Massimo Borghesi * Experiencia, sueño, realidad La religiosidad posmoderna http://www.mercaba.org/ARTICULOS/E/experiencia_sueno_realidad.htm La actual cultura e ideología posmodernas –o habría que decir cierta posmodernidad- no es necesariamente atea, sino, como expresa Gianni Vattimo, la religiosidad se visualiza como el ornamento, la creación estética de la nada sobre la cual se puede configurar nuestra vida en los múltiples juegos de la interpretación. Una religiosidad aérea, ligera, llenada por los muchos ídolos del mundo “virtual”. Para que esto sea posible, soportable, se requiere la disolución de los límites de la realidad y la fantasía. Sin embargo, el peligro de esta disolución, está presente también en la Iglesia. En los últimos veinte años, el lenguaje que ha adoptado cierto sector de la Iglesia ha sido un tono existencial, que ya no corresponde a la realidad. Encara el mundo como pretexto polémico para confirmar su propia identidad. El militante lo es solamente desde dentro, como organizador incansable de la comunidad. El lenguaje, precisamente por ser lenguaje de la experiencia, oculta falta de experiencia. 1. La experiencia religiosa como sueño “No tanto el mundo de los hechos y de los pensamientos, sino el de los sueños, es el punto de partida de la experiencia religiosa”.[1] La afirmación, de Eugen Drewermann, entra perfectamente en el contexto de la religiosidad “posmoderna”, la cual, según Giovanni Filoramo, es “modular y flexible, no está ligada a tiempos y lugares particulares , es portátil igual que un moderador, no está anclada en memorias voluminosas, flota, como la publicidad y las telenovelas, en un optimismo afectado que peligrosamente carece de confines”[2]. Se trata de una religiosidad aérea, ligera, que corresponde al mundo nuevo, “virtual”, “estético”. “Aquí lo estético es el termino para indicar un estado de la realidad en el que ésta pierde sus contornos rígidos, colocándose en un plano donde ya no se distingue claramente de la fantasía”[3]. Es el mundo de la sociedad mediática, que está bien representado por la New Age, por el cristianismo “irónico”, no dramático, de Gianni Vattimo[4]. Un mundo en que la verdad, en sentido objetivo, es sustituida por la “caridad” y la tolerancia, la “letra” por la interpretación “espiritual”. El espacio de la religiosidad queda marcado por el “nexo entre espiritualización y debilitación”[5]. Si el ser “virtual” y la realidad, como juego de interpretaciones, no es una presencia estable cosas, entonces “la verdad no se considera ya como adaptación del intelecto a la cosa (fiel discusión de estados de hecho), sino como plausibilidad y persuasividad dentro de un sistema de premisas”[6]. En el mundo como fábula no tiene importancia lo que es verdadero sino el amor entendido como “irónico” aligeramiento-debilitamiento del ser, como eliminación de los límites (“Dilige, et quod vis fac”), como negación –en el sentido de Marción- del Dios juez del Antiguo Testamento a favor del Dios benigno del Nuevo. La experiencia “posmoderna” se configura como trasgresión, superación de las diferencias (verdadero-falso, bien-mal, mundano-religioso, espíritu-materia, masculinofemenino), cuyo fin no es la verificación de lo real en sentido objetivo, sino la experiencia como impresión recibida o repercusión sentimental, su multiplicación, la excitación hasta la consumación del yo en una fusión pánica con la uni-totalidad cósmico-universal. En un juego que no admite tregua, loq ue se niega es el monoteísmo de la razón y el corazón. La experiencia es “politeísta”, adora a los nuevos dioses, se identifica con ellos aunque sólo sea por unas horas. La “imaginación al poder” del 68 se convierte en el poder de la imaginación, la primacía de la ética y de la praxis en la primacía de lo estético y del juego. Los nuevos dioses poseen en el don de la belleza, de la perenne juventud, parecen felices. Frente al nuevo paganismo, al encanto persuasivo de su Uno-Todo, las categorías tradicionales de verdadero-falso, bien-mal, parecen anticuadas, y son substituidas por categorías estéticas (agradable, desagradable, excitante, aburrido). Esta evolución hacia lo estético no es solamente el resultado del mercado mundial de la producción, centrado en la creación y manipulación de las necesidades. En el fondo, presupone la eliminación del aspecto dramático y auténtico de la vida, la eliminación del principio de realidad y, por consiguiente, de la función juzgante de la razón. De ahí el sentimentalismo de la cultura dominante que contrasta, singularmente, con el racionalismo cínico del mundo del trabajo. En la esquizofrenia entre público y privado, reino de la razón y reino del corazón, esfera adulta y esfera juvenil, el espacio que se le asigna a la religión es el de la imaginación. La religión debe disminuir las tensiones que el reino de la razónrealidad tiende a crear. La religión “posmoderna” pertenece al espacio estético donde se diluye, se disuelve, la dureza objetiva del ser en un mundo fluido sin confines. Su ámbito, fuera del espacio y del tiempo, es el alma. Con esto la religión se transforma en psicología. Lo que implica la divinización del alma, el retorno del yo (o desde el yo) de la dispersión del mundo a la interioridad del Yo, al hallazgo de lo divino oculto en lo profundo. Este retorno de Ulises a Itaca implica desvirtuar la experiencia histórica, la pérdida del contacto con la realidad externa, la destrucción de lo que caracteriza la experiencia cristiana. Como, en términos críticos, escribe James Hillman: “Para los cristianos todo nace con una fecha. Por lo que se hace necesario demostrar la existencia histórica de Jesús, atesora documentos, reliquias, vestigios, conservarlos, fijarlos a una fecha. Esta obsesión por los hechos históricos transforma el hecho individual en una “historia” de hechos literales”[7]. El ir más allá de la historia, tal y como desea Hillman, caracteriza hoy el horizonte de la experiencia religiosa. Desde el punto de vista temporal esto significa que la religión se nos presenta, marxistamente, como la sublimación psicológica de una derrota histórica. El fracaso de la utopía revolucionaria de los años setenta se refleja, en los años noventa, en la fuga hacia un mundo onírico, de sueño, en el que aparentemente las contradicciones de la realidad resultan conciliadas. 2. La experiencia cristiana entre mística, quietismo y movilización psicológica Frente a la reducción onírica, frente a la identidad entre vida y sueño y a la sublimación estética de los conflictos, ¿cómo se presenta el cristianismo contemporáneo? Aquí es posible medir un estancamiento eclesial frente a un mundo que no se presenta ya como hostil, como adversario, sino como un mundo que todo lo envuelve, capaz de abrazarlo todo y, al mismo tiempo, de vaciar conceptos y hechos de cualquier realidad. Si el ateísmo marxista de la posguerra era materialista, ahora, por el contrario, los lábiles confines entre lo espiritual y material dan paso al regreso a la “mística” que el positivismo de los años pasados habían enterrado ineludiblemente. La reedición de textos de la tradición mística cristiana del pasado es hoy un fenómeno importante que no puede subestimarse. Al espiritualismo más o menos esotérico de Occidente y de Oriente se responde con la subida hacia lo suprasensible propia de un Maestro Eckhart o de Juan de la Cruz. En esta línea hay intuiciones y experiencias que poseen un significado propio, y, sin embargo, asumir el cuadro idealista-platónico con su estética, que tiende a devaluar el mundo sensible, no carece de problemas. Como escribe el teólogo Hans Urs von Balthasar: “Una mirada general a toda la teología de la mística cristiana revela que el poco valor que se le atribuye a la forma de la visión bíblica es un hecho terrible que no puede pasar en silencio”[8]. Cuando en la historia de la mística se ha asumido de manera acrítica la estética neoplatónica, “ha subrayado a menudo el momento de la anti-encarnación y ha llevado a una interpretación falsa de la palabra dirigida al apóstol Tomás que pedía una prueba visible”.[9] La actualidad que tiene hoy la corriente mística se presenta, por tanto, más como la expresión del espíritu del tiempo –la reducción de la vida a sueño, viaje virtual al “ más allá”- que como una respuesta apropiada a dicho espíritu del tiempo. Por eso, Jean Mouroux, en su clásico estudio sobre L´Expérience chrétienne, omitía oportunamente el estudio de la experiencia mística para dedicarse al análisis de la “experiencia más humilde, más fundamental y universal, de la vida fervorosa”[10]. Esta experiencia, que es la de cada creyente en la medida en que vive la fe, ¿cómo se afirma hoy frente a la reducción de la experiencia religiosa? Si la mística parece representar una huida del mundo, también la común experiencia cristiana sufre, a su manera, el contragolpe del tiempo. También ésta tiende a hacerse cada vez más “religiosa”, como una religiosidad sin cosas, sin mundo, “pura”. Aquí se oscila entre el quietismo religioso para el cual el mundo existe sólo como objeto ideal, metahistórico, como mundo “bueno” fruto del amor universal, y una especie de movilización psicológica, por usar las categorías de Zeev Sternhell[11], la cual encuentra al mundo, pero sólo como pretexto polémico, para confirmar su propia identidad. En esta segunda perspectiva la crisis del catolicismo político deja una especie de vacío que no se sabe cómo colmar. Queda, pues, la óptica del “militante”, pero el mundo se substrae a su “acción”. El militante lo es solamente desde dentro, exteriormente es el estático observador del mundo virtual. La única realidad sobre la cual puede “actuar” es la organización de la comunidad. El militante es el organizador, el que unifica sin descanso, el que impide la tranquilidad. Para este fin, en la medida en que la experiencia no se deriva del cambio provocado por un encuentro con un testimonio real, ésta debe ser provocada por medio de una movilización psicológica, es decir, dándole un carácter existencial al discurso. La experiencia, privada de todo tiempo de gratuidad, es considerada la consecuencia del logos, como forma experimental, susceptible de ser medida, provocada por la potencia persuasiva del discurso cristiano. En el origen de la experiencia no está, pues, la realidad de un encuentro humano, con su fuerza insondable de gratuidad y de elección, sino la exactitud del método mediante el cual la experiencia puede ser determinada. En esta reducción lógico-experimental la experiencia se convierte en “lenguaje” de la experiencia. El lenguaje adquiere un tono existencial pero ahora ya no le corresponde la realidad; el logos no hace presa ya en la existencia, la verdadera existencia se ha substraído al logos. De este modo el lenguaje de la experiencia , oculta la falta de experiencia. Se crea así un singular círculo entre existencialismo y resignación. El tono existencial, vital, del lenguaje oculta la resignación, impide reconocer la realidad de muchas soledades que la comunidad, como estructura organizativa, no es capaz de superar. De aquí la impresión de irrealidad que caracteriza a una gran parte del “experiencialismo” cristiano actual, su acentuado carácter introspectivo, la falta de sencillez, el énfasis que pone en su “propia” experiencia elevada a la categoría de criterio para medir una salvación segura, la repetición constante y monótona del logos-discurso. 3. La experiencia cristiana como correspondencia con la realidad del Misterio Si el cuadro es, aunque sólo fuera parcialmente, el que hemos descrito, no podemos por menos que apreciar las comedidas palabras con las que el cardenal Joseph Ratzinger intervino en el reciente Sínodo de los obispos. “Justamente”, afirma, “varios padres han dicho que la propia experiencia espiritual es una condición fundamental para el anuncio del Evangelio de Cristo. Solamente quien conoce a Dios por un encuentro personal puede hacer que los demás conozcan a Dios, solamente quien vive en una profunda relación con Cristo puede guiar a los demás a la comunión con el Señor. Sin embargo, sigue siendo importante distinguir entre fe y experiencia. La fe es un don de Dios, casi un adelanto que nos da el amor divino, que precede a nuestra actividad. En la fe, Dios abre su corazón para nosotros y se comunica a sí mismo; la experiencia es posteriormente la aprobación y personalización de la fe. Por eso la fe es común y universal; la experiencia es de por sí personal e individual. Solamente la fe une y sintetiza nuestras experiencias, que son siempre fragmentarias; la fe es el criterio y la medida de las experiencias, el guía que nos da luz en el camino de las experiencias. Además, fe verdadera y humildad caminan juntas. La fe no es mérito mío, no es el fruto de la profundidad de mi camino interior, sino un adelanto que da Dios a nuestra pobreza”.[12] Esta manera sobria de plantear aquí la cuestión permite dar a la experiencia su justa importancia sin convertirla en el criterio (presuntuoso) con que juzgar toda la esfera eclesial. No se trata, pues, de pensar en ámbitos por naturaleza “experienciales” que han de proporcionar nueva vitalidad a la institución eclesiástica, sino que más bien se trata de indicar lugares y personas en los que tradición e institución se comunican entre sí de manera viva. Hechos y personas que encuentran la libertad del hombre. Donde esto sucede la experiencia no se reduce a ser movilización psicológica, sino que es verificación de la correspondencia (adequatio) entre el yo y la cosa (res). En un texto de 1964, reeditado en 1995, Luigi Giussani indicaba, con claridad y precisión, los términos de una experiencia cristiana capaz de substraerse al doble límite del empirismo y del experimentalismo. “La experiencia”, escribe, “es el método fundamental mediante el que la naturaleza favorece el desarrollo dela conciencia y el crecimiento de la persona. Por eso no hay experiencia si el hombre no se da cuenta de que “crece” en ella. Más, para crecer verdaderamente, el hombre tiene necesidad de ser provocado o ayudado por algo distinto a él, por algo objetivo, algo que se “encuentra”. Los hombres se dieron cuenta de la presencia de Dios en el mundo a través de una experiencia verdadera, objetiva [...] La presencia de Cristo en su Iglesia se manifiesta en la historia del hombre consciente a través de una experiencia verdadera y objetiva [...] Esta experiencia cristiana y eclesial es un acto vital resultado de tres factores: a) El encuentro con un hecho objetivo, originalmente independiente de la persona que tiene la experiencia; hecho cuya realidad existencial es una comunidad que se manifiesta sensiblemente [...]. b) El poder de percibir adecuadamente el significado de ese encuentro. [...] Es lo que se llama “gracia de la fe”. C) La conciencia de la correspondencia que hay entre el significado del Hecho con el que nos topamos y el significado de nuestra existencia, entre la Realidad cristiana y eclesial y la propia persona, entre el Encuentro y nuestro destino. Es la conciencia de dicha correspondencia lo que verifica ese crecimiento de uno mismo que es lo esencial en el fenómeno de la experiencia. También en el caso de la experiencia cristiana, más aún, en grado máximo en ella, resulta claro que en toda experiencia auténtica se ven comprometidas la autoconciencia y la capacidad crítica (¡la capacidad de verificación!) del hombre, y como toda auténtica experiencia está bien lejos de identificarse con una impresión que se tiene o de reducirse a una repercusión sentimental”[13]. De este modo, se marca el ritmo de la experiencia cristiana a partir de los tres factores que la componen: la gracia de un encuentro significativo, el reconocimiento de la fe, la conciencia de la correspondencia entre corazónvoluntad-razón y el objeto encontrado. La experiencia, substraída al emotivismo empírico y al intelectualismo experimental, depende de la realidad y de la gratuidad del signo, del acontecimiento gracias al cual estupor y razón convergen en la certeza de la correspondencia entre el sujeto y el objeto. “¿Acaso abandona Dios a sus elegidos sin testimonio?”, escribía san Bernardo[14]. La figura del testigo, de aquel que representa, re-presenta, es decir hace presente a Cristo sensiblemente, es el elemento gratuito que provocando libertad-corazón-razón comunica ese gozo y certeza que están en lo más hondo de la existencia cristiana. Como dice André Leonard en su Le ragioni del credere refiriéndose al testimonio de los santos: “La fecundidad desbordante de su vida es una eminente verificación existencial que sella la verdad de la fe a la que se consagraron. En los momentos de duda, cuando se despierta en mi el pagano o el ateo, su testimonio viene a coronar el edificio de la razón del creer y arrastra consigo toda la convicción: los santos han de tener razón, son la prueba viva de la verdad de la fe. [...] Gracias a ellos, la irradiación de la figura de Cristo se convierte en la luz inmediata, aquí, ante mis ojos”[15]. De este modo, como escribe Giussani en Está porque actúa, “Jesucristo, aquel hombre de hace dos mil años, se oculta, o se presenta, bajo el aspecto de una humanidad diferente que nos sorprende porque corresponde a las exigencias estructurales del corazón mucho más que cualquier forma de nuestro pensamiento o de nuestra imaginación: no nos lo esperábamos, no podíamos ni soñarlo, era imposible, no podríamos hallarlo en ninguna parte. La diferencia humana con la que Cristo se nos hace presente consiste precisamente en una mayor correspondencia, en la correspondencia impensable y no pensada de esa humanidad con la que nos topamos, con las exigencias del corazón, con las exigencias de la razón. Este toparse de la persona con una presencia humana diferente es algo sencillísimo, absolutamente elemental, que se da antes que nada, antes de cualquier catequesis, reflexión o desarrollo: es algo que no requiere explicación alguna, sólo se visto, interceptado, algo que suscita asombro, provoca emoción, constituye una llamada; que nos empuja a que lo sigamos gracias a que corresponde a la expectativa estructural del corazón. “Ya que en realidad –como dice el cardenal Ratzingernosotros sólo podemos reconocer aquello que encuentra en nosotros una correspondencia” (Il Sabato, 30-1-1993). El criterio de lo verdadero radica en esta correspondencia”[16] La posibilidad de la experiencia depende así de su inicio: un encuentro real. Esto significa que el repetirse de la experiencia depende de que acontezca de nuevo su “inicio”. “El fenómeno inicial –el impacto con una presencia humana diferente y el asombro que nace de ello- está destinado a ser el mismo fenómeno inicial y original de cada momento del desarrollo. Porque no se produce desarrollo alguno si ese impacto inicial no se repite, es decir, si el acontecimiento no sigue siendo siempre contemporáneo. O se renueva, o, si no, no se avanza, y se pasa en seguida a teorizar el acontecimiento ocurrido”[17]. Cuando esto sucede, cuando la experiencia cede el puesto a su teorización, no hay lugar para la verificación, es decir, falta la atención a la persona, a su exigencia de razón y de libertad. Por el contrario, “en esta “verificación” de la experiencia cristiana el misterio de la iniciativa divina valora existencialmente la “razón” del hombre. Y en esta “verificación” se demuestra la “libertad” humana: porque registrar y reconocer la correspondencia exaltante que se da entre el misterio presente y mi propio dinamismo humano es algo que no puede tener lugar más que en la medida en que esté actuante y viva esa aceptación de mi fundamental dependencia, de nuestro esencial “estar hechos”, en la cual consiste la sencillez, la “pureza de corazón”, la “pobreza de espíritu”. Todo el drama de la libertad reside en esta “pobreza de espíritu”: y es un drama tan profundo que acontece fundamentalmente casi sin que el hombre se dé cuenta”.[18] Notas [1] E. Drewermann, An ihren Frünchten sollt ihr erkennen. Antwort auf Rudolf Peschs und Gerhard Lohfinks “Tiefenpsychologie und keine Exegese”, Olten in der Schweinz und Freiburg, i. Br. 1988, p. 72. [2] G. Filoramo, “Pueblo New Age. Fieles sin Dios”, en Il Corriere della Sera, 10 de septiembre de 1997. [3] G. Vattimo, “Dios, el adorno”, en Micromega, Almanaque de Filosofía 96, p. 147. [4] Cfr. M. Borghesi, “L´ironia e il mondo come favola. Riflessioni sull´ ideologia post-moderna, en Il Nuovo Areopago, 1/1996, pp. 19-31. [5] G. Vattimo, “Dios, el adorno”, cit., p. 190. [6] Op.cit. p. 194. [7] J. Hillman, Intervista su amore, anima e psiche, Bari, 1984, p. 113. [8] H. U. von Balthasar, Die Schau der Gestalt, Bd. I von Herrlichkeit. Eine theologische Ästhetik, Einsiedeln, 1961, p. 304. [9] Op.cit. p. 303. [10] J. Mouroux, Introduction á une théologie, Aubier, 1952, p. 8. [11] Cfr. P. Serra, “´Né destra né sinistra´: uno studio su Zeev Sternhell”, en Democrazia e diritto, 4/1992, pp. 69-84. [12] Cit. En Synodus Episcoporum- Boletín, 17, 24 de abril de 1998. [13] L. Giussani, “Apuntes de método cristiano” en El camino a la verdad es una experiencia, Madrid, 1997, pp. 112-113. [14] Sermo 11, post Oct. Paschae, 3. [15] A. Leonard, Le ragioni del credere, prefacio del cardenal Goddfrield Daneels; Milán, 1994, pág. 159. [16] L. Giussani, Está, porque actúa, suplemento de 30Días, No. 81, 1994, p. 46. Introducción del cardenal J. J. Hamer. [17] Op. cit., p. 47. [18] L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, cit., p. 113. Fuente: Revista Internacional 30Días en la Iglesia y en el mundo, Año XVI, No. 5, 1998. * Dr. en Filosofía. Catedrático de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Perugia (Italia), Así mismo, imparte clases de Estética, Ética y Teología filosófica en la Pontificia Facultad Teológica “S. Buenaventura”, recientemente ha tomado la cátedra “filosofía y cristianismo” en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Entre sus obras publicadas destacan: La figura di Cristo in Hegel, (1983), Romano Guardini. Dialettica e antropología (1990), L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno” (1995), Posmodernidad y cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica? (1997), y recientemente, Memoria, evento, educazione (2000). Colaborador de las revistas 30Días, Il Nuovo Areopago, COMMUNIO. Revista Católica Internacional de Teología.