerra irá impulsando el deseo de independencia, no tan claro en 1810. Salta sufrirá siete invasiones desde el Alto Perú y Güemes hará la guerra con sus gauchos. San Martín, en Cuyo, logrará el apoyo de la gente. Lo mismo pasará con Artigas en el Litoral y la Banda Oriental. Es decir que, pese a los conflictos que la desgarrarían, la Primera Junta tuvo éxito en transformar la guerra de independencia en una causa popular. El tablero internacional -------------------------------------------------------------------------------La crisis de la monarquía española se hace sentir en el Río de la Plata al menos desde 1805, cuando Inglaterra destruye la flota imperial en la batalla de Trafalgar, no muy lejos de Cádiz, el centro del comercio monopolista con América. Desde entonces hay rumores de una invasión inglesa, que se concretará en 1806 y nuevamente en 1807, con dos consecuencias graves para España: surge un poder militar criollo con las milicias que rechazan a Beresford y Whitelocke, pero también es evidente la ventaja del comercio libre para Buenos Aires. En 1808 hay una espectacular reversión de alianzas: Napoleón invade España, el rey Carlos IV y su hijo Fernando VII quedan prisioneros en Francia, Inglaterra apoya a Portugal y traslada la corte real de Lisboa a Río de Janeiro. El tablero diplomático cambia velozmente. En agosto de 1808 llega a Buenos Aires un enviado de Napoleón, el marqués de Sassenay, amigo de Santiago de Liniers. También abundan en estas playas los partidarios de la infanta Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa del rey de Portugal, Don Joao. Su sueño es coronarse reina de todas las Indias españolas eludiendo a Fernando VII, un proyecto apoyado por el almirante inglés Sidney Smith —jefe de la flota estacionada en Brasil— y también por Manuel Belgrano y Saturnino Rodríguez Peña, viejo amigo de Beresford. El plan de Don Joao es más modesto: apropiarse de la Banda Oriental. Javier De Elío, el gobernador de Montevideo, se enfrenta a su vez con Liniers y apoya al poderoso líder de los españoles de Buenos Aires —el comerciante Martín de Alzaga— en un levantamiento que fracasa en 1809. Todos aquí miran a Lord Strangford, cónsul inglés en Río de Janeiro. "La situación en Europa define las políticas de Strangford, que apoya a los revolucionarios informalmente porque Inglaterra ahora es aliada de España pero está desesperada por vender sus productos en América ante el bloqueo napoleónico de Europa. La supuesta fidelidad a Fernando VII es una fórmula conveniente", dice el historiador Klaus Gallo. En 1810 varias "Juntas de Gobierno" similares a las de Sevilla nacerán en México, Buenos Aires, Santiago de Chile, Caracas, Bogotá y Quito. Los patriotas de Buenos Aires envían misiones diplomáticas a Londres y Río de Janeiro. "Se buscan armas, apoyo político y financiero, a veces también príncipes para establecer una monarquía constitucional", explica Gallo. Pero la neutralidad inglesa se acentuará con la caída de Napoleón en 1814 y la línea antirrepublicana impuesta por las potencias vencedoras. Inglaterra reconocerá al gobierno de Buenos Aires recién en 1825. /// Clarín Información General 32 22/5/2002 LA REVOLUCION DE MAYO: CUARTA NOTA Tu veneno: los enigmas de la muerte de Mariano Moreno ¿Al secretario de la Junta lo envenenaron por orden de Saavedra, su gran adversario? -------------------------------------------------------------------------------Miguel Wiñazki. DE LA REDACCION DE CLARIN. Mariano Moreno quiso demoler a Cornelio Saavedra y eso complicó el caso desde un principio. Fue el macilento presidente de la Primera Junta quien sostuvo y divulgó esa hipótesis. En una carta fechada el 15 de enero de 1811 le escribía a su amigo y confidente Feliciano Chiclana, refiriéndose a Moreno: "Este hombre de baja esfera, revolucionario por temperamento y helado hasta el extremo (...) trató de que se me prendiese y aun de que se me asesinase..." Saavedra no tenía dudas, y fue él quien decidió entonces devastar a su enemigo. Esa fue, a la vez, la conjetura de Manuel Moreno, el hermano de Mariano, y la de Lupe, su viuda. Pero todo resultó más complicado. La decisión política de la Primera Junta de traficar armas desde Inglaterra hasta el Plata a través de un complejo y secreto desvío edificó el resto de la intriga. El contrabando de armas y los contrabandistas, el espionaje y los espías, y las manchas de sangre de la historia ocuparon el centro de la escena. En efecto, el 24 de enero de 1811, a las seis y media de la tarde (nueve días después de la carta de Saavedra a Chiclana), Mariano Moreno se embarcó en "La Misletoe", anclado en la Ensenada, acompañado de su hermano y de su amigo Tomás Guido, más tarde confidente de San Martín, quien a la sazón gestionaba con agentes ingleses y masones su viaje libertador al Río de la Plata. En las radas neblinosas mil ojos saavedristas corroboraban el hecho de la partida. Eran esbirros al servicio de Pedro Medrano, espía y lobbista del presidente de la Junta. Un día después, los tripulantes trasbordaban hacia la fragata "La Fama", de bandera inglesa. La misma que envolvería el ataúd de Mariano Moreno, quien murió a los 32 años entre convulsiones y misterios el 4 de marzo a la madrugada, presuntamente de muerte antinatural, envenenado según su hermano, con una pócima preparada por el enigmático capitán de la fragata, el mismo que le suministró, según Manuel Moreno, una sobredosis letal de un emético, un vomitivo llamado antimonio tartarizado. A escondidas, el capitán, cuyo nombre se esfumó en el torbellino de los tiempos, le daba más gotas de las habituales de la pócima y Moreno empeoraba día a día. El marino desoía los ruegos de Manuel Moreno y de Tomás Guido para desembarcar al agónico Mariano en Río de Janeiro. No lo hizo. Durante tres días y tres noches los tripulantes cantaron fúnebres canciones en inglés. Ya entonces, los morenistas de Buenos Aires eran encarcelados en masa y enviados al presidio huracanado de Carmen de Patagones, French y Beruti entre ellos. Simultáneamente, uno de los hijos de Cornelio Saavedra viajaba, comisionado por su padre, a comprar armas a los Estados Unidos. El 2 de febrero, en el vestíbulo de su casa, Guadalupe Cuenca, la mujer de Moreno, había encontrado una caja negra sin tarjeta. La abrió en el acto, como quien desenmascara el rostro de la fatalidad. Adentro había un abanico negro, un velo negro y un par de guantes negros. Todavía Moreno navegaba a Inglaterra. En el Plata, las pasiones hervían. Las clases bajas, la chusma, según la terminología del partido morenista, apoyaban a Saavedra. Y los jóvenes ilustrados que se reunían para discutir sobre Rousseau en el café de Marco, a Moreno. Pero en todas partes crepitaban los espías y, entonces, los conciliábulos de los morenistas llegaban a la velocidad del rayo a los oídos de Saavedra. Este tenía motivos para temerle al secretario de la Junta. Cuando su gobierno deliberaba sobre el castigo que debía aplicárseles a los contrarrevolucionarios comandados por Santiago de Liniers, Moreno fue intransigente. Debían morir. Liniers había sido el héroe de la resistencia popular durante las Invasiones Inglesas. Y sin embargo, el 26 de agosto de 1810, por orden de Moreno, fue ejecutado tras su captura. Es célebre el escrito en el que el secretario de la Junta afirma que él mismo irá a matarlo "si fuera necesario y nadie se atreviera a hacerlo". En el Plan Revolucionario de Operaciones como un modelo de acción específica para aquellos tiempos vertiginosos, Moreno escribió sin que le temblara el pulso: "No deba escandalizar el sentido de mis voces, de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa, aun cuando tengan semejanza con las costumbres de los antropófagos y caribes. Y si no, ¿por qué nos pintan a la libertad ciega y armada con un puñal? Porque ningún estado envejecido o provincias pueden regenerarse ni cortar sus corrompidos abusos, sin verter arroyos de sangre". Saavedra tenía muy presente, además, el espinoso asunto del decreto de supresión de honores, surgido cuando un tal Atanasio Duarte, ebrio según los testigos, colocó sobre su cabeza una corona de azúcar, al tiempo que lo llamaba rey y emperador. Aquello desató la inmensa ira moreniana que consideró imperdonable aquella manifestación, prohibiendo de raíz todo ceremonial que exaltara a un gobernante por encima de cualquier otro mortal. A Atanasio Duarte se le perdonó la vida por el estado de embriaguez en el que se hallaba, pero se lo desterró a perpetuidad "porque un habitante de Buenos Aires ni ebrio ni dormido debe tener impresiones contra la libertad de su país". Saavedra firmó de muy mala gana el decreto, tanta como la inquina que empezó a fermentar contra Moreno. Pero no eran sólo enconos personales, sino altos y complejos intereses del Estado naciente los que estaban en juego. En el Plan de Operaciones, Moreno, enigmáticamente postula "proponerle a Inglaterra un plan secreto". Casi no agrega datos al respecto, excepto unas pocas líneas en las que apunta literalmente que "con reserva y sigilo, se nos franqueen por la Corte de Inglaterra los auxilios de armamentos, por los justos precios, que bajo el respeto de su bandera se conduzcan (...) a los parajes de ultramar donde se les destine". Moreno viajaba a Inglaterra a conseguir esas armas para que, sorteando buques hispanos, llegaran a Buenos Aires. Sería necesario entonces simular otro destino para las municiones y no el que finalmente tendrían. Las armas serían utilizadas para combatir a los españoles. Pero Inglaterra, diplomáticamente, se manifestaba neutral en el conflicto. ¿Cómo podrían llegar esos pertrechos a Buenos Aires, sino de contrabando, eludiendo controles fiscales y aduaneros que delataran la complicidad británica en la guerra de los revolucionarios del Plata contra la España? En setiembre de 1810, la Junta de Buenos Aires había nombrado en Londres a un representante oficial llamado Manuel Aniceto Padilla, con la misión de tramitar la compra de armas en Londres. Padilla tenía un socio político llamado John Curtis, un inglés a la vez relacionado con un general francés llamado Charles Dumoriez, traficante de municiones e intermediario entre la Corona inglesa y los compradores del Plata. Cuando Mariano Moreno embarcaba hacia Inglaterra, Padilla, Curtis y Dumoriez ya tenían cerrado el negocio. Según Manuel Moreno, Padilla se quedaría con una parte de los dividendos de la compra de armamentos. De hecho, lo acusó formalmente por "sacar partido de las presentes circunstancias, y por recibir de la corte de Inglaterra una pensión de 300 libras en calidad de espía". Manuel Moreno se amparaba en documentación interceptada por él mismo y por Tomás Guido. Incriminaron también a Curtis y de hecho acusaron a ambos judicialmente por "espionaje y quebrantadores de la fe pública". Entre las pruebas adjuntaron una carta que Curtis había acercado a Padilla, un memorándum supuestamente emitido por el gobierno argentino donde se afirmaba que "en caso de muerte de Mr. Moreno (Mariano) el contratante (Padilla) se dirija al propio Curtis para la ejecución del negocio". Todo fue descripto en un alegato enviado desde Londres a la Junta de Buenos Aires, fechado el 31 de julio de 1811, en el que Manuel Moreno implicaba también al general Dumoriez. Según esa línea de investigación, ni Dumoriez ni Padilla ni Curtis querían a Mariano Moreno en Londres. Mucho más tarde, el 25 de noviembre de 1815, el saavedrista Pedro Medrano redactaba una absolución pública de Padilla dejando constancia de "su celo, eficacia y exactitud con que este hombre se condujo en el desempeño de su misión en Londres". La historia ha pasado pero los enigmas no. Mariano Moreno yace junto a sus misterios en el más inasible y oscuro enclave del fondo del mar. Investigación: Laura Vilariño y Paola Aguilar. GUADALUPE CUENCA, LA MUJER DE MORENO Cartas a mi marido -------------------------------------------------------------------------------Fragmentos de cartas escritas a su esposo por Guadalupe Cuenca, la mujer de Mariano Moreno, fechadas en Buenos Aires el 1° de mayo y el 29 de julio de 1811. Ella no sabía que su marido ya había muerto. "Mi amado dueño mío, me alegraré que ésta te halle con perfecta salud como mi amor lo desea, y te proporcione esa corte diversiones, para distraerte del trabajo y fatigas que te acarreará tu comisión, y la memoria de lo que han hecho y hacen nuestros contrarios; estuvo a darme un aviso tu camarada, aquél que te daba muchos abrazos siempre que venía a visitarte, y me dijo que está Medrano como comisionado para indagar lo que se ha hablado desde el 5 de diciembre hasta el día que dieron la comisión; ha preguntado a los que llama que si te oyeron hablar contra los individuos de la Junta y si eras contrario de ellos y del gobierno. ¿Has visto Moreno hasta dónde llega el rencor de estos malvados? El sujeto que te digo me dijo que ya que no pueden hacerte ningún daño en tu persona, lo harán con los bienes; pero no sacarán nada, en el día el que es tu amigo es reo y perseguido como tal sin más delito que ser tu amigo; ha habido partidario de Saavedra que ha dicho delante de tu tío don Martín que tu partido se ha de cortar de raíz (...) Me parece que ya llevo escritas trece o catorce cartas, ten el cuidado de recogerlas, en todas te aviso novedades. (...) El mes pasado se embarcó a Nor teamérica el hijo de Saavedra a pedir armas; corre que los portugueses han declarado la guerra a Buenos Aires (...) Todo el empeño de estos hombres es sacarte reo (...) Procura que nos veamos pero me parece que aquí no puede ser, porque cada día va peor. Haceme llevar. Adiós, mi Moreno, no te olvides de mí, tu mujer." /// Clarín Información General 36 23/5/2002 LA REVOLUCION DE MAYO / QUINTA NOTA: EL LIBRECAMBIO LA APERTURA COMERCIAL LA APUESTA A LA AGRICULTURA LA PIRAMIDE SOCIAL EN 1810 La nueva economía La Revolución no fue sólo política: también se produjo en el ámbito económico. Los comerciantes eran los más ricos de aquella Buenos Aires en proceso de transformación. -------------------------------------------------------------------------------Eduardo Pogoriles. DE LA REDACCION DE CLARIN. Hubo una revolución no sólo en la política: también en la economía. Librecambio, apertura al comercio mundial, fe en las riquezas agrícolas eran las ideas del día. La elite criolla, influida por la Ilustración del siglo XVIII, creía en esas ideas. Y Manuel Belgrano las sostuvo desde su puesto de secretario del Consulado. En 1809 Mariano Moreno, en su Representación de los Hacendados, afirma: "El comerciante inglés se presenta en nuestros puertos y nos dice, yo traigo las mercaderías de que sólo yo puedo proveerlos, vengo igualmente a buscar vuestros frutos, que sólo yo puedo exportar". Al tanto de las últimas teorías económicas europeas, Belgrano quería aumentar las ventas de "frutos del país" —cueros, carnes saladas, cereales— mejorando las técnicas de producción y dándoles tierras a pequeños propietarios rurales. Hacia 1810, el tráfico comercial del Virreinato con España está paralizado por la guerra en Europa. ¿Quién puede acercar a Buenos Aires las manufacturas que se pagan con plata del Potosí y se venden en el Alto Perú, Córdoba y Tucumán, dejando buenas ganancias a los comerciantes de Cádiz y a sus negociantes locales? El virrey Cisneros concede en noviembre de 1809 el libre comercio y ya nada será igual. Sus ventajas como fuente de recursos quedan a la vista: la administración virreinal gasta más de un millón de pesos anuales y debe mantenerse a pesar de la guerra. Manuel Moreno, hermano de Mariano, describía así los nuevos vientos: "El Río de la Plata es la primera puerta al reino del Perú, y Buenos Aires, el centro que reúne y comunica las diversas relaciones de estas vastas provincias. Más de 300 buques de comercio se presentan anualmente en sus puertos, cerca de 18 millones de artículos consume el Perú y pasan en la mayor parte por ese canal. La gruesa de yerba del Paraguay se deposita en sus almacenes antes de repartirse a las provincias. El comercio de negros para estas Américas se le ha hecho privativo. Un millón de cueros se exporta cada año de su distrito". El librecambio será el eje de la gran transformación que se afirma a partir de 1810. "En un proceso de largo plazo cuyos primeros efectos se notan hacia 1820, las guerras de independencia crearán una nueva elite de dueños de la tierra. En muchos casos, son comerciantes locales desplazados por las casas comerciales inglesas asentadas en Buenos Aires luego de 1810. La apertura transformará a la Aduana de Buenos Aires en el nuevo Potosí", explica el historiador Roberto Schmit. El pago de derechos de aduana preocupará también a Cornelio Saavedra. En una carta a su amigo Juan José Viamonte, Saavedra se queja de uno de los miembros de la Primera Junta, Juan Larrea: "Generoso Larrea, generoso sí, con su bolsillo e intereses. Y si no, que lo digan los 23 buques ingleses entrados a su consignación, con desdoro del gobierno. Que lo digan los 280.000 y más pesos que no había pagado de derechos, que con plazos vencidos adeudaba a la Aduana" . Como señala el historiador Tulio Halperin Donghi en Revolución y guerra, con los hechos que se ponen en marcha en 1810 se desarticularán antiguos circuitos de comercio centrados en el Alto Perú, abastecidos por Buenos Aires. La apertura al comercio mundial, con eje en la exportación de cueros y la importación de textiles y manufacturas inglesas, hará mirar a la economía hacia el Atlántico: es el ascenso del Litoral y la caída del Interior. En el largo plazo que va desde 1810 a 1850, la provincia de Buenos Aires —que expandirá su frontera en territorio indio—, pero también Entre Ríos y Santa Fe, se irán afirmando como potencias ganaderas. La importación de telas inglesas pasa de 3 millones de yardas en 1814 a 15 millones en 1824 y más de 20 millones en 1834. Los cueros, que en 1810 eran menos del 10% de las exportaciones porteñas, hacia 1850 sumaban más de 2.000.000 de piezas. Pensando en estos grandes cambios, cabe la pregunta: ¿qué medidas económicas tomó la Primera Junta? "En realidad sólo puede hablarse de tendencias hacia el liberalismo económico. Pero hay que esperar hasta la Asamblea de 1813 para ver medidas importantes, como la creación de la primera moneda patria, la afirmación del comercio libre, la decisión de confiscar las fortunas de españoles adversarios de la Revolución, la libertad para los hijos de los esclavos por nacer", destaca Schmit. La Primera Junta y los gobiernos que la reemplacen, tomarán medidas económicas impopulares. Las confiscaciones y empréstitos forzosos se inician en 1810 y seguirán mientras dure la guerra, al menos hasta 1818, cuando San Martín libera Chile. Se suceden los empréstitos: 150.000 pesos en noviembre de 1811, 228.000 pesos en mayo de 1812 que el gobierno pide a "comerciantes tenderos, extranjeros con casa abierta y artesanos que hacen compras al por mayor", según datos de Halperin Donghi. En mayo de 1813 se exigen 100.000 pesos "a barraqueros, pulperos, jaboneros y fabricantes de sebo". ¿Quiénes eran los ricos de aquella Buenos Aires? En la punta de la pirámide social estaban los comerciantes. Catalanes como Larrea y Matheu; vasconavarros como Anchorena, Alzaga, Santa Coloma, Lezica, Beláustegui y Azcuénaga; gallegos como Rivadavia y Llavallol. En noviembre de 1808 un agente de la Corte portuguesa, Felipe Contucci, escribió a sus superiores que las personas "leales y respetables" en Buenos Aires eran 99, con una mayoría de eclesiásticos, funcionarios, militares, abogados, hacendados y comerciantes. De aquella lista quedaban excluidos los blancos pobres pero "decentes". Domingo French era empleado del Convento de la Merced y en 1802 consiguió en la Administración de Correos el puesto estable de "cartero único", con lo que ganaba medio real por día, además de 2 reales por cada carta entregada a su destinatario en mano. Antonio Luis Beruti era un empleado público, con su puesto de oficial de segunda en las Cajas de la Tesorería. Aunque Belgrano abominaba del "infame comercio", la trata de negros era legal: había estado en manos francesas e inglesas hasta 1790, cuando la Corona permite entrar en el negocio a comerciantes locales. Según Donghi, en 1810 hay en Buenos Aires un negro libre por cada diez esclavos. "Los artesanos resisten mal la competencia, los esclavos y sus influyentes dueños frustran el nacimiento de un sistema de gremios de artesanos en Buenos Aires y de una industria propia", anota. Los comerciantes británicos asentados en la ciudad serán otro factor clave. Andrew Graham Yooll destaca en La colonia olvidada que en mayo de 1810 el capital de esos comerciantes —encabezados por Alexander McKinnon— sumaba casi un millón de libras esterlinas. Recuerda también que el 18 de mayo de 1810 el virrey Cisneros informó a los comerciantes ingleses que debían retirarse de la ciudad para el día 26. Cuatro buques de guerra ingleses con base en Río de Janeiro —el "Mutine", el "Pitt", el "Nancy" y el "Mistletoe"— esperaban órdenes frente al puerto de Buenos Aires. Y saludaron los acontecimientos del 25 de mayo con salvas de homenaje. ¿Quién se benefició con la Revolución? En su balance de los hechos de Mayo, Sarmiento dijo que el "hijo legítimo" de 1810 era el orden político creado por Juan Manuel de Rosas y los estancieros bonaerenses. Alberdi fue ácido en sus escritos póstumos, cuando dijo que la Revolución "ha creado dos países distintos e independientes, bajo la apariencia de uno solo. El estado metrópoli, Buenos Aires, y el país vasallo, la república. El uno gobierna, el otro obedece; el uno goza del tesoro, el otro lo produce. El uno es feliz, el otro miserable; el uno tiene su renta y su gasto garantizado, el otro no tiene seguro su pan". /// Clarín Información General 36 24/5/2002 LA REVOLUCION DE MAYO|SEXTA NOTA: ANALISIS DE LAS POSTALES QUE RESCATA LA MEMORIA SOBRE EL 25 DE MAYO DE 1810 Mitos y verdades Se asocia la fecha con una plaza llena y un grito: "El pueblo quiere saber de qué se trata". Pero aquel día lluvioso la concurrencia frente al Cabildo no fue masiva. Y pocos llevaron paraguas. -------------------------------------------------------------------------------Silvina Heguy. DE LA REDACCION DE CLARIN. Son grandes gestos. Pequeñas anécdotas. Una lluvia persistente. Un escenario cubierto de paraguas. Cintas celestes y blancas. Y también son frases repetidas hasta el cansancio las que forman la postal estática del 25 de Mayo de 1810. Parte de un mito que sirvió para crear la idea de fundación de la Patria. En el centro de este recuerdo histórico está un cuadro del artista Ceferino Carnacini, El pueblo quiere saber de qué se trata, pintado en 1938, que ilustró billetes en la segunda mitad del siglo XX. Mostró una plaza llena, con siluetas, objetos y gestos que permanecieron como verdades que el tiempo terminó cuestionando. "La explicación del cuestionamiento —analiza el historiador Ricardo Cicerchia— es que los hechos del 25 de Mayo de 1810 se construyeron después de esa fecha y con un fin: ser parte de la memoria." Entonces, ¿había tantos paraguas en la Plaza de la Victoria, ahora llamada Plaza de Mayo? O yendo más lejos: ¿había paraguas en esta parte del mundo en 1810? La respuesta se encuentra en la Buenos Aires actual. En una de sus vitrinas, el Museo Histórico Nacional expone un paraguas usado por un cabildante, o sea un funcionario del Cabildo de esa época. La foto de ese paraguas se reproduce en la página de al lado. Con mango de marfil, el paraguas colonial es grande, de tela marrón y tiene un escudo con el perfil de Fernando VII, el rey de España capturado por Napoleón. "Paraguas había, pero sólo para los ricos", explica María Inés Rodríguez Aguilar, historiadora y directora del Museo Roca. "La mayoría de los hombres usaba capotes", precisa. Una pintura más fiel de aquel día tendría que haber sido sin tantos paraguas y con otros vestidos. Las damas de la época no eran como se ven en el óleo de Carnacini. Las faldas anchas y con miriñaque "no son las que se usaban en ese año", señala Patricia Raffellini, del Museo del Traje de Buenos Aires. El corte más popular usado en 1810 no marcaba la cintura. La moda seguía al estilo imperio, que copiaba a las romanas antiguas. El largo llegaba al talón y las telas con las que se vestían las mujeres eran muselinas finas y transparentes. "Aun en invierno, debajo de los vestidos lánguidos usaban sólo una enagua del mismo material". De ahí que la enfermedad más común entre las señoras era llamada de la muselina. Lisa y llanamente, una bronquitis fuerte. "Tampoco se usaban las grandes peinetas", explica Raffellini. "Las mujeres de 1810 preferían unas de tamaño más chico." Eran talladas en carey, material que se extraía del caparazón de tortuga. Si llovía, ellas —por lo general— no salían. Y ya nadie duda de que ese 25 de mayo efectivamente llovía. Lo cuenta en su novela en forma de cartas Vicente Fidel López, lo aseguran otros testigos de la época y lo confirman los historiadores. Pero además del cuadro de Carnacini, en la retrospectiva aparecen las cintas celestes y blancas. "Si existieron —y eso está en duda— eran azules y blancas, que representaban a los colores de los Borbones, la casa real española que había sido depuesta por Napoleón Bonaparte", sostiene el historiador Enrique Carretero. "Porque, según las actas del Cabildo, el gobierno que se formó fue en nombre de Fernando VII. La versión que asegura que eran rojas y blancas es poco creíble, porque el rojo significa guerra", apunta. En su versión de la historia, Bartolomé Mitre escribe que el chispero Domingo French había tomado telas de una tienda de la Recova para hacer las cintas distintivas que repartía. "Era para individualizar a los simpatizantes que apoyaban el cambio del virrey por la Junta", es la explicación que aporta Carretero. La Plaza —también se lee en las crónicas de Vicente F. López— estaba custodiada para que el 22 de mayo sólo llegaran hasta el Cabildo los que tenían la invitación. Es que no fueron todos los vecinos invitados, coinciden varios historiadores. Se mandaron invitaciones a 450 personas y asistieron 250. Vicente F. López cuenta también que los patriotas habían tomado de la imprenta más invitaciones para que pudieran pasar sus adeptos. Pero ese dato, como otros, está cuestionado. Carlos Pueyrredón, en su libro 1810, la Revolución de Mayo, argumenta que no pueden haber votado personas introducidas por los revolucionarios porque "en el Cabildo del 21 se había resuelto formar la lista de votantes, o sea el padrón electoral, sobre la base de las invitaciones, y el 22 se llamó a alta voz a cada uno de los invitados de la lista, anotándose su voto". ¿Se gritó o no la consigna "El pueblo quiere saber de qué se trata"? "Sí —responde Félix Luna—. Fue así y figura en las actas del Cabildo". ¿Y quiénes estaban en la Plaza? "Eran activistas y alguna gente del pueblo. Eran unos 100 y estuvieron durante el 22, el 23, el 24 y el 25. Su objetivo principal era sacar al virrey Cisneros", completa Luna. "Lo que no es un mito es que el Cabildo Abierto del 22 de mayo fue una instancia decisiva", aclara María Sáenz Quesada. Para la historiadora y autora del libro La Argentina. Historia de su país y su gente , la asistencia fue alta teniendo en cuenta que al Cabildo Abierto de 1806 habían asistido 100 personas. Entre los que faltaron había muchos partidarios del grupo españolista, como por ejemplo Martín de Alzaga, quien era uno de los líderes de este grupo. "Algunos dieron excusas banales y otros, ciertas", analiza Sáenz Quesada. "Seguramente, la vigilancia de las tropas de Saavedra y la amenaza que significaba la presencia de los chisperos los llevó a no asistir", interpreta. ¿Qué se habló? ¿Qué se dijo durante ese largo día? Los discursos originales no se conservan. Fueron reconstruidos a través de la memoria de los que asistieron a las deliberaciones. Pero es seguro que el obispo de Buenos Aires, Benito de Lué y Riega, fue quien habló en nombre de los españolistas y, con su soberbia, provocó una fuerte reacción entre los partidarios criollos. "A esto le respondió Juan José Castelli, vocal de la Primera Junta —explica Sáenz Quesada—. Y en eso no hay leyenda: él fue el orador de la Revolución". El hombre tembló antes de pronunciar que, con la caída de los reyes de España en manos de Napoleón, el poder delegado a ellos por el pueblo de las Indias volvía a la gente de estas tierras. "Quizá porque era consciente de que lo que planteaba era la ruptura con España o porque también temía que sus palabras provocaran una reacción armada de la oposición", estima Sáenz Quesada. Verdad plena, verdad a medias o mito, lo más importante de la postal del 25 de Mayo de 1810 es —como remarca Cicerchia— "la idea de la deliberación como forma de construir el poder político". Aunque no todo haya sido como se ve en el cuadro emblemático de la Revolución, ese día se impuso la idea republicana que perduró en el tiempo. ANALISIS Una brecha que debe ser cerrada -------------------------------------------------------------------------------Luis Alberto Romero. HISTORIADOR. El 25 de Mayo de 1810 nació la patria. Asentado en las profundidades de nuestro sentido común, lo que todos aprendimos en la escuela se nos aparece como natural e indiscutible; niños y jóvenes, por su parte, siguen recibiendo en el colegio la misma versión, repetida también por un variado conjunto de narradores de historias pasadas: todo comenzó en Mayo. Pero hace tiempo que los historiadores profesionales, los historiadores en serio, vienen criticando esta explicación. Coinciden en que los sucesos de Mayo de 1810 no fueron el fruto de un plan previo sino la imprevista consecuencia de un evento lejano: el derrumbe del Imperio Español luego de la invasión napoleónica. En Buenos Aires, como en cada ciudad importante de Hispanoamérica, un grupo de vecinos se hizo cargo del gobierno, de manera provisoria, sin saber bien para quién ni contra quién. Pronto la guerra, que enfrentó a patriotas y realistas, definió los bandos y las identidades de los contendientes. Los de acá no se identificaban como argentinos, ni como chilenos, peruanos o venezolanos. Tales nociones le habrían resultado extrañas al San Martín que cruzó los Andes: para él, y para sus contemporáneos, eran americanos, que luchaban contra los "godos". Afinando el criterio, eran de Potosí, Salta, Córdoba o Buenos Aires, donde acostumbraban llamarse argentinos. El derrumbe institucional arrastró los virreinatos y las intendencias heredados, y solamente se detuvo en las unidades mínimas, las ciudades, pronto transmutadas en provincias. De inmediato vino el largo ciclo de las guerras civiles. Al cabo de muchas batallas y de bastante barbarie, esas provincias llegaron al acuerdo mínimo para la organización de un Estado. Quienes lo proyectaban, y se ilusionaban con la prosperidad que traería la paz, imaginaron una nación que diera identidad a los habitantes de la ahora sí denominada Argentina. Según las ideas románticas de la época, esa nación que se proyectaba, donde todo estaba por hacerse, debía ser liberal y progresista, y además debía tener un origen firme, lejano y mítico, que estuviera más allá de las controversias del presente. Bartolomé Mitre, que contribuyó de manera principal a la consolidación del Estado argentino, escribió la historia de la nación que lo sustentaba, esa nación que —afirmaba— era preexistente. En suma: "inventó" la nación. Esto pensamos hoy los historiadores. Estamos lejos de lo que se enseña en la escuela, y también del sentido común. Sin duda, hay una brecha que debe ser cerrada, pues en Historia, tanto como en Física o Matemáticas, no puede admitirse tal distancia entre el saber científico y el escolar. Pero hay que hacerlo con cuidado. Este relato mítico es hoy uno de los escasos soportes de la comunidad nacional, que ya no puede apoyarse ni en las fuertes identidades políticas que tuvimos en el siglo XX ni tampoco en la convicción de un prometido "destino de grandeza". La subsistencia de esta comunidad nacional — histórica y contingente, como todo lo humano— no está asegurada ni mucho menos. Colocar la nación en la historia, mostrar su contingencia, no significa desvalorarla. Por el contrario, si sabemos plantear adecuadamente las cosas, se nos presentará como el laborioso logro de muchas generaciones de compatriotas, quienes no fueron héroes inmarcesibles, de designio infalible: sólo hombres, como nosotros. Casi a ciegas y tanteando, construyeron algo más que un mito. La nación, bastante distinto de la que imaginaron, fue sin embargo algo valioso: una forma, un modelo de sociedad y de Estado. Si es así, esos hombres merecen de nosotros algo más que un recuerdo ritual y mecánico: merecen la asunción cotidiana del compromiso de recrear permanentemente esto que recibimos, tan frágil. Así mirado, y hablando como ciudadanos, quizá podamos volver a pensar que todo comenzó en Mayo. La avidez por conseguir un cargo -------------------------------------------------------------------------------Es uno de esos rumores que se mantienen con el tiempo y que muchos historiadores reconocen como ciertos sólo en privado: en la época de la Colonia los cargos del Cabildo se compraban. El Cabildo gobernaba la ciudad, ejercía la justicia, establecía los precios, era centro de acopio, mediaba entre los vecinos, cobraba los peajes y era también cárcel y morgue. A los gobernados se los llamaba vecinos: votaban y podían ser electos como funcionarios. Los cargos eran anuales. Una Real Cédula de 1594 recomendaba la libre elección. Pero "la avidez de conseguir fondos hacía que se vendieran los de los oficios reales —especie de ministros de los gobernadores— y virreyes", se lee en Todo es Historia de mayo de 1975. En 1640 —explican en la revista—, un alguacil mayor vitalicio pagaba 31.000 pesos de plata por su cargo, valor que ya había bajado a 4.000 pesos en 1657. "El sueldo era inferior al precio pagado por el cargo, que se compraba por el status o porque servía para acceder a ciertos negocios". Por ejemplo, el contrabando. Las acusaciones a funcionarios son una costumbre que viene de esos tiempos en estas tierras. A Santiago de Liniers, héroe en las Invasiones Inglesas, lo acusaron cuando fue virrey de "tener muchos parientes en puestos públicos y cobrar honorarios por su título, como general, y, como virrey, a pesar de la pobreza del Erario", explica Roberto Hosne en Historias del Río de la Plata. /// Clarín Información General 36 25/5/2002 LA REVOLUCION DE MAYO: ULTIMA NOTA El 25 de Mayo de 1810, hora a hora -------------------------------------------------------------------------------Silvina Heguy. DE LA REDACCION DE CLARIN. El alcalde mayor hizo una seña y los miembros de la Junta se arrodillaron frente a la mesa municipal. Los Santos Evangelios estaban abiertos en el relato de San Lucas. Cornelio Saavedra puso la palma de su mano sobre ellos. Juan José Castelli apoyo la suya sobre uno de los hombros de Saavedra y Manuel Belgrano hizo lo mismo sobre el otro. El resto copió el gesto. Eran casi las 9 de la noche del viernes 25 de Mayo de 1810 y el Sí, juro de los nueve hombres entrelazados marcaba el final de cuatro días intensos. Cornelio Saavedra se levantó y la Junta ocupó los asientos bajo el dosel del salón central del segundo piso del Cabildo. Después el comandante fue hasta el balcón. Abajo, en la Plaza, quedaba poca gente bajo la lluvia. Saavedra les habló para pedirles que mantuvieran orden, la unión y la fraternidad, y para que se respetara la figura del ex virrey Cisneros. Esa noche, los miembros de la Junta salieron juntos. Atravesaron la Plaza, pasaron por debajo de la Recova y los pasos firmes —que resonaron huecos en el barro— los llevaron hasta el Fuerte, desde donde iban a gobernar Buenos Aires y el resto del Virreinato hasta fines de 1810. Aquel día, el Cabildo había estado lleno desde temprano, a las 8 de las mañana. Los asistentes habían llegado para considerar la renuncia de la Junta nombrada el 23 de mayo, encabezada por el virrey Cisneros. Habían jurado a las 3 de la tarde del 24 y seis horas después, frente a la presión de los criollos, presentaban sus renuncias. En el salón del Cabildo, la postura del síndico procurador, Julián de Leiva, aún era inamovible: no aceptaba la renuncia de Cisneros y proponía autorizarlo a usar la fuerza para fusilar y dispersar al pueblo. Leiva se aferraba a una idea errónea: creía contar con el apoyo de Saavedra. A esa hora, la Plaza ya estaba ocupada. Pero la mayoría de las milicias estaba en los cuarteles, esperando noticias del Cabildo. Las novedades sobre la posición de Leiva llegaron pronto. Cuando se difundieron, un grupo encabezado por Feliciano Chiclana y Domingo French —que como todos los partidarios criollos estaban reunidos en la casa de Rodríguez Peña— salió hacia el Cabildo. En el impulso, todos llegaron hasta la galería de arriba. Fue el propio Leiva quien abrió la puerta del salón al escucharlos. "¿Qué es lo que ustedes quieren?", cuentan que dijo. "La deposición inmediata de Cisneros", le gritaron los criollos. Desde adentro pidieron que nombraran una comisión de representantes para explicar sus reclamos. Las crónicas de la época dicen que llevaban escritos los nombres para una nueva junta de gobierno. El Cabildo objetó la propuesta. Para eso se debía consultar al resto de los pueblos del Virreinato, se sostenía como argumento principal. La discusión se encendía y uno de los vecinos acaudalados, de apellido Anchorena, propuso citar a los comandantes de las milicias para opinar y votar. Los delegados de los criollos salieron para juntarse en la Fonda de las Naciones de la Vereda Ancha, una de las tantas del radio de la Plaza. El cielo estaba nublado y amenazaba con desarmarse en agua, como venía ocurriendo desde hacía días. Cuando los comandantes se reunieron, Leiva pidió apoyo para las autoridades elegidas el 23. El comandante Romero, un moderado que lideraba una milicia, contestó que no era posible sostener la elección del virrey como presidente de la Junta, que las tropas y el pueblo estaban indignados y que ellos no tenían autoridad para darle apoyo al Cabildo, porque sabían que no iban a ser obedecidos. Se animó a pronosticar que si el Cabildo insistía en lo resuelto no podrían evitar que la tropa llegara hasta la Plaza para imponer su posición. La gente había vuelto a tomar las galerías. Y Leiva le habló al resto de los cabildantes: "No hay más remedio que consentir", se le oyó decir. Martín Rodríguez salió al corredor y, a los gritos, contó a la gente que el virrey había quedado fuera del gobierno. Después corrió hasta la casa de Rodríguez Peña, donde estaban los líderes del movimiento criollo. Entonces Peña dijo que había que llevar la lista de la nueva Junta al Cabildo. Cuando Beruti y French entraron en el salón del edificio donde se seguía sesionando, los cabildantes ocupaban sus asientos detrás de la gran mesa que da a la puerta. Los patriotas se agruparon en la baranda que limitaba el recinto hacia el lado de afuera. La respuesta fue una exigencia: que expresaran por escrito la voluntad del pueblo. Al rato llegó una presentación con más de 400 firmas. Eran las 15.30 cuando Leiva puso el último obstáculo. Pidió que el pueblo se congregara en la Plaza para que, al leer los nombres, los ratificaran. A las 4 de la tarde, Leiva salió al balcón. El resto de los cabildantes lo siguieron. Cuando miraron hacia la Plaza, el síndico, irónico, preguntó: "¿Dónde está el pueblo?". Abajo había poca gente. Y fue Beruti quien repitió que el pueblo en cuyo nombre hablaban estaba armado en los cuarteles y otra gran parte del vecindario esperaba en distintos lugares para ir. El griterío creció. Finalmente, Leiva en nombre del Cabildo, cedió. Y así se dieron por anulados los actos del día 23 y 24. El vozarrón de Martín Rodríguez se volvió a escuchar a las cuatro y media. Pero esta vez fue en el balcón, cuando leyó los nombres de la Junta de Gobierno que quedaba encargada provisoriamente de la autoridad de todo el Virreinato. La espera, luego, fue larga. Hasta que, cuando faltaban minutos para las 9 de la noche, el alcalde mayor abrió los Santos Evangelios. La nueva Junta entró por el centro del salón en medio de un gran silencio. El funcionario hizo una seña y se acercó a Saavedra con el libro abierto. Los nueve hombres se comprometieron a conservar esta parte de América para Fernando VII, el rey de España, prisionero de Napoleón. Afuera llovía. Y en la Plaza todavía quedaba gente. Fuentes: "Memorias curiosas", de Juan Manuel Beruti, Colección Memoria Argentina, Emecé, 2001. "La Gran Semana de 1810. Crónica de la Revolución de Mayo", de Vicente Fidel López. Imprenta y Librería de Mayo, 1896. Chisperos en las calles -------------------------------------------------------------------------------Cuenta el historiador Vicente Fidel López, en sus crónicas de la Revolución, que el lunes 21 de mayo de 1810 las calles del centro y la Plaza estaban "llenas de chisperos". Era gente armada con pistolas y sables, que vigilaban el Fuerte y luego iban decididamente al Cabildo. "El torrente de gentes se dirigió a las escaleras del Cabildo encabezadas por Manuel Belgrano, Martín Rodríguez, Domingo French y Antonio Beruti. Al oír el tumulto, abrió las puertas del salón el síndico Julián de Leiva. Les rogó que se apaciguasen y les preguntó lo que querían. Tomó la palabra Belgrano y le dijo que el pueblo quería saber si se hacía o no Cabildo Abierto. Señores, contestó el síndico, el señor virrey está inclinado a que se haga." Así fue que el virrey Cisneros convocó a unos 450 vecinos "de distinción" para el Cabildo Abierto del 22. Debían acreditarse por medio de una esquela, que sería controlada al entrar en la Plaza. El 22, un día decisivo -------------------------------------------------------------------------------A las nueve de la mañana del martes 22, unos 250 vecinos —entre ellos 70 funcionarios y sacerdotes, 25 abogados y profesionales, 59 comerciantes, 59 militares y 21 ciudadanos comunes— llegaron al Cabildo para debatir. ¿Debía caer el virrey Cisneros y nombrarse un nuevo gobierno, o no? De aquel debate histórico, la tradición oral reconstruyó sólo cinco discursos: los del obispo Benito de Lué, los abogados Castelli y Paso, el fiscal real Villota y el militar Pascual Huidobro. Como un ejemplo de dos pasiones opuestas, cabe recordar que el obispo Lué sentenció que "aun cuando no quedase parte alguna de la España que no estuviese subyugada, los españoles que se encontraren en las Américas debían tomar y reasumir el mando de ellas". A eso contestó Castelli: "Es falso que el derecho de disponer de nuestra herencia, hoy que la Madre Patria ha sucumbido, pertenezca a los españoles de Europa y no a los americanos". LA REVOLUCION DE MAYO / ULTIMA NOTA: FESTEJOS CON BRILLO, BOHEMIA Y ARTE EN 1910 El Centenario en la memoria Para evocar la Semana de Mayo, Buenos Aires se convirtió en un gran escenario, con avenidas iluminadas, espléndidos edificios públicos, grandes tiendas y palacios. Y llegaron visitantes ilustres. -------------------------------------------------------------------------------María Inés Rodríguez Aguilar. HISTORIADORA. DIRECTORA DEL MUSEO ROCA. La ciudad parecía un gran escenario, con sus avenidas iluminadas, espléndidos edificios públicos, grandes tiendas y palacios que impresionaron a distinguidos viajeros que — con magníficas páginas— escudriñaron a los argentinos y sus contradictorios paisajes. Fue en 1910, al cumplirse cien años de la Revolución, durante los festejos conmemorativos de la Semana de Mayo. Con ansias de representar una tradición nacional y una identidad ciudadana, la celebración unió el modelo visionario de la elite gobernante desde 1880 y la obra colectiva de una comunidad argentinizada desde sus múltiples orígenes. Buenos Aires, la París de América del Sur, pasó de 178.000 habitantes en 1869 a 1.576.000 en 1914. Y se promovió la apoteosis de una sociedad moderna y progresista, cuya génesis se imaginaba en la Revolución de Mayo. Se desarrolló desde la madrugada del 19 de mayo —decían las crónicas de la época— "una festividad magnífica que trae más pavorosa cola que el cometa Halley", que brilló por la competencia en los despliegues de representaciones diplomáticas, económicas, culturales y étnicas, preferentemente de las colectividades española, italiana y francesa. Estas presencias se configuraron en una amplia gama de significaciones en monumentos y exposiciones, perdurando en el imaginario la ritualidad ceremonial española de la visita de la infanta Isabel de Borbón, quien —describía la prensa— "reinó en el Plata con su riquísimo traje de seda gris recamado en oro, con enormes perlas en cinco largas hileras y una diadema de soberbios brillantes". Con amables o ácidos comentarios, leeremos a visitantes célebres, los siempre inagotables Clemenceau, Anatole France, Huret, Blasco Ibáñez, Bevione y Ferri. En un privilegiado mercado intelectual, congresos y plenarios representaron el ritual de la cultura del progreso indefinido y la fe en la ciencia. Ocuparon los debates del Congreso Científico Internacional, el Interamericano, el Feminista Internacional y el Americanista. Criollos de pura cepa e hijos de inmigrantes compartieron el espacio editorial en un horizonte ideológico de infinitos pliegues. Hubo un un primer nacionalismo nutrido de hispanismo que cuestionó la hegemonía de los valores políticos y culturales del liberalismo. Abundaron obras de González, Rojas, Juan B. Justo, Ingenieros y Bunge, que ahondaron en nuestra evolución histórica y evaluaron los resultados de la inmigración, cuestionándola. En los cafés reinaban la bohemia y el debate propuesto por las ediciones de la Biblioteca Nacional (Groussac), la Revista de América (Rubén Darío), El Sol (Ghiraldo), Ideas (Olivera y Gálvez), Nosotros (Giusti y Bianchi). Se codiciaron los números extraordinarios de homenaje de Caras y Caretas y PBT, donde la publicidad entrecruzó la divulgación de figuras históricas y el consumo moderno. Con la estética modernista cantó Rubén Darío al Centenario, y Lugones, con sus Odas Seculares, celebró el sistema político vigente. Otras voces sonaron en Carriego con amor al barrio porteño, en Almafuerte con su ética y en Gálvez con su relato autobiográfico de sintesis nacionalista El diario de Gabriel Quiroga. La plástica entregó obras como La fundación de Buenos Aires (Moreno Carbonero), la Primera misa en Buenos Aires (Bouchet), Cabildo del 22 y Mariano Moreno en su mesa de trabajo (Subercaseaux), que aspiraron desde colores y formas a promover un sentido histórico nacional. Esta sociedad con claroscuros y tensiones, elegía al radicalismo y al socialismo como su legítima alternativa al régimen conservador. Se buscaba la inclusión en prácticas ciudadanas democráticas, concretadas en la Ley Sáenz Peña de 1912. Anarquismo y socialismo, junto al sindicalismo revolucionario, representaron las tendencias ideológicas de un gran sector del mundo laboral, expresadas en periódicos como La Protesta y La Vanguardia. Estos sectores, "ordenados" por la Ley de Residencia de 1902, la Ley de Defensa Social de junio de 1910 y el estado de sitio, fueron reprimidos, deportados o apresados. Su prensa fue silenciada y sus locales, clausurados, al ser calificados en esos tiempos del Centenario como un peligro para la nacionalidad. Bajo las luces del Centenario estallaron viejas y nuevas aspiraciones de sectores tradicionales y emergentes. Y se ampliaron en renovadas ideas y políticas. Queda para la Argentina del 2010, la que recibirá el Bicentenario de la Revolución de Mayo, explorar y restaurar los términos de una nueva utopía integradora. ENFOQUE La lección de aquellos hombres de Mayo -------------------------------------------------------------------------------Claudio Aisenberg. DE LA REDACCION DE CLARIN. Ellos no eran perfectos. Tampoco mártires, ni mucho menos héroes inmaculados. Tenían sus grandezas y tenían sus miserias. La historia que por generaciones se ha contado en la Argentina los eleva a un podio inaccesible. Ciudades, calles, pueblos y barrios llevan hoy sus nombres. Pero ellos, que supieron trascender, eran simplemente hombres. Los hombres de Mayo. Esta serie de Clarín sobre la Revolución de 1810 —que ofrece hoy su última entrega— pretendió aproximarse a los episodios y reconstruirlos tal cual las investigaciones más rigurosas indican que ocurrieron, no tal cual encajarían mejor en el imaginario colectivo. Es que ninguna historia de la Historia puede ser lineal, aséptica o sugerir una lectura unívoca. Las historias de la Historia son mucho más que eso: están moldeadas por hechos. Y esos hechos se desencadenan en un contexto de época, de circunstancias y de geopolítica. Podrán, en consecuencia, ser interpretados y analizados en distintas direcciones. Entre los hombres de Mayo había internas y, en algún caso, enconos insalvables. Cornelio Saavedra, el presidente de la Primera Junta, estaba enfrentado con uno de los secretarios, Mariano Moreno. Viejo estigma de estas tierras: no podían coexistir en el mismo escenario. Las hipótesis más firmes —se explicó el miércoles en estas páginas— revelan que Moreno quería eliminar a Saavedra y entonces Saavedra, al parecer, resolvió eliminarlo a él. Notorios personajes de su tiempo, un contrapunto de convicciones los convirtió en las caras visibles de un proceso de transformación. Es más conocida la vida de Manuel Belgrano, vocal de la Junta y creador de la Bandera. Enjuiciado por el Comité de Seguridad Pública, años después, al morir, sólo le sobraban apremios económicos. Al propio Saavedra la Revolución de Mayo terminó empobreciéndolo. Domingo French y Antonio Luis Beruti, los incansables chisperos de la Plaza, y el vocal Juan Larrea sufrieron el oprobio del destierro. Juan José Castelli, también vocal, fue juzgado por los saavedristas. Son datos sueltos del destino de esos hombres de Mayo los que impulsaron la Revolución. A los ojos del presente puede resultar inverosímil que French haya trabajado de cartero. O que Beruti se ganara la vida como empleado público. Muchas de las contradicciones del movimiento de 1810 —los archivos no mienten— preludian desventuras posteriores de la historia argentina. La Primera Junta y los gobiernos que la sucedieron, por ejemplo, echaron mano a las confiscaciones y a los empréstitos forzosos. Estas prácticas que lastiman a la Argentina del siglo XXI ya existían hace casi doscientos años. Como los negocios devenidos negociados; como las artimañas hábilmente ejecutadas para sacar provecho del contrabando. Con aciertos y errores, sin embargo, los hombres de Mayo dejaron un inmenso legado. Ellos tenían ideas e ideales. Y procedían en nombre del concepto de Patria. Por eso el 25 de Mayo es la fecha que toca como ninguna otra la cuerda de la sensibilidad argentina. Hoy, en estos penosos momentos de la peor crisis, ese mensaje de la Revolu ción de Mayo adquiere una significación insoslayable. No parece casual el auge de la literatura que rescata capítulos históricos de la Argentina. Como pocas veces, las historias de la Historia reclutan apasionados seguidores a través de libros, diarios, Internet, programas radiales y televisivos. Como pocas veces, también, la actualidad obliga a mirarnos en un espejo que no siempre reluce. A 192 años de la Revolución no alcanza con el endeble bronce de los homenajes de ocasión. Aquellos hombres de Mayo acaso estén reclamando, desde el fondo de la Historia, que alguna vez se aprenda la lección.