Más que un ensayo, un relato personal, en primera

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Más que un ensayo, un relato personal,
en primera persona. Más que un relato
personal, un relato del imaginario
colectivo
(y
muy
Colectivo),
Bogotano.
Eugenia Trujillo
Eugenia Trujillo Villegas
200722223
Manifestaciones Culturales
Y entonces, en medio de una ciudad ignorada por todos y olvidada por algunos, mientras
recorro calles aturdidas por la indiferencia de sus habitantes, voy de regreso a mi habitual
historia. Recibo miradas mitad curiosas mitad apáticas que sin juzgar por su inmediatez y
espontaneidad, se quedan guardadas en mi memoria y en el tiempo, hasta que un momento
aparentemente más significativo ocupa su lugar y la mirada es olvidada sin remordimiento
alguno: es destrozada por los abismos puntiagudos de mi mente.
Al mismo tiempo, descubro cientos de poetas mudos, transeúntes que viven encerrados en
sus callejones y en la oscuridad de sus corazones, que van caminando lentamente
disfrazados de gente sin alma, apartada de las pequeñeces del universo. Aquellos poetas
mudos simplemente están acostumbrados a verlo todo a su alrededor y no se alarman por
alguna cotidianidad más. La primera impresión que tengo mientras camino es de desorden:
un caos inherente a Colombia, pues así como todos se atraviesan mientras manejan sus
vehículos, se atraviesan cuando caminan. Es un choque constante de miradas. Las hay de
medio lado, de piedad, de angustia, de tristeza, de solidaridad, de disgusto. Son las miradas
las que por lo general nos hacen sentir familiares en el entorno que recorremos. Aquellas
miradas chocantes que reparan todo a su alrededor y al mismo tiempo lo ignoran, hacen que
el lugar sea íntimamente colombiano, pues sería un error esconder la amnésica verdad que
nos atañe.
Mi paso por el lugar es furtivo y gracias a eso puedo vislumbrar la situación de una forma
más ajena, capaz de generarme sorpresa y estupor. Al pasar por las calles del centro de la
ciudad (desde la Cra primera hasta la séptima, y desde la Av.Jimenez hasta el edificio
Colpatria) puedo sentir afán, inseguridad e intriga. Mi paso rápido entre la gente me lleva a
generar historias incoherentes y con un componente especial de situaciones imprevistas:
gente que cae y rueda hasta las alcantarillas sin tapa… Palomas atropelladas, meteoritos y
peleas callejeras. Caigo en una torpeza inevitable por pensar y repensar, y ahora no soy
capaz de pasar correctamente por entre la gente sin quedarme bailando al frente de alguien
hasta tomar un paso decidido. Ahora bien, el recorrido por la carrera 19 no es precisamente
por gusto (aunque a veces me ha generado tal sentimiento).
Mi meta: llegar a casa. Mi método: transporte colectivo. Mi decisión: Buseta.
Tomar una buseta en la 19 con tercera es toda una odisea. Primero, se debe tener muy bien
definido el destino e identificar las posibles rutas. Después de esperar la correcta y haber
pasado por unas cuantas ignoradas de los señores buseteros, identifico un bus y hago hasta
lo imposible para que haga caso a mis señas y pare. Decididamente, el bus para en la mitad
de la calle y me toca hacer un rápido recorrido para alcanzarlo en medio de autos
atravesados, personas y a veces, animales (como palomas y perros) y pequeñas
inundaciones (en caso de lluvia). Después de llegar a la puerta del bus, pongo una pierna en
la escalera y si no me aferré bien, caí desplomada en el duro pavimento, pues el busetero
nunca ha necesitado dos piernas en la escalera para poder despegar una vez más. Si es muy
temprano en la mañana (tipo 8-9), o si es un poco tarde en la tarde (tipo 6-7), me enfrentaré
a una odisea un poco menos divertida, sin decir que las anteriores lo fueran. Cuando estoy
adentro me doy cuenta que obviamente no soy la única y que hay alrededor de cincuenta
personas embutidas, peleando silenciosamente por sobrevivir y no caer de bruces contra
alguien más. Las sillas son rojas, están rotas por lo general y se deja entrever entre los
huecos una especie de espuma amarilla aparentemente carcomida por pequeños animales,
que es usada como des estresante para aquellas personas afligidas por este mal. Las sillas
entonces, atiborradas de sudor, son las depositarias de nuestro cansancio diario y deben
estar preparadas para un inesperado peso de más. Y éstas, siendo insuficientes para el vasto
número de gente que desearía posarse encima de ellas, dejan al resto de pie en ese estrecho
corredor aparentemente interminable. Cuando se tiene la obligación de estar de pie,
recomiendo estar conectado a algún tipo de música para no caer en un malgenio que duraría
un poco más de dos días. Estando parado, se recomienda usar el tubo metálico que se posa
inerme encima de las cabezas inquietas de los paseantes y que tiene como característica
principal su olor férrico (que se nota después de bajarse del transporte colectivo) y su baja
temperatura. El tubo metálico, atestado también de sudor sirve para que el paseante haga un
intento de permanecer en un espacio definido del estrecho callejón, mientras el conductor
hace maniobras con el freno. En el largo y anecdótico viaje a casa intento ignorar
empujones, esquivar miradas verdes, limitarme a pasar desapercibida y aun así intentar
recoger una que otra historieta rescatable. Mientras intento recobrar el equilibrio una que
otra vez, oigo, a pesar de estar conectada a la música, una melodía chillona de un vendedor
de incienso que lamenta no poder estar trabajando y aparentemente se enorgullece de estar
en esa buseta en vez de estar robando los bienes ajenos de otros. En medio de la multitud
pasa entregando muestras de incienso, hablando de su vida, contando cuentos e intentando
generar algún tipo de compasión en la gente que ya está acostumbrada a la misma escena.
Con aproximadamente mil pesos se baja fácilmente del bus y ahora nos queda, además del
bochorno habitual, un intenso olor a incienso y a burdel.
Ahora bien, cuando una persona de la primera silla de la buseta decide que llegó a su tan
anhelada parada, se enfrenta a una condición arrolladora. Y digo arrolladora de una forma
literal, pues llegar hasta la puerta trasera y pasar en medio de todas aquellas personas
agarradas de su tubo sudoroso, que no desean ceder su poco espacio para hacer un espacio
más, es dejarse arrollar por la multitud y el movimiento rabioso. Se pasa por debajo de las
cabezas, agachado entre morrales, bolsas de plástico, bolsos opíparos y alguno que otro
bebe “chilinguiado” de su tía, abuela o madre. Se llega a la salida sólo si se tiene afán,
determinación y fuerza. Pero cuando finalmente se toca el timbre para que el busetero haga
la feliz parada, ya era demasiado tarde, pues la odisea de pasar por entre las personas, sus
refunfuños y sus miradas, tomó un poco más de tres cuadras y ahora toca caminar un poco
más para llegar al aposento, bajo la inminente lluvia, agradeciendo un respiro personal, un
aire que ahora no es compartido y que no tiene matices de incienso.
Ahora puedo decir, después de varios recorridos, que Poveda tiene razón: que el bus es un
pañuelo.
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