Editorial Historia universal de la infancia

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Acta Pediatr Mex 2010;31(6):265-267
Editorial
Historia universal de la infancia
“Por desgracia, la historia de la infancia no se ha escrito nunca,
y es dudoso que se pueda escribir algún día,
debido a la escasez de datos históricos acerca de la infancia.”
James Bossard
L
a historia de la infancia aún está por escribirse. Los estudiosos suelen coincidir en que la
infancia tiene la forma de un hilo de Ariadna
que se oculta en el laberinto de los tiempos, un
objeto invisible que ha evitado mojarse en las aguas de
la historiografía. Son varias las causas que vuelven especialmente árida la tarea del historiador que se ocupa de
la infancia. Tomando el aporte de la iconografía, Phillipe
Ariès señaló el carácter invisible del niño en la mayor
parte de las sociedades de la Antigüedad. El investigador
francés reparó en el hecho de que -al menos durante todo el
Medioevo- los artistas no conocían la infancia, o al menos
no llegaban a representarla; el niño figuraba en la pintura
no como un ser dotado de características propias, sino
como una suerte de adulto en miniatura. La deformación
del cuerpo infantil y el rechazo de sus rasgos específicos
fueron rasgos compartidos por la estética de todos los
periodos previos a la modernidad. En la opinión de Ariès,
es difícil achacar dicha tendencia a una impericia técnica
de los artistas; “cabe pensar más bien”, decía, que en tales
sociedades “no había espacio para la infancia” 1.
La excepción podía hacerla el arte griego del periodo
helénico, pródigo en la reproducción de figuras de Eros de
proporciones perfectamente aniñadas. Sin embargo, ello
podría obedecer más a los ideales miméticos característicos del arte helénico que a la existencia de una concepción
del niño que distinguiera el mundo adulto del infantil.
Así se revela en las epopeyas del periodo clásico, donde
los niños aparecen retratados como cruentos guerreros
y hacen gala del mismo arrojo y valentía que los héroes
adultos así como en la invisibilidad que tuvo la infancia
en las obras del pensamiento helenista que cimentaron
las bases de la cultura occidental. Vista como una fase
de la vida que una vez superada (lo que, como se sabe,
era entonces infrecuente) quedaba relegada al olvido, la
infancia permaneció unida en el arte de la Antigüedad a un
mundo de representaciones que la desconocía e incluso la
rechazaba. En todos los casos, se ignoraba la especificidad
del mundo infantil.
Otro obstáculo que sale al paso a quien sigue las huellas
de la infancia en la historiografía, reside en que las muy
escasas alusiones a la vida infantil son parte de la biografía de personajes célebres, generalmente nobles o reyes,
cuyos relatos idealizados pintan un cuadro novelesco que
carece de valor histórico documental y que más podrían
pertenecer al ámbito de lo prodigioso y lo fantástico; como
el diario personal de Héroard, médico de Luis XIII que
-a comienzos del siglo XVII- decía que apenas salir de su
madre, el delfín tomó con tal fuerza su cordón umbilical
que ella no podía arrebatárselo. Además, mientras que la
historia ha privilegiado los acontecimientos públicos, la
infancia ha permanecido en la sombra del relato privado.
A esto se añade el carácter escabroso del lugar histórico
del niño en las civilizaciones de Oriente y Occidente.
Del infanticidio al sacrificio, del abandono al filicidio,
de la emasculación a la sodomía, de la tortura física a la
infusión de pánico como forma de dominio, el lugar social
del niño traza una galería de retratos de época en los que
la ignominia y el envilecimiento muestran que la historia
de la infancia bien podría constituir la historia universal
de una infamia.
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Meraz-Arriola G
En una veta opuesta a la de Ariès, el pensador estadounidense Lloyd deMause, impulsor del enfoque
“psicohistórico”, planteó que la ansiedad que nace de la
“distancia psíquica” existente entre niños y adultos ha
jugado un papel fundamental en la conformación de los
lazos paternofiliales, y ha propuesto explicar, a partir de
la evolución de los mismos, la mutación de los rostros
históricos que ha ostentado la infancia. Para deMause,
el lugar del niño en la sociedad es análogo al de un psicoanalista que recibe en proyección toda la angustia, la
ansiedad, el amor y el odio adultos, así como una demanda
perenne de satisfacer lo que no puede ser satisfecho. “El
psicoanalista”, escribe deMauss, “está acostumbrado a
que se le utilice como ‘recipiente’ de las proyecciones
masivas del paciente. Este ser utilizados como vehículos
para las proyecciones, era lo que le solía ocurrir a los niños
en otras épocas” 2. De este modo, el niño ha sido visto en
diferentes momentos como un ángel pleno de inocencia o
un demonio portador de todo mal; como el producto de la
mera necesidad del cuerpo o un intruso mortífero en el seno
materno; como un espejo que refleja a un adulto prematuro
o bien a un ser incompleto que requiere moldeamiento,
igual que una roca en estado bruto solicita la mano y los
instrumentos del escultor para cobrar aspecto humano.
Con la mayor de las suertes, el niño ha sido considerado
un adulto en potencia, quizás lleno de futuro pero vacío
de realización.
Tocó al destino de Jean Jacques Rousseau avanzar un
cambio en dicho estado de cosas con la publicación de su
obra Emilio o de la educación, en 1762. Enemigo de los
moldes educativos generalizados, Rousseau promovía
el respeto a la individualidad del niño y la atención a su
singularidad; otorgaba, sobre todo, un lugar esencial a
las diferencias elementales que existen entre el adulto y
el niño. Estas líneas, por ejemplo, prefiguran hasta cierto
punto la tesis del psicoanalista Sándor Ferenczi, que habló
en la primera mitad del siglo XX de la confusión babélica
que nace del enfrentamiento inevitable entre el lenguaje
adulto y el infantil: “Si los niños escuchasen la razón, no
necesitarían que los educaran”, decía Rousseau, “pero
con hablarles desde su edad más tierna una lengua que no
entienden, los acostumbran a contentarse con palabras, a
censurar todo cuanto les dicen” 3. Se trataba de un libro
verdaderamente revolucionario (inspirador, de hecho, de
los ideales de la Revolución Francesa), adelantado a su
época en casi dos siglos y que a dos días de publicado
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ya merecía el secuestro de la policía. Rousseau parecía
decir que la educación es cosa de niños, y el punto más
innovador del Emilio radicaba en concebir a los niños
como los maestros de los adultos. Al entender al niño
como un individuo cuyo destino se cumple en el presente
(y no en un futuro improbable), el método educativo de
Rousseau buscaba las claves del razonamiento infantil
para vincularse a él.
Sin embargo, el impulso de sus planteamientos quedaría sin eco hasta bien entrado el siglo XX. A partir de
ese momento, la influencia del pensamiento de Rousseau
comenzará a sentirse en el desarrollo de la pedagogía y la
puericultura, la medicina infantil y la psicología evolutiva. De ser objeto de desprecio y maltrato, el niño pasó a
convertirse en objeto de estudio y atención.
En el Segundo Libro de su obra, Rousseau recordaba
que la raíz etimológica de la palabra “infancia”, proviene
de no tener voz, lo que equivale a no ser escuchado, a
no tener derechos. Hoy, en la época de “los derechos del
niño”, vale la pena detenerse una vez más en el sentido de
esta etimología. La palabra latina infans (niño) se compone
del prefijo “in”, que significa negación, y del participio
del verbo “far”, “faris”, que significa “hablar”. Infans
significa, entonces, “aquel que no habla”. Y aquel que no
habla, podríamos añadir, necesariamente es hablado. El
psicoanalista francés Jacques Lacan dijo alguna vez: “cada
sujeto lleva la marca del modo en que ha sido hablado y
de eso dependerá lo que se cristalizará para ese sujeto
como inconsciente”. Sería el psicoanálisis, en efecto, la
disciplina que en los albores del siglo XX introduciría en
la cultura moderna la primera concepción del niño como
sujeto, es decir, un ser habitado por el lenguaje y el deseo
inconsciente, como cualquiera. Si la historiografía nos
dice que hay una borradura, un olvido de la infancia, el
psicoanálisis enseña que antes de hablar somos hablados
y que es la propia infancia la primera que tendemos a
olvidar, a reprimir.
Después de Freud y de Rousseau, de los avances y desarrollos en la pediatría y la pedagogía, cabe preguntarse:
¿cuánto de las antiguas concepciones sobre la infancia
pervive discretamente en el uso cotidiano del lenguaje?
El Diccionario de uso del español, de María Moliner,
informa que la palabra “niño” se aplica con benevolencia
a una persona “ingenua” o “irrazonable”; asimismo, en
ciertos empleos puede implicar “franco desprecio”. Los
calificativos “infantil”, “pueril” o el sustantivo “niñería”,
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suelen apuntar con desdén hacia aquello a lo que se otorga
poca sustancialidad. En el diccionario también encontramos que la palabra “niño” es definida como “persona no
adulta”. En las sociedades contemporáneas, entonces,
¿realmente se ha dejado de ver al niño como la entelequia
de un adulto? Rebasada la primera mitad del siglo XX,
Roland Barthes se refería así a los juguetes infantiles: “Los
juguetes habituales son esencialmente un microcosmos
adulto; todos constituyen reproducciones reducidas de
objetos humanos, como si el niño, a los ojos del público,
sólo fuese un hombre más pequeño, un homúnculo al que
se debe proveer de objetos de su tamaño” 4. En la era de
los videojuegos y la creciente virtualización del mundo –en
especial del mundo infantil–, las palabras del semiólogo
conservan cierta actualidad. Seguimos pensando que el
juego infantil es algo demasiado serio como para dejarlo
en manos de los niños.
M en Psic. Gabriel Meraz-Arriola
Miembro de la Ècole Lacanienne de Psychanalyse
Psicólogo Adscrito al Servicio de Salud Mental
Instituto Nacional de Pediatría
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1.
2.
3.
4.
Ariès Ph. El niño y la vida famliar en el Antiguo régimen. Madrid:
Taurus; 1997. p. 59.
deMause L. Evolución de la Infancia. En: Historia de la infancia.
Madrid: Alianza; 1995. p. 24.
Rousseau JJ. Emilio o de la educación. México: Porrúa Colección Sepan Cuántos; 2002. p. 59.
Barthes R. Mitologías. España: Siglo XXI; 2000. p. 59.
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