Banca, justicia y bien común Samuel Gregg Serie Pensamiento Social Cristiano Smashwords Edición © 2012 por el Instituto Acton Una huella del Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad Edición Notas de la licencia Este libro electrónico está disponible para su disfrute personal. Este libro electrónico no se puede volver a vender o regalar a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, adquiera una copia adicional para cada persona a la que con quien compartirlo. Si usted está leyendo este libro y no lo compró, o no fue comprado para su uso exclusivo, entonces usted debe volver a Smashwords.com y comprar su propia copia. Gracias por respetar la obra del autor. Índice Prefacio I. Introducción II. Conceptos morales básicos III. Dinero, usura e interés IV. El crédito y la confianza V. Banca y sociedad VI. Bancos y clientes VII. El llamado a la virtud El autor PREFACIO Este libro trata sobre la banca comercial, los requerimientos de la justicia y el bien común. No obstante se refiere a cuestiones morales más que al dinero, y procura hacer notar que una actividad tradicionalmente considerada por muchos como un mal necesario es, sin embargo, un ámbito donde las personas pueden desarrollar sus virtudes. El arte de crear, administrar, prestar e invertir dinero siempre se ha visto cercado por peligros morales. Desafortunadamente, el desprestigio generalizado de la actividad bancaria ha llevado a la falta de conocimiento de un campo de la actividad humana que no sólo ha favorecido en mucho la prosperidad del hombre sino también la creación de un ámbito de laboriosidad en el cual la gente puede genuinamente practicar la virtud. Advertí la necesidad de un breve libro introductorio acerca de las exigencias morales de la actividad bancaria durante una conferencia para financistas en Ginebra, Suiza, un lugar más que apropiado. Tal vez no haya nada que simbolice mejor el nuevo orden de la economía global de mercado que la proliferación del banco internacional moderno y de la industria financiera asociada a él. Y sin embargo junto a las apacibles orillas del lago de Ginebra, ciudad que ha sido hogar de personajes tan diversos como Jean Calvin, San Francisco de Sales y Jean-Jacques Rousseau, donde sobrios edificios alojan hoy bancos que manejan el futuro financiero de un sin fin de inversores, era imposible dejar de asombrarse ante el clima de estabilidad que los bancos suizos le confieren a un mundo en el que abundan el riesgo, la creatividad, el esfuerzo y las oscilaciones diarias en los precios de los mercados. Fui a la conferencia con la expectativa de encontrar banqueros con su conciencia tranquila respecto de la administración y la expansión de los mecanismos financieros del progreso comercial. Y, en cambio, encontré en ellos dos tipos de actitud. La primera se podría describir como culposa, en términos amplios. Según esta perspectiva, si bien la actividad bancaria resulta necesaria para la prosperidad económica, desde el punto de vista moral es, en el mejor de los casos, un factor neutro. Los culposos tienden a creer que los banqueros estarían moralmente a salvo si trabajaran en organizaciones no gubernamentales, preferentemente las dependientes del complejo de las Naciones Unidas, no muy distante del lugar de la conferencia en Ginebra. Detrás de este enfoque se oculta la idea de que en la vida cotidiana el alma de un banquero tiende a distraerse de las actividades más meritorias. Esta postura teñida de una actitud antieconómica conlleva cierta incomodidad para manejar cuestiones de dinero, y en el imaginario popular se plasma históricamente, en especial en Occidente, en la figura amenazante del usurero. La segunda actitud que noté fue un extraño híbrido de pragmatismo y legalismo. La actividad bancaria es sólo un trámite en el proceso de adquisición de bienes. Para quienes así opinan, el hecho de que la actividad bancaria funcione es prueba suficiente de que se trata de algo moralmente irreprochable. La idea de que los bancos pueden contribuir a que la gente se realice de manera verdaderamente humana o que la actividad bancaria en sí puede ayudar al bien común, les es ajena. En cuanto a la bondad o la maldad de una acción en particular, el pragmático-legalista tiende a creer que si no existe una ley que prohíba específicamente una acción, esa acción es buena. Aunque parezca extraño, las dos posturas, tan diferentes entre sí a primera vista, tienen mucho en común. Ambas desconocen profundamente la naturaleza de la justicia y de la moral: un grupo asocia la vida moral con la promoción de causas específicas, tal vez mejor conocidas como causas políticamente correctas; y el otro reduce las cuestiones del bien y el mal a acciones que la ley permite o prohíbe. También comparten el escepticismo hacia la propuesta de analizar de forma práctica y razonable los actos, los hábitos y las instituciones humanos para que la gente sepa cuál es la diferencia entre el bien y el mal, y pueda organizar su vida en consecuencia. En resumen, muchos europeos y norteamericanos que ocupan los puestos jerárquicos más altos de la industria bancaria no creen que la mente humana sea capaz de advertir la diferencia entre justicia e injusticia o entre bien y mal. Esta postura, lejos de ser privativa de la gente que trabaja en el mundo financiero, es la que predomina actualmente en toda la cultura occidental. Cuando regresé a los Estados Unidos, decidí examinar la bibliografía contemporánea sobre la actividad bancaria y, más específicamente, sobre la moral en la actividad bancaria. Pronto descubrí que aunque no faltan textos sobre estrategias y técnicas financieras, hay muy pocos autores dedicados a analizar la dimensión moral de la actividad bancaria. La mayoría de estos libros parece ignorar que una actividad tan esencial a los bancos como el cobro de intereses ha sido tema de encendidos debates morales en Occidente durante siglos. Y lo sigue siendo en muchas naciones islámicas. Aunque se opine, como yo, que la tasa de interés justa sobre un préstamo está determinada normalmente por los procesos de oferta y demanda del capital en las condiciones de libre mercado apuntaladas por las instituciones de la propiedad privada y el sistema de derecho, la mayoría de los textos no explica por qué es justo cobrar un interés por un préstamo de capital. Estas obras tampoco indican de qué manera los debates permanentes acerca de temas como la usura y la moralidad de varias actividades asociadas a los bancos fueron el medio principal a través del cual se examinaron, discutieron y aclararon categorías esenciales para reflexionar sobre la actividad bancaria. Si la historia es una gran maestra de la vida, parece innegable que muchos de los que trabajan en la industria bancaria desoyen sus lecciones. No conocen de qué manera los instrumentos de la actividad han evolucionado –el crédito, el dinero, el interés, la liquidez, los depósitos, los cheques y la especulación– por no mencionar las discusiones que llevaron a determinar los usos razonables e irrazonables de tales instrumentos. Este libro busca ubicar estas cuestiones en su contexto original para ayudar a los banqueros a comprender mejor la justicia o injusticia de diferentes acciones asociadas con el uso de estos instrumentos. El camino para investigar estos temas y escribir este breve libro ha sido largo y por momentos arduo. Significó ocupar el tiempo libre entre reuniones y conferencias. A medida que escribía los borradores del texto, consultaba con filósofos y banqueros, algunas veces con resultados inesperados. Por ejemplo, a menudo era un banquero quien señalaba un error en un argumento moral; tampoco era infrecuente que un filósofo me corrigiera un aspecto técnico de la actividad bancaria. Y ambos grupos se preocuparon por advertirme cuando el texto, según su parecer, se deslizaba hacia algo que no debía ser: un libro sobre la gobernanza de la corporación o un tratado sobre el dinero. Agradezco a mucha gente sus opiniones y su cooperación en este libro. Pero me gustaría subrayar en especial la contribución de quienes trabajan en entidades bancarias, por el tiempo destinado para responder a mis preguntas y por cuidar, como yo, que este libro no fuera otra obra más sobre la ética en los negocios, que termina invariablemente diciéndole al lector que todo es relativo o depende del sistema moral que se aplique. Esta literatura ha ocasionado un daño enorme en la mentalidad de los jóvenes y en la gente que quiere realmente vivir de manera honesta en el mundo de la actividad comercial. Afortunadamente, cada vez más hombres de negocios y filósofos reconocen los problemas implícitos en el pensamiento contemporáneo respecto de la moral en el mundo económico y de qué manera ello ha socavado la posibilidad de una reflexión seria sobre el modo honesto de vivir en la actividad bancaria. Los banqueros de los Estados Unidos, Europa, el sudeste asiático y América latina que dieron sus opiniones, me abrieron sus puertas y hablaron sin tapujos de la complejidad de su profesión, manifestaron la decisión de revertir esta situación. Los banqueros son notoriamente discretos, y tienen buenas razones para serlo. De allí que no me haya sorprendido que, sin excepción, todos los que me ayudaron en la realización de estas páginas pidieran permanecer en el anonimato; por lo que espero que este libro cumpla con sus expectativas. I INTRODUCCIÓN El peregrino que en el siglo XII caminaba hacia Tierra Santa recorría enormes distancias por los antiguos caminos romanos. Su único respiro tras la soledad y las privaciones de la marcha lo encontraba al pasar por alguna de las grandes ciudades que cada vez más poblaban Europa. Anhelando cumplir con sus deberes religiosos, el peregrino visitaba seguramente la iglesia principal de esas ciudades, tal vez para rendir homenaje al santo patrono de ese lugar. Antes de buscar un monasterio donde pasar la noche, el peregrino iba a la iglesia a orar. Cerca de ella, a veces detrás, se topaba con el mercado. Aquí, casi todos los días, cientos de mercaderes, cambistas, tenderos y artesanos se congregaban para intercambiar bienes. Al caminar entre los puestos de comerciantes, mercaderes, vendedores de hilos y orfebres oyendo el pregón de los productos –“sedas”, “vino”, “tela de Francia”– en variedad de idiomas y acentos, el peregrino bien pudo haberse preguntado si estaba en un bazar oriental, un souk en Bagdad, o en un lugar cristiano. A menudo oímos hablar de la Edad Media como una época de ignorancia, temor y pobreza. Veamos más allá de este mito. Es importante reconocer que la primera gran expansión comercial en Occidente se produjo durante este período de la historia. Hasta entonces la actividad mercantil estaba confinada a pequeños grupos de familias de comerciantes, a menudo judíos por fe o por nacimiento. Pero en la Alta Edad Media, se multiplicaron en Europa las ciudades y pueblos comercialmente autónomos. El tamaño de estos centros mercantiles variaba desde las grandes ciudades flamencas e italianas hasta los pequeños y numerosos pueblos en Alemania. La población dedicada al comercio por lo general incluía a pequeños minoristas, artesanos independientes, mercaderes-empresarios y productores de bienes de lujo, como también a quienes vivían de las ganancias por arrendamientos1. Fue precisamente en esta época de la historia que surgieron las instituciones que hoy llamamos bancos. En ese momento, como en el actual, la actividad bancaria no respetaba límites geográficos ni fronteras de soberanía. En el siglo XVI las organizaciones bancarias en Flandes y Florencia financiaron la conquista de Nueva España. Quienes hoy trabajan en los bancos de Ginebra, Luxemburgo, Nueva York y Bruselas verifican rutinariamente en tiempo real lo que sucede en los mercados financieros de Hong Kong y Sidney. Durante el siglo XX la importancia de los bancos cobró relieve por diferentes iniciativas llevadas a cabo por los gobiernos, como la creación de mercados comunes en la década del sesenta, y, ciertamente, la tendencia de los gobiernos, legitimada por formulaciones keynesianas, de tomar prestado capital extranjero para desarrollar políticas económicas expansionistas o refinanciar deuda externa acumulada. Desde la década del setenta, las políticas desregulatorias implementadas por los gobiernos en todo el mundo han contribuido paradójicamente a dar mayor ímpetu al negocio de los bancos. Este fenómeno abarca desde la eliminación de las restricciones al ingreso de bancos extranjeros en los mercados domésticos hasta la ejecución de políticas que reducen los costos de las transacciones bancarias (a veces llamadas “desintermediación”). Una de las consecuencias de este proceso fue la emergencia de nuevas técnicas financieras como los fondos de cobertura. Con el surgimiento de productos financieros mixtos que incluyen tanto acciones (fondos) como bonos (deuda) desaparecieron las divisiones tradicionales, lo que asimismo contribuyó a suprimir la distinción entre inversiones de corto y largo plazo. La tasa de retorno en muchos de estos nuevos productos es bastante más elevada, aunque también se trata de inversiones con mayor riesgo. Para quienes trabajan en bancos, estos cambios son parte del mundo en el que viven. Hay abundante bibliografía respecto de este tema y constituye la base de lo que se enseña a los estudiantes de administración bancaria. En efecto, es mucho lo que se escribe acerca de los horizontes cada vez más amplios de la actividad bancaria; pero, en cambio, no se registra una producción similar de investigaciones acerca de la dimensión moral de esta actividad, lo que resulta aún más notable si se observa lo sucedido en siglos anteriores. Hubo épocas de mucha reflexión sobre temas como la moralidad del cobro de interés, la naturaleza y admisibilidad del crédito, y el carácter del dinero. Tales obras eran de gran alcance y servían de base para evaluar moralmente un rango de actividades asociadas con la actividad bancaria. En parte, ello reflejaba la idea general de que si bien el negocio bancario es una actividad comercial como cualquier otra, también afecta a lo que a menudo se conoce como bien común. En términos generales, el bien común es el conjunto de condiciones que en una sociedad determinada contribuye al desarrollo de todos sus miembros. La expansión de la actividad bancaria en el mundo refleja la interdependencia cada vez mayor entre individuos, asociaciones y países. Son precisamente los bancos los que han cumplido un rol preponderante en esta integración, especialmente entre las economías fuertes del primer mundo y las economías pobres de los países en desarrollo. Más aún, si se busca que los países en desarrollo avancen hacia condiciones de prosperidad económica y superen la pobreza, es fundamental que surjan allí bancos con la suficiente cantidad de reservas de capital y prácticas crediticias robustas. Porque éstos son los factores que ayudarán al desarrollo de marcos institucionales y culturas que promuevan la toma prudente de riesgos y la expansión de emprendimientos tendientes al crecimiento económico sustentable. Estas novedades no han hecho sino aumentar la inmensa responsabilidad de los bancos como proveedores del combustible mismo del desarrollo económico. No obstante el cambio de magnitud en la responsabilidad, los dilemas morales que hoy enfrentan los banqueros y los bancos no difieren tanto de los que preocupaban a los mercaderes del norte de Italia cuando comenzaban a abrir oficinas para el intercambio y el abastecimiento de monedas en la Europa occidental del siglo XII. Cuando este libro aborda las exigencias de la justicia y el bien común, lo hace respecto de la banca comercial y no de la banca central. La segunda es una realidad muy importante en sí misma e involucra cuestiones morales de distinto nivel, que van desde las consideraciones de los bancos para fijar las tasas de interés y el grado de independencia del estado del que deben gozar, hasta la pregunta de si se justifica su creación. El itinerario de este libro es relativamente sencillo. El capítulo 2 describe con algún detalle los conceptos morales fundamentales aplicados al tema de los bancos. Los conceptos básicos que se analizan son: la naturaleza de la comunidad, el bien común y la justicia. El planteo general es simple y carece de terminología técnica. El objetivo es presentar conceptos específicos de manera clara, subrayando sus relaciones, y preparar así el camino para la discusión de cuestiones morales típicas que enfrentan los bancos en los capítulos subsiguientes. Señalados los conceptos morales fundamentales, los capítulos 3 y 4 ubican el origen de las prácticas bancarias en su contexto histórico. Esta perspectiva familiariza al lector con las características básicas de la actividad y lo pone al tanto de los debates morales cruciales que conciernen a la banca; el más evidente, el de la usura. Los dos capítulos siguientes examinan algunos de los típicos temas morales que enfrentan los bancos hoy. El capítulo 5 considera el deber de justicia que los bancos tienen hacia la sociedad. El capítulo 6 analiza la responsabilidad de los bancos respecto de sus clientes individuales e institucionales. Esta división analítica no es estricta; se verá, por ejemplo, de qué manera un problema como el de la insolvencia tiene no sólo una dimensión individual sino social. A esta altura, conviene aclarar el tipo de cuestiones morales que se abordarán. El foco estará puesto, sobre todo, en la manera en que los bancos pueden encarar sus legítimas actividades sin involucrarse en operaciones inmorales o actos injustos. La vida moral implica mucho más que evadir el mal. Rechazar el mal, o negarse a cooperar con el mal, es sólo una parte de lo que significa ser una persona moralmente buena. El siguiente paso es elegir el bien y, en consecuencia, llevar una vida virtuosa. Evitar el mal es pues una condición necesaria para buscar la virtud. No obstante, la conclusión de esta monografía esboza algunas ideas sobre la vida virtuosa en la actividad bancaria. Cabe advertir también que este breve libro no aspira a ser un análisis definitivo sobre las exigencias de la verdad moral en la actividad bancaria. Intenta principalmente delinear un marco para que los banqueros consideren las ideas de justicia y las apliquen a temas particulares. De igual modo, las escuetas incursiones en la historia del dinero y de la banca son a lo sumo esbozos de áreas consideradas con mayor detalle por otros autores. Confío en que la información básica que presento le permita al lector reflexionar acerca de que la aspiración de justicia del ser humano debería estar en la base de las decisiones que toman los bancos y los banqueros. Finalmente, aunque el marco y el análisis de este libro pueden resultar de interés para todo el que se desempeña en la industria bancaria, espero que sea de utilidad especialmente para quienes trabajan en países que luchan por salir de la pobreza, o que aún están remontando el legado del socialismo o el comunismo. Un economista ha sugerido en años recientes que no es por falta de medios o empresas que muchos países están sumidos en el subdesarrollo; de hecho, sostiene, sus ciudadanos poseen bienes, pero no cuentan con los procesos y marcos institucionales para producir riquezas2. Este libro no se limita, pues, a señalar las ideas y los conceptos que ponen en funcionamiento a los bancos, sino que intenta mostrar de qué manera una de las instituciones más vitales para la prosperidad económica puede funcionar de acuerdo con algo que separa a los seres humanos de los animales: la capacidad innata para la moralidad y para actuar con rectitud. Notas 1. Ver A. Hibbert, “The Economic Policies of Towns”, Cambridge Economic History 3. Cambridge, Cambridge University Press, 1963; 157-229, y F. Rörig, The Medieval Town, trad. D. Byrant, London, Penguin, 1967. 2. Ver Hernando de Soto, The Mystery of Capital. London, Bantam Press, 2000. II CONCEPTOS MORALES BÁSICOS En la ficción popular y en la prensa los banqueros suelen ser retratados como seres egoístas cuyo único objetivo es explotar a los demás. Sin duda, algunos banqueros se comportan de esta manera. Pero lo cierto es que si esto fuera lo habitual, el negocio de los bancos dejaría de funcionar. La actividad bancaria, como cualquier otra actividad comercial lícita, involucra a gente que establece vínculos humanos. Estas relaciones tienen por lo general diferentes objetivos, pero no obstante son el fruto de asociaciones duraderas entre individuos. La mayoría de las relaciones que se establecen en el ámbito bancario apuntan a la toma de decisiones respecto de la propiedad propia o ajena. Si bien el término propiedad se refiere normalmente a una parte del mundo material que alguien ocupa o utiliza, en este contexto propiedad se refiere no sólo a tierras, lo que está establecido en ellas de manera permanente y otros bienes, sino también al dinero y todo lo que se pueda obtener por medio de él, incluyendo reclamos por servicios, recursos tales como pólizas de seguro, y certificados de valores. Las exigencias de justicia respecto de la banca implican relaciones entre personas, relaciones muy específicas atinentes al ahorro, el intercambio y la circulación de literalmente miles de millones de bienes. Este capítulo expone los principios básicos que deberían gobernar tales relaciones a partir del hecho de que los seres humanos son por naturaleza criaturas sociales. Personas individuales, seres sociales Nuestra naturaleza social como seres humanos individuales se manifiesta desde el comienzo mismo de nuestra existencia. Desde el momento de nuestra concepción, dependemos del sustento materno para vivir. De bebés, somos indefensos y dependemos por completo de la benevolencia de los demás, en especial de nuestra familia. A medida que crecemos, nuestras relaciones trascienden el núcleo familiar y son cada vez más el resultado de nuestras decisiones. Nuestra condición de seres sociales se reconoce, pues, en la limitada capacidad de depender sólo de nosotros mismos. Las formas de asociación humana rara vez son estáticas. Los nacimientos y las muertes, por ejemplo, van modificando incluso a las familias. Tal vez sea conveniente pensar en las asociaciones y comunidades humanas1 como la asociación o vínculo de personas durante un lapso determinado. Podemos describir así una asociación humana como el conjunto de personas cuya interacción y relación gira en torno de la organización de actividades con un objetivo común. Pero aunque sea necesario que un grupo cuente con un objetivo común para ser una asociación, las diferencias entre asociaciones dependerán de los diferentes objetivos que se proponga cada una de ellas. Una familia, por ejemplo, está unida por el compromiso común que tiene cada miembro con el desarrollo de los otros miembros de la familia. Es decir, los miembros de una familia eligen el desarrollo de los otros miembros de esa familia como un bien básico en sí mismo. Éste es el bien común de la familia. Este tipo de compromiso y objetivo común se diferencia de lo que el filósofo del derecho John Finnis llama “relaciones de juego”2. Se trata de actividades en las que el objetivo de la relación es la actividad que los participantes valoran como un bien para sí mismos. Por ejemplo, un grupo de cuatro personas que juegan al tenis por su propio bien. Sin embargo, otras asociaciones involucran actos colectivos que no siempre requieren el consentimiento sobre el bien que se quiere alcanzar. En efecto, hay muchas acciones asociadas en las que los objetivos que persiguen los participantes no coinciden con el objetivo común de la asociación. Son lo que Aristóteles denomina “relaciones de utilidad”. Un ejemplo podría ser la asociación entre un profesor y sus estudiantes en una clase semanal. El objetivo común de esta asociación es la enseñanza de un curso. Pero probablemente los motivos por los cuales el profesor y los estudiantes participan de esta asociación sean muy diferentes. Tal vez haya un alumno que esté interesado en el curso simplemente porque es obligatorio para los estudiantes de medicina. Otro quizá concurra porque está preocupado por un problema moral en particular. El profesor puede estar enseñando por motivos diversos: la retribución para mantener a su familia o probar algunas ideas nuevas con un público instruido. A pesar de la diversidad de objetivos que prevalece en este caso, se trata de una asociación que involucra a dos o más personas que acuerdan respetar ciertas condiciones. El grupo está de acuerdo, por ejemplo, con que los estudiantes no conversen entre sí durante la clase. Los estudiantes están de acuerdo con pagarle al profesor siempre que efectivamente dicte el curso. Todos aceptan la idea de que el profesor sea de hecho quien dirija la clase y que por ello merece un trato diferencial por parte de los estudiantes. De igual modo, todos los participantes del grupo están de acuerdo con que el curso comience y termine en horarios convenidos. Todos están de acuerdo con que el curso verse sobre medicina y no sobre biología. En conjunto, todas estas condiciones pactadas e intereses recíprocos conforman un bien común instrumental que permite a los integrantes de la relación perseguir objetivos diferentes. Se trata de un bien común instrumental en tanto y en cuanto cada participante lo valora por el hecho de que puede alcanzar objetivos diferentes. Ello no significa que los miembros se desinteresen por los objetivos de los demás. Y, sin embargo, el grupo no debe su existencia a que los participantes hayan elegido el desarrollo individual de cada miembro como un objetivo en sí mismo. En consecuencia, podemos ver que diferentes formas de comunidad tienen naturalmente diferentes fines y propósitos. No cabe pretender que todas las asociaciones sean como la familia o el estado. Aunque es posible que haya relaciones de familia, de juego y de negocios dentro de una asociación, el predominio de un tipo de relación hará que todas las asociaciones se inclinen natural-mente por un tipo de actividad en particular y no por otra. El bien del matrimonio, por ejemplo, es la participación de un hombre y de una mujer en la entrega mutua de sí mismos durante toda la vida y de manera exclusiva, consumada a través de actos sexuales con fines reproductivos. No se puede decir lo mismo de la relación que existe entre un banco y una empresa a la cual el banco le ha prestado dinero. Si bien el fin inmediato de esta relación es la ganancia, el dinero mismo es el bien instrumental que permite que las diferentes personas involucradas en esta relación persigan lo que probablemente sea una variedad de fines. Es posible que se desarrollen relaciones de juego, de amistad o incluso de familia dentro de un banco. Hasta pueden surgir relaciones similares entre algunos miembros del banco y de la empresa. Pero ninguna de ellas cambia esencialmente la naturaleza de la asociación que se configura en un banco. La asociación que conforma un banco está centrada en el mutuo acuerdo de sus miembros para buscar un bien instrumental mediante el cumplimiento de ciertas condiciones pactadas, tales como el pago de sueldos, el horario de trabajo y otras. Como individuos, los miembros de la asociación bancaria tienen la oportunidad de participar a través de su trabajo de las virtudes que están en la base del desarrollo humano. Cuando el gerente, el cajero o el director de un banco realiza su trabajo de manera sobresaliente está jugando su virtuosismo como el músico talentoso que interpreta a Mozart. De las cuatro virtudes cardinales (prudencia, templanza, justicia y fortaleza), la justicia es la que tiene más consecuencias inmediatas para las actividades asociativas. Y es también un concepto que permite analizar las obligaciones que tienen los bancos en relación con otros individuos, la sociedad y el bien común. La justicia y el bien común En las escrituras cristianas y judías, la palabra justicia se usa generalmente para describir la santidad y la bondad. En sentido más estricto, justicia también se usa para referirse a la rectitud en las relaciones e interacciones humanas. En nuestra reflexión nos concentraremos en la segunda de estas acepciones. Aun en este sentido más estricto, justicia puede expresar conceptos diferentes aunque relacionados entre sí. La justicia puede referirse a una situación que debe ser reparada (por ejemplo, la propiedad robada a un individuo vuelve a su dueño y el ladrón es juzgado y castigado). También puede aludir a la decisión justa o al acto justo de una persona (por ejemplo, un juez se atiene a la ley para juzgar los hechos y de esta manera resuelve con justicia). Hablamos de justicia asimismo cuando decimos de una persona que es justa porque siempre actúa de manera justa. Por último, podemos decir que el término justicia describe un tipo de relaciones que nos permitiría expresar: “Gran Bretaña es una sociedad justa” 3. Santo Tomás de Aquino en Summa Theologiae dio una célebre definición de justicia como el dar a cada uno lo suyo4. Por lo tanto, justicia es darle un trato justo a los demás. Ello significa que cometer una injusticia con otro no implica necesariamente violar un compromiso anterior. Robar a otro no viola un compromiso anterior, pero es injusto precisamente porque significa darle un trato injusto a la persona a la cual se le roba. Sin embargo, la justicia puede suponer cumplir con compromisos pactados previamente. Cuando firmamos un acuerdo con otra persona normalmente estamos mutuamente obligados al cumplimiento de los pactos convenidos. No obstante, puede haber excepciones. Un soldado no está obligado a obedecer a sus superiores, a quienes ha jurado lealtad, si ellos le ordenan matar a un prisionero; es justo dejar de cumplir este deber. En otras palabras, la exigencia de ser justos con los demás no sólo subyace al requisito de cumplir con las obligaciones previamente acordadas con otros sino que lo excede. En el caso señalado más arriba, matar prisioneros es injusto. En consecuencia, el soldado puede en justicia negarse a obedecer la orden. Podemos ver entonces que la justicia no se reduce sólo a cumplir con una obligación (en este caso, obedecer las órdenes de los superiores). Ni tampoco a un intercambio objetivamente análogo. El soldado que se niega a matar al prisionero no lo hace porque el enemigo se rehusará a matarlo si cae capturado; se niega porque es malo en sí mismo matar a un prisionero desarmado que ha cesado las hostilidades5. Sobre la base de este análisis, podemos identificar tres elementos esenciales en la justicia: 1. La relación con los demás: La justicia se refiere a nuestras relaciones y tratos con las demás personas. Es decir, la noción de justicia sólo puede aparecer cuando hay más de una persona involucrada en una cuestión práctica que concierne a situaciones o interacciones que se refieren a ambas. Una injusticia es así cualquier acto inmoral cometido por una persona que repercute negativamente en una o más personas. 2. El deber: La justicia se ocupa de lo que es debido (como lo indica la palabra latina debitum) a otro, y por tanto aquello a lo que otra persona tiene derecho. Por definición, esto abarca no sólo los deberes positivos que tenemos hacia otros, sino también los deberes negativos que involucran evitar hacerle mal a otros. 3. La igualdad: No se refiere a un tipo de igualdad geométrica o numérica. Otorgarle la misma educación a un adulto que a un niño no es un trato igualitario. Más bien, evocaría la idea de proporcionalidad en el sentido que le dio Aristóteles en su Ética a Nicómaco a la palabra proporción para describir una “igualdad de ratio”6. En este sentido, el parámetro de la justicia abarca la Regla de Oro: “Trata a otros como te gustaría que te trataran a ti” (Mateo 7, 12, Biblia de Jerusalén). Por tanto, vemos que la justicia deriva, en parte, de los requerimientos de la imparcialidad. La justicia, entonces, se ocupa en gran medida de realizar aquellas condiciones que constituyen el bien común de una asociación de personas. La cuestión es de qué manera vivir plenamente las exigencias de la justicia. Sabemos que ser justos con los demás requiere actuar de una manera justa. En ese sentido, la justicia es una virtud: una disposición habitual y firme a hacer el bien. Como virtud moral, escribe Santo Tomas, la justicia significa “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho”7. Saber que la justicia es una virtud subraya la importancia de que cada persona cuando elige actúa de manera justa con los demás. Es en este sentido que podemos hablar de la noción de justicia general como el deber de promover y respetar todo bien común que dé lugar a asociaciones y relaciones de cooperación entre individuos y grupos8. Justicia distributiva Pero la disposición por parte de los individuos a ser justos no es suficiente para facilitar el bien común de una sociedad. Nadie puede desarrollarse de manera estable si no existe algún tipo de organización eficaz de personas, recursos y empresas. Esta organización incluye algún tipo de orientación y ayuda, así como también ciertas pautas de no-interferencia y dominio de sí. Ello significa que todos los recursos comunes disponibles que ayudan al hombre a desarrollarse deben ser distribuidos de manera que sirvan al bien común. Podemos entonces decir que la justicia distributiva apunta a la equidad en la relación entre comunidades y miembros de la comunidad. No hay mediciones precisas ni criterios para resolver las cuestiones de distribución. Tiene que ver, en cambio, con la razonable valoración del papel y las responsabilidades asumidas por los individuos, las diferentes necesidades, la deserción y la colaboración, y el grado hasta el cual algunos toman los riesgos previstos, aceptados y evitables, mientras que otros no. Desde este punto de vista, es posible comprender que puede ser justo para un ejecutivo con varios años de antigüedad ganar más que una secretaria por su mayor nivel de responsabilidad. Comenzamos a ver que puede ser justo para un empresario ganar más dinero que un funcionario público, dado que el primero está dispuesto a asumir riesgos que el último no correrá. Pero también es posible comprender que puede ser justo que una compañía compre los muebles adecuados para sus empleados en sillas de ruedas por las necesidades particulares que tiene este grupo. Justicia conmutativa Las exigencias de la justicia distributiva se refieren al uso y la posesión de recursos, y la manera en que dichos recursos pueden promover o desalentar el desarrollo de los seres humanos. Sin embargo, hay un número considerable de relaciones e interacciones entre personas en las que se juegan cuestiones de distribución, y no obstante plantean el problema de lo que significa una justa relación entre las personas afectadas en esa situación. Estas cuestiones de justicia conmutativa incluyen la necesidad de hallar soluciones para los tratos entre individuos, sea que supongan relaciones voluntarias (tales como las transacciones de negocios) o involuntarias (en las cuales uno se involucra con otro, por ejemplo, en un robo)9. Ellas también involucran transacciones entre individuos y grupos que necesitan algún tipo de solución. ¿Cuáles son entonces las relaciones que están en la órbita de la justicia conmutativa? Obviamente, las que se establecen entre personas determinadas. Cuando, sin ninguna razón valedera, incumplo mi contrato con otra persona, estoy siendo conmutativamente injusto. Otro ejemplo puede ser el de la difamación o el perjurio. Una segunda categoría serían los deberes de justicia conmutativa con más de una persona. Según Finnis, la obligación de diligencia de muchos sistemas modernos de responsabilidad extra contractual entra en esta categoría10. Por último, existen relaciones en las que la justicia conmutativa implica deberes hacia las legítimas autoridades del estado. Pueden citarse como ejemplos: la traición, el desacato al tribunal y el perjurio. Estrechamente vinculadas a estos deberes están las obligaciones de las legítimas autoridades del estado hacia los individuos sujetos a su jurisdicción. Es altamente posible que una política económica cumpla con las exigencias de la justicia distributiva, y los encargados de implementarla lo hagan de manera irregular e ilícita. Uso común, propiedad privada Este breve análisis de la naturaleza de la justicia indica que sus principios tienen implicancias significativas para determinar si la posesión y el uso de bienes materiales en una sociedad determinada son justos o no. Al considerar esta cuestión, debemos recordar que el fin de la justicia es el bien común: las condiciones que permitan que todas las personas cuenten con la libertad para actuar tendiendo a la promoción del desarrollo humano. Ello tiene consecuencias para la vital cuestión del uso y la posesión de bienes. Pues en tanto y en cuanto sea justo, un sistema de propiedad identifica muchas responsabilidades respecto de la posesión y el uso de los bienes. Desde el comienzo de la historia humana, los hombres han dominado el mundo material. Todos los elementos de la naturaleza (excepto el hombre mismo) son recursos que pueden con justicia ser usados, y en algunos casos consumidos, para beneficio de las personas11. A través del uso de las cosas, la gente hace que gran parte del mundo material se transforme en propiedad; es decir: algo material se vincula moralmente de un modo especial a una o varias personas en particular. Pero la cuestión es que ninguna porción del mundo material fue asignada en el comienzo para el uso de alguna persona en particular. En este sentido, los bienes del mundo son comunes porque los recursos de la tierra son para ser usados por y en beneficio de todas las personas. Ello no significa que en el comienzo las personas humanas fueran propietarias conjuntas del mundo material, y cada una de ellas por partes iguales. Más bien significa que nada de lo que se encuentra en la naturaleza bajo el dominio del hombre tiene un cartel que diga: “Este bien le pertenece a esta persona y no a aquella, a este grupo y no a aquel”. En el comienzo, como ahora, los bienes materiales fueron provistos para el uso de todos. Este dominio humano común sobre el mundo material es más básico que la propiedad. Pero ello no significa que las cosas deban ser poseídas en conjunto. El sentido de una asociación y de otras empresas conjuntas es el desarrollo de cada uno de sus miembros individuales, lo que a su vez determina el desarrollo del grupo. Ahora bien, para desarrollarse las personas necesitan hacer elecciones y actuar. Ello incluye elecciones y acciones respecto del uso de las cosas. Por este motivo, en aquellos campos de la actividad humana donde los individuos o grupos puedan facilitar el desarrollo humano a través de la propiedad privada y el uso de bienes, es justo que la ejerzan. Ello incluye la actividad económica. La cuestión de cómo deberán usarse los recursos de la tierra para el beneficio de todos es algo que deberán resolver todas las personas de manera racional. El principio del uso común significa que todo acuerdo para poseer objetos por parte de individuos debe ser considerado como una manera de asegurar el uso común. Por este motivo, al usar esos bienes, la gente debe considerar las cosas exteriores que legítimamente posee no sólo como propias, sino como comunes en el sentido de que sus posesiones deberían beneficiarlos no sólo a ellos sino también a otros. Podemos entonces decir que cualquier bien terrenal de una persona es suyo en el sentido de que lo posee, pero no en el sentido de que sólo él pueda usarlo; pues mientras él no lo necesite para satisfacer sus necesidades, otros deberían poder usarlo para satisfacer las propias. El derecho a la propiedad privada es la manera normativa por la cual se realiza el principio de uso común. En primer lugar, la propiedad privada es esencial para el desarrollo de la confianza en sí mismo. En segundo lugar, la propiedad privada ayuda a expresar y desarrollar nuestra personalidad: cuando somos dueños de algo, podemos elegir usarlo para poner de manifiesto nuestra preocupación por los demás, ya sea por medio de donaciones o invirtiendo en industrias productivas que generen empleo. En tercer lugar, la propiedad privada o la perspectiva de acceder a ella incentiva a la gente a contribuir en mayor medida con la sociedad que la rodea; la anima a trabajar, a ser emprendedora, y a generar riqueza para sí y para otros. Por último, la propiedad privada permite a las personas expresar de modo directo su genuina responsabilidad por sí mismas y por los demás. A estas justificaciones morales de la propiedad privada, podemos añadir tres motivos citados por Santo Tomás para explicar por qué la asignación de bienes a dueños determinados es moralmente lícita e incluso necesaria12. En primer lugar, los individuos tienden a evitar la responsabilidad sobre aquello que no es de nadie y a cuidar más lo propio que lo que es común a todos. Segundo, si todo el mundo fuera responsable de todo habría una gran confusión. Tercero, cuando se dividen los bienes se logra por lo general una situación de mayor tranquilidad, mientras que tener cosas en común a menudo implica tensiones. Por ello se justifica la propiedad individual, entendida como el poder de administrar y disponer de las cosas. Pero Santo Tomás señaló claramente que el uso de las cosas es una cuestión totalmente diferente. El uso no justifica tener las cosas como exclusivamente propias (ut proprias) sino como algo común; es decir que, después de haber satisfecho las necesidades propias y de la familia, se debe usar el excedente para beneficiar a los demás. Algunas veces esto puede significar literalmente dar algo que poseemos a gente con necesidades, cuyo uso implica el consumo del bien. Pero compartir el uso de los bienes propios con otros no necesariamente supone que el donante deba discontinuar su uso o posesión de ese bien. El uso de la casa de una persona, por ejemplo, para albergar a alguien que está pasando un momento de necesidad tal vez no sea un caso de ayuda con bienes superfluos. En cambio, es la instancia de una persona que comparte un bien básico para el propio bienestar sin renunciar a la posesión misma del bien13. Por cierto, no existe casi ningún individuo que, habiendo satisfecho sus necesidades básicas, sepulte bajo tierra el sobrante de riqueza. Invariablemente, prefiere invertirla. Algunas veces esta inversión se realiza en negocios que emplean gente y crean mayor riqueza, que a su turno será invertida. Otras, se invierte en bancos, que, como luego veremos, dan acceso a los recursos monetarios que otros necesitan como base material para su propio crecimiento. En ese sentido, los bancos son una de las asociaciones que permiten que la gente satisfaga prudentemente su obligación de usar el excedente de riqueza para el bien común, y de esta manera para el desarrollo de otros. Como señalaron Antoine de Salins y François Villeroy de Galhau: “Los ahorros de algunos sirven para financiar las inversiones de otros, con la esperanza de que este circuito financiero colabore para alcanzar el óptimo crecimiento financiero” 14. El surgimiento de bancos como forma de asociación que allana el principio del uso común fue, de alguna manera, la consecuencia de la complejidad creciente en los sistemas de propiedad privada. Con el transcurso del tiempo, es probable que los sistemas de propiedad se tornen aún más sofisticados. Tal vez comiencen, por ejemplo, a desarrollar reglas y costumbres que faciliten a la gente el reconocimiento de quién es dueño de qué para resolver la potencial falta de claridad en casos como el de los límites territoriales imprecisos. Los mismos sistemas de propiedad también ponen en práctica reglas para compartir la posesión de algo y para señalar la diferencia entre dueños y usuarios de la propiedad (ej.: el propietario y el inquilino). Estas reglas permiten que la propiedad en manos privadas pueda ser usada por personas diferentes en momentos diferentes y algunas veces al mismo tiempo. Además, una vez que se establece un producto primario o algún símbolo de valor, tal como el dinero, es posible asignar un valor comparativo para diferenciar cosas e intercambiarlas. Ello a su vez puede alterar la relación entre los dueños y su propiedad. Un título de propiedad puede ser comprado, vendido o depositado para garantizar un préstamo. Organizaciones tales como los bancos surgen en parte para administrar y facilitar tales operaciones. Conclusión Aunque este capítulo sea apenas un esbozo de los principios morales básicos más atinentes a nuestro tema, tal vez los lectores ya hayan comenzado a comprender de qué manera éstos tocan la realidad moral del mundo bancario. Ahora podrán pensar en los bancos, ya no como instituciones anónimas, sino como una forma de asociación humana claramente diferenciada del estado y la familia. Tal vez hayan comenzado a reflexionar también acerca de la manera en que los bancos, como forma de asociación humana, pueden promover u obstaculizar el desarrollo de la justicia distributiva en determinada sociedad, sin olvidar las varias transacciones bancarias sujetas a las exigencias de la justicia conmutativa. Acaso también hayan comenzado a advertir que la actividad bancaria es una tarea con enorme potencial para que los bienes en manos privadas sean puestos al servicio de la comunidad, permitiendo a otros adquirir y producir bienes que puedan a su vez ser usados por sus dueños para su desarrollo como personas. Todos los principios considerados en este capítulo tienen profundas implicancias en temas que van desde el secreto bancario, la naturaleza de la especulación y el cobro de interés hasta la compleja cuestión de la quiebra. Para la solución de muchos de estos problemas es preciso aplicar más de uno de estos conceptos. Sin embargo, para continuar indagando en los problemas morales que habitualmente enfrentan los bancos, necesitamos explicar qué es la banca y qué no es, la forma en que ha evolucionado y algunos de los elementos clave de la actividad bancaria, como el dinero, el interés y el crédito. Tal como veremos, de manera sorprendente el análisis de estos temas se ha centrado por lo general en las dimensiones morales de la actividad bancaria más que en su naturaleza económica. Notas 1. Empleo las palabras comunidad y asociación de manera indistinta a lo largo de este libro. 2. Ver John Finnis, Natural Law and Natural Rights. Oxford, Clarendon Press, 1980. p. 139. 3. Sigo el enfoque de justicia de Germain Grisez en Living a Christian Life: Way of the Lord Jesus. Quincy, Ill, Franciscan Press, 1993. pp. 320-22. 4. Ver Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, ed. T. Gilby, O.P: Londres, Blackfriars, 1963: II-II, q. 58, a.1. 5. Sigo el enfoque de justicia de Grisez en Living a Christian Life, p. 320-22. 6. Ver Aristóteles, The Nichomachean Ethics (Ética a Nicómaco), 3, trad. J. Thomson. Londres, Penguin, 1976. pp. 1131 a 31. 7. Ver Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II, II, q. 58, a. 1. 8. Ver Finnis, Natural Law, pp. 184-88. 9. Ver Aristóteles, Ethics. 2; 1131a1. 10. Ver Finnis, Natural Law, p. 180-81. 11. Para esta cuestión, ver John Finnis, Aquinas: Moral, Political, and Legal Theory. Oxford, Oxford University Press, 1998. p. 189. 12. Ver Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 66, a. 2. En esta sección, Santo Tomás abreva en Aristóteles, Politics, trad. J. Thomson. Londres, Penguin, 1976: 2.5. 13. El tema de cómo abordar casos de extrema necesidad requiere de alguna explicación. En tales situaciones, la cuestión de si un bien es superfluo o no se torna irrelevante. En casos de extrema necesidad todos los bienes son comunes, es decir, deben ser compartidos. Cuando se está sometido a necesidades urgentes, la diferenciación secundaria de la propiedad se resuelve mediante el principio primario de uso común en su forma primitiva. Aunque se deban cumplir ciertas condiciones estrictas (ver Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 66, a. 7) Santo Tomás establece que: “si la necesidad es tan manifiesta y urgente que es evidente que la necesidad presente debe ser remediada por cualquiera sea el medio a mano (por ejemplo, cuando una persona corre un peligro inminente, y no hay otra solución posible), entonces es lícito que un hombre atienda a su propia necesidad por medio del uso de la propiedad de otro” (Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 66, a. 7). En otro lugar, Santo Tomás ofrece una señal más clara de lo que constituye peligro inminente. Al analizar la limosna, observa que “no todo tipo de necesidad nos obliga como una cuestión de rigurosa obligación, sino sólo lo que es una cuestión de vida o muerte. Aquí se aplica el dicho de Ambrosio: ‘Alimenta al moribundo. Si te niegas, lo matas’” (Santo Tomás de Aquino, II-II, q. 32, a. 5). 14. Ver Antoine de Salins y François Villeroy de Galhau, The Modern Development of Financial Activities in the Light of the Ethical Demands of Christianity. Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 1994. p.18. III DINERO, USURA E INTERÉS En el mundo occidental contemporáneo, todos los bancos cobran un interés por los préstamos y otorgan facilidades de crédito. Desde el punto de vista moral, estos temas son relativamente poco controvertidos. Si bien ocasionalmente se oyen quejas sobre los bancos (algunas veces con un dejo antisemítico), son pocos los que cuestionan la validez moral básica de estas actividades. Por eso puede resultar sorprendente enterarse de que no siempre haya sido así. A lo largo de gran parte de la historia occidental hubo encendidos debates acerca de la justicia de muchas de las actividades asociadas con los bancos. Estas controversias ocuparon la mente de algunos de los teólogos y filósofos más notables de Occidente. Sin duda, ello se debe al vínculo entre los bancos y el dinero. No por nada las palabras de San Pablo –“porque la avaricia es la raíz de todos los males” (1 Tim. 6, 10)– fueron tomadas en serio tanto por cristianos como no cristianos. El texto paulino a menudo sufre una modificación; se dice: “el dinero es la raíz de todos los males”, error por el que muchos condenan cualquier actividad asociada con el dinero per se. El mismo error también ha llevado a la ignorancia generalizada de la importante función que cumple el dinero para facilitar el principio del uso común. También es sorprendente descubrir que mucha gente no termina de entender las funciones específicas de los bancos. Para la gran mayoría, un banco es el lugar donde se deposita el excedente de ingresos, o al que se recurre cuando se necesita un préstamo para comprar una propiedad o comenzar un negocio. Rara vez se piensa que los bancos pueden ser algo distinto de compradores de capital en forma de dinero, y mucho menos en cómo surgió esta relación. El uso y el ahorro del dinero, como toda actividad que involucra una libre elección, conlleva una potencial oportunidad para la virtud, pero también para la injusticia. Es, además, esencial a la función de los bancos. Por ello, cualquier análisis acerca de las obligaciones que tienen los bancos con la justicia debe poner el foco en los orígenes y en el uso del dinero y en el papel que desempeña dentro de la sociedad. El estudio del dinero es un tema muy amplio. Este capítulo no pretende abarcarlo en su totalidad. Se propone, en cambio, ilustrar de qué manera las discusiones en los períodos medieval y moderno temprano no sólo ayudaron a fijar las pautas morales básicas para la actividad bancaria, sino también a establecer las funciones esenciales de la industria bancaria. Los orígenes del dinero Conocer la naturaleza del dinero es clave para entender cuestiones que van desde los ciclos de negocios, el crédito y el comercio hasta el interés y los salarios. No puede haber bancos sin dinero. Sólo por este motivo, no debería sorprender que el surgimiento del dinero haya precedido a la creación de instituciones en las cuales la gente puede depositar el excedente de su dinero. Tanto los bancos de emisión (tales como el Banco de Inglaterra, el Banco Central Europeo y la Reserva Federal de los Estados Unidos) como los bancos de crédito y de depósito se ocupan del dinero. Wilhelm Röpke, economista y filósofo social suizo alemán, escribió que es imposible comprender la historia de las civilizaciones si no se presta atención a la manera en que el dinero configuró a la sociedad humana1. Pero no ha sido fácil ni para los historiadores ni para los teóricos monetarios identificar los orígenes del dinero en la historia de la humanidad. Menos problemático fue establecer por qué surgió el dinero como un elemento esencial en la vida económica. Hay consenso casi universal respecto de que el dinero surgió porque pudo satisfacer el requisito más básico de ser aceptable e intercambiable como medio habitual de pago para bienes y servicios. La actividad comercial normalmente comienza con algún tipo de trueque. En un sistema de trueque no siempre es posible hallar a alguien que quiera intercambiar bienes. Un vendedor de caballos, por ejemplo, tal vez no necesite motores de automóvil. Las limitaciones obvias del trueque dieron origen a la introducción de las monedas como medio de intercambio. Decir que la aparición de la moneda a gran escala fue algo revolucionario es restarle importancia. Con el dinero, la gente ya no necesitó intercambiar directamente un bien por otro. Una mercancía podía ser intercambiada por una suma de dinero y vice-versa. La rapidez y comodidad que introdujo en las transacciones económicas llevó rápidamente a que el dinero se transformara en el medio para intercambiar mercaderías. Tan valioso fue este servicio que no sorprende que en muchas culturas el dinero en seguida haya tomado forma en metales de alto valor, como el oro y la plata. En el mundo antiguo, el uso de dinero como medio de intercambio dependía de que la gente que tomaba el dinero aceptara que tenía el peso correcto. Abundaban las oportunidades de fraude: se trataba de convencer a los demás de que el dinero pesaba más que lo que hubiera indicado la balanza. Para sortear este problema, a menudo la materia (oro, plata, etc.) del dinero que se ofrecía se pesaba antes de completar la transacción comercial. Alrededor del siglo II a.C. se introdujeron unidades de peso de estos metales en gran parte del mundo mediterráneo. Estos metales recibían un sello oficial que garantizaba su pureza y su peso, lo que permitió que la gente que realizaba una transacción comercial se despreocupara por el peso y confiara en el cálculo del contado. Muchos términos que designan unidades monetarias actuales –libra, por ejemplo– recuerdan esta historia. Durante algún tiempo, estas monedas fueron valuadas de acuerdo con su valor material. Una moneda de una libra de oro tenía el valor de una libra de oro real. Pero con el tiempo, la moneda comenzó a ser emitida con un valor simbólico. Una moneda de una libra de oro ya no valía exactamente lo mismo que una libra de oro real. Ya no había una correlación exacta entre el valor de intercambio de la moneda y su valor material real2. También el papel moneda tuvo originalmente un valor material. Pero era diferente de la moneda metálica porque fue inicialmente empleado como un recibo por una cantidad determinada de metal que un banco guardaba como depósito. El papel moneda era un reclamo ante el banco que, además, circulaba. La institución debía entregar el metal cuando le presentaban el recibo; es decir, un billete de banco. Las funciones del dinero Algunas características del dinero lo igualan a cualquier otra mercancía; por ejemplo, su valor está determinado por la oferta y la demanda. Pero otras lo diferencian: en sentido estricto, el dinero no sirve en última instancia para satisfacer una necesidad real, como lo harían una comida, una casa o un vehículo. Ciertamente, tal como observó Röpke, el dinero puede dar un grado de satisfacción real a algunas personas, por ejemplo a quienes les gusta coleccionar monedas3. Pero en términos generales, proporciona lo que este autor llama “satisfacción por su circulación”; es decir, “no obtenemos una satisfacción del dinero comiéndolo, sino gastándolo y haciéndolo circular, intacto, de una mano a otra”4. Otra diferencia es que mientras algunas mercancías desaparecen del proceso de intercambio luego de ser consumidas, es precisamente por su calidad circulatoria que el dinero no se extingue. Sin embargo, el dinero ha asumido funciones específicas que subrayan su singularidad. La dimensión funcional del dinero es crucial dado que define su utilidad misma. Lo que se constata en las épocas en las que una determinada moneda se vuelve inútil. En tales circunstancias, es casi automáticamente reemplazada por alguna mercancía escasa, como el café o los cigarrillos en Alemania inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, o una divisa extranjera. Para los economistas, “cualquier cosa que sea generalmente aceptada como medio de intercambio puede ser considerada dinero”5. Una población le dará valor a una moneda cuando cumpla con las siguientes funciones: En primer lugar, el dinero sirve como forma general de pago porque actúa como medio de intercambio6. En segundo lugar (especialmente desde el punto de vista legal), el dinero es la última forma que tiene una persona de liquidar sus deudas. Esto es cierto en la mayor parte del mundo donde se le ha dado al dinero el estatus de “moneda de curso legal para todas las deudas, públicas o privadas”. Ello permite que el deudor (quien está obligado a pagar) lo haga dándole al acreedor (a quien se le debe el pago) algo que lo exime legalmente de esa obligación7. En tercer lugar, el dinero crea una medida de valor general. Permite comparar el valor de un bien o servicio con otro. Esto provee de un indicador para saber si el vendedor está realmente vendiendo a precio de mercado, y se deriva de la cualidad única del dinero de calibrar casi instantáneamente los cambios en la oferta y la demanda de bienes y servicios. Las empresas deben estar en condiciones de calcular cuánto valor necesitan crear (ingreso) para poder gastar valor (costo), y que les quede valor para futuras inversiones (ganancia). La valoración de los factores de costo e ingresos anticipados se hace en unidades monetarias. En palabras de Röpke: “Sólo el dinero hace posible un cálculo económico racional ya que ofrece un mecanismo para comparar la producción y el consumo, las ganancias y los costos, y… reduce todas las cantidades económicas a un común denominador”8. El dinero crea un mecanismo para la determinación de precios; ello nos libera de la ignorancia y nos ayuda a establecer cuánto dinero se necesita para comprar cualquier mercancía9. En cuarto lugar, el dinero es un instrumento para guardar, transferir e invertir valor en forma de capital. El economista Ludwig von Mises lo describió como un vehículo para transferir valor a través del espacio y del tiempo. Sólo con la aparición del dinero se pudo comenzar a elaborar el concepto de ofrecimiento de crédito. El dinero asumió entonces la función de intermediario que permitía realizar transacciones tales como préstamos de capital. De manera tal que el dinero no sólo permite transferir valor económico entre individuos y grupos, sino también crear la relación acreedor-deudor. Durante gran parte de la historia, el dinero desempeñó esas funciones por su valor material, ya fuera el valor del cobre, la plata o el oro. En el mundo actual, dichas funciones se cumplen independientemente de su valor material y se realizan bajo la forma de papel moneda o billetes bancarios. Si bien éstos fueron alguna vez el instrumento para reclamar que determinada institución pagara una cantidad de la materia empleada como dinero (ej., el oro), el dinero representa ahora, en palabras de Johannes Messner: “un reclamo de cualquier bien de valor especificado proveniente de la cooperación socioeconómica. Eso es simple-mente ‘poder de compra’”10. Cada una de estas funciones requiere de algún grado de estabilidad en el valor de una divisa. Es más difícil, por ejemplo, que la gente confíe en una divisa si sufre fluctuaciones salvajes y bruscas. Tales fluctuaciones van minando, por ejemplo, la capacidad de las personas de tomar decisiones respecto del valor relativo de los bienes. Son muchas y buenas las razones para la indignación de la gente a lo largo de la historia cada vez que los gobiernos depreciaron sus monedas, como sucedió cuando se incorporó cobre en las monedas de plata11. Uno de los motivos por los cuales los gobiernos llevaron a cabo tales devaluaciones fue la necesidad de reducir la cantidad real de pagos de su deuda dejando a los acreedores con pocas posibilidades de reclamo. En el largo plazo, esos manejos socavaron la solvencia crediticia de los gobiernos, pues ¿quién querría prestarle dinero a gobernantes que podrían apelar a este recurso para rehuir sus obligaciones? A partir de la cuestión del crédito surge uno de los más largos y controvertidos debates morales sobre el dinero y los bancos: el tema de la usura y la licitud de cobrar un interés por los préstamos de dinero. Aunque a menudo fueron considerados un tema históricamente menor y por lo general poco entendidos, estos debates fueron importantes y hoy no sólo ayudan a explicar el surgimiento de la actividad bancaria como fenómeno preponderante, sino que también muestran que el origen de los bancos está fuertemente ligado al comienzo del mundo del comercio. Los debates sobre la usura El sector bancario surgió en parte por el afán de que nada productivo quedara inactivo. Poco después de la aparición del dinero, la gente quiso asegurarse de que se usaran todos los fondos efectivamente posibles y potenciales. La actividad bancaria surgió en un mundo cristiano; y más concretamente en el de Occidente, que fue configurado, cultivado y defendido por la Iglesia Católica Romana. En consecuencia, la cultura occidental incorporó un interés específico por el impacto de los actos buenos y malos de una persona, y la especial preocupación por los pobres. Al promover y defender la doctrina de que es ilícito explotar al prójimo, la Iglesia inevitablemente se refirió el tema de cómo proteger a la gente de la explotación financiera. En ese sentido, ni el judaísmo ni el cristianismo objetaron que la gente obtuviera una ganancia lícita. Ambos consideraron que era moralmente aceptable obtener una ganancia cuando se proveían bienes necesarios en un mercado libre. Pero sí surgió una pregunta respecto de si era lícito obtener una ganancia vendiendo dinero, o lo que ahora se conoce como interés: el pago mensual o anual de un porcentaje de la suma prestada de dinero como forma de compensar el uso de dicho dinero. Tanto judíos como cristianos sabían, por ejemplo, que el Antiguo Testamento insistía en que la gente rica estaba obligada a prestar sin cargo a los pobres en situación desesperada. Se consideraba que el prestamista tenía derecho a la devolución eventual de su préstamo, con el tiempo, aunque era considerado moralmente preferible que renunciara al pago si estaba en condiciones de hacerlo. Esta actitud era comprensible en sociedades como la antigua Israel, que sólo contaba con medios económicos primitivos y donde era muy probable que la gente pobre, agobiada por la necesidad, tuviera que salir a pedir un préstamo y corriera el riesgo de ser explotada por quien realmente merecía el título de usurero: alguien que cobraba intereses con tasas despiadadas, a menudo aprovechándose de la ignorancia ajena. Por cierto, cada pueblo en la Europa occidental medieval tenía su usurero12. Los Padres de la Iglesia condenaron el cobro de interés por un préstamo de dinero. Era injusto, argumentaban, cuando el prestatario era una persona pobre que buscaba formas de sobrevivir, mientras el prestador era una persona rica con recursos para ayudar al hombre pobre, si elegía hacerlo. La usura fue definida entonces como un préstamo para la subsistencia, a diferencia de un préstamo de capital13. Esta distinción es crucial, ya que no parece haber habido ninguna objeción seria a que la gente prestara capital a otros. Existen incluso pruebas contundentes de que el clero proveía un tipo de servicio bancario a sus miembros14. El problema es que no se captaba bien la diferencia entre préstamos monetarios y préstamos de capital, y especialmente porque, como señaló un historiador, “en aquella época, no se alcanzaba a entender el uso prudente y fructífero de los depósitos para crear créditos y, de esta manera, una nueva fortuna real”15. Ello fue consecuencia, en parte, del carácter de la vida comercial en Europa occidental hasta finales del siglo XI. Hasta entonces, los comerciantes vivían vidas bastante itinerantes; sus viajes, ya sea por tierra o por mar, eran peligrosos. Si bien al principio hacían negocios utilizando sus propias cuentas bancarias y llevando su dinero con ellos, los mercaderes comenzaron a darse cuenta de que si viajaban juntos y formaban sociedades podían minimizar los riesgos. Los mercaderes italianos fueron líderes en ese sentido, al abrir lo que podrían llamarse sucursales en las ciudades donde realizaban grandes negocios. Aquellos que tenían más monedas de las que necesitaban para sus gastos inmediatos no dudaron en aprovechar esta oportunidad para guardar su dinero en un lugar seguro. Ello llevó finalmente a que surgieran en Europa numerosas instituciones que funcionaban como depósitos de dinero. Alrededor del año 1150, el norte de Italia se había transformado en el centro bancario de Europa occidental y sus bancos tenían sucursales en todas las ciudades y pueblos importantes. Las dificultades permanentes para mantener el dinero seguro, especialmente cuando se lo trasladaba, llevó a que aparecieran ciertas herramientas de importancia crítica para la banca moderna. Aquellos que guardaban su dinero en dichas instituciones querían cada tanto reducir o incrementar su masa monetaria, ya fuera directamente o instruyendo formalmente al banco a que pagara cierta suma de dinero a un tercero. Aquí encontramos el origen de instrumentos bancarios tales como el cheque y la cuenta corriente, y también de la letra de cambio. Esta última podía ser comprada antes del plazo de pago con un descuento algo menor que su valor nominal. La diferencia equivalía por lo general a los honorarios del comprador por hacerle el favor al vendedor. Nueva riqueza, oportunidades y problemas Con el surgimiento y la expansión de nuevas riquezas comerciales en la Europa occidental del siglo XII, hubo un correspondiente incremento en la demanda de dinero. El mayor consumo y el aumento de los procesos de intercambio no fueron sus únicas causas; también respondió a la necesidad de utilizar el dinero como medida y depósito de valor. Una vez que el dinero comenzó a cumplir esta finalidad, más gente comenzó a darse cuenta de que el dinero podía ser usado para crear nuevas y mayores riquezas a través de la inversión. En otras palabras: el dinero pasaba a ser un capital. En no menor medida el dinero asumió esta cualidad porque el aumento de población requería una explotación más eficiente de los recursos del mundo para satisfacer las necesidades humanas. Como hemos visto, la Iglesia no objetaba que la gente obtuviera una ganancia al intentar satisfacer tales necesidades. Este pro greso, sin embargo, planteó el problema de si era correcto cobrar un interés sobre el dinero prestado a alguien para que pudiera emplearlo en un emprendimiento comercial. En los tiempos modernos la respuesta es invariablemente: “sí”. Pero en el contexto histórico de la Europa medieval, se temía que tales préstamos pusieran en riesgo el principio de que los pobres deben tener acceso al dinero en tiempos de necesidad económica. Dichos temores surgieron, en parte, por una visión estática de la economía. Para la mayoría del mundo medieval y moderno temprano era incomprensible la idea de crecimiento económico. Esta idea se entiende mejor cuando se advierte el peso de la influencia del derecho romano –predominante en la mayor parte de Europa occidental– para abordar la cuestión. De acuerdo con el derecho romano, no se podía cobrar un interés sobre un préstamo personal como el mutuum16. Técnicamente el mutuum consistía en un préstamo por el cual una persona entregaba a otra algo, que no necesariamente era dinero; podía ser algo fungible (res fungibilis): algo que se podía medir tanto en cantidad como en calidad, que se consumía con el uso y por ello no podía ser usufructuado. Si se tomaba prestado, sólo se podía devolver la misma clase y cantidad. En tales circunstancias, la única responsabilidad del deudor era devolver la misma cantidad tomada: una manzana por una manzana. El derecho romano consideró el dinero como un medio de intercambio sin valor potencial duradero futuro por sí mismo. El dinero era por tanto considerado fungible, incapaz de ser usado para crear más riquezas; era estéril o incapaz de ser usufructuado. Consecuentemente no era permisible cobrar interés sobre un préstamo de dinero17. A medida que los planteos económicos en Europa occidental iban dejando de ser estáticos para ser más dinámicos, generadores de riqueza, comenzó a advertirse que la interpretación del dinero según el derecho romano resultaba insuficiente. Los canonistas y teólogos empezaron a observar que, bajo ciertas condiciones, el dinero podía trascender su naturaleza de simple medio de intercambio. Reconocieron que el mutuum excluía la posibilidad de cobrar un interés intrínseco al préstamo en sí; pero establecieron que un préstamo reunía cuatro títulos extrínsecos. (1) Uno se refería al pago de una multa si el dinero no era devuelto a tiempo. Esta poena conventionalis –así se la llamaba– consistía en la diferencia entre la deuda original y lo que se había pagado; la multa era el interés (la palabra interés deriva del latín interesse, estar entre). Una vez aceptado esto, fue posible incluir en los contratos cláusulas de penalidad por retraso en los pagos. (2) Un prestamista podía sufrir un perjuicio a causa de la falta de devolución a tiempo del dinero. Por lo tanto, podía reclamar por el daño emergente (damnum emergens). (3) También se contemplaba el reclamo por el lucro cesante (lucrum cessans), que se daba cuando el prestamista perdía la oportunidad de una ganancia debido a un préstamo hecho a otro. (4) El prestamista podía solicitar un pago legítimo por el riesgo de pérdida de su capital (periculum sortis)18. Una vez establecidos estos parámetros, fue relativamente fácil para los entendidos como Bernardino de Siena observar que “el dinero no sólo tiene el carácter de dinero, sino que además tiene un carácter productivo que comúnmente llamamos capital”19. Así las cosas, durante el Quinto Concilio Lateranense la usura fue definida como “la ganancia o beneficio que se extrae del uso de una cosa que por su naturaleza es estéril, una ganancia adquirida sin trabajo, costos o riesgos”20. Ello significaba que era permitido cobrar un interés por el dinero usado como capital, porque el dinero usado como capital no era estéril. En su comentario de éste y otros textos similares, el historiador Werner Sombart observa: “La fórmula sencilla que expresaba la actitud de la autoridad eclesiástica hacia la cuestión del lucro es la siguiente: el interés sobre un préstamo de dinero puro, en cualquiera de sus formas está prohibido; lucrar sobre el capital, en cualquiera de sus formas, está permitido, ya sea que provenga de un negocio comercial, o de un emprendimiento industrial o como seguro contra riesgos de transporte, o por ser accionista en una empresa… o por el motivo que fuese” 21. Por lo tanto, cuando el capital tomó la forma de dinero, y su uso trajo aparejado mano de obra, costos, o riesgo por parte del prestamista, era aceptable en principio cobrar un interés. Los canonistas y teólogos mantenían así la objeción judía y cristiana acerca de la explotación a los pobres, mientras aclaraban simultáneamente que había una diferencia entre cobrar un interés sobre los préstamos de dinero (algo inmoral) y cobrar un interés sobre los préstamos de capital (algo moral). Para ayudar a que la gente entendiera la diferencia, la Iglesia insistió, y aún continúa insistiendo22, en que ante cualquier préstamo se debían formular las siguientes preguntas. Primera: ¿se cobraba un interés por el préstamo? Segunda: ¿era un préstamo de capital comercial? Y tercera: si era un préstamo de capital, la tasa de interés ¿era justa (ej.: tasas de mercado) o usuraria (irrazonablemente por encima de las tasas de mercado)? Responder a estas preguntas ayudaba a establecer si el préstamo era usurario y por ello un pecado, o si era legítimo. La usura en sí misma era pecado. El cobro de interés en sí mismo no lo era. En resumen, la Iglesia cristiana nunca enseñó que cobrar intereses estuviera mal. En cambio, consideró que está mal cobrar interés sobre un préstamo en virtud del hecho mismo de prestar, y no de algún factor relacionado con el préstamo que ofreciera un fundamento para la justa compensación. Ciertamente, el principio de uso común sugiere que las personas a las que les sobra el dinero pueden prestarlo a otros sin cobrarle a los que lo necesitan. Aquellos que depositan o prestan dinero pueden, sin embargo, cobrar un precio justo por otros motivos, tales como el riesgo de incumplimiento de pago, inflación probable, impuestos, los costos que significa establecer y administrar el préstamo, y la renuncia a otros usos legítimos que se podrían haber llevado a cabo con el dinero, tales como la inversión productiva. Conclusión Para algunos, este breve análisis del dinero y el interés puede parecer un ejercicio esotérico. Sin embargo, los cambios descritos desempeñaron un papel fundamental para que Europa occidental empleara capital en forma de dinero de modos nuevos y productivos, acordes con la preocupación por la justicia que está en la base de la tradición occidental judeocristiana. También ayudaron a clarificar el sistema conceptual empleado por banqueros y economistas para pensar cuestiones de crecimiento y retroceso económico23. Gran parte del mundo no occidental ha demorado más tiempo en ocuparse de estas cuestiones –factor que ha frenado su desarrollo económico, según muchos especialistas–. Cobrar un interés en el mundo islámico es generalmente considerado inmoral. Las ganancias (riba) que provienen del cobro de intereses son consideradas ilícitas. En tiempos más recientes, los bancos islámicos han empleado lo que se conoce como contratos Mudarabah para poder obtener ganancias con los préstamos que efectúan destinados a hacer negocios. El Mudarabah es un contrato en el que uno de los socios aporta el trabajo y la administración, y el otro el dinero. Este último recibe un porcentaje específico de las ganancias de la empresa conjunta durante un tiempo determinado. Otro método comúnmente empleado por los bancos islámicos es el contrato Bay Bithaman Ajil (BBA). En este caso, la institución prestamista construye o adquiere un activo o negocio para luego venderlo al prestatario. El precio de venta es el costo del activo o negocio sumado a las ganancias acordadas. Cabe señalar que normalmente se paga en cuotas (algo semejante a la amortización de intereses), aunque se puede saldar en un solo pago24. Estos métodos han permitido a los bancos islámicos sortear las permanentes restricciones de la ley islámica para cobrar intereses. En este aspecto, la ventaja de Occidente sobre el mundo islámico reside en la anticipación; sus debates internos respecto del dinero, la usura y el interés equiparon tempranamente a los comerciantes de muchas de las herramientas conceptuales empleadas por los bancos. Tales herramientas incluyen la noción del dinero como capital y la del interés como compensación, y la distinción entre préstamos de dinero y préstamos de capital. Pero, como veremos en el próximo capítulo, prestar y cobrar un interés sobre los préstamos de dinero como capital es sólo una de las características de los bancos. Otra tan importante como la evolución de la práctica del crédito es el atributo moral asociado a ella: la calidad de la confianza. Notas 1. Ver Wilhelm Röpke, Economics of the Free Society. Chicago, Henry Regnery Company, 1963. p. 79. 2. A los efectos de este análisis, no se abordará la discusión respecto de si el valor del dinero depende en última instancia de un contenido material concreto, tal como la plata o el oro. Cabe señalar que desligarlos no excluiría la posibilidad de aceptarlo como instrumento de circulación. Si el valor del dinero depende de lo que pensamos que podemos comprar con él, es posible entonces que una moneda sin valor material propio tenga un valor. Lo que importa es aquello a lo que la gente le da valor. El dinero puede tener un valor funcional que no es igual a su valor material. Por ende, es el valor funcional del dinero lo que le otorga su valor material. 3. Ver Röpke, Economics of the Free Society, pp. 82-83. 4. Ibid., pp. 82-83. 5. Ver F. H. Lawson y Bernard Rudden, The Law of Property, 3era. edición. Oxford, OUP, 2002. 6. Ello no significa que siempre hay un intercambio. Se puede regalar dinero sin esperar o desear recibir nada a cambio. 7. El carácter legal del dinero se origina cuando la ley le confiere ciertos derechos y deberes a quien lo posee. Estos incluyen el deber de no destruir el dinero. También incluye el derecho que tiene el poseedor del dinero de que se lo acepten para pagar deudas, y el derecho de convertir el dinero en otras formas de dinero. El carácter legal del dinero no hace, por tanto, a su esencia. Ha habido muchas épocas en las cuales el dinero ha sido utilizado con éxito sin un estatus legal conferido por el estado. 8. Ver Röpke, Economics of the Free Society, p. 84. 9. El nivel de precios determina el poder de compra del dinero. Si los precios caen, el dinero puede comprar más. Si los precios suben, el dinero puede comprar menos. El poder de compra del dinero también está determinado por la cantidad que se gasta realmente durante un período determinado. 10. Ver Johannes Messner, Social Ethics: Natural Law in the Western World, trad. J.J. Doherty. St. Louis & London, B. HerderBook, Co., 1964. p. 774. 11. Ver, por ejemplo, Juan de Mariana, S.J., “A Treatise on the Alteration of Money”, Journal of Markets and Morality 5, 2 (2002), pp. 523-93. 12. Ver Rodger Charles, S.J., Christian Social Witness and Teaching: The Catholic Tradition from Genesis to Centesimus Annus: From Biblical Times to the Late Nineteenth Century. Leominster, Gracewing, 1998. p. 15. 13. Ver Charles, From Biblical Times to the Late Nineteenth Century. p. 95. 14. Ver Henry Chadwick, The Cambridge History of Medieval Political Thought. Cambridge, Cambridge University Press, 1988. p. 15. 15. Ver John Giuseppi, The Bank of England: A History from its Foundation in 1694. Chicago, Henry Regnery, 1966. p. 5. 16. Ver Rudolf Sohm, The Institutes: A Textbook of the History and System of Roman Private Law. Oxford, Clarendon Press, 1892. pp. 372-73. 17. Ver Charles, From Biblical Times to the Late Nineteenth Century, p. 203. 18. John Gilchrist, The Church and Economic Activity in the Middle Ages. Londres, Macmillan, 1969. p. 69. 19. Citado en M. Pachant, “St. Bernardin de Sienne et l’usure”, Le Moyen Age, 69 (1963); 743ff. 20. Gilchrist, Economic Activity, p.115. 21. Werner Sombart, The Quintessence of Capitalism: A Study of the History and Psychology of the Modern Business Man, trad. M. Epstein. New York, Howard Fertig, 1967. p. 314. 22. Como señala J. T. Noonan en The Scholastic Analysis of Usury: “en cuanto al dogma en el sentido católico técnico de la palabra, hay un solo dogma en juego… que la usura, el acto de ganar dinero sobre un préstamo sin título justo, es pecado… Esta enseñanza dogmática sigue igual. Lo que es un título justo, lo que debe ser considerado técnicamente como un préstamo es materia de discusión, el derecho positivo, y los criterios cambiantes. Los cambios en estos puntos son grandes. Pero el dogma puro y estrecho es el mismo hoy que en 1200”. Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1957. p. 399. En su comentario sobre esta observación, Grisez dice: “La enseñanza sobre la usura es precisamente que siempre es ilícito cobrarle a la gente un interés simplemente por prestarle dinero, porque equivale a cobrarle por su necesidad: por ejemplo, prestarle a un hombre pobre que enfrenta una crisis familiar cincuenta dólares hasta el día de pago, con la condición de que luego devuelva cien dólares. En una economía moderna, sin embargo, el dinero tiene muchos fines; sirve, por ejemplo, como capital de riesgo. Así, los prestamistas pueden lícitamente cobrar un interés proporcional a lo que dejan de percibir por no colocar su dinero en otra parte. Por lo que obtener un interés, dentro de ciertos límites, puede ser moralmente aceptado”. Germain Grisez y Russell Shaw, Fulfillment in Christ: A Summary of Christian Moral Principles. Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1991. p. 434. 23. El economista Lord Keynes, quien no aprobaba por completo de las enseñanzas morales de la Iglesia cristiana, reconocía la deuda de Occidente con los canonistas y teólogos cristianos cuando escribió: “Crecí en un medio que rechazaba la actitud de la Iglesia medieval hacia las tasas de interés, y creía que las sutilezas para distinguir el interés sobre préstamos de dinero del interés sobre inversiones activas eran tan sólo intentos jesuitas para hallar una salida práctica de una teoría necia. Pero ahora interpreto esas discusiones como un esfuerzo de honestidad intelectual por mantener separado lo que la teoría clásica había mezclado inextricablemente; a saber: la tasa de interés y la eficiencia marginal del capital”. John Maynard Keynes, The General Theory of Employment, Interest, and Money. London, Macmillan, 1936. p. 351f. 24. Para un análisis integral del pensamiento islámico sobre el interés, ver Lahsen Sbai el Idrissi, “Le rénumération du capital en Islam”, Finance & bien commun, 16 (Otoño 2003). pp. 16-30. IV EL CRÉDITO Y LA CONFIANZA Así como el debate sobre la usura despejó el camino para el desarrollo de prácticas bancarias legítimas en Occidente, otros dinamismos ayudan a explicar el surgimiento de instituciones que ofrecieron capital monetario bajo la forma de crédito. Un ingrediente decisivo en este proceso fue la manera en que estas instituciones contribuyeron a suscitar e infundir la cualidad moral de la confianza en gran parte de la sociedad. Confianza que permitió que los beneficios morales y económicos del crédito redundaran en la promoción del desarrollo humano. El comentario que sigue no pretende ser exhaustivo pero se detiene en aquellos puntos que contribuyen a entender la naturaleza de la actividad bancaria en la actualidad. La evolución de la confianza Un análisis minucioso de las fuerzas históricas que precipitaron el surgimiento de la actividad bancaria sugiere que la combinación de factores particulares en diferentes momentos produjo algo semejante a una reacción en cadena con importantes implicancias para los componentes materiales del bien común. En las postrimerías del Medioevo y la temprana Edad Moderna comenzó a palparse en Europa la necesidad generalizada de una moneda sólida y confiable. Así surgieron en el norte europeo instituciones que hoy llamaríamos bancos. En los pequeños estados, tales como las ciudades de la Liga Hanseática, rara vez se pagaba todo en la moneda de la propia ciudad. Por lo general, se usaba una gran variedad de monedas de los estados vecinos, lo que generaba gran incertidumbre sobre la exactitud de su valor. Para un pequeño estado se trataba de un problema de difícil solución dado que el desgaste de las monedas hacía imposible su reacuñación. Al respecto, Adam Smith, el padre de la economía moderna, observaba: Con el fin de remediar los inconvenientes que sufrían los mercaderes por el intercambio desventajoso, cuando estos pequeños estados comenzaron a atender los intereses de comercio dispusieron que las letras de cambio extranjeras de un determinado valor no debían ser pagadas en moneda común, sino mediante una orden de pago, o transferencia, a las cuentas de determinado banco, que se establecía con el crédito y bajo la protección del estado, estando obligado el banco a pagar siempre, en dinero bueno y verdadero, exactamente de acuerdo con el patrón del estado . 1 Smith también aclaraba que un problema similar afligía a los Países Bajos. El mero volumen comercial y la gran diversidad y cantidad de piezas quebradas y gastadas reducían el valor de la moneda, y causaban gran incertidumbre acerca del valor de las transacciones. Smith señalaba además que: Para remediar estos inconvenientes, en 1609 se estableció un banco con garantía de la ciudad. Este banco recibía tanto moneda extranjera como moneda liviana y desgastada del país a su valor real intrínseco según el patrón bueno del dinero del país, deduciendo solamente los costos por acuñación de moneda, y otros gastos necesarios de administración. Luego de esta pequeña deducción, asentaba un crédito en sus cuentas por el monto restante. Este crédito se llamó dinero bancario. Dado que representaba al dinero exactamente de acuerdo al patrón de la casa de la moneda, tenía siempre el mismo valor real y valía intrínsecamente más que el dinero corriente. Al mismo tiempo, una ley estableció que todas las notas de crédito presentadas o negociadas en Amsterdam, por un valor de seiscientos florines o más, debían ser pagadas en dinero bancario, lo cual eliminó la incertidumbre respecto del valor de esas notas de crédito. Todo mercader, para cumplir con esta regulación, estaba obligado a tener una cuenta en el banco para pagar sus letras de cambio, lo cual necesariamente ocasionó una cierta demanda de dinero bancario . 2 Así fue como en algunos casos los gobiernos desempeñaron un rol indirecto en la aparición de los bancos. Pero también tuvieron un impacto imprevisto en tanto y en cuanto los orígenes de la actividad bancaria se relacionan con la necesidad de los gobiernos de tomar grandes préstamos de dinero. Muchas de las primeras instituciones bancarias italianas, como el Banco de San Jorge de Génova, se establecieron para otorgar préstamos o hacer flotar préstamos para los gobiernos de las ciudades donde se crearon. Una vez comprobada la confiabilidad de los bancos en cuestiones tales como los préstamos al gobierno y la creación de moneda, muchas personas, especialmente quienes contaban con capital excedente, comenzaron a pensar que también se podía confiar en ellos la salvaguarda de su dinero. Y los mercaderes que habían colocado sus bóvedas a disposición de quienes quisieran depositar sus monedas, pronto vieron la posibilidad de obtener una mayor ganancia prestando ese dinero a cambio del pago de un interés. Así pues, hacia el año 1660 había en Londres, por ejemplo, gran cantidad de mercaderes ocupados en lo que hoy llamaríamos actividades bancarias. Además de descontar letras comerciales, comprar y vender oro y/o plata en lingotes y dedicarse al tradicional cambio de dinero, estos mercaderes-banqueros estaban dispuestos a aceptar depósitos con un interés. Entregaban recibos a los depositantes, cuya presentación autorizaba el pago. Estos mismos mercaderes-banqueros también tenían cajas corrientes que producían interés; de ellas no había recibo formal, lo que facilitaba que sus depositantes efectuaran un retiro. Los mercaderes- banqueros también estaban dispuestos a pagar letras libradas por los clientes sobre esos depósitos y cajas corrientes. Sus propias promesas de pago o recibos del depósito con la grafía de un orfebre también comenzaron a circular en la sociedad3. Pronto los bancos se dieron cuenta de que el dinero depositado en sus bóvedas y el que se retiraba de ellas tendía a compensarse. Y que las letras o los billetes bancarios comenzaban a circular en la economía como dinero, respaldados en la confianza de las personas que creían en la posibilidad de recuperarlos. Los bancos también advirtieron que, en condiciones normales, sólo necesitaban mantener reservas mínimas equivalentes a cierto porcentaje de sus depósitos para cumplir con las demandas de reembolso de un ciclo normal de negocios4. El siguiente paso de los bancos fue poner en circulación más billetes bancarios que el equivalente de sus reservas en metal precioso. Así comenzaron a emitir más promesas de pago (ej., billetes de banco) que las que hubieran necesitado ante el improbable caso de que se les reclamara el pago de todos esos billetes al mismo tiempo. Comúnmente los bancos hacían circular esos billetes de banco suplementarios en forma de créditos comerciales. Con el tiempo, los bancos fueron ampliando considerablemente los tipos de crédito. Hoy incluyen cuentas corrientes, sobregiros, cuentas de depósito y créditos comerciales a treinta días, así como también cajas de ahorro, garantías de buena ejecución, cartas de crédito comerciales, préstamos, obligaciones, arrendamientos, financiamiento de proyectos, hipotecas y operaciones de intercambio. Sea cual fuere el tipo de crédito, lo cierto es que fue la confianza de la gente en los bancos lo que les permitió funcionar como tales. El depósito del capital sobrante en un banco era un acto de confianza: los depositantes estaban dispuestos a confiar en banqueros que querían dar préstamos y, algunas veces, créditos sin garantías. La misma confianza también permitía a los bancos asumir la función de remitir dinero y abastecer la circulación de billetes dentro de un país. Hasta cierto punto, esto indicaba que gran parte de la población se había dado cuenta de que una manera eficiente de hacer circular dinero en una sociedad era permitirle a los bancos emitir billetes bancarios que complementaran (y eventualmente suplantaran) la moneda en metal. Pero ello requería una vez más que la gente confiara en la responsabilidad de los bancos. Algunos países desarrollaron esta confianza en los bancos con más rapidez que otros. La Gran Bretaña del siglo XIX tuvo muchos bancos y muchos depositantes. En cambio, en Francia las chequeras fueron casi desconocidas, como también la costumbre de tener cuentas corrientes en los bancos. Si bien el dinero ahorrado para grandes inversiones se depositaba en los bancos, la mayoría de los individuos y las familias guardaban su propio dinero en otro lugar. En 1872, Walter Bagehot observaba: Si, por ejemplo, el National Provincial Bank de un pueblo rural inglés abría una “sucursal” en una ciudad francesa, no podía solventar sus gastos. No había allí un número suficiente de depositantes franceses… Es muy difícil iniciar un banco de depósitos porque a la gente no le gusta perder de vista su dinero, y especialmente no le gusta perderlo de vista sin garantías. Inclusive por más confianza que tenga en una persona tampoco estará muy dispuesta a confiarle su dinero si no puede verlo y no tiene garantía.5 De esta manera la historia enseña que la actividad bancaria está basada en una confianza particular y sin precedentes a escala masiva entre miles de personas que generalmente no se conocen: los depositantes y los deudores. Y entre ambos: los banqueros, los intermediarios de la confianza. Como instituciones, los bancos están fundados sobre una serie de promesas entre el banco, sus depositantes, sus deudores y otros clientes respecto del pago de determinadas sumas de dinero. Si bien el banco se enriquece mediante su pericia para obtener una ganancia sobre la base de la diferencia entre las tasas de interés que cobra sobre sus préstamos y las tasas de interés que paga sobre sus depósitos, ese enriquecimiento sería imposible sin la confianza. Los depósitos y el crédito: las funciones esenciales Muchas de las funciones que alguna vez fueron exclusivas de los bancos, hoy también están a cargo de otras instituciones. Los bancos siguen cambiando dinero, pero en la actualidad también lo hacen oficinas de cambio independientes. Muchos bancos supervisan los títulos y las transacciones de sus clientes en la bolsa de valores, pero tampoco son los únicos en hacerlo. Los bancos siguen siendo un lugar de custodia de objetos de valor. Estos bienes son lo que los eruditos medievales llamaban depositum en el sentido de que el banco no tiene ningún derecho sobre los objetos aunque estén depositados en él, y debe devolverlos según la voluntad de sus dueños. Pero también existen otras instituciones que ofrecen este servicio. Sin embargo, los bancos siguen teniendo una función propia: el servicio de depósito; es decir, guardan el dinero de sus clientes en cuentas de depósito, de ahorro, o cuentas corrientes de las cuales esos clientes pueden extraerlo, ya sea mediante un cheque o en efectivo. En realidad, el banco es el dueño del dinero depositado y tiene una deuda con la persona que originariamente depositó allí el dinero6. Esto difiere del depositum en la medida en que constituye una deuda por parte del banco con el cliente7. El cliente tiene una atribución personal sobre el dinero depositado en lugar de un derecho de propiedad específico sobre un conjunto determinado de billetes bancarios. El prestamista (en este caso, el depositante) pierde la titularidad del dinero específico que deposita, y el prestatario (en este caso, el banco) se convierte en dueño de ese dinero y le debe al acreedor su equivalente. De esta manera, cuando se abre una cuenta bancaria y se deposita dinero, este dinero le pertenece al banco y el depositante es el acreedor sin garantía por el monto correspondiente8. Como sucede con el servicio de depósito, el crédito también sigue siendo una función central de los bancos. En primer lugar, los bancos otorgan crédito, como escribe Mises, a través de la emisión de medios fiduciarios (ej., billetes y depósitos bancarios que no están cubiertos por dinero)9. En ese sentido, los bancos no ofrecen simplemente una mercadería muy especial, sino la que permite que se efectúen todas las transacciones que no son trueque. Crear crédito es, en efecto, crear dinero. En segundo lugar, señala también Mises, los bancos actúan como negociadores de crédito10. Toman prestado dinero para prestarlo a su vez (ya sea como depósitos de individuos, empresas, otros bancos, o préstamos de otros bancos). Su ganancia en este tipo de transacción es, como señala Mises, “la diferencia entre la tasa de interés que ellos perciben y la tasa que pagan, menos los gastos de trabajo”11. De esta manera los bancos crean un vínculo intrínseco entre las transacciones de débito y crédito. Evitan la insolvencia asegurando que la fecha de vencimiento de las obligaciones del banco no sea anterior a la fecha en la que puede exigir los pagos que se le adeudan. Es evidente que esta actividad conlleva algunos riesgos; y la voluntad de los bancos de asumir tales riesgos es una de las bases morales por la que consideran justo obtener una ganancia. Así, los bancos desempeñan la clásica función de ser intermediarios entre los ahorristas y los inversores. La habilidad especial de los bancos para suscitar y demandar confianza bajo la forma de crédito dentro del sector comercial es seguramente una gran contribución al bien común de una determinada sociedad. Hasta tanto el ahorro sea utilizado o invertido, existe sólo en forma de dinero. Pero cuando es colocado en el banco, es rápidamente empleado para otros fines. Si, por ejemplo, $100 millones son puestos en el banco y sólo se deben guardar $10 millones de reserva, hay $90 millones disponibles para ser utilizados. Resulta llamativo que gran parte del excedente de capital alojado en los bancos no sea empleado por éstos para ayudar a crear nuevos emprendimientos o negocios. En cambio, a menudo se prefiere destinarlo a una actividad comercial que ya existe y está en crecimiento. La inyección de capital extra ayuda de esta manera a un mayor desarrollo de esa actividad y estimula a otras industrias. Así, el dinero prestado, el buen crédito y las ganancias obtenidas por la consecuente prosperidad actúan juntos para facilitar la bonanza material. Por el contrario, una reducción de capital disponible, los créditos incobrables y las menores ganancias tienden a llevar a una sociedad hacia la recesión y el debilitamiento económico. En ese sentido, los bancos ayudan a los emprendimientos comerciales al dar a millones de personas la oportunidad de satisfacer sus necesidades materiales. Ayudan a crear las condiciones que abren nuevas posibilidades para que la gente progrese en un sinfín de maneras a las que de otro modo difícilmente tendría acceso. La ventaja del crédito es que permite a los deudores, sean individuos o instituciones, emplear de maneras potencialmente creativas el capital que sus acreedores les han prestado, generando así crecimiento económico. La desventaja es que si un número significativo de esos acreedores quisiera al unísono la devolución de sus fondos, no podría obtenerlos dado que el dinero que prestaron está siendo utilizado por los deudores y no puede ser inmediatamente procurado. En suma, no se puede obtener la ventaja sin aceptar la desventaja. De relaciones de utilidad a objetivos compartidos En el capítulo anterior, vimos que el dinero ha ayudado a incontables personas a liberarse de la pobreza y de las ineficiencias de una economía de trueque. Pero fueron los bancos los que promovieron y profundizaron la capacidad del dinero para satisfacer estos fines, impulsando lo que en el capítulo 2 llamamos “relaciones de utilidad”. Cuando colocamos un excedente de capital en un banco, le damos a otros la posibilidad de utilizarlo de manera creativa. En resumen, el banco permite que depositantes y deudores persigan objetivos diferentes acordando el cumplimiento de ciertas condiciones comunes. Una persona consiente en poner su dinero en un banco durante un período determinado a cambio del pago de un interés estipulado. Los deudores consienten en que, a cambio del uso del capital, harán pagos que cubran el monto original y los intereses. Así es como los bancos ayudan a facilitar un conjunto de condiciones que la gente decide aceptar para alcanzar diversos objetivos. Mediante el almacenamiento y la circulación eficiente del capital excedente, la actividad bancaria pone mayor cantidad de bienes a disposición de un mayor número de personas. Y el modo en que lo hace subraya el hecho de que aunque los bienes de toda la tierra existen para ser usados por todas las personas, este uso común se realiza conforme a las normas de la institución de la propiedad privada (que incluye el capital) y su libre intercambio. De no haber bancos, el capital lo mismo se prestaría; pero difícilmente tanta cantidad de personas estarían dispuestas a colocar su excedente de capital al servicio de terceros, generando oportunidades, a través de los préstamos, que habilitan a las personas a tomar sus propias responsabilidades. Sin embargo, además es posible que el objetivo del banco y el del cliente trascienda la relación de utilidad. En efecto, los bancos deben celebrar tanto su prosperidad como la de sus clientes. Esto es evidente al menos cuando un banco otorga un crédito para financiar un negocio nuevo cuya garantía es la propiedad del emprendimiento. Paradójicamente, lo último que el banco desea es la ejecución de esta garantía material. La verdadera garantía para el banco es más intangible: descansa en la responsabilidad e integridad del cliente a quien le ha extendido el crédito. Sin duda lo que el banco quiere es que le devuelvan el monto del préstamo, así como el pago puntual de los intereses. Y esto depende de la bonanza de la empresa y no de su fracaso. Pero, si bien la actividad bancaria tiene implicancias importantes para el bien común de una sociedad determinada, debemos recordar que los bancos comerciales son empresas privadas. Su negocio es tomar depósitos y facilitar el crédito para que sus dueños obtengan una ganancia. No son organizaciones benéficas. Aunque los dueños de un banco puedan elegir comprometerse en obras de beneficencia, no cabe esperar que los bancos presten dinero a quienes evidentemente carecen de capacidad para devolverlo. No sólo sería esto un perjuicio para el potencial deudor (tal vez incluso tentándolo a considerar formas inmorales de evitar los pagos de la deuda), también sería un perjuicio para los dueños del banco, los depositantes y los inversores; es decir, todos aquellos que se han arriesgado a confiar su dinero a esa institución. Quienes trabajan en bancos se enfrentan a diario con el dilema de estimar qué proporción de los fondos puede prestarse sin someter a un riesgo indebido el dinero de los depositantes. Se trata de un cálculo difícil que más de una vez condujo a la quiebra de un banco. La diferencia entre el prestamista y el banquero es que el segundo tiene mayor presión para prestarle sólo a aquellos en quienes confíe que usarán los fondos de manera rentable. Vemos, pues, que la búsqueda de ganancia por parte del banco puede en realidad contribuir al bien común de la sociedad al animar al banquero a descartar decisiones temerarias y tomar riesgos prudentes con el capital que le fue confiado. Conclusión Por más que en apariencia la actividad bancaria ha cambiado mucho desde aquellas instituciones promovidas por los lombardos hasta los conglomerados internacionales del siglo XXI, algunas características se han mantenido. Algunas prácticas han demorado en hacer su aparición, pero una importante característica moral ha permanecido invariable: la confianza; la confianza en los depositantes, la confianza en el banco como intermediario del crédito y la confianza en los deudores. Resulta difícil estimar el aporte de los bancos al establecimiento de los grandes reservorios de confianza que existen en diferentes sociedades. En cambio, sí sabemos que la actividad bancaria tiene importantes consecuencias para el bien común de una sociedad determinada. No obstante, con el correr del tiempo los dilemas morales que enfrenta, lejos de disminuir, se han incrementado. Luego de trazar un bosquejo de los conceptos morales básicos relacionados con nuestro tema, y contando ya con una idea más exacta de los orígenes y la naturaleza de los bancos, es posible ahora examinar e intentar resolver algunos de estos dilemas. Notas 1. Ver Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Indianapolis, Ind., Liberty Classics, 1776/1981, IV, iii. 2. Ibid. 3. Ver Giuseppi, The Bank of England, p. 8. 4. Esta ratio fue luego fijada por ley en la mayoría de los países. 5. Ver Walter Bagehot, Lombard St.: A Description of the Money Market. Homewood, Ill., Richard D. Irwin, Inc., 1873/1962, p. 38. 6. Esto es aceptado por la mayoría de los sistemas legales. Ver, por ejemplo, Lawson y Rudden, Law of Property, p. 36. 7. Sobre este punto, ver Messner, Social Ethics, p. 869. 8. Ver Lawson y Rudden, Law of Property, p. 36, 70. Algunos préstamos (como el alquiler de una casa) significan que el dueño retiene la titularidad y sólo vende el uso de la cosa. En el caso del dinero, sin embargo, el uso no puede ser separado de la titularidad. Si A le permite a B usar el dinero de A precisamente como dinero, entonces A le está efectivamente transfiriendo la titularidad del dinero a B, precisamente porque al otorgarle el uso del dinero se le está otorgando la cosa llamada dinero. Una excepción sería cuando A le presta su dinero a B para que B exhiba el dinero. Ver Finnis, Aquinas, p. 204. 9. Ver Ludwig von Mises, The Theory of Money and Credit, trad. H.E. Batson. New Haven, Conn., Yale University Press, 1953, p. 262. 10. Ibid, p. 261. 11. Ibid. V BANCA Y SOCIEDAD La importancia de la actividad bancaria desde el punto de vista del bien común excede el campo de lo económico dado que implica la creación y el mantenimiento de un área de relaciones nuevas entre ámbitos diversos, y entre grupos e individuos. La mayoría de los banqueros no se inician en la profesión usando su propio dinero sino cuando invierten y prestan el capital que su banco recibe de otros. Y esta actividad supone elecciones que conllevan la ineludible responsabilidad de atender y cumplir con las exigencias de la justicia y el bien común. Son múltiples, pues, las elecciones que deben enfrentar los bancos. Por razones de claridad analítica, sólo se verán las referidas a las cuestiones que se presentan como más pertinentes. Estas cuestiones, a su vez, han sido divididas en dos grupos. El primero abarca las responsabilidades hacia una gran diversidad de individuos y asociaciones que se suelen incluir en la categoría “sociedad”. Son las cuestiones que en buena medida contemplan las exigencias del bien común, así como las de la justicia general y distributiva. El segundo grupo se refiere básicamente a aquellas responsabilidades que los bancos tienen con los individuos. Se ocupan principalmente, aunque no de manera exclusiva, de las exigencias de la justicia conmutativa. Este capítulo examina la primera categoría de cuestiones; es decir, los temas sociales más amplios a que se enfrentan los bancos. Crecimiento moral, crecimiento económico El recurso más importante con que cuentan los bancos para contribuir al desarrollo humano y el bien común es el estricto cumplimiento de la actividad para la cual fueron creados. Para que haya justicia no es necesario que los bancos se transformen en organizaciones sin fines de lucro. Cuando maximizan la utili-dad del capital y facilitan el uso común de la propiedad privada, los bancos normalmente mejoran las condiciones materiales de vida en una sociedad. Actúan así como intermediarios de la cooperación entre los que tienen capital y los que no lo tienen, dándoles a estos últimos las oportunidades de realizar actividades comercialmente rentables a las que de otra manera no accederían, lo que contribuye en gran medida al bien común. Además de esta genuina colaboración a la dimensión material del bien común, los bancos también inciden de manera singular-mente positiva sobre la dimensión moral del mismo. Al allanar la confianza entre personas que por lo general no se conocen, los bancos ayudan a crear lo que algunos llaman capital social. Una sociedad habituada a confiar no necesita emplear medios coercitivos para enfrentar los problemas que surgen por la desconfianza y los abusos de confianza. Asimismo, cuando un banco ofrece sus servicios, permite que la gente ponga el exceso de sus bienes al servicio de otros. Por último, junto con la inyección de capital que requieren los emprendedores, los bancos les proveen además indirectamente la oportunidad de desarrollar sus virtudes en la práctica de su actividad; entre ellas: la prudencia en asumir riesgos, el coraje para tomar decisiones difíciles, el esmero y la tenacidad. Por supuesto, quienes trabajan en el negocio bancario también tienen allí numerosas oportunidades de buscar y practicar esas mismas virtudes. Estas son, pues, algunas de las maneras en las que los bancos contribuyen proactivamente al bien común de una sociedad determinada. No obstante, su efectividad depende de que los bancos satisfagan ciertas condiciones a favor de la sociedad en general; se trata de requisitos importantes no sólo porque permiten que los bancos abastezcan capital financiero y faciliten capital social, sino porque son exigencias del bien común y la justicia. Una de esas exigencias básicas es el principio de liquidez. Liquidez No resulta exagerado afirmar que el arte de administrar un banco depende del balance diario entre la liquidez y la rentabilidad. Ningún banco que aspire a hacer el bien y evitar el mal puede ignorar los requisitos de liquidez. Cuando digo liquidez, me refiero a que los pasivos de un banco (el dinero recibido en inversiones) deben estar equilibrados con sus activos (crédito de otros bancos, efectivo y cualquier derecho que tenga sobre préstamos actuales), de manera que el banco pueda hacer frente a las obligaciones que surjan en cualquier momento mediante activos disponibles. La liquidez determina concretamente la capacidad de un banco de contribuir prudentemente a la creación de crédito y a la expansión (o detracción) de la oferta de dinero. También es una condición importante para ganar y mantener la confianza de los depositantes y los deudores del banco. Atender a la necesidad de mantener la liquidez significa que un banco no puede hacer préstamos porque sí. La reserva de efectivo de un banco (liquidez) impone límites a su capacidad de prestar dinero. Dicha reserva podría, por ejemplo, ser tan sólo del 5 por ciento de la cantidad total de dinero depositado en un banco, utilizando el resto para préstamos y el pago de intereses sobre los depósitos. Son muchos los factores que intervienen para determinar el nivel apropiado de liquidez de un banco. Algunos son regulares (ej.: los pagos habituales a depositantes y clientes), y otros responden a variaciones en los requerimientos de efectivo por parte de estos grupos y al flujo natural de la actividad económica en diferentes períodos del año. Otro factor fundamental es la confianza del banco (o la falta de ella) en los indicadores económicos generales en determinado momento; es decir, si cree que habrá crecimiento, estancamiento o recesión. En épocas de recesión, los bancos tienden a incrementar su grado de liquidez –alrededor del 10 al 20 por ciento– para protegerse de la mayor probabilidad de deudas incobrables. E inversamente, en épocas de crecimiento económico, los bancos tienden a reducir su grado de liquidez, permitiéndose prestar más capital. Generalmente los bancos ofrecen más dinero en crédito que lo que su capacidad de pago le exigiría si todos los depositantes (o una pequeña parte de sus grandes depositantes) reclamaran imprevistamente su dinero. La solicitud del pago simultáneo de una cantidad extraordinaria de deuda contraída por un banco en forma de depósitos se denomina corrida bancaria. La cuestión, por cierto, es determinar cuánta liquidez debe en justicia mantener un banco. Por lo general sucede que en circunstancias normales un banco sólo debe liquidar una pequeña parte de sus pasivos. Es raro que imprevistamente se le exijan todos sus pasivos. Ello sugiere que los bancos sólo necesitarían guardar reservas suficientes para satisfacer las necesidades arriba señaladas. Pero el sentido de justicia, sin embargo, exige que un banco no dé ningún préstamo que pueda poner en peligro el cumplimiento de sus obligaciones actuales con terceros. Esto incluiría: emitir créditos en blanco, adelantar préstamos sin seguro suficiente (tales como acciones fluctuantes), utilizar préstamos del exterior a corto plazo para hacer préstamos domésticos a largo plazo, invertir de manera imprudente ya sea en empresas o en la bolsa de valores, u otorgar créditos de gran escala para proteger a clientes importantes. En diferentes épocas, los gobiernos han regulado por vía legislativa ciertos mínimos requerimientos de liquidez, que van del 5 al 10 por ciento de los depósitos. En general, se ha alegado que el estado actúa así para proteger el bien común de determinada sociedad, evitando por ley que los bancos pongan en peligro su propia liquidez. El problema es que realmente no hay modo de establecer un nivel ideal de liquidez. Es imposible que un gobierno o las instancias estatales de supervisión bancaria puedan establecer, más allá de los límites de su jurisdicción, en medio de fluctuaciones en tasas de interés, de prosperidad y de recesión, la cantidad exacta que necesita un banco en determinada sociedad para cumplir con sus responsabilidades hacia los depositantes. Una actitud más prudente sería que el banco de manera voluntaria asegurara a inversores y potenciales inversores que sus cuentas públicas proveen información precisa sobre su liquidez. Ello exige una auditoría exacta y minuciosa y la presentación de balances generales regulares con los datos básicos sobre sus activos y pasivos, ganancias, pérdidas y deudas incobrables. También apunta a que los bancos registren las tenencias promedio de dinero en efectivo a lo largo de un período, en lugar de la instantánea de un día, que puede ser sumamente engañosa. Asimismo, tales informes deben distinguir entre los diferentes tipos de depósitos, tales como plazos fijos, de ahorros y a corto plazo. Con esta información la gente está en mejores condiciones de evaluar el nivel de liquidez de un banco y, si estima que ella es insuficiente, tomar las medidas necesarias (tales como retirar su ahorro o su inversión). Estabilidad monetaria y crédito Una segunda responsabilidad de los bancos respecto del bien común se refiere a la estabilidad del dinero. Si hubiera cambios repentinos y excesivos en el valor del dinero, se vería comprometida su capacidad en cuanto indicador confiable del valor de bienes y servicios. Ahora bien, el dinero exige cualidades estáticas y flexibles a la vez. Si el valor del dinero es insuficientemente flexible –esto es, si no responde a los cambios en la oferta y la demanda– su funcionalidad queda dañada. Y si el valor del dinero no es lo suficientemente estable, puede causar un enorme perjuicio al orden social. La inflación sufrida por Alemania en la década del 20, por ejemplo, destruyó los ahorros de la clase media y contribuyó a la radicalización de gran parte de la población hacia el comunismo y el nazismo. La estabilidad en el valor es esencial para la utilidad en el largo plazo y para la salud de cualquier actividad que signifique administrar dinero y crédito. Desde la Gran Depresión, la mayoría de los países ha optado por mantener un banco central: una autoridad pública única y autónoma, responsable de regular la cantidad de dinero que circula en una economía y fijar tasas de interés. Sean cuales fueren los méritos o no de la banca central, lo cierto es que las políticas de crédito de los bancos influyen sobre la estabilidad monetaria. Si bien los bancos no tienen libertad para crear dinero, al prestarlo haciendo caso omiso a las exigencias de liquidez, pueden influir en la cantidad de dinero disponible para inversiones o gastos. El crédito otorgado por un banco tiene un efecto multiplicador sobre los recursos que la gente y las instituciones han colocado en él. El crédito puede consistir de: 1. Un préstamo con un poder de compra acumulado equivalente a una cantidad de bienes en la economía (ej.: el valor de la propia casa) 2. Un préstamo con poder de compra creado asumiendo que se obtendrá una producción de bienes equivalente al valor del préstamo a través del aumento de productividad. El crédito permite que se desarrollen negocios, se incremente la capacidad de producir riqueza, mejore el estándar de vida y se satisfagan nuevas demandas. Pero un aumento del crédito que no esté acompañado de un aumento de productividad se traduce en inflación. Para mantener la estabilidad monetaria, hay dos maneras de controlar la cantidad de crédito disponible (además de la banca central). La primera podría considerarse una forma de control social. Es el precio que se cobra por el uso del capital (ej.: tasas de interés). Sólo deberían obtener crédito aquellos que tienen una posibilidad razonable de pagar el monto del capital y el precio de su uso. De esta manera, el mercado, en la forma de tasas de interés, ejerce algún tipo de control sobre el uso del crédito. En las condiciones actuales es razonable asumir que las tasas de interés del mercado son justas. Al respecto, Germain Grisez señala: Debido al cambio en la naturaleza del dinero, toda economía moderna incluye mercados monetarios de gran alcance. De allí que la información y las necesidades de la mayoría de los prestamistas y los prestatarios no difieran mucho, y por lo tanto sea razonable asumir que las tasas de interés del mercado reflejan motivos legítimos para buscar y aceptar el pago de intereses. Ello ocurre a pesar de que las injusticias estructurales probablemente influyan en las tasas de interés, dado que los efectos de tales injusticias son imposibles de evaluar y bien podrían compensarse mutuamente . 1 Las tasas de interés del mercado reflejan factores tales como el nivel de ahorro doméstico, la cantidad de capital nuevo que se crea, la política fiscal de los gobiernos, la estructura de los ingresos y el deseo de la gente de asumir riesgos. También reflejan los costos en los que incurren quienes prestan capital. Aquí se incluyen los costos básicos del banco (tierra, máquinas, bóvedas, etc.), de capital (el pago de intereses sobre el capital recibido de depositantes y accionistas), de riesgo (la necesidad de reservas que compensen deudas incobrables) y de liquidez (la necesidad de mantener la suficiente cantidad de reservas para satisfacer la demanda de efectivo). La segunda forma de manejar la oferta de crédito puede llamarse control privado del crédito ejercido por los bancos. Normalmente el prestamista de un crédito (los bancos) no deja que sea su destinatario quien evalúe si será capaz de pagar el préstamo más el interés. Es habitual que requiera alguna garantía para la inversión en forma de propiedades y otros valores. Si el deudor no puede pagar el préstamo, el acreedor a menudo se adueña de las garantías. Este control privado se complica por el hecho de que diferentes formas de crédito a menudo sirven a diferentes fines. Por ejemplo, el crédito a largo plazo se otorga para proyectos de largo plazo. En estos casos, el pago se concretará sólo cuando el capital invertido comience a producir rendimientos que superen los gastos actuales del proyecto. Consecuentemente existe el crédito a corto plazo que permite a las empresas cubrir, por ejemplo, sus gastos corrientes. Dada la expansión del crédito y de los mecanismos para otorgarlo, los bancos deberían dedicar bastante tiempo a explicar tanto a depositantes como a deudores los conceptos de riesgo crediticio, riesgo de mercado, análisis de escenarios, el valor de riesgo, e incluso (si fuera el caso) el riesgo país. Muchos de estos recursos de administración de riesgos involucran promesas a terceros, y a veces a más grupos de personas, de pago, entrega o intercambio de algún tipo de valor o garantía en el futuro. Tal vez un banco preste el 90 por ciento de un depósito. Pero si este préstamo se efectúa a otro banco, que a su vez presta el 90 por ciento de su depósito a otro banco, un único depósito puede ser la base de un amplio abanico de créditos. Cuando un banco evalúa con sentido de justicia si debe otorgar o no un crédito, tiene ante sus depositantes la responsabilidad de considerar factores tales como el tiempo que reportará el préstamo, el grado de riesgo y la productividad potencial. Este último elemento es especialmente relevante para el bien común. Como observa Messner, “los límites de la expansión del proceso económico mediante la política de créditos están delimitados por el aumento concreto de productividad realizable. Una política crediticia que intente superar este límite puede traer aparejada una aparente prosperidad, pero también una expansión de demanda que no esté acompañada por un aumento en la oferta de bienes que pueda ser asimilada. La resultante es una inflación de precios, seguida de inflación de salarios, seguida de más inflación de precios”2. Especulación financiera Otra área –la tercera en nuestro recorrido– en la que los bancos tienen responsabilidades respecto del bien común es la de la especulación. Ello se aplica no sólo a inversiones especulativas, sino también a la compra y venta de moneda. La palabra especulación tiende a estar cargada de connotaciones negativas. Sin embargo, la justicia de diversas decisiones a menudo llamadas especulativas depende del significado que se le dé a la palabra especulación. Así, por ejemplo, hay una gran diferencia entre la especulación que implica apostar insensatamente todos los bienes en el juego, y la especulación que comporta tomar decisiones prudentes sobre lo que uno compra y vende a la luz de lo que razonablemente supone que sucederá. Toda actividad económica conlleva un elemento de especulación. Ello se origina en la necesidad habitual de tomar decisiones sobre la base del paso del tiempo en un contexto de permanente cambio económico y la toma de riesgos calculados con un conocimiento imperfecto del futuro. Las operaciones a plazo –para utilizar una expresión común que describe la especulación financiera– apuntan a aprovechar los movimientos de precio anticipados que permiten comprar barato para vender caro. Ello puede significar adelantar la compra o venta de valores o bienes a un precio fijo, con la expectativa de que, mientras tanto, los precios caigan (transacción bajista) o suban (transacción alcista)3. En sí mismas las operaciones especulativas no involucran ningún acto de injusticia. Mucha gente vende lo que aún no tiene pero presumiblemente puede obtener y vender. Los mercados de futuros, aunque un fenómeno relativamente nuevo basado en operar con los precios futuros de los bienes, son simplemente su más reciente manifestación. También hay grados mayores o menores de especulación. Existe un ingrediente especulativo, por ejemplo, cuando un banco otorga un crédito a un negocio pequeño. Pero hay un riesgo mayor cuando un banco elige especular con la cotización futura de tenencias. Un banco que compra tenencias tiene que pensar no sólo en el eventual rendimiento de su inversión, sino también en las probables tendencias del mercado de capitales. Entonces, ¿cuándo hay especulación justa por parte de los bancos? Messner enumera las siguientes características como esenciales: 1. Conocimiento profundo de la situación del mercado; 2. Estudio adecuado de las influencias sobre el desarrollo posible de la oferta y la demanda; 3. Esfuerzo metódico por discernir probables tendencias; 4. Prudente participación en inversiones que no pongan innecesariamente en peligro la capacidad del especulador de cumplir con los pasivos de negocios existentes, a pesar del factor de incertidumbre4. Cada una de estas premisas expresa un compromiso de evitar poner en riesgo innecesario las obligaciones que un banco ya tiene asumidas con otros. Los bancos han mejorado su capacidad de evitar riesgos indebidos basando la actividad especulativa en sofisticados modelos de investigación y pronóstico. No obstante, algunas veces el comportamiento de los mercados financieros desafía el mejor análisis. Pero esto puede suceder en cualquier dimensión de la vida económica. La misma preocupación por el bien común incluiría, por ejemplo, entre las formas injustas de especulación a las siguientes: difundir falsos rumores sobre cambios en la oferta y la demanda, o en las tasas de cambio o en las de interés; manifestar optimismo o pesimismo excesivo respecto de la economía en círculos oficiosos; o circular información falsa sobre las políticas económicas del gobierno. Un banco se estaría comportando de manera desleal si intentara aumentar sus ganancias comprando a bajo precio, haciendo correr rumores que inflen el precio, enriqueciéndose con los aumentos de precio, y retirándose antes de que se manifieste la evidente disparidad entre el precio y el valor real del bien, a menudo dejando a quienes siguen al especulador con títulos sobrevaluados. Una crítica más frecuente respecto de la especulación de los bancos es que viola el principio del destino universal de los bienes comunes cuando desvían sus fondos de la economía “real”5 A veces está crítica significa hacer una diferencia entre bienes materiales más reales (como las tierras) y productos financieros más intangibles. No obstante, el valor económico de un objeto –ya sea un lote de tierra o un fondo administrado– no está determinado por su materialidad, sino por la necesidad humana y la decisión humana. Puede ser que un lote de tierra, aunque sea físicamente más real, tenga menor valor financiero que un derivado de ella. Tampoco existe evidencia de que la inversión de un banco en diferentes formas de especulación financiera reduzca de alguna manera la cantidad de capital disponible para otras formas de inversión. Entre 1986 y 1989 la inversión en negocios y empresas en la mayoría de los países industrializados se expandió efectivamente en la misma época en que los mercados financieros alcanzaban mayor popularidad. Por eso es difícil asegurar que la especulación de un banco en productos financieros reducirá de algún modo la inversión en otras áreas6. Otra crítica a la especulación es que los especuladores son indiferentes a las responsabilidades inherentes a los activos que están empleando, en especial si pertenecen a otro. Pero tampoco aquí hay una relación necesaria. Un banco que asigna algunos de sus activos a la especulación puede hacerlo precisamente porque quiere maximizar o proteger las inversiones de sus clientes, y cree que, basado en un cálculo prudente de sus responsabilidades y oportunidades, algún tipo de actividad especulativa es una parte necesaria de su estrategia para lograr este objetivo. La obligación de que toda actividad especulativa sea equitativa supone que los bancos no deben considerar el comportamiento de otros especuladores como el único indicador de lo que puede ser un riesgo especulativo razonable. Por ejemplo: las señales del mercado son cruciales para decidir si hay que especular con la moneda; pero especialmente en tiempo de crisis financieras, se da un tipo de comportamiento grupal trastornado como consecuencia de seguir ciegamente las señales del mercado. Algunas veces esta circunstancia puede hacer que los bancos no adviertan la gran cantidad de incentivos que tal vez existan para no tocar la inversión o el préstamo7. Teniendo en cuenta las obligaciones que en justicia tienen con infinidad de personas e instituciones, los bancos deberían ser muy escrupulosos respecto de seguir sin más a otros en la especulación financiera. La tendencia a copiarse de los demás no sólo es un tipo de especulación mal informada, y por esto injusta; también puede estar basada en última instancia en la desinformación. La tentación de copiarse es estimulada por la asociación que se presume entre especulación y ganancias rápidas. A menudo se considera la rapidez con la que se obtienen estas ganancias como inherentemente injusta. Es cierto que el aumento repentino de riquezas puede darse más rápidamente a través del mercado financiero que, por ejemplo, a través del crecimiento constante de los valores de la propiedad; pero la velocidad en la creación de riqueza no necesariamente la vuelve injusta. Como fue señalado, los criterios de justicia distributiva incluyen un análisis prudente del papel y las responsabilidades asumidas por diferentes individuos y sus diferentes necesidades, la deserción y la colaboración, y el grado en que algunos han asumido riesgos previsibles y aceptables, mientras que otros no lo han hecho. Ninguno de estos factores indica que una ganancia rápida a través de la especulación sea de alguna manera injusta. De hecho, algunas veces indican lo opuesto. La especulación monetaria a menudo significa que se está dispuesto a asumir un riesgo mayor que, por ejemplo, en la inversión de propiedades. El retorno tal vez sea mayor y más rápido, pero cualquier pérdida será también igualmente rápida y más severa que una pérdida en la inversión de propiedades. Responsabilidad social Si bien hace tiempo que los bancos son criticados por especular, un fenómeno reciente es llamarlos a invertir de manera socialmente responsable como expresión de su compromiso con una sociedad justa. No es casual que estos términos hayan acompañado la expansión de los llamados fondos de inversión socialmente responsables o éticos. Estos fondos –aseguran sus partidarios– posibilitan que individuos y empresas inviertan en emprendimientos éticos; es decir, en negocios que evitan ciertos tipos de actividades y promueven rigurosamente otros. Estos grupos apelan a los bancos para que presten capital sólo a organizaciones que sean consideradas socialmente responsables. La lista de inquietudes promovida por la mayoría de los fondos de inversión éticos es extensa pero no precisamente coherente. Por ejemplo, los fondos se abstienen por lo general de invertir en negocios directamente (y algunas veces indirectamente) relacionados con armas, tabaco, juegos de azar, pornografía, testeo de productos con experimentación animal, prácticas inhumanas en granjas, minería y países con regímenes opresores. Los mismos fondos también intentan a menudo evitar la inversión en corporaciones que no tienen programas de acción afirmativa. Esto plantea algunos problemas. Por ejemplo, ¿a qué se llama participación inconveniente de la comunidad? ¿Es malo en sí mismo fabricar armas? Como sabemos, las armas pueden ser usadas para defender a víctimas de la agresión militar. La lista estándar de preocupaciones de inversión ética también sugiere que muchos de estos criterios socialmente responsables están más vinculados a causas que están de moda que a objetivas exigencias de justicia. Excluyendo la pornografía, la lista refleja poco interés en cuestiones de moralidad sexual. Los fondos de inversión éticos rara vez atienden a quienes creen que el aborto es incorrecto. El alto grado de favoritismo moral que se manifiesta en estas organizaciones coincide con la preferencia política. En la década del 80, por ejemplo, los fondos de inversión éticos invariablemente señalaban a Sudáfrica como un país que se debía evitar y no se pronunciaban por otros estados con regímenes casi tan abusivos (ej.: Cuba, Nicaragua, Alemania del Este, Irak, Zaire, Zimbabwe, Etiopía y Vietnam). Muchos de los criterios de inversión ética tienen además un alcance absurdamente estrecho. Poca gente aprobaría la discriminación racial. Pero no es necesario ser racista para objetar los programas de acción afirmativa. De hecho, muchos dirían que las políticas de acción afirmativa en realidad violan los principios de justicia8. Aún más dudoso resulta uno de los criterios de evaluación moral de algunos grupos de inversión ética respecto de los ban-cos: consiste en la divulgación de información por parte de los bancos a estos mismos grupos. Por cierto, hay muchas buenas razones morales por las cuales un banco puede elegir no divulgar información; por ejemplo, una obligación preexistente de confidencialidad. Además, pueden considerar que las preguntas de los formularios de divulgación están mal formuladas, que los supuestos subyacentes carecen de fundamento, o que las categorías éticas elegidas están más relacionadas con temas de moda que con la ética. Tal vez ni siquiera sea atinado responder el cuestionario. Sean cuales fueren las circunstancias, caratular a un banco de poco ético porque se niega a completar un formulario no exigible es poco razonable. Los bancos que deciden invertir en fondos socialmente responsables o prestar capital sólo a organizaciones consideradas éticamente responsables deben saber que ello no garantiza que estén actuando según un sentido de justicia. Muchos de esos proyectos de inversión éticos promueven una idea un tanto primaria, a veces inadecuada, y a menudo errónea de la justicia y el bien común. Naturalmente, si la gente quiere promover una causa en particular alentando a los bancos a invertir o a prestarles capital de esa determinada manera, es poco lo que se puede hacer para evitarlo; salvo protestar contra la apropiación de las palabras justo o ético. Por lo tanto, ¿cuáles son las exigencias de justicia que deben orientar las opciones de inversión de un banco? Desde luego, una alternativa de inversión justa por parte de un banco debe promover el destino universal de los bienes materiales. El sentido de justicia también requiere que los bancos busquen obtener suficientes ganancias que a su vez les permitan cumplir con las obligaciones financieras que tienen con los depositantes, los inversores y sus dueños. No obstante, ese mismo sentido de justicia también les exige evitar el daño al decidir una inversión o un préstamo de capital. Dada la multiplicación de fusiones, compras de empresas y conglomerados en la economía moderna, aumenta cada vez más la probabilidad de que los bancos inviertan en –o le anticipen un crédito a– empresas cuyas políticas o productos hacen que la tenencia de sus acciones sea lo que se da en llamar una inversión mixta. La mayoría de las empresas puede estar asociada de alguna manera –por remota que sea– con actividades o políticas que están en conflicto con el sentido de justicia. Ciertamente los bancos no pueden ser considerados responsables de las decisiones y acciones de sus clientes. Pero sí deben considerar de qué manera sus préstamos o inversiones cooperan con, o facilitan, cualquier decisión moralmente equivocada de sus clientes. Por ello los bancos deben evaluar la probabilidad de que su préstamo o inversión pueda cooperar formal o materialmente con algo malo. La cooperación formal en una mala acción de otro siempre es un error. Esto ocurre cuando la persona que coopera tiene la intención de ayudar al otro a cometer el error. Todo el que dirija, estimule, apruebe, ordene, o defienda activamente el acto injusto de otro está cooperando formalmente en ese acto injusto. En cambio, la cooperación material significa hacer posible que otra persona cometa un acto injusto sin tener la intención de dañar. En otras palabras, cuando alguien no tiene la intención de dañar, pero simplemente prevé una conexión entre lo que hace y el acto erróneo, tiene alguna responsabilidad por las malas acciones de la otra persona y debe considerar si se justifica su conducta. Aunque esta distinción entre lo formal y lo material puede parecer complicada, ayuda a que los bancos adviertan cuál es la decisión moral correcta cuando se enfrentan ante diferentes inversiones. La cooperación formal se daría, por ejemplo, si un banco tiene la intención de que su préstamo de capital facilite el desarrollo de una empresa que se vale de mano de obra esclava. Esta cooperación es inmoral, aunque no sea el banco el que de manera directa esté forzando a alguien a trabajar sin percibir un salario. Por otro lado, la cooperación material puede ser aceptable algunas veces, pero sólo en circunstancias limitadas. Pues si la colaboración es estrecha, puede ser objetable. Tal sería el caso de un banco cuyos accionistas se abstienen de votar regularmente en las reuniones societarias, dejando que los directores de la compañía mantengan una política de pago de sobornos a funcionarios corruptos del gobierno de un país en vías de desarrollo. La situación descrita transmitiría la fuerte impresión de que los accionistas del banco están de acuerdo o no tendrían un fuerte desacuerdo con el mal que se está cometiendo, dando lugar así al escándalo. Otros tipos de cooperación material podrían ser menos transgresores. Por ejemplo: un banco coloca dinero en una sociedad de inversiones que, a su vez, invierte una pequeña cantidad de sus recursos en una compañía que, a su vez, posee una subsidiaria que produce pornografía. La cooperación, como en este caso, puede ser tan remota que no llega a considerarse problemática. Pero un banco también podría descartar esa inversión argumentando que con su negativa ofrece un testimonio concreto contra la actividad de la subsidiaria. Entonces, ¿cómo puede un banco determinar si se justifica o no la cooperación en casos como éstos? En términos simples, necesita poner en la balanza las razones para cooperar y las razones para no cooperar. Negarse a cooperar podría, por ejemplo, tener el perverso resultado de debilitar la oposición interna a los esfuerzos de quienes quieren donar fondos corporativos a una serie de causas injustas. Por otro lado, cooperar materialmente –aunque sea de manera remota– en manejos inmorales de una compañía puede llevar a la desintegración misma de la institución. El banco puede volverse menos sensible al efecto ruinoso de tales manejos; puede incluso mostrarse dispuesto a cooperar más estrechamente, tal vez de manera formal. La cooperación del banco, reflejo de su tácita aprobación, también puede tentar a otros que tal vez perciban en esa actitud que el error no es tan grave. Cuanto más evidente es el riesgo de corrupción del banco, dando a los demás la impresión de que no tiene objeciones graves para incurrir en políticas o actividades corruptas, más se refuerza la razón para abstenerse de invertir en organizaciones que llevan a cabo tales actividades. A veces los bancos pueden evitar cooperar de manera relativamente fácil al orientar sus préstamos y créditos a empresas que llevan a cabo proyectos que no violan la justicia. Si se puede hacer el mismo bien invirtiendo en la Compañía A, que no coopera con el mal, que en la Compañía B, que sí lo hace, hay entonces una razón convincente para invertir en la Compañía A. Evidentemente, es importante reflexionar sobre las sutilezas de la cooperación formal versus la cooperación material con el mal cuando se encaran decisiones de inversión. Pero también se deben considerar otros dos aspectos: primero, la responsabilidad está limitada por la capacidad de conocer alternativas posibles; y luego, por la aptitud de elegir razonablemente entre ambas. Este punto es especialmente pertinente a los bancos, ya que es imposible que conozcan todo respecto de todas las inversiones potenciales en economías mundiales de rápida globalización. Pero las limitaciones de conocimiento que pueda tener un banco no deberían avanzar sobre el segundo aspecto, dado que la responsabilidad moral proviene en última instancia de cómo los directores y funcionarios de un banco eligen y aceptan inversiones de manera formal. Cuando un préstamo de inversión de un banco ayuda a que otros violen la justicia, pesa sobre la entidad cierta responsabilidad moral por las acciones injustas. Bancos, deudas y estados nación El último aspecto que consideramos aquí acerca de las responsabilidades del banco respecto del bien común de la sociedad es el tema de las deudas que tienen los gobiernos de las naciones en vías de desarrollo. Por motivos de claridad, el foco está puesto en los bancos privados más que en instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Luego del período de descolonización que siguió a la Segunda Guerra Mundial, muchos bancos prestaron sumas considerablesde dinero a gobiernos tiránicos y altamente corruptos en África, Asia y América Latina. Por su misma naturaleza, tanto la tiranía como la corrupción constituyen graves violaciones a la justicia. No cabe duda de que los bancos son culpables por el hecho de que prestar capital u otorgar un crédito a tales regímenes significaba una colaboración formal con esas injusticias o una cooperación material injustificada9. Todo banco que desee desarrollar su actividad con un sentido de justicia debe examinar el grado de complicidad registrado en lo que se dio en llamar la deuda odiosa. Esta expresión es usada para describir el otorgamiento de crédito a un gobierno que, al ser evaluado en el momento del préstamo, no manifestó ningún interés en invertir el capital para promover el bien común de la nación, y hasta es posible que estuviera pensando en utilizarlo con fines corruptos. En el pasado, muchos casos saltaron a la luz y fueron objeto de decisiones judiciales. Por ejemplo, el del dictador costarricense Federico Tinoco, quien en 1919 partió al exilio luego de recibir un préstamo del Royal Bank of Canada (RBC) que empleó –con conocimiento del banco– para su uso personal. En 1923 el presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos sostuvo en su laudo que el RBC había perpetrado una injusticia, incluso porque el préstamo había ayudado y alentado el acto corrupto de un funcionario público. Una manera de prevenir tales problemas es que los bancos que otorgan un crédito a los gobiernos especifiquen en el contrato que el préstamo no puede ser empleado para el enriquecimiento personal y que la responsabilidad por cualquier monto del préstamo desviado a causas corruptas recaerá sobre el individuo en cuestión. Ello tal vez disuada a funcionarios potencialmente corruptos que pretendan eximirse ateniéndose al principio de que la deuda en que incurre el estado se transfiere de un gobierno a otro. La situación se complica aun más cuando regímenes que negocian la deuda odiosa original son sucedidos por gobiernos legítimos. Surge, entonces, la pregunta: ¿se debe trasladar la respon sabilidad de deudas odiosas pasadas a los sucesores legítimos de regímenes tiránicos y corruptos? En el derecho internacional, el principio que gobierna tales situaciones indica que en tanto expresión de la soberanía nacional, el estado es responsable por esa deuda, y esta responsabilidad pasa de un gobierno a otro. En general, hay buenos motivos para continuar respetando este principio. En primer lugar, violarlo podría sentar un precedente permitiendo a los gobiernos repudiar deudas de anteriores gobiernos simplemente porque no estaban de acuerdo con el préstamo. En segundo lugar, repudiar el préstamo perjudica el bien común de la nación al minar su solvencia de crédito internacional y, con ello, su acceso a capital extranjero. La deuda odiosa no es el mismo tipo de deuda que muchos países en desarrollo han acumulado con inversiones mal manejadas o políticas económicas fracasadas. En estos casos, cabe preguntarse si la justicia exige que los bancos perdonen esa deuda. Después de todo, no es responsabilidad de los bancos manejar las empresas o los programas a los cuales proveyeron de capital. Ciertamente, tal vez haya otras consideraciones que lleven al banco a decidir perdonar la deuda (aunque una acción de esta naturaleza puede perjudicar la solvencia crediticia de una nación en vías de desarrollo). Pero las políticas erradas o la mala administración no son en sí motivos para eximirlos. En el pasado, muchos bancos buscaron protegerse contra la falta de pagos de los gobiernos contratando seguros eficaces. Esto en sí mismo es una forma prudente y legítima de proteger a los depositantes contra los préstamos incobrables. Sin embargo, la expresión “peligro moral” se emplea para describir las situaciones en las que la provisión de un seguro contra la posibilidad de un préstamo incobrable es el fundamento de la decisión que toma el banco para otorgar un préstamo, a pesar de conocer los riesgos que de otra manera lo hubieran disuadido de hacerlo. Un ejemplo sería el caso de un banco que presta dinero al gobierno de un país en vías de desarrollo sabiendo perfectamente que ese país caerá en default pero juzga que la provisión de seguro por parte del FMI es incentivo suficiente para otorgar el préstamo. Tales acciones pueden ser legales, pero su justicia es dudosa. Involucran la decisión de otorgar un préstamo a un individuo o un grupo con pocas posibilidades de restituirlo. Aunque el gobierno de la nación en vías de desarrollo haya asumido libremente la responsabilidad de cumplir las condiciones del préstamo, el banco se comporta de manera injusta al ofrecer al gobierno un préstamo que éste no tiene la posibilidad razonable de devolver. Conclusión Las cuestiones consideradas en este capítulo –liquidez, estabilidad monetaria, provisión de crédito, especulación, responsabilidad social, deuda odiosa– conciernen en gran medida al bien común. También hemos visto de qué manera estas cuestiones están sujetas a las exigencias de la justicia, tanto distributiva como conmutativa. Muchas, empero, suscitan interrogantes relativos a lo que constituye una relación justa entre los bancos y sus clientes individuales. Por ejemplo: ¿debe un banco desistir de su obligación de mantener la confidencialidad con sus clientes y dejar que los investigadores penales revisen los bienes depositados en sus bóvedas por algún funcionario corrupto? El siguiente capítulo se ocupa más explícitamente de éstas y otras responsabilidades respecto de la justicia. Notas 1. Ver Grisez, Living a Christian Life, p, 834. Ver también Finnis, Aquinas, pp. 207-10. 2. Ver Messner, Social Ethics. 3. Ibid, p. 879. 4. Ibid, p. 876. 5. Ver de Salins y Villeroy de Galhau, Modern Development of Financial Activities, p. 20. 6. Ibid., 25. 7. Ver Yilmaz Akyüz y Andrew Cornford, “Repaying Debt in the Wake of an International Financial Crisis”, Finance & bien commun, supl. N°. 2 (mayo de 2002), p. 102. 8. Ver Terry Eastland, Ending Affirmative Action: The case for Colorblind Jutice. New York, Basic Books, 1996; Germain Grisez, Difficult Moral Questions: The Way of the Lord Jesus 3. Quincy, Ill., Franciscan Press, 1997, p. 497. 9. Los peores transgresores en este sentido no han sido los bancos comerciales, sino más bien las organizaciones internacionales como el FMI y el Banco Mundial. Sus registros con figuras que van desde Ferdinando Marcos en Filipinas, el general Sani Abacha en Nigeria, el gobierno de Mohammed Suharto en Indonesia, el régimen de Mobutu Sese Seko en Zaire, hasta Robert Mugabe en Zimbabwe no son un orgullo, especialmente porque era sabido que tales préstamos estaban dirigidos a financiar el estilo de vida de estos individuos. VI BANCOS Y CLIENTES Aunque la actividad bancaria tiene un impacto directo sobre aspectos significativos del bien común, la mayoría de la gente entra en contacto con un banco cuando necesita tomar alguna decisión financiera importante sobre cuestiones tales como el ahorro, la deuda, el crédito, la inversión, la vivienda y la educación. Estas decisiones implican la creación de relaciones directas entre el cliente y el banco, y establecen obligaciones mutuas libremente contraídas por parte del individuo (o empresa) y el banco. Algunas de estas obligaciones fueron señaladas en el capítulo anterior. En esta sección el foco estará puesto en tres áreas donde la relación cliente-banco atañe a cuestiones importantes de justicia. Ellas son: la decisión de un banco de prestar dinero, la insolvencia y el grado de confidencialidad que la entidad está obligada a guardar respecto de sus clientes. ¿Prestar o no prestar? La discusión acerca del surgimiento de fenómenos de responsabilidad social o inversión ética revela de qué manera los bancos pueden cooperar formal o materialmente con actos injustos de aquellos a quienes les otorgan un crédito. Pero incluso antes de estas consideraciones, los bancos enfrentan varias tentaciones a la hora de decidir el otorgamiento de un préstamo. La primera es la resistencia a asumir riesgos, limitando las posibilidades de que circule el capital y lesionando así la realización del principio del uso común. Una segunda tentación es la laxitud en la que cae el banco al dejar de cumplir con las más básicas obligaciones hacia los depositantes e inversores cuando decide otorgar un préstamo. En sentido amplio, todo acto de préstamo justo requiere que el banco especifique las condiciones del crédito. Éstas pueden incluir límites determinados al uso del préstamo o un acuerdo por parte del deudor de no incrementar sustancialmente los riesgos sin consultar al banco. En especial resulta importante el acuerdo de reembolso de la deuda que debe cumplirse según lo acordado, salvo que se solicite y se acepte una extensión del plazo1. Una vez realizado el préstamo, los bancos deben permitir que el deudor ejerza la responsabilidad que necesita si se pretende que devuelva el préstamo más el interés. Pero aun antes de esta instancia, cualquier préstamo de dinero requiere de los bancos (y de los prestatarios) un cuidadoso análisis de las probabilidades razonables de devolución del préstamo así como la posibilidad de default. Cualquier transacción de crédito privada debe estar basada en un análisis razonable y transparente del retorno potencial versus el riesgo potencial que acompaña a determinadas opciones de inversión. Aquí la palabra clave es razonable, porque siempre hay límites para la previsión humana del futuro. Sin embargo, las obligaciones de un banco con sus clientes y depositantes hacen que sea una exigencia de justicia realizar un perspicaz análisis del potencial prestatario como riesgo crediticio; es decir: el riesgo de que el deudor no pueda cumplir con sus obligaciones financieras. En esta eventualidad, un banco normalmente incurrirá en una pérdida equivalente al monto prestado, menos lo que haya recuperado como resultado de la ejecución, liquidación o reestructuración de la deuda en cuestión. En algunos lugares, los bancos deben hacer frente a sanciones legales por conceder un préstamo que no guarde relación con la posibilidad del individuo o compañía de devolverlo. En Francia, por ejemplo, los tribunales pueden imponer sanciones a quienes han hecho préstamos que puedan perjudicar a los deudo res. Hasta se prevén penalidades específicas que se aplican a los bancos cuando se estima que no asesoraron de manera adecuada a los clientes en situación desesperada. Asimismo, los bancos no pueden otorgar lo que se da en llamar crédito dañino. Y tampoco pueden otorgar un crédito cuando la capacidad de reembolso es considerada extremadamente incierta (Código Civil francés, art. 1382). El problema con este tipo de normas es que a menudo al banco le resulta muy difícil juzgar si un cliente se encuentra en esa situación. Estas leyes tienden a suponer que los clientes han sido totalmente francos respecto de sus asuntos financieros. Sería por cierto injusto que una empresa contrajera una deuda con un banco para llevar a cabo emprendimientos financieros que exceden sus recursos. En realidad es el prestatario quien debe evaluar las probabilidades que tiene de devolver la deuda, aunque más no sea para evitar que la responsabilidad de su default recaiga sobre otros. La mayor responsabilidad para asumir riesgos y cargas recae en el deudor y no en el banco. En general son los deudores quienes tienen un conocimiento más preciso del alcance de los riesgos que están asumiendo. Además, generalmente están en mejor posición para anticipar potenciales problemas que el banco es menos probable que conozca (ej.: de la industria de tubos). Así las cosas, un fracaso en la empresa, en la gran mayoría de casos, no libera a un individuo de su deuda con el banco. Un banco puede estar en condiciones de sobrellevar las pérdidas causadas por las dificultades financieras de un deudor mucho mejor que su deudor. Pero no hay una razón lógica para que el banco le otorgue automáticamente más crédito. Las condiciones del contrato de préstamo original siguen vigentes. Pero un banco puede elegir con justicia otorgar financiamiento en esas circunstancias, siempre que modifique adecuadamente las tasas de interés a fin de salvaguardar las inversiones de sus accionistas y depositantes. Otra obligación de justicia que tienen los bancos hacia los potenciales deudores es la honestidad respecto de los costos de los préstamos. Es frecuente, por ejemplo, que los bancos promocionen tarjetas de crédito con bajos pagos de interés mensuales, cuando en realidad, la tasa de interés real es muy alta2. Esta exigencia de ser franco con los clientes también requiere que los bancos conozcan todas las circunstancias relevantes de la persona que está pidiendo el préstamo. Deberían insistir en que los prestatarios potenciales respondan con honestidad y que espontáneamente aporten toda la información necesaria. Ésta puede incluir: saber lo que desea lograr el deudor con el préstamo, identificar cualquier riesgo inusual, señalar alguna circunstancia especial que afecte el emprendimiento en cuestión, y precisar cómo tiene pensado devolver el préstamo. En relación con esto, los bancos deberían resistir las presiones emocionales a que pueden recurrir los clientes a fin de conocer cabalmente las circunstancias del préstamo. No corresponde ejercer presión emocional sobre el funcionario del banco3. Pero sucumbir a esa presión es fracasar como banquero responsable. Los bancos también deberían evitar la manipulación de potenciales clientes cuando están negociando los préstamos. Ello implica no sólo evitar la mentira y el engaño, sino abstenerse de dar razones emocionales en lugar de argumentos sensatos para convencer a alguien de que tome un préstamo mayor. Esto no significa que los bancos no deban centrarse en las características positivas del préstamo, incluso en comparación con préstamos de otros bancos. Ni que estén obligados a entrar en detalle sobre los inconvenientes del préstamo, siempre que no los oculten y los reflejen en la tasa de interés4. Frente a la posibilidad de perder una cantidad importante de préstamos justos y prudentes, los bancos pueden en justicia bus-car provisiones por pérdida de préstamos para protegerse a sí mismos y a sus inversores contra graves pérdidas o un colapso. Por lo general, tales provisiones van escalonando los efectos de las pérdidas a lo largo de varios años, para que el banco conserve su liquidez y cumpla con las responsabilidades que tiene con sus dueños, inversores, y depositantes. Pero los bancos no deberían poner demasiado énfasis en este factor cuando están considerando si deben o no hacer un préstamo. Habituarse a ello tiende a dar como resultado más préstamos incobrables. Y además los pone peligrosamente cerca de caer en el peligro moral señalado como injusto en el capítulo anterior. Insolvencia Incluso en tiempos de prosperidad económica, un porcentaje significativo de negocios puede fracasar y una cantidad de individuos declararse insolvente. Invariablemente los bancos se destacan como los principales acreedores de ese porcentaje de insolventes. Por ello conviene que sepan cómo se puede abordar la insolvencia de manera justa, para proteger asimismo los intereses de sus dueños y depositantes. El hecho de que una persona pueda ser declarada insolvente no debería ser motivo de alarma. El sentido mismo de la quiebra legal es asegurar que se haga justicia con todos los afectados por la insolvencia, incluyendo a la persona u organización insolvente. Un banco normalmente sólo debería limitarse a aplicar las provisiones de su acuerdo con un deudor cuando el cliente no cumple sus obligaciones. Ello significa que un banco puede elegir con justicia aplicar las provisiones de cualquier contrato aceptado libremente por los participantes (bancos y deudores). Efectivamente, en muchas jurisdicciones, el banco tiene potestad para hacer cumplir el contrato apenas vencido el plazo (la fecha de un pago acordado o cualquier otra fecha acordada) de cualquiera de las obligaciones del deudor estipuladas en el contrato. Las mismas jurisdicciones también admiten un aplazamiento de tres meses para que el banco pueda hacer cumplir las obligaciones del deudor. Ello le da tiempo al deudor a saldar la deuda, aunque signifique pedir dinero prestado a otro5. Por supuesto, no existe el contrato perfecto ya que es imposible que alguien conozca todas las circunstancias futuras que influirán en la transacción. Sin embargo, los contratos sí presumen que la gente se sentirá moralmente obligada a cumplir con sus compromisos. Mediante los contratos una persona se erige en autora de determinadas obligaciones y autolimita su capacidad de actuar a su antojo. Los contratos también suponen la práctica de realizar promesas en las cuales hay una decisión deliberada de comprometerse a determinadas acciones. De hecho, los contratos carecen de fuerza legal sin esos compromisos previos. Por ello movilizan el deseo de una persona de ser sincera y de actuar según las promesas y compromisos razonables que haya pactado. A la luz de estos hechos, es lógico que los bancos pretendan que la gente pague sus deudas. Sin embargo, puede haber excepciones y algunas han sido reconocidas legalmente bajo la doctrina de circunstancias excepcionales e imprevistas6. Como observa James Gordley, ésta fue formulada por primera vez en el Decretum de Graciano. San Agustín, tomando ese argumento, afirma que nadie debe cumplir la promesa de devolver un arma a su dueño si ese dueño se ha vuelto loco. Y Santo Tomás reflexiona sobre esa idea en su análisis de la equidad. Siguiendo a Aristóteles, expresa que si bien las leyes son formuladas para alcanzar ciertos fines, pueden surgir circunstancias en las cuales el legislador no querría que la ley fuera aplicada. Luego comenta que una promesa es esencialmente una ley que nos imponemos a nosotros mismos. Por ello, como sucede con las leyes, existe la posibilidad de que surjan circunstancias en las que nadie desearía razonablemente que le hicieran cumplir su promesa7. La mayoría de los sistemas legales contienen alguna noción de las circunstancias que razonablemente liberan a una persona de tales promesas. Los principios sobre contratos comerciales internacionales del Unidroit, por ejemplo, establecen que tal principio se aplica “cuando el equilibrio del contrato es alterado de modo fundamental por el acontecimiento de ciertos eventos, bien porque el costo de la prestación a cargo de una de las partes se ha incrementado, o porque el valor de la prestación que una parte recibe ha disminuido”, asumiendo que “los eventos no pudieron ser razonablemente tenidos en cuenta por la parte en desventaja en el momento de celebrarse el contrato”8. ¿Qué significa esto para un banco? Tal vez no signifique necesariamente que esté obligado a perdonar una deuda. Pero sí indica que le cabe una responsabilidad para reestructurar una deuda cuando ocurre un cambio que era totalmente imprevisto y tan extremo que ninguna de las partes involucradas en la transacción podía razonablemente anticiparlo. Es complicado discernir el curso de acción correcto en tales casos. Es precisamente a causa de las dificultades para determinar el correcto curso de acción a seguir luego del incumplimiento de los pagos de interés que se han desarrollado leyes y tribunales de quiebra. Finnis define la quiebra como un proceso por el cual alguien insolvente (es decir, que no puede liquidar sus pasivos financieros) es declarado judicialmente en quiebra, con lo cual cede sus activos a un síndico, a quien se le confiere autoridad para cuidar de ellos sólo a los efectos de dividirlos entre los acreedores del insolvente. Durante el proceso de quiebra, las oportunidades del insolvente de realizar negocios se ven seriamente limitadas. Luego de la división satisfactoria de los activos, queda judicialmente liberado de la quiebra, con lo cual queda exonerado de cualquier otra responsabilidad respecto de sus deudas anteriores9. La mayoría de las leyes de quiebra buscan reconciliar dos principios. El primero es que acreedores tales como los bancos deben recibir el pago del capital que prestaron más los pagos de interés convenidos. El segundo es que nadie está obligado a ser privado de su vida o de su salud o a padecer condiciones que violen la esencia de la dignidad humana, tales como la esclavitud10. La insolvencia reconoce de esta manera los reclamos legítimos de los bancos como acreedores, pero también la obligación básica en la justicia de respetar la dignidad de toda persona humana. La quiebra también significa considerar las exigencias de la justicia conmutativa y distributiva11. En primer lugar, se atienden a los reclamos específicos de los acreedores contra los deudores (justicia conmutativa). Al mismo tiempo, se reúnen los reclamos de todos los acreedores conocidos, y los bienes del deudor pasan a ser considerados activos comunes de los acreedores (justicia distributiva). En ese sentido, la ley de quiebra significa que ningún acreedor puede satisfacer todos los reclamos que tiene con el deudor con la totalidad de los bienes del deudor. De hecho, de acuerdo con las disposiciones de la Ley de Quiebra del Reino Unido, 1944, s. 44 (1), cualquier intento por parte de una persona insolvente de dar preferencia a alguno de sus acreedores sobre otro es considerado por la ley inglesa como una preferencia fraudulenta. La aplicación de la justicia distributiva no termina allí. La ley de quiebra generalmente evita el embargo de posesiones que una persona en quiebra necesita para generar un ingreso12 o mantener a su familia13. Permite de este modo que una persona pueda satisfacer sus propias necesidades inmediatas y las de su familia. También permite la distribución de posesiones a todos aquellos cuyos reclamos al deudor no están basados en un acuerdo financiero con él (tales como los gastos de aquellos que están administrando las provisiones de la quiebra)14. Una vez que todos esos reclamos han sido satisfechos, cada acreedor cuyo reclamo no ha recibido preferencia explícita por parte de la ley recibe un porcentaje de la deuda que se le debe (a diferencia del porcentaje equivalente del reclamo común). En resumen, como señala Finnis, “dentro de esta clase de acreedores, el criterio es: ‘a cada uno de acuerdo con su reclamo (legalmente reconocido) al deudor según la justicia conmutativa’”15. El hecho de que sean los tribunales y no los acreedores y deudores quienes deciden la división de los bienes refleja la aplicación de un principio básico del estado de derecho: nadie puede ser legítimo juez en su propia causa. Existe un tribunal imparcial para reconciliar los reclamos opuestos del acreedor y el deudor. Apunta a determinar la forma de recuperar todo lo posible de la deuda de manera que exprese la incapacidad del deudor de pagar el monto total y la dignidad del deudor como una persona con ciertas necesidades y responsabilidades básicas. Sin embargo, no se debe recurrir a la insolvencia sin motivos serios. Los tribunales de quiebra deben emplear gran prudencia. Si la ley de quiebra traduce, según Finnis, un esfuerzo por “hacer un ajuste entre la justicia conmutativa y la distributiva en las circunstancias particulares de insolvencia”16, entonces habrá resoluciones que reflejen la peculiaridad de cada caso de quiebra. Ello crea las condiciones para potenciales injusticias. Por ejemplo: ¿cómo se reconoce debidamente el justo reclamo de que una persona insolvente estuvo de acuerdo en realizar pagos de interés sobre una cierta base y en un determinado momento, mientras simultáneamente se reconoce que nadie con un reclamo justo debe ser ignorado perdiendo preferencia ante alguien cuyo reclamo tal vez no haya sido examinado correctamente? Los dilemas implícitos en los procesos de quiebra son un motivo por el cual un banco puede decidir que es más prudente extender las facilidades de crédito a los deudores en problemas, reducir temporalmente los pagos netos (con formas apropiadas de compensación) que deben pagar los deudores, o realizar una prolongada reestructuración del préstamo del deudor. Pero un banco que está pensando en hacer esto último debe considerar lo que es más ventajoso para sus inversores y si es razonablemente posible que tal decisión mejore o empeore la situación financiera del acreedor. Un ingrediente vital en el proceso de toma de decisiones es ciertamente la reflexión prudente del historial de crédito del cliente, si su situación refleja un patrón de incumplimiento de pagos, o si realmente es un hecho aislado que el deudor parece capaz de superar. Los bancos también deben considerar si un deudor está intentando emplear los procedimientos de quiebra para perpetuar una injusticia contra el banco. El caso más común es el de una persona que, si bien es capaz de pagar sus deudas, elige intentar reducirlas o evadirlas amparándose en la quiebra, a pesar de la injusticia que se comete con los acreedores. Secreto bancario El último punto que aquí se considera respecto de los bancos y sus clientes es la naturaleza y los límites del secreto bancario. Éste consiste en las medidas tomadas por los bancos para proteger toda información creada y transmitida a través de la relación entre un banco y sus clientes. El estatus legal del secreto bancario varía significativamente según el país. La sección 47 de la Ley Federal de Bancos y Cajas de Ahorro de Suiza, promulgada en 1934 y enmendada en julio 1971, es el fundamento para las disposiciones de secreto seguidas por los bancos suizos17. La sección 47 establece que: (1) Cualquier persona que divulgue un secreto que le ha sido confiado o del que se ha enterado en su cargo como funcionario, empleado, representante, liquidador o comisario de un banco, representante de la Comisión de Bancos, o como un funcionario o empleado de una reconocida compañía de auditoría, y cualquier persona que intente inducir a los otros a violar el secreto profesional, será castigado con un mínimo de seis meses de cárcel o una multa que no exceda los 50.000 francos suizos. (2) Si el acto fuera cometido por negligencia, la penalidad será una multa que no exceda los 30.000 francos suizos. (3) Cualquier violación de secreto profesional seguirá siendo punible aun después de que el infractor haya dejado su cargo o puesto o de ejercer sus responsabilidades profesionales. (4) Se aplicarán las reglamentaciones federales y cantonales que guarden relación con la obligación de dar testimonio y aportar información a una autoridad gubernamental18. Aunque estas leyes parecen ser generales, la última cláusula indica que no lo son en absoluto. Más aún, Suiza es miembro activo de todos los grupos internacionales que buscan reducir la incidencia de transferencia de fondos a organizaciones terroristas. El secreto bancario también está limitado por la Ley de Cooperación Legal Internacional de actividades comerciales de 1983. Las provisiones de esta ley permiten la suspensión del secreto bancario si se necesita esa suspensión para facilitar la investigación por parte de las autoridades de un país extranjero con relación a actividades que ambos países castigarían con sanciones legales. La ley suiza no considera que la evasión impositiva (a diferencia del fraude impositivo) sea un delito criminal. Pero la Suprema Corte de Suiza interpreta el fraude impositivo de manera suficientemente amplia como para abarcar varios métodos de engaño a las autoridades impositivas, siendo la más notable el uso de documentación fraudulenta. Otros países que mantienen estrictas leyes de secreto bancario son Luxemburgo y Austria. En Luxemburgo, las leyes contra las violaciones del secreto bancario han existido desde 1981. Pero éstas pueden ser suspendidas si hay una autorización por parte de funcionarios legales, aunque ello está normalmente restringido a casos de posible lavado de dinero o al tratamiento de fondos criminales. El secreto bancario ha sido protegido por ley en Austria desde 1979, cuando se introdujeron sanciones criminales contra aquellos que deliberadamente violan el secreto para obtener rédito personal. Puede ser suspendido en conexión con investigaciones criminales, aunque no en relación con cuestiones impositivas. Los clientes pueden dar consentimiento escrito para que la confidencialidad sea suspendida si hay intereses privados significativos en juego o en el caso de procedimientos legales entre el cliente y el banco. En algunos países, no hay leyes que protejan específicamente el secreto bancario. En el Reino Unido, se considera que la confidencialidad es intrínseca al acuerdo contractual que asumieron el banco y el cliente y por ello una cuestión de justicia conmutativa. El alcance de la información que incluyen tales acuerdos es potencialmente vasto, dependiendo de la información que se considere apropiada para ser incluida en tales contratos. Pero hay sin embargo considerables restricciones sobre estas provisiones. Como los bancos australianos y neocelandeses, los bancos británicos (con excepción de aquellos con base en la Isla de Man y las Islas del Canal) deben revelar los ingresos de los intereses percibidos por los residentes fiscales. Las autoridades impositivas también pueden reclamar información en casos de posible fraude o evasión impositiva. El secreto bancario tampoco proporciona un resguardo en investigaciones criminales. Este breve panorama de las diferentes disposiciones respecto del secreto bancario revela que la ley ha limitado el secreto bancario en diversos grados. En casi todos los casos, los límites se derivan de la necesidad de aplicar las provisiones de la ley de quiebra o penal; esto es, de los requisitos de la justicia conmutativa, distributiva y penal. Significativamente aquellos casos en los que los bancos autolimitan sus provisiones de guardar secreto tienden a estar vinculados con la posibilidad de permitir investigaciones penales. El 28 de enero de 1998, la Asociación de Banqueros Suizos y bancos signatarios firmaron el Acuerdo sobre el Código de Conducta con respecto al ejercicio de la diligencia debida por parte de los bancos. Ello comprometía a los firmantes a constatar las identidades de sus clientes y de los beneficiarios de sus cuentas. Las provisiones del acuerdo incluían un compromiso de no ayudar a sus clientes a cometer fraude impositivo, proveyéndoles falsas declaraciones de sus patrimonios. Este código de conducta constituye ahora uno de los elementos identificados por la sección 3, sub sección 2 de la Ley federal de banca suiza como una de las características de “conducta apropiada para realizar operaciones bancarias”. Por un lado, estas provisiones pueden ser comprendidas como parte de la responsabilidad de un banco de cumplir con leyes legítimas que prohíben ciertas actividades consideradas criminales. También sirven como medio de prevenir que los bancos no cooperen, ni formal ni materialmente, en llevar a cabo injusticias. Al mismo tiempo, el secreto bancario está legítimamente basado en los motivos moralmente aceptables que tiene la gente para guardar información confidencial19. El secreto puede cumplir con una buena finalidad al permitir que la gente haga muchas cosas beneficiosas: 1. Cimentar asociaciones legítimas permitiendo que la gente que voluntariamente se asocia con otros revele información sobre ella misma que de otra manera no revelaría. 2. Proteger su identidad restringiendo el acceso a información sobre ella misma y lo que posee. Nadie está obligado a revelar la verdad a quien no tiene derecho legítimo a conocerla. En general, la gente siente la obligación de proteger la privacidad de los demás. Por ello, no tienen obligación de comunicar los secretos que les han sido confiados y no deben comunicarlos cuando es improbable que le sean de algún provecho a alguien. 3. Hacer cosas buenas mientras se evita dar la impresión de tener motivos ambivalentes (ej.: donar anónimamente). 4. Proteger planes, estrategias e ideas de aquellos que podrían usarlas de manera injusta. 5. Proteger propiedad que podría ser injustamente sustraída. Por ejemplo, cuando un cliente desea proteger sus bienes legítimamente adquiridos de la expropiación de un gobierno corrupto. Todas estas buenas razones morales para guardar el secreto tienen dos pilares. El primero es el requerimiento de ser ecuánime: si queremos guardar nuestros propios secretos, entonces tenemos que estar dispuestos a proteger y respetar los secretos de otros. Segundo, hay importantes relaciones humanas que dependen de la confianza en que los secretos serán guardados, como la relación entre cliente y abogado, paciente y doctor, o penitente y sacerdote. A menudo estos secretos están reforzados por promesas anteriores, leyes, códigos de ética profesionales, y obligaciones hacia cónyuges, padres, etcétera20. No es casual que las protecciones de secreto bancario de que gozan los bancos suizos estén basadas en la sección 13 de la Constitución Suiza y en el artículo 28 del Código Civil Suizo, que establecen la obligación general de no violar la privacidad de las personas. La Corte Suprema Suiza ha sostenido que el secreto bancario no es un derecho constitucional individual en el mismo sentido que se aplica a la relación entre el médico y su paciente o al secreto de confesión, los que se considera están basados en el constitucionalmente reconocido derecho a la libertad. No obstante la ley bancaria suiza refleja una legítima preocupación por la privacidad. La protección de información personal es importante tanto como cuestión de integridad como para la protección de datos personales. Mantener estas confidencias es parte esencial de la función intermediaria asumida por los bancos. Debe haber confianza entre el ahorrista y el banco, confianza del banco en el prestatario, y confianza del prestatario en la discreción y el consejo del banco. No es preciso que un banco se involucre en la determinación de los fines específicos que persigue el prestatario, pero sí tiene la responsabilidad de informar y aconsejar a sus clientes lo más exhaustivamente posible a fin de que el prestatario pueda tomar decisiones financieras sólidas. Un banco no puede comprometerse en estas actividades si no puede prometer a sus clientes un alto grado de confidencialidad. Por supuesto, si un cliente consiente en que un banco revele cierta información, el banquero es libre de hacerlo. Dado que cualquiera puede divulgar sus propios secretos, los banqueros no traicionan la confianza que ha sido depositada en ellos cuando actúan según la autorización de un cliente de brindar información a otros. Pero teniendo en cuenta los requerimientos de los bancos de guardar confidencialidad, lo ideal es que todo consentimiento de este tipo sea por escrito y ante testigos. Hay, sin embargo, excepciones a esta presunción21, especial-mente en aquellos casos especiales en que guardar el secreto seguramente causará un grave daño al que lo confió, al que lo recibió, o a un tercero, y cuando el grave daño puede ser evitado sólo mediante la divulgación de la información22. Aunque sea secreta, la información privada perjudicial para otro no debe ser divulgada sin un motivo grave y proporcional23. Éste puede ser un caso en el que el cliente divulgue a su banquero su intención de matar o realizar un hurto. Dado que matar una vida inocente y cometer hurto son siempre actos ilícitos, el banquero no tiene ninguna obligación de guardarse esa información. Ciertamente, aun antes de transmitir esta intención a las autoridades pertinentes, el banquero debe intentar disuadir al cliente de matar y robar como una cuestión de integridad hacia el cliente y la víctima potencial. Otra limitación a la confidencialidad entre el banquero y el cliente son las exigencias de la ley. Obedecer la ley (aunque sean leyes injustas) es, en la mayoría de las circunstancias, un requerimiento de la justicia24. Esta limitación es reconocida por muchas otras profesiones que regularmente invocan la necesidad de la confidencialidad. Brindar información requerida por la ley sólo a causa de y en el grado que lo requiere la ley no es una excepción injusta a la confidencialidad, salvo que sitúe al cliente en una posición de riesgo improcedente. Pero si no se ha contemplado ninguna disposición por ley para excepciones comunes y previsibles a la confidencialidad bancaria, los banqueros no están bajo ninguna obligación legal de brindar tal información requerida por funcionarios impositivos o fiscales estatales (a menos que algunas de las limitaciones señaladas arriba también sean aplicables al caso). Sin embargo, las leyes existentes tal vez no sean adecuadas para satisfacer la justa necesidad de otros de obtener información. Un banquero puede descubrir, por ejemplo, que los depósitos colocados en el banco son las ganancias de pagos por actividades criminales perpetradas por el depositante. El banquero también puede juzgar que es improbable que se haga justicia a no ser que dé aviso a las autoridades pertinentes de que el banco posee información que puede emplearse en un caso jurídico. En tales situaciones, el banquero debe ponerse en el lugar de todas las partes involucradas y aplicar la regla de oro: “Siempre trata a los otros como te gustaría que te trataran a ti” (Mateo 7, 12). Si el banquero considera que para ser justo con las víctimas del crimen debe hacer una excepción a la confidencialidad, puede hacerla, pero sólo en la medida en que esté encaminada a cumplir con el buen propósito que se quiere llevar a cabo. Por lo tanto, un banquero no debe entregar todos los registros del cliente a las autoridades pertinentes, sino tan sólo informarles que cree que se están realizando serios delitos penales y que los registros del banco tienen evidencia que podría ser útil en un juicio. Conclusión Evidentemente, no es tan simple estar seguro de que se actúa según los principios de justicia. Pero este análisis ilustra que una aplicación consistente y prudente de las exigencias de justicia debe permitirle a los bancos resolver los dilemas genuinos con los que a menudo se enfrentan. Lo mismo puede decirse de la compleja cuestión de la insolvencia, y desde luego de la decisión de si prestar o no capital u otorgar un crédito. Por encima de todo, se trata de que aunque un banco tal vez no siempre pueda hacer el bien, siempre puede negarse a hacer el mal y a cometer injusticias. Es el gran beneficio y la gran responsabilidad que se le otorga a los seres humanos a través del don de la razón y la libertad. Ese mismo don de la razón y la libertad, sin embargo, también le ofrece a aquellos que trabajan en la banca enormes oportunidades para buscar la virtud y realizarse según lo debido. Notas 1. Ver Grisez, Living a Christian Life, p. 831. 2. Ibid., p. 809. 3. Ibid., p. 831. 4. Ver Grisez, Living a Christian Life, Ibid., p. 832. Ver también Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 77, a. 3. 5. Ver, por ejemplo, Lawson y Rudden, Law of Property, p. 135. 6. Esta sección está basada en el cuidadoso análisis de este tema en James Gordley, “When would private law excuse payment of a money debt?” Finance & bien commun, suppl. n° 2 (2000): 29-36. 7. Ver Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 88, a. 10; q. 89, a. 9. 8. Principios sobre los contratos comerciales internacionales del Unidroit, 6.2.2. 9. Finnis, Natural Law, p. 188. 10. Para un reconocimiento legal de esto, ver Re. Wilson, ex parte Vine (1878): 8, D, pp. 364, 366. 11. Esta exposición sigue de cerca aquella esbozada en Finnis, Natural Law, p. 190-91. 12. Ver Lawson y Rudden, Law of Property, p. 139. 13. Ibid., p. 169. 14. Hay muchos argumentos respecto de cuál debería ser la prioridad distributiva adecuada en la quiebra. ¿Debería darse prioridad a los impuestos impagos por encima de los reclamos de los acreedores privados? Para estos temas, ver F. H. Lawson, Remedies of English Law. Harmondsworth: Penguin, 1972, pp. 181-94, pp. 338-41. Ver también Lawson y Rudden, Law of Property, p. 107-8, 150. 15. Finnis, Natural Law, p. 190. 16. Ibid., p. 191. 17. Un resumen conciso de la historia de las disposiciones suizas de secreto bancario pueden encontrarse en Christine Breining-Kaufman, “Swiss Banking Secrecy and Tax Ethics: A Comparative View,” Finance & bien commun 12 (2003): 41-48. 18. Estos requerimientos legales de guardar el secreto fueron introducidos para mejorar la supervisión de los bancos luego de la gran cantidad de fracasos que resultaron de la crisis financiera de la Gran Depresión y le dieron a los bancos la protección legal contra los intentos del gobierno del frente popular francés y el régimen nazi de obligar a los bancos suizos a revelar las identidades de sus clientes. Para obtener relatos académicos históricos sobre la evolución de la ley bancaria suiza, ver M. Perrenoud, R. López, F. Adank, J. Baumann, A. Cortat, y S. Peters, La place financière et les banques suisses à l’époque du national-socialisme. Les relations des grandes banques avec l’Allemagne. Zurich, Chronos, 2002; M. Perrenoud y R. López, Aspects des relations financiers franco-suisses 1936-1946. Zurich, Chronos, 2002; Marc Perrenoud, “Les fondements historiques du secret bancaire en Suisse”, Finance & bien commun 12 (2003); p. 33. 19. El secreto al que nos referimos no se refiere a todo lo que la gente tal vez desee ocultar. 20. Ver Grisez, Living a Christian Life, p. 415. 21. Los siguientes tres párrafos están adaptados de Grisez, Difficult Moral Questions, pp. 293-94. 22. La American Bar Association sostiene que un abogado tiene prohibido revelar información que atañe a la representación de un cliente sin su consentimiento salvo que el abogado lo considere necesario ya sea para (a) evitar que cliente cometa un crimen que seguramente resulte en la muerte o daños corporales graves de una persona o (b) proteger los propios intereses legítimos del abogado. Ver “Confidentiality of Information”. Model Rules of Professional Conduct (American Bar Association, 1993), regla 1.6. 23. Ver Catechism of the Catholic Church, 2491. 24. Ver Finnis, Natural Law, 351-68. VII EL LLAMADO A LA VIRTUD Desde sus orígenes, la banca ha proporcionado a individuos, familias y empresas muchas de las herramientas que necesitan para proteger y aumentar su riqueza. Los bancos ayudan cada vez más a navegar las aguas inciertas de un mercado desregulado abriendo oportunidades en nuevos espacios, a la libertad de elección y al desarrollo de las capacidades a través del sentido de responsabilidad. La intención de este libro ha sido determinar de qué manera los bancos al ofrecer sus servicios pueden evitar los escollos morales asociados con la injusticia. Pero como mencionamos en el capítulo dos, la justicia no se reduce a la aplicación de normas morales asociadas con la regla de oro y los requerimientos de la equidad. La justicia es también una virtud; una virtud que normalmente está mucho más relacionada con nuestro comportamiento hacia las demás personas que otras virtudes cardinales, pero una virtud al fin. En ese sentido, actuar de una manera justa va más allá de evitar simplemente ser injusto con los demás; es un hábito moral que refleja la decisión consecuente de una persona de elegir el bien –como las cualidades morales de la prudencia, la templanza, el coraje, la fe, la esperanza y el amor– y evitar hacer el mal. La necesidad de que los banqueros sean virtuosos tal vez sea aun más importante para el bien común que muchas otras formas de emprendimientos comerciales. Las actividades corruptas, injustas o inmorales de un ejecutivo o de una corporación comercial pueden menoscabar considerablemente el bien común. En muchos casos, el daño está circunscrito al tamaño del negocio o la naturaleza de su actividad. Es menos probable que esto suceda en los bancos. La particular importancia de los bancos en impulsar el destino universal de los bienes materiales, permitir que la propiedad privada sirva más eficazmente al principio del uso común, favorecer la movilización y circulación del capital en la sociedad de maneras equitativas, y actuar como intermediarios de la confianza entre un número incontable de personas significa que es fundamental que los banqueros sean hombres y mujeres virtuosos. Hay demasiado en juego para el bien común como para que los bancos estén poblados de gente a quien no le interesa la vida moral, o a quien no le importa ser justa, o que reduce la justicia y la moralidad al cumplimiento escueto de la ley. Como el papa Pío XII una vez escribió en un discurso a los banqueros: ¿Acaso la función social de un banco no consiste en hacer posible que el individuo haga productivo su dinero, aunque sólo sea en grado pequeño, en lugar de malgastarlo, o dejarlo inactivo sin que rinda provecho, ya sea para él o para otros? Es por ello que son tantos los servicios que puede brindar un banco: facilitar y promover el ahorro; resguardar los ahorros para el futuro mientras se los hace productivos en el presente; permitir que los ahorros sean parte de emprendimientos útiles que de otra manera no podrían ser acometidos; simplificar y facilitar lo más posible la regulación de las cuentas, los intercambios y el comercio entre el Estado y los organismos privados y, en una palabra, toda la vida económica de la gente . 1 Sin embargo, el papa Pío XII también señaló en otro lugar que al realizar esta función, los bancos contribuyen de manera singular ayudando a otros a alcanzar la virtud: ¡Cuánto capital se pierde en desperdicio y lujos, en diversión egoísta y vana, o se acumula y permanece inactivo sin que se le saque provecho! Siempre habrá personas egoístas y que buscan la gratificación personal; siempre habrá personas avaras y temerosas del futuro. Se podría reducir considerablemente su número si se pudiera interesar a aquellos que tienen dinero en usar sus fondos sabia y productivamente, sean estos grandes o pequeños. En gran parte es a causa de esta falta de interés que el dinero permanece inactivo. Se puede remediar esto en gran medida haciendo que los depositantes ordinarios sean colaboradores, ya sea como accionistas o tenedores de bonos, de emprendimientos cuyo lanzamiento y crecimiento serían muy beneficiosos para la comunidad, tales como actividades industriales, producción agrícola, obras públicas, o la construcción de viviendas para los trabajadores, instituciones educativas o culturales, servicios de bienestar social . 2 El énfasis acá está puesto en los bancos como transformadores de dinero en forma de capital productivo. Pero las mismas palabras indican que los bancos deben poner el capital al servicio del desarrollo moral del hombre de dos maneras. Una es despertando a la gente de su pasividad e indiferencia hacia los demás. De esta manera se satisfacen necesidades, se descubren nuevos métodos para satisfacer estas necesidades, surgen energías ocultas, y se promueve el espíritu empresarial. Este instinto, innato en los seres humanos, de crear, mejorar y progresar ilustra cómo las actividades comerciales expresan mucho más que el simple deseo de ganar más dinero. Otra manera en que los bancos pueden contribuir al desarrollo moral es dándole a los individuos, emprendedores, y negocios los recursos materiales que necesitan para crear y/o construir una empresa. En el proceso de lograrlo, los individuos tienen la posibilidad de alcanzar los hábitos virtuosos de acciones comúnmente asociadas con la libre empresa: prudencia en asumir riesgos, coraje y laboriosidad. Los líderes empresariales deben tener coraje en tiempos de crisis; deben ser tenaces para sobreponerse a la apatía y la confusión; optimistas al revisar sus planes y estimar y aprovechar las probabilidades de un resultado exitoso. Estas son cualidades que no sólo permiten que crezcan las empresas, sino que son el fruto del desarrollo moral. Por ello, cuando se le otorga a los negocios el capital que a menudo es una precondición para el crecimiento económico, los bancos ayudan a otros para que construyan lo que podría llamarse su capital moral. Ello a su vez sugiere que los bancos y los banqueros deberían evitar circunscribir la vida virtuosa del banco a actividades externas tales como la caridad con obras de beneficencia, o incluso haciendo justicia. Si está bien hecho, el trabajo dentro del banco es en sí mismo una contribución al bien común, especialmente por ser un testimonio concreto del sentido de responsabilidad que cada persona debería tener por el bien del otro. La escrupulosidad, la prudencia, la honestidad, la confianza, y la exactitud son cualidades de trabajo implícitas en la labor bancaria prudente y fructífera. Participar de estos bienes morales de manera consecuente y coherente es crecer en la virtud. Transformarse de la persona que se es en la persona que se debería ser. Notas 1. Papa Pío XII, “The Social Function of Banking”, in The Major Addresses of Pope Pius XII: Selected Addresses 1, ed. Vincent A. Yzermans. St. Paul, Minn.: North Central Publishing, 1961, p. 80. 2. Papa Pío XII, “Function of Banking (24 de octubre de 1951)” The Catholic Mind LII: 1094 (1951), p. 121. EL AUTOR Samuel Gregg, filósofo moral, desarrolla una amplia actividad como publicista y disertante sobre temas relacionados con la ética en las políticas públicas, la jurisprudencia, la medicina y los negocios. Es M.A. en filosofía política por la Universidad de Melbourne y en filosofía moral por la Universidad de Oxford, donde fue Commonwealth Scholar. Gregg es autor, entre otros libros, de Morality, Law, and Public Policy (2000 – Moralidad, ley y políticas públicas), Economic Thinking for the Theologically Minded (2001 – Pensamiento económico para la mente teológica), On Ordered Liberty (2003 -Sobre la libertad ordenada), más recientemente The Commercial Society (2007 – La Sociedad Comercial); y de trabajos monográficos como Ethics and Economics: The Quarrel and the Dialogue(1999 – Ética y economía: la disputa y el diálogo) y A Theory of Corruption (2004 – Una teoría de la corrupción). Varias de sus obras han sido traducidas a diferentes idiomas. Colabora habitualmente en revistas como Markets & Morality, Law and Investment Management, Journal des Economistes et des Etudes Humaines, Economic Affairs, Evidence, Oxford Analytica y Policy, y periódicos como The Wall Street Journal Europe, The Washington Times, The Australian Financial Review y Business Review Weekly. Se desempeña asimismo como consultor editorial del diario italiano La Società y corresponsal americano del diario alemán Die Tagespost. Es director de investigaciones del Acton Institute, profesor adjunto en la Pontificia Universidad Lateranense, y consultor para Oxford Analytica Ltd. En 2001 fue elegido fellow de la Royal Historical Society, y desde 2004 es miembro de la Sociedad Mont Pèlerin. ActonInstitute Con su compromiso de mantener una sociedad libre y virtuosa, el Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad es una voz destacada en el debate sobre política internacional ambiental y social. Con oficinas en Grand Rapids, Michigan, y en Roma, Italia, así como filiales en cuatro países de todo el mundo, el Instituto Acton tiene una posición única para comentar sobre los sólidos cimientos económicos y morales necesarios para sostener humanas las políticas ambientales y sociales. El Instituto Acton es una organización no lucrativa, ecuménico de reflexión trabajando a nivel internacional para "promover una sociedad libre y virtuosa caracterizada por la libertad individual y sostenida por principios religiosos." Para más información sobre el Instituto Acton, por favor visite www.acton.org. *****