7 Se denomina Edad Media al periodo histórico com

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La Edad Media
S
e denomina Edad Media al periodo histórico comprendido entre la caída del Imperio Romano de
Occidente en el año 476 d. C. y el descubrimiento de
América en 1492 d. C. Estos dos acontecimientos cruciales se toman como límites en la consideración, totalmente convencional, de esa etapa de nuestra Era
Cristiana. Se le llama Edad Media debido a que es el lapso que media entre dos épocas fundamentales: el Bajo
Imperio Romano de Occidente y el Renacimiento. Sin
embargo, los diez siglos que la comprenden no constituyen una unidad. Se ha dividido en tres etapas: la
Temprana Edad Media (siglos v al x), la Plena Edad
Media (siglos xi al xiii) y la Baja Edad Media (xiv y xv).
Cada una de estas etapas guarda relación y semejanzas con la anterior y con la siguiente en todos los aspectos de la vida y de la cultura. De este modo vemos
que la Temprana Edad Media es más afín con el Bajo
Imperio Romano que con la Plena Edad Media, de la
misma manera que la Baja tiene mayores similitudes
con el Prerrenacimiento italiano (con el que, de hecho,
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coincide temporalmente). Tampoco es posible en la
Historia, o en la historia del arte, marcar con exactitud
periodos precisos; hay siempre un proceso en el que intervienen la ruptura y la continuidad del anterior, en
el que los límites se difuminan. No obstante, con fines
prácticos se establece esta convención.
La Temprana Edad Media se caracteriza fundamentalmente por dos factores determinantes: las invasiones de pueblos bárbaros que provenían de Asia,
germanos en su mayoría, al territorio europeo, y el gran
poder y fortaleza que durante estos cinco siglos adquiere y consolida la Iglesia Católica Apostólica Romana.
Las invasiones habían comenzado antes de la disolución del Imperio Romano de Occidente, pero a partir de
ésta cobraron mayor fuerza y una significativa conquista de territorialidad. Muchos de esos pueblos habían
permanecido en terrenos situados tras las márgenes
orientales del río Rin; en el siglo v cruzaron esta frontera natural y se fueron asentando en las comarcas del
antiguo Imperio Romano, para constituir reinos en
toda forma. Pero la cultura imperial romana no acabó de manera abrupta. Se registra un largo proceso de
transición, en el que va perdiendo vigor, al que hay que
añadir el hecho de que, como ocurre en toda conquista, los conquistadores asumen gran parte de la cultura de los pueblos conquistados. Y en este caso, además,
un factor se agrega: la Iglesia Católica de Occidente
adopta el latín como la lengua oficial, el derecho romano, por medio del cual va a legislar, y la organización
jerárquica, a más de la economía basada en el latifundio, y, por tanto, en la producción agraria. Su autoridad entonces va a abarcar todos los campos, inclusive
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el héroe, la dama y el clérigo
el administrativo. Europa, de este modo, cambia su
geografía política y queda nuevamente dividida en reinos autónomos e independientes. Los suevos, vándalos
y alanos se trasladan a la península ibérica, donde se
asientan, para luego ser aniquilados por los visigodos,
quienes establecen un reino en estas tierras y al sur de
la futura Francia. Los anglos, los sajones y los jutos en
un principio fundan reinos separados, pero más tarde
se agrupan y se situan en comarcas bien definidas en lo
que actualmente son Gran Bretaña y Dinamarca. Los
burgundios, por su parte, se establecen en la Provenza
francesa, pero pronto son derrotados por los francos,
en el siglo vi, quienes instauran un reino del que fue
Clovis el primer rey.
Puede observarse que entre la caída del Imperio
Romano de Occidente y el advenimiento, a fines del
siglo viii, del Sacro Imperio Romano Germánico, el territorio europeo se caracteriza por la instauración de
reinos germánicos con una fuerte presencia romana.
Dos acontecimientos serán cruciales en este siglo
viii, uno al principio y otro al final: la invasión musulmana a la península ibérica (711), tras la derrota del reino visigodo, y la coronación de Carlomagno (800), con
la que se oficializa el Sacro Imperio Romano Germánico, y él es declarado “hijo predilecto de la Iglesia, su brazo secular y restaurador de la antigua grandeza”. En el
año de 771 Carlo —aún no Carlo-magno— había comenzado una lucha, que no cejó hasta su muerte, por
reconquistar las tierras que habían formado parte del
antiguo Imperio Romano y restaurarlo de esta manera.
No fue fácil la empresa, pero casi lo logró. La península
ibérica quedó fuera; a cambio, redujo a la Germania. En
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cada territorio que conquistaba, establecía una marca
en la que se construía una fortaleza, y dejaba a su cuidado a un marqués, quien a la vez que protegía el territorio, pugnaba por expandirlo. A su muerte, el enorme
imperio que había forjado se fue disolviendo por la debilidad de su heredero, Luis el Piadoso, y por las dificultades que provocó una serie de circunstancias, coyuntura que abrió paso a un fortalecido feudalismo —iniciado
en épocas anteriores a Carlomagno, enfatizado por éste
y triunfante tras su muerte—. Además, a la invasión
musulmana se añadieron las de otros pueblos: los normandos, los eslavos, los mongoles... Estos invasores se
caracterizaron, tras su establecimiento en distintos territorios, por la piratería, el saqueo y la destrucción.
Factores todos éstos que también contribuyeron a robustecer el feudalismo.
El héroe, el feudo y la épica
El feudo era una unidad territorial, política, social y
económica cerrada, con fuertes aspiraciones a la autonomía. El territorio era concedido a algún aristócrata
por otro de mayor jerarquía o por el rey mismo, con el
objeto de que lo defendiera, administrara y a la vez se
beneficiara con una parte de lo que en esa tierra se producía y sus vasallos le daban. Pero en ningún momento como propiedad sino sólo en usufructo, de ahí que
se otorgara mediante el vínculo del beneficio, así como
con la exigencia del vasallaje, lo cual implicaba una dependencia política exigente de lealtad absoluta, a toda
prueba, al señor. La lealtad conllevaba el honor, y era
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preferible perder la vida que el honor. De ahí que la
máxima cualidad de un señor feudal fuera justamente
la lealtad incondicional a su rey o señor y, por tanto, el
atributo del honor. Ambos vínculos se protocolizaban
no con un contrato escrito, sino mediante una ceremonia pública: la investidura, que consistía en la entrega de
algún objeto, simbolizaba la entrega de la tierra y estaba relacionada con el beneficio. Mediante el homenaje,
que era un juramento, garantizado por un beso en la
mano del señor, se comprometía al vasallaje.
La estructura social del feudo era piramidal. En la
cima estaba el señor. El siguiente estrato era el de la
nobleza guerrera, le seguían los artesanos, en un nivel
más abajo se situaban los campesinos y en el último
estrato permanecían los siervos. La economía era cerrada, se basaba en el trueque, y todos, en tanto que
vasallos, tenían que darle al señor una quinta parte de
aquello que producían. En ocasiones esa porción aumentaba a una séptima o incluso una décima (diezmo). En el ámbito del feudalismo adquiere enorme
importancia y alcanza gran magnitud la poesía épica,
que era oral, popular y anónima. Se trata de una narración en verso de las hazañas que realiza un guerrero, quien encarna, además de las características que
definen al héroe, las cualidades ejemplares de su pueblo. Por otro lado, siempre aparecen ante él un(os)
antagonista(s), que tienen cualidades semejantes a las
suyas; excepto, por lo general, la lealtad. Su función es,
por tanto, ejemplar. El feudalismo lo adoptó como un
medio que imprimía prestigio y como difusor de sus
estructuras y sistemas de poder. Sin embargo, la poesía
épica medieval no comienza en esos momentos, tiene
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una larga trayectoria desde sus orígenes hasta los siglos
ix, x y xi, en los que se registra su apogeo.
En la época de migración de los pueblos a Europa,
la de las grandes invasiones, los jefes de las hordas o de
las tribus eran sólo eso, jefes. Una vez conquistadas las
tierras y establecidos los invasores, alcanzan el estadio
sedentario; entonces, comienzan a narrar las hazañas
de los jefes que hicieron posible tal situación. En estos
relatos, los antiguos jefes se mitifican y se convierten
en héroes con los atributos de valentía, enorme fuerza, dotes sobrenaturales incluso, rectitud, condición de
justicia impecable. Los relatos épicos comienzan paulatinamente a tomar una forma característica, acorde
con ciertas reglas de composición, medida —métrica—
y rima, así como cierta extensión acotada por pequeños cantos o “tiradas”, o bien estrofas; todo ello con el
objeto de poder ser recordados y cantados ante un público más o menos amplio. Quienes los cantan son los
juglares y skops (germánicos), poetas populares que hacen de su quehacer una profesión con la que se ganan
la vida. De ahí que en España se llame a esta práctica
mester (menester) de juglaría.
La épica europea se divide en dos ramas: la románica y la germánica. La románica fue hecha en lenguas
romances, esto es, derivadas del latín: castellano y francés. Las germánicas, como su nombre lo indica, en lenguas de este origen: alemán antiguo, anglosajón... La
principal diferencia entre ambas ramas radica en la inclusión de elementos fantásticos (Siegfried en El Cantar
de los Nibelungos, por ejemplo, se baña en la sangre de un
dragón que mató, lo que lo torna invulnerable; además
de otros, como el gorro que lo hace invisible; por su
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parte, Beowulf, otro héroe de la poesía germánica, tiene la fuerza de cincuenta hombres juntos y puede permanecer bajo el agua durante largos periodos; ambos
hombres y no dioses o semidioses), reducto de las mitologías germánicas y celtas, y de mayor realismo, aun
cuando acontecen milagros y apariciones de santos o
arcángeles, especialmente en la épica francesa. Sus semejanzas son mayores, sobre todo en lo concerniente
a los elementos formales de composición. Estas similitudes podrían resumirse en la extensión (alrededor de
4000 versos), en el tipo de métrica y rima (asonantada
e irregular la románica, aliterada la germánica), en el
uso de epítetos heroicos tendentes a exaltar las cualidades del héroe, de exageraciones (hipérboles), enumeraciones, reiteraciones, series gemelas y el hilo conductor:
el honor incuestionable del héroe que desemboca en la
fama o en la gloria.
Muchos de estos poemas o cantares épicos se perdieron debido a que eran orales y se transmitían sólo
por medio de los skops y juglares, quienes se trasladaban de feudo en feudo para cantarlos ahí, y de ese
modo se ganaban la vida. Afortunadamente, más tarde,
hombres cultos, letrados, en su mayoría clérigos, transcribieron algunos, circunstancia que hizo posible que
llegaran a nuestras manos en forma de manuscritos.
Cuatro son los poemas épicos conservados casi en
su totalidad y, por ende, más difundidos y conocidos:
El poema de Mío Cid (castellano), La Chanson de Roland (El
Cantar de Roldán, francés), Das Nibelungenlied (El cantar
de los Nibelungos, alemán) y Beowulf (anglosajón). (Este
último narra las vivencias de un héroe gauta-sueco que
interactúa con daneses, circunstancia que ha originado
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una interesante discusión acerca de su paternidad.)
En las transcripciones de la poesía épica germánica se
introdujeron elementos caballeresco cortesanos (El
cantar de los Nibelungos) y cristianos (Beowulf) que originalmente no tenían.
Cuando el feudalismo decayó y fue sustituido paulatinamente por el burgo, la burguesía y la caballería
cortesana, la poesía épica dejó de tener actualidad y su
función ejemplar perdió vigencia.
Un mundo se transforma
Una serie de factores determinantes se conjugó para
dar paso a la época burguesa que caracteriza a la Plena
Edad Media. En la Europa de la Temprana Edad Media
no existía el régimen monetario, ya que prácticamente
había terminado con la caída del Imperio Romano de
Occidente y las invasiones de los bárbaros. Sin embargo, árabes y judíos tenían un sistema monetario (maravedíes, marcos), mixto, debido a que los cristianos no
contaban con moneda acuñada. En el Poema de Mío Cid,
los judíos, Raquel y Vidas, le dan a Martín Antolinez
“trezientos marcos de plata” y “los otros trezientos en
oro gelos pagaban”, a cambio de las arcas (llenas de
arena, cosa que ellos ignoraban). Este factor económico constituye una de las causas principales del cambio
paulatino del régimen feudal al burgués. El principio de
una economía monetaria hace que los vasallos salgan
libres del feudo hacia los burgos. Al mismo tiempo, los
señores feudales y su nobleza guerrera venden parte de
sus tierras o los títulos nobiliarios de hijos segundos o
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de hijas, a través de matrimonios ventajosos tanto para
los burgueses, que quieren ascender a la nobleza, como
para los señores y guerreros feudales, quienes necesitan dinero. Simultáneamente, el comercio se fortalece, ya que, por una parte, los artesanos y campesinos
que han cambiado su residencia al burgo no pueden
satisfacer la demanda y distribución de sus productos
manufacturados, y por otra, hay hombres que desean
comercializar dichos productos sin ser ellos los que los
producen. Además, la Iglesia, principalmente a través
del clero regular (que obedecía a una regla y estaba en
los monasterios), en concreto, las órdenes de Cluny y
Cister, empezó a crear escuelas monacales de artes y oficios a las que eran atraídos artesanos y campesinos de
los feudos, quienes, una vez preparados, se desplazaban
a los burgos en vez de regresar a los territorios feudales
de los que provenían. De este modo, con los recursos
económicos que esta nueva burguesía propició, y mediante la recaudación tributaria, fue posible crear, entre
otras cosas, ejércitos de mercenarios que sustituyeron
a la nobleza guerrera feudal. La economía monetaria
—que se tornó en el elemento más significativo dentro
del orden social—, los ejércitos mercenarios, el comercio y la producción artesanal burguesa fueron algunos de los factores que paulatinamente propiciaron el
cambio, a los que habrá de añadirse un fuerte aparato
administrativo al servicio de los Estados y la presencia
de la poderosa Iglesia católica. Las Cruzadas también
contribuyeron de manera decisiva a la movilidad y
transformación de las estructuras sociales, religiosas,
políticas y económicas en la Plena Edad Media. La
Iglesia, en los monasterios, se convirtió en la detentora
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del conocimiento, y los clérigos fueron los hombres sabios. Esto dio lugar al mester de clerecía.
El clérigo, las monjas y las místicas
En esa época todos los hombres letrados eran clérigos;
después, los hombres versados en el conocimiento, aun
cuando no fueran parte de la Iglesia, fueron denominados, por extensión, clérigos. Era ésta una formación
culta que exigía el dominio de la lengua latina y conocimientos muy profundos. Entre sus actividades, dedicaron gran importancia a la creación poética. Las
exigencias formales de su poesía, escrita para ser leída y
no cantada, eran enormes, y sus cultivadores, en general, poseían grandes conocimientos no sólo de poesía
sino de teología, filosofía, gramática, retórica e incluso de matemáticas y otras disciplinas relacionadas con
culturas orientales llevadas a Europa por los árabes y
judíos, u obtenidas mediante el contacto con Oriente
debido a las Cruzadas y al comercio efervescente. Las
modalidades poéticas que el mester de clerecía cultivó
fueron: la poesía mariana (loas, gozos y “miraclos” de
Santa María), la hagiografía (vidas de santos), la literatura didáctica moralizante (apólogos o “exemplos”: El
libro de Patronio o El Conde Lucanor, El libro de Buen Amor,
proverbios, catecismos, sentencias...) y los debates (entre “un judío y un cristiano”, Denuestos del agua y del
vino, Helena y María). Sin embargo, usaron mayoritariamente la lengua vulgar y no el latín en sus composiciones, lo que no impidió que la exigencia formal siguiera
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