Los pacientes de la Avenida de Montserrat Hoy voy a dedicar unos comentarios a los pacientes que vivían cerca de la Avenida de Montserrat. Cuando entonces transitaba en el coche por ella para hacer las visitas, me parecía una verdadera galería de observación, desde la que aprovechaba para contemplar la ciudad en vista panorámica, como si fuera el manto de una imagen. A los pies, los barcos del puerto, y en el borde de sus faldones, los barrios de la Barceloneta y Pueblo Nuevo, con los pliegues de los andamios de la construcción de las torres de Mapfre y del Hotel Arts, que entonces se estaban edificando; y cual ciclópeas cigüeñas, posadas en medio del manto, las plumas de las grúas a lado de las agujas de la Sagrada Familia. Mis ojos sedientos de horizontes, veían el cielo confundiéndose con el mar en la lejanía, en una gama de tonalidades grises, cuyo perfil se dibujaba en ondas que se perdían en lontananza. Era una delicia circular por aquella Avenida de Montserrat, hasta tomar la importante calle Amilcar para llegar a la simpática plaza Catalana. Y allí desviarse a la derecha, para continuar por una de las calles que conducen al Paseo de Maragall, en el camino a la Barriada de Horta. Esta zona alegre de la ciudad tuvo mucha importancia en la vida de la Barcelona en los tiempos de la Guerra Civil, ya que en ella estuvieron alojadas las Brigadas Internacionales. Para mi tenía un cierto encanto andar por aquellos parajes, pues me parecía evocar los viejos tiempos de los últimos años veinte, en los que yo había nacido... Y esto lo sabía por lo que había visto, cuando había ido a visitar a algún funcionario municipal que vivía por aquellas calles. Un barrio, que según pensaba yo, había sido como el pulmón físico de los habitantes de aquella ciudad tan convulsionada desde los años de la Semana Trágica, y donde había muchos adeptos a la declaración de la República Catalana, los cuales al contemplar el bello paisaje de < Mar y Cel» habrían sentido el placer de considerar dicha imagen, como el oxigeno espiritual que necesitaban los habitantes de la gran urbe... Esto lo había deducido, al bajar por las calles de la ladera norte del Turó de la Rovira, donde estaban las plazas de la Fuente de la Mulassa y de la Fuente d'en Fargas... Sus aguas se aprovecharían para dar frescura a los jardines de los merenderos, regando las plantas de los setos, cuyas ramas servían de celosía a las pistas de baile..., en medio del calor sofocante de la urbe en la época estival... Estas edificaciones de los merenderos, aún podían contemplarse cuando yo hacia estas visitas, en los primeros años de la década de 1980. Desde allí podía contemplarse hacia el norte los edificios de Hogares Mundet y de las Heures, cubiertos de hiedra, los parterres del Laberinto, y los andamios del Velódromo, y más hacia abajo la mole rojiza y blanca del Colegio de los Salesianos de Horta. Es de suponer, que al estilo de los madrileños de la Dehesa de la Villa y de las Vistillas, en estos bellos lugares de distracción de la ladera norte del Turó de la Rovira y del Carmelo, los barceloneses irían a jugar a la rana, lanzándole las rodajas metálicas a la boca de la efigie, en el intento de jugarse las copas, los refrescos o las horchatas, en las caliginosas tardes de la primavera y del verano. Más tarde en estos chiringuitos con el pañuelo de seda al cuello y «todo a media luz», las parejas sudorosas y excitadas por bebidas más fuertes, bailarían amartelados en muy pocas baldosas los chotis de «Las Leandras», que luego irremediablemente alternarían con las típicas contorsiones de los tangos más encanallados de Gardel, formando grupos dinámicos de gran belleza plástica. * Pero dejémonos de nostálgicas evocaciones... La primera paciente que iba a visitar, vivía en la planta baja de una casa, de una calle que bajaba desde la Plaza Catalana al Paseo o Avenida de Maragall. Al abrirme la puerta de la casa y entrar en su habitación, la encontré en una silla de ruedas, y lo primero que me dijo fue, que le dolía mucho un tobillo. Observé que tenía muy delgadas las piernas...: y enseguida llamó mí atención, que tenía un pie en equino muy evidente, con su dorso o empeine muy abultado, pues debía tener una lesión nerviosa, cuya confirmación era la úlcera trófica que padecía en el lado externo del tobillo de su píe izquierdo. Pensé que era necesario que viniera el equipo de enfermería, para que le hicieran extracciones para valorar su glucemia, y para hacerle curas de la úlcera. La exploré clínicamente y encontré, que las constantes vitales estaban ligeramente alteradas, de lo que podía deducirse, que estaba poco afectado su estado general. Después me puse a prescribirle el tratamiento correspondiente, a base de regenerativos celulares, pomadas con antibióticos, analgésicos y vitaminas. En la visita siguiente que le hice, que fue a mediados de marzo de 1983, comprobé que tenía acrocianosis, es decir que no le llegaba bien la sangre a los puntos más distales, y por ello, sus piernas tenían un color más o menos morado, siguiendo con su úlcera del maleolo externo del pie izquierdo, pero además me di cuenta de que estaba como adormilada y de que presentaba un cierto temblor. Al tomarle las constantes encontré, que las cifras de la tensión arterial habían bajado bastante, aunque estaban dentro de los límites de la normalidad. En vista de ello, le mandé analépticos para favorecer la circulación, así como vitaminas y material sanitario para las curas de la úlcera. En la visita que le hice a mediados de abril, puede comprobar que la úlcera se le había curado. Me puse contento al pensar que la Ciencia Médica había sido eficaz, para curar a aquella persona de una lesión tan dolorosa... Pero las alegrías suelen durar poco..., pues acto seguido, las personas que estaban con ella, me contaron, como otra contrariedad más de la familia, —pues como dicen, las desgracias nunca vienen solas—, que otra hija de la enferma, que vivía con ella, se había caído dentro de la casa, apoyando el brazo derecho en el suelo, con tan mala suerte, que al levantarse vieron que tenía el tercio inferior del antebrazo doblado hacia atrás, haciendo como la pala con pinchos de un tenedor. Por lo cual habían acudido a una Clínica particular cercana, que confirmó que se había producido la fractura por el tercio inferior de los huesos cúbito y radio, para cuyo tratamiento le habían puesto un vendaje enyesado. Pero me comentan que esta hija que se ha caído es porque tiene ataques epilépticos, confirmado lo cual, pasé a recetarle una terapia anticomicial. Vuelvo a visitarlas a mitad de mayo, y la madre y la hija están mejor, pues la madre sigue bien de las piernas y se han normalizado sus constantes vitales, y a la chica, uno de estos días le quitarán el vendaje, y no le han vuelto a dar los ataques epilépticos, lo cual me satisface, pues me da confianza en la Medicina. * Luego, solía ir desde allí a un Asilo (que creo se llamaba de san Camilo), para visitar y comprobar el estado de algún enfermo. También había de hacerlo para dejar las recetas que periódicamente nos pedían por teléfono, para pacientes que allí residían, y que tenían Cartilla de la Beneficencia Municipal Como dicho Centro tenía médico propio, que conocía a los asilados y los trataba, —y de cuya capacidad profesional no podíamos dudar—, dábamos por buenas sus prescripciones, y las pasábamos a las recetas oficiales, para que se hiciera cargo el Municipio, cumpliendo lo que habían convenido entre ambas entidades. En dicho Asilo, —según decían—, pasó los últimos años de su vida el Cardenal Jubany, Arzobispo Emérito (jubilado) de Barcelona. * Desde allí solía bajar para visitar a otro paciente, que vivía en la parte oriental del Hospital de Sant Pau y que padecía una vieja afección prostática. Su vivienda era nada menos que un hotelito, con un pequeño jardín, de los que se construían en estas barriadas tranquilas en el primer tercio del siglo XX. Como el hombre no se quería operar debido a la edad, sufría frecuentes infecciones urinarias al tenerle que colocar una sonda vesical cuando se le producía mucha retención, pues decía que sólo orinaba «a gotas». Además y sobre todo en los meses de invierno, sufría frecuentes brotes reumáticos, pues en estas casas aisladas, es difícil que la calefacción se mantenga, ya que se pierde por las paredes, y más estando en sitio elevado como la suya. Y llegó febrero y el enfermo mejora, pues ya sólo orina cada 4 o 5 horas. Pero ahora es su mujer la que tiene la tensión arterial bastante elevada. Y llegamos a mitad de abril, y el estado físico del hombre es bueno, pues sigue orinando cada 5 horas, y ha mejorado del reuma. Pero por el 20 de este mes empeora, con dificultades para orinar y dolor en el bajo vientre; además la tensión arterial le ha subido, por lo cual le prescribo un preparado que le disminuya la inflamación y el dolor, y una tanda de inyecciones de antibióticos de amplio espectro, que se ha de poner durante una semana. A finales de abril ha mejorado con estas inyecciones y con el preparado analgésico; no tiene ni fiebre ni dolores, y muy escasa retención urinaria; sus constantes vitales se han normalizado: el buen tiempo hace milagros. Sin embargo su esposa sigue aquejando trastornos circulatorios generalizados debidos a su hipertensión arterial, teniendo repercusiones cerebrales, en forma de, mareos y zumbidos de oídos; también se le hinchan las piernas y se queja, de que cuando va estreñida, tiene pequeñas rectorragias, pues padece de hemorroides, por lo cual le receto medicamentos para tratar estas patologías. En fechas posteriores compruebo, que las mejorías conseguidas por los tratamientos, se van estabilizando. Pienso en la Filosofía de la vida...:¡Qué más podía hacerles...?