CARTA 1 El ciruja que se atrevió Confieso que había escrito una primera carta y la borré, porque removía pasajes de mi niñez y adolescencia que mostraban mucho llanto y dolor, pero gracias a Dios a esas líneas las pude borrar, no así a los recuerdos que de vez en cuando vuelven, y me dan impotencia, pero “esa es otra historia que en otro cuento voy a cantar”, como decía Don Luna. En este tiempo aprendí que el AMOR EDIFICA, y que todo lo vivido me ha llevado a ser quien soy y de lo cual me siento humildemente orgulloso. La historia comienza en el año 2001, en plena crisis institucional, el peor año para la economía Argentina. La colorada hermosa que era mi novia desde hacía dos años, me daba la noticia de que en diciembre nacería nuestra bebé, Camila. Era un mal momento para ser papá con tan solo 18 años. Así que dejé el colegio, y me puse a changuear de lo que fuera: peón, herrero, plomero; esos fueron mis primeros trabajos. Al mismo tiempo nos fuimos a vivir con mis padres, y la cosa no iba bien, en realidad iba mal, mejor dicho de mal en peor. Se sumaban cada vez más penurias económicas, las changas escaseaban y como si no fuera suficiente, al poco tiempo mi colorada quedo nuevamente embarazada y en 2003 nació Milagros. Cuánta incertidumbre…Como la situación se ponía peor en esa casa, después de peleas graves nos fuimos y terminamos viviendo de prestado en un garaje, sin comodidades, sin baño, sin espacio, pero en paz, con nuestras dos bebés. Las oportunidades laborales no abundaban y mucho menos para un varón de 20 años y papá de dos coloraditas, así que recurrimos a rebuscárnosla como podíamos: vendíamos huevos de Pascua y cosas dulces puerta por puerta, íbamos al trueque, y casi que alcanzábamos a comer y a comprar pañales todos los días, digo casi, por que habían días que no. Un día mi hermana nos dio unos retazos de paño polar para hacerle ropita a las bebés. Como somos hábiles con las manos, y nos damos maña para todo, era una buena oportunidad para utilizar esas telas que ella había encontrado en la salida de una fábrica textil. Finalmente, las rústicas prendas abrigaron los cuerpos de nuestras pequeñas. Y como habían sobrado retacitos, se nos ocurrió hacer unos escarpines para ofrecer en la entrada de la maternidad pública donde habían nacido nuestras hijas. Allí fuimos con mucha vergüenza, y en una mantita estirada en el suelo pusimos algunos pares de escarpines hechos a mano. Para sorpresa nuestra, vendimos todos en esa tarde y los pocos pesos que conseguimos se transformaron en leche y pañales, que era lo que más necesitábamos. Yo creo que la gente nos compraba por lástima, porque realmente eran muy rudimentarios esos primeros escarpines. Así que corrimos a hacer más escarpines y gorritos para nuestro nuevo “negocio”. Como los retazos se acabaron fuimos a buscar más a la puerta de esa fábrica, y descubrimos que todos los días a las seis de la tarde, sacaban todo el descarte de las telas que allí utilizaban, para que las llevara el recolector de basura. Cuánta vergüenza, hurgando bolsas de residuos en pleno centro de Córdoba… mientras revolvía para buscar las telitas que me servían, pensaba ¿cuál será mi destino?, ¿qué futuro le ofreceré a mis hijas?... Esos eran los interrogantes que me acompañaban las muchísimas cuadras que caminaba a diario, primero para buscar retazos y luego para llegar hasta la maternidad. Y también resonaban en mi mente en las noches que nos quedábamos con mi compañera haciendo magia para que los moldecitos entraran en los minúsculos retazos de tela, con las manos anestesiadas de tantos pinchazos que nos hacíamos cosiendo esos escarpincitos. Lo más duro era que a veces algún desubicado se reía de mi situación, o se burlaba de mis escarpines. Otras veces llegábamos a vender y algún policía no nos dejaba poner la mantita por estar haciendo venta ambulante, un delito muy grave. Así que solía volver llorando y pensando ¿por qué a mí?, en casa esperan mis angelitos y yo sin un peso. A los varios meses y después de juntar monedita sobre monedita, logramos comprar nuestra primera máquina de coser, usada, vieja y averiada, pero era un avance significativo. Habíamos tomado en serio nuestro microemprendimiento. Corría el 2006 y una mañana, mientras tomábamos mate, escuchamos que convocaban jóvenes desde una ONG que ayudaba a emprendedores. Me interesó la idea. La propuesta era clara: había que hacer un curso gratuito durante tres meses para realizar un plan de negocios. Al finalizarlo sería evaluado por un grupo de empresarios y de ser viable, se accedería a un crédito. Por supuesto que me anoté y para suerte nuestra quedamos seleccionados para el curso. Así fue que comencé a capacitarme y con mucho esfuerzo asistí a todas las clases. Esos meses caminé el doble, y sentía doble vergüenza también porque mis compañeros de curso eran emprendedores con negocios en marcha y yo tan solo una mezcla de artesano, ciruja y vendedor ambulante. Pero no le aflojé ni me dejé caer; solo Dios sabe las mil peripecias que sufrí para llegar a ese día, el gran día, en el cual ese grupo de empresarios evaluó nuestro proyecto. Y allí estaba yo con los mismos interrogantes de siempre en la cabeza, parado, muy nervioso y mal vestido, en esa lujosa sala, en frente de esos reconocidos empresarios que no tuvieron contemplaciones e hicieron un análisis profundo y exhaustivo de mi proyecto. Al final, el pulgar hacia arriba de uno de ellos sentenció que lo había logrado; había logrado convencerlos. Las cuarenta cuadras que separaban esa lujosa sala de mi hogarcito fueron las cuadras que caminé más alegre en mi vida. Se me había dado la oportunidad de superarme, de crecer, de dignificarme. Y así lo hicimos: pusimos pasión y mucho sacrificio cada día, y muy pronto llegaron recompensas. Compramos nuestras máquinas, logramos hacer una gran clientela, registrar nuestra marca y poner en práctica una estrategia de crecimiento que nos llevó a abrir nuestra pequeña fábrica y tener nuestro propio sitio web. También llegaron recompensas inesperadas, porque al poco tiempo nos distinguieron en una cena de gala en la Rural de Buenos Aires como el mejor emprendimiento entre 400 proyectos monitoreados en el país, y en 2008 representamos a la Argentina compitiendo en un certamen internacional que organizaban desde Reino Unido. Este ciruja se hizo conocido y pronto lo llamaron de medios de comunicación de todo tipo, diarios, revistas, televisión y no faltó la nota radial para contar la historia de cómo fue que lo logramos. Y aquí se podría decir que se termina el cuento, pero resulta que la historia se alargó, porque me seguí capacitando cada año, hasta llegué a cursar estudios de Gestión al lado de empresarios de renombre y en instituciones muy prestigiosas. También recorrí el país disertando ante muchos jóvenes y hoy en día lo sigo haciendo, colaborando en un programa que fomenta la cultura del emprendedor en los barrios y localidades de Córdoba. Y como me dice un gran y querido amigo “todavía no me sobra nada” porque aún falta mucho camino por recorrer, todavía no soy un empresario, pero sin dudas alcancé más de lo que algún día pudiera soñar mientras hurgaba bolsas en plena calle. Hoy mi mayor tesoro es mi familia: mi colorada hermosa, con quien me casé el año pasado, y los cuatro soles que Dios nos dio el privilegio de amar, cuidar y criar, y por los cuales volvería a recorrer el mismo camino de espinas que atravesé. Al principio dije que el AMOR EDIFICA y a pesar de todo, a pesar de los renglones borrados, a mí me edificó, me reconstruyó, y me hizo ser quien soy y de quien estoy humildemente orgulloso. Y esta es la historia que prefiero contar. La canción que elijo es “Todo es posible” de Cristian Amado. Gracias Rony por darme la oportunidad. Néstor Andrés Días. Córdoba capital.